‘Pero… ¡en qué país vivimos!’: el cine y la cultura popular como crónica de España

Pero… ¡en qué país vivimos! es el título de una película dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1967, en la que la chica yeyé oficial (Concha Velasco) y el rey de la copla y la canción española (Manolo Escobar) se enfrentaban y acababan, claro, enamorados. Es también el título de un suculento y enjundioso ensayo que acaba que publicar la editorial Espasa.

Su explicativo subtítulo anuncia: Una celebración del cine y la cultura popular española, pero cuidado con malinterpretarlo. Porque el libro no debe confundirse con uno de esos repasos laudatorios y tontorrones a lo más casposo y cutre de nuestra producción cultural. La clave está en prestar atención a quién firma la obra: Agustín Sánchez Vidal, catedrático ya jubilado de la Universidad de Zaragoza, uno de los máximos especialistas en Luis Buñuel y autor, entre otros muchos títulos, del fundamental Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin. Como ensayista, ha demostrado sobradamente ser un fino analista de nuestra cultura y un escritor dotado de un estilo ágil y ameno al servicio de planteamientos rigurosos y ambiciosos.

Lo que nos propone aquí es un recorrido por la España del siglo XX a través de la cultura popular, tomando como hilo conductor el cine en su vertiente más comercial, pero con continuas referencias a los tebeos, la copla, los cuplés, los sainetes… Es decir, lo que a menudo se describe, con un mohín de asco, como «españolada». Ante lo cual el autor se pregunta de modo muy pertinente: ¿acaso el Romancero gitano lorquiano no es a su modo también una españolada? La calidad se mide no por los temas abordados, sino por cómo se abordan. Sánchez Vidal explora la cultura popular española sin apriorismos negativos, ni paternalismos, ni superioridades morales, pero sin dejar tampoco de lado el sentido crítico. La tesis que plantea podría resumirse en que hay una línea histórica que lleva desde los sainetes de Arniches y los cuplés hasta el cine de Almodóvar.

Uno de los temas destacados del libro es la continua pugna y polinización entre lo propio y el influjo de lo ajeno. En concreto, de la potente cultura estadounidense, crecientemente hegemónica a lo largo del siglo XX. Por eso toma como referencia la película de Sáenz de Heredia en la que la chica yeyé y el cantante folclórico están condenados a entenderse.

El recorrido del ensayo arranca en tiempos de la República, atraviesa la guerra, el primer franquismo, el desarrollismo y el aperturismo para llegar hasta la transición y los primeros años de la democracia. Dada la vastedad del arco temporal que se pretende abarcar, el libro en algunos momentos divaga y derrapa, estableciendo conexiones un poco forzadas. Pero en su conjunto funciona como un estimulante repaso a esa cultura popular que esboza una crónica sociológica y también sentimental del país y refleja, acaso mejor que la sofisticada alta cultura, los cambios generacionales, políticos y sociales.

Películas y tebeos

El autor elige determinadas obras que juzga significativas de cada época. Películas como la rareza de 1936 dirigida por Luis Marquina El bailarín y el trabajador, la cinta falangista Rojo y negro, Bienvenido, Míster Marshall, El último cuplé con Sara Montiel, Peppermint Frappé de Saura, los musicales pop de Los Bravos a imitación de las cintas de los Beatles dirigidas por Richard Lester, el cine quinqui y el de destape son algunos de los seleccionados, que se conectan con la música y los tebeos de su correspondiente periodo. Es este último apartado, el de los cómics, el que está menos desarrollado, sobre todo en la parte final, en la que se desdibuja de forma incomprensible, ya que las viñetas reflejaron tan bien como el cine y la música el tránsito desde la dictatura a la democracia.

Una de las muchas virtudes de Pero… ¡en qué país vivimos! es el jugoso anecdotario que recoge, de modo que aquí les dejo unas pinceladas sobre algunas de las historias que el libro apunta.

El lingüista y el paleto

Discípulo de Dámaso Alonso, Fernando Lázaro Carreter fue uno de nuestros grandes lingüistas, catedrático y director de la Real Academia. Es menos conocido que le picó el gusanillo del teatro, pero todas sus obras fracasaron. Excepto una, que él mismo califico de «pecado venial» y que, acaso avergonzado, firmó con el seudónimo Fernando Ángel Lozano. Su título: La ciudad no es para mí, estrenada en el teatro en 1962 y llevada al cine por Pedro Lazaga en 1966. En ambos casos el protagonista era Paco Martínez Soria, en uno de sus papeles más célebres, el de abuelete paleto de pueblo que trata de adaptarse a la vida urbana.

Los del 27 que fueron a Hollywood

Hubo una generación del 27 oficial, la de los poetas, y otra reivindicada mucho más tarde con el nombre de «la otra generación del 27», la de los humoristas. Representan respectivamente la alta cultura y la cultura popular. Creo que es relevante apuntar que el prestigio de los primeros y el ninguneo de los segundos durante años no se debió solo a esa línea divisoria cultural, sino a sus posicionamientos políticos. Los poetas fueron mayoritariamente de izquierdas -salvo Gerardo Diego- y los humoristas, de derechas. Estos últimos publicaban en revistas como Buen humor, Gutiérrez y La Codorniz. Varios de ellos trabajaron en Hollywood a principios de los años treinta. Cuando empezó el cine sonoro, pero todavía no existía el doblaje, las productoras rodaban versiones en varios idiomas de sus películas y necesitaban gente que hablara español. Allí estuvieron Jardiel Poncela, López Rubio, Tono y Edgar Neville, que se convirtió en el rey del mambo y se hizo amigo de Chaplin y Douglas Fairbanks entre otros. Miguel Mihura no participó en la aventura americana porque estaba enfermo y se quedó en Madrid.

La rareza falangista

Rodada en 1942 por Carlos Arévalo, Rojo y negro es una fascinante anomalía del cine español. Estaba ambientada en el Madrid republicano durante la guerra y mostraba el criminal funcionamiento de las checas. Parecía por tanto destinada al éxito y los aplausos del franquismo cuando se estrenó en el cine Capitol en la posguerra. Pero no tardó en ser retirada de circulación y desapareció por completo del radar durante décadas. Se la habían proyectado a Franco en un pase privado y al dictador le incomodó por el fervor falangista que desprendía, en unos momentos en el que el régimen estaba virando. Consideraciones ideológicas aparte, es una película interesante y de un valor histórico incontestable.

Películas, pinchos, jerséis y zapatos

En los años cuarenta y cincuenta, el cine no era solo un entretenimiento. Era una ventana a la vida, pese a la censura. Algunas películas llegaban con tijeretazos, como los que impidieron a los espectadores españoles saber que el Rick de Casablanca había combatido con la República en la Guerra Civil. Otras se se veían envueltas en escándalos morales alentados desde los púlpitos de las iglesias, como sucedió con el sensual striptease de guante de Gilda. Esa película es un buen ejemplo de la relevancia del cine en aquellos años. Dio nombre a una tapa, la famosa gilda, cuya invención se disputan San Sebastián y Bilbao. Y también a las Hermanas Gilda de Vázquez, cuyas andanzas se publicaban en el Pulgarcito. Otro ejemplo: la chaqueta de punto abierta y con botones que llevaba la protagonista de Rebeca de Hitchcock se convirtió en el lenguaje popular en la rebeca. Y otro: los zapatos planos que lucía Audrey Hepburn en Sabrina sirvieron para bautizar las sabrinas, una variante de las bailarinas que elaboraba una empresa de Alicante.

El Coyote y los yanquis

El Coyote, creado en 1943 por José Mallorquí y protagonista de más de un centenar de novelitas de quiosco, estaba diáfanamente inspirado en El Zorro, personaje de Johnston McCulley que nació en 1919. Pero había una pequeña diferencia: el héroe enmascarado de Mallorquí luchaba contra los invasores yanquis de México. Y cuando en 1950 Florián Rey quiso llevarlo al cine se encontró con reticencias de la censura y un informe administrativo que decía: «Presentar al Ejército americano como una cuadrilla de bandoleros es extremadamente inoportuno en las actuales circunstancias». Las circunstancias eran que el franquismo estaba intentando congraciarse con los americanos. De todos modos, cinco años después, Joaquín Romero Marchent -admirado por Tarantino por sus westerns- logró hacer no una, sino dos películas de El Coyote.

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Pero… ¡en qué país vivimos!
Una celebración del cine y la cultura popular española

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El amigo americano y el señor Bragas

En busca de precios más baratos, las productoras hollywoodienses desembarcaron a partir de los años cincuenta en Europa, sobre todo en los estudios de Cinecittà de Roma. El productor independiente Samuel Bronston optó por España, donde el franquismo le ofrecía muy buenas condiciones económicas y, si hacía falta, hasta le mandaba soldados para que hicieran de extras en sus películas. Rodó en los alrededores de Madrid fastuosas superproducciones, entre ellas El Cid, con Charlton Heston y Sophia Loren, en la que Menéndez Pidal hizo de asesor histórico y un todavía desconocido Félix Rodríguez de la Fuente era el encargado de los halcones. Las superproducciones de Bronston trajeron a grandes estrellas americanas a nuestro país, Entre ellas, Ava Gardner, que vivió un tiempo en Madrid y agotó las existencias de martinis de las coctelerías de la capital. Al parecer llamaba al ministro de Información y Turismo Fraga Iribarne «señor Bragas». ¿Problemas con el idioma o maldad de la diva?

Del sainete a Almodóvar

Al final del libro, se reproducen unas declaraciones de Almodóvar sobre Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, en las que dice que «quería hacer un sainete español de la época. El contenido y el tono era deliberadamente grueso, sucio y juvenil. Una mezcla del underground americano de finales de los setenta con el Arniches de la corrala y Mihura, que siempre fue muy modesto, sin olvidar el mundo del cómic». De la copla al punk, el Almodóvar petardo de la primera época, antes de que se pusiera trascendente, ejemplifica la vigencia de la tradición popular española y la fascinación por lo americano, cuya mezcla da como resultado la cultura de masas de nuestro país.

 Pero… ¡en qué país vivimos! es el título de una película dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1967, en la que la chica yeyé  

Pero… ¡en qué país vivimos! es el título de una película dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1967, en la que la chica yeyé oficial (Concha Velasco) y el rey de la copla y la canción española (Manolo Escobar) se enfrentaban y acababan, claro, enamorados. Es también el título de un suculento y enjundioso ensayo que acaba que publicar la editorial Espasa.

Su explicativo subtítulo anuncia: Una celebración del cine y la cultura popular española, pero cuidado con malinterpretarlo. Porque el libro no debe confundirse con uno de esos repasos laudatorios y tontorrones a lo más casposo y cutre de nuestra producción cultural. La clave está en prestar atención a quién firma la obra: Agustín Sánchez Vidal, catedrático ya jubilado de la Universidad de Zaragoza, uno de los máximos especialistas en Luis Buñuel y autor, entre otros muchos títulos, del fundamental Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin. Como ensayista, ha demostrado sobradamente ser un fino analista de nuestra cultura y un escritor dotado de un estilo ágil y ameno al servicio de planteamientos rigurosos y ambiciosos.

Lo que nos propone aquí es un recorrido por la España del siglo XX a través de la cultura popular, tomando como hilo conductor el cine en su vertiente más comercial, pero con continuas referencias a los tebeos, la copla, los cuplés, los sainetes… Es decir, lo que a menudo se describe, con un mohín de asco, como «españolada». Ante lo cual el autor se pregunta de modo muy pertinente: ¿acaso el Romancero gitano lorquiano no es a su modo también una españolada? La calidad se mide no por los temas abordados, sino por cómo se abordan. Sánchez Vidal explora la cultura popular española sin apriorismos negativos, ni paternalismos, ni superioridades morales, pero sin dejar tampoco de lado el sentido crítico. La tesis que plantea podría resumirse en que hay una línea histórica que lleva desde los sainetes de Arniches y los cuplés hasta el cine de Almodóvar.

Uno de los temas destacados del libro es la continua pugna y polinización entre lo propio y el influjo de lo ajeno. En concreto, de la potente cultura estadounidense, crecientemente hegemónica a lo largo del siglo XX. Por eso toma como referencia la película de Sáenz de Heredia en la que la chica yeyé y el cantante folclórico están condenados a entenderse.

El recorrido del ensayo arranca en tiempos de la República, atraviesa la guerra, el primer franquismo, el desarrollismo y el aperturismo para llegar hasta la transición y los primeros años de la democracia. Dada la vastedad del arco temporal que se pretende abarcar, el libro en algunos momentos divaga y derrapa, estableciendo conexiones un poco forzadas. Pero en su conjunto funciona como un estimulante repaso a esa cultura popular que esboza una crónica sociológica y también sentimental del país y refleja, acaso mejor que la sofisticada alta cultura, los cambios generacionales, políticos y sociales.

El autor elige determinadas obras que juzga significativas de cada época. Películas como la rareza de 1936 dirigida por Luis Marquina El bailarín y el trabajador, la cinta falangista Rojo y negro, Bienvenido, Míster Marshall, El último cuplé con Sara Montiel, Peppermint Frappé de Saura, los musicales pop de Los Bravos a imitación de las cintas de los Beatles dirigidas por Richard Lester, el cine quinqui y el de destape son algunos de los seleccionados, que se conectan con la música y los tebeos de su correspondiente periodo. Es este último apartado, el de los cómics, el que está menos desarrollado, sobre todo en la parte final, en la que se desdibuja de forma incomprensible, ya que las viñetas reflejaron tan bien como el cine y la música el tránsito desde la dictatura a la democracia.

Una de las muchas virtudes de Pero… ¡en qué país vivimos! es el jugoso anecdotario que recoge, de modo que aquí les dejo unas pinceladas sobre algunas de las historias que el libro apunta.

Discípulo de Dámaso Alonso, Fernando Lázaro Carreter fue uno de nuestros grandes lingüistas, catedrático y director de la Real Academia. Es menos conocido que le picó el gusanillo del teatro, pero todas sus obras fracasaron. Excepto una, que él mismo califico de «pecado venial» y que, acaso avergonzado, firmó con el seudónimo Fernando Ángel Lozano. Su título: La ciudad no es para mí, estrenada en el teatro en 1962 y llevada al cine por Pedro Lazaga en 1966. En ambos casos el protagonista era Paco Martínez Soria, en uno de sus papeles más célebres, el de abuelete paleto de pueblo que trata de adaptarse a la vida urbana.

Hubo una generación del 27 oficial, la de los poetas, y otra reivindicada mucho más tarde con el nombre de «la otra generación del 27», la de los humoristas. Representan respectivamente la alta cultura y la cultura popular. Creo que es relevante apuntar que el prestigio de los primeros y el ninguneo de los segundos durante años no se debió solo a esa línea divisoria cultural, sino a sus posicionamientos políticos. Los poetas fueron mayoritariamente de izquierdas -salvo Gerardo Diego- y los humoristas, de derechas. Estos últimos publicaban en revistas como Buen humor, Gutiérrez y La Codorniz. Varios de ellos trabajaron en Hollywood a principios de los años treinta. Cuando empezó el cine sonoro, pero todavía no existía el doblaje, las productoras rodaban versiones en varios idiomas de sus películas y necesitaban gente que hablara español. Allí estuvieron Jardiel Poncela, López Rubio, Tono y Edgar Neville, que se convirtió en el rey del mambo y se hizo amigo de Chaplin y Douglas Fairbanks entre otros. Miguel Mihura no participó en la aventura americana porque estaba enfermo y se quedó en Madrid.

Rodada en 1942 por Carlos Arévalo, Rojo y negro es una fascinante anomalía del cine español. Estaba ambientada en el Madrid republicano durante la guerra y mostraba el criminal funcionamiento de las checas. Parecía por tanto destinada al éxito y los aplausos del franquismo cuando se estrenó en el cine Capitol en la posguerra. Pero no tardó en ser retirada de circulación y desapareció por completo del radar durante décadas. Se la habían proyectado a Franco en un pase privado y al dictador le incomodó por el fervor falangista que desprendía, en unos momentos en el que el régimen estaba virando. Consideraciones ideológicas aparte, es una película interesante y de un valor histórico incontestable.

En los años cuarenta y cincuenta, el cine no era solo un entretenimiento. Era una ventana a la vida, pese a la censura. Algunas películas llegaban con tijeretazos, como los que impidieron a los espectadores españoles saber que el Rick de Casablanca había combatido con la República en la Guerra Civil. Otras se se veían envueltas en escándalos morales alentados desde los púlpitos de las iglesias, como sucedió con el sensual striptease de guante de Gilda. Esa película es un buen ejemplo de la relevancia del cine en aquellos años. Dio nombre a una tapa, la famosa gilda, cuya invención se disputan San Sebastián y Bilbao. Y también a las Hermanas Gilda de Vázquez, cuyas andanzas se publicaban en el Pulgarcito. Otro ejemplo: la chaqueta de punto abierta y con botones que llevaba la protagonista de Rebeca de Hitchcock se convirtió en el lenguaje popular en la rebeca. Y otro: los zapatos planos que lucía Audrey Hepburn en Sabrina sirvieron para bautizar las sabrinas, una variante de las bailarinas que elaboraba una empresa de Alicante.

El Coyote, creado en 1943 por José Mallorquí y protagonista de más de un centenar de novelitas de quiosco, estaba diáfanamente inspirado en El Zorro, personaje de Johnston McCulley que nació en 1919. Pero había una pequeña diferencia: el héroe enmascarado de Mallorquí luchaba contra los invasores yanquis de México. Y cuando en 1950 Florián Rey quiso llevarlo al cine se encontró con reticencias de la censura y un informe administrativo que decía: «Presentar al Ejército americano como una cuadrilla de bandoleros es extremadamente inoportuno en las actuales circunstancias». Las circunstancias eran que el franquismo estaba intentando congraciarse con los americanos. De todos modos, cinco años después, Joaquín Romero Marchent -admirado por Tarantino por sus westerns- logró hacer no una, sino dos películas de El Coyote.

En busca de precios más baratos, las productoras hollywoodienses desembarcaron a partir de los años cincuenta en Europa, sobre todo en los estudios de Cinecittà de Roma. El productor independiente Samuel Bronston optó por España, donde el franquismo le ofrecía muy buenas condiciones económicas y, si hacía falta, hasta le mandaba soldados para que hicieran de extras en sus películas. Rodó en los alrededores de Madrid fastuosas superproducciones, entre ellas El Cid, con Charlton Heston y Sophia Loren, en la que Menéndez Pidal hizo de asesor histórico y un todavía desconocido Félix Rodríguez de la Fuente era el encargado de los halcones. Las superproducciones de Bronston trajeron a grandes estrellas americanas a nuestro país, Entre ellas, Ava Gardner, que vivió un tiempo en Madrid y agotó las existencias de martinis de las coctelerías de la capital. Al parecer llamaba al ministro de Información y Turismo Fraga Iribarne «señor Bragas». ¿Problemas con el idioma o maldad de la diva?

Al final del libro, se reproducen unas declaraciones de Almodóvar sobre Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, en las que dice que «quería hacer un sainete español de la época. El contenido y el tono era deliberadamente grueso, sucio y juvenil. Una mezcla del underground americano de finales de los setenta con el Arniches de la corrala y Mihura, que siempre fue muy modesto, sin olvidar el mundo del cómic». De la copla al punk, el Almodóvar petardo de la primera época, antes de que se pusiera trascendente, ejemplifica la vigencia de la tradición popular española y la fascinación por lo americano, cuya mezcla da como resultado la cultura de masas de nuestro país.

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