El jueves se cumplieron 80 años de paz oficial en Europa, la más larga etapa no beligerante de nuestra Historia. El 7 de mayo de 1945 se terminó, en efecto, la Segunda Guerra Mundial, con la rendición formal del III Reich Alemán, ese invento diabólico de Adolf Hitler, que se había suicidado ocho días antes. Fue una rendición incondicional la que firmó el mariscal Keitel, máxima autoridad militar. Suponía la desaparición absoluta del III Reich, empezando por sus territorios, pues perdería la mitad de la superficie que alcanzara en los años triunfales. Y lo que quedaba de Alemania perdía completamente su soberanía, pues se desmembraba y quedaba bajo la ocupación de cuatro ejércitos invasores, soviético, norteamericano, inglés y francés.
Esta tabula rasa de lo que pretendió ser «el Reich de los Mil Años» fue posible gracias a una alianza contra natura entre las democracias capitalistas y el estalinismo, la forma más totalitaria de comunismo. «El enemigo de mi enemigo es mi amigo» había dicho Churchill en una de sus famosas frases, que le valdrían un Premio Nobel de Literatura. Cuando en verano de 1941 Hitler invadió la Unión Soviética de Stalin, hasta ese momento su aliado y compañero de armas con el que había iniciado la Segunda Guerra Mundial repartiéndose Polonia, Churchill no lo dudó. Aunque el premier británico tenía una conciencia aristocrática que no cabía en el Palacio de Blenheim, donde había nacido, Churchill se puso el mono de obrero y se fue a Moscú a compadrear con Stalin, hasta forjar una alianza militar que supondría la derrota de Alemania.
En febrero de 1945 esa alianza se planteó no ya cómo hacer la guerra, que estaba ganada, sino cómo entenderse en la posguerra, cosa que parecía y era realmente mucho más difícil. Fue en la Conferencia de Yalta, segunda cumbre entre Stalin, el presidente norteamericano Roosevelt y Churchill, y resultó uno de esos actos históricos que han cosechado mala fama. Allí, según sus detractores, se consumó la traición a Polonia, la nación por cuya libertad Francia e Inglaterra, las democracias, habían declarado la guerra a la Alemania nazi.
Efectivamente, en Yalta le entregaron a Stalin todo el Este de Europa, media docena de estados que se convertirían en «países satélites» de la Unión Soviética. Se ha justificado esa entrega diciendo que Roosevelt no tenía ya fuerzas para nada, era un premoribundo que tendría que haber estado en un hospital de cuidados paliativos. En cuanto a Churchill, toda su genial personalidad no podía disimular que Inglaterra, exhausta, no era ya más que un comparsa, que sólo había dos potencias en el mundo, Estados Unidos y la URSS.
Sin embargo, los que critican alegremente a Yalta no saben de lo que hablan. Cuando la conferencia empezó, las tropas soviéticas estaban en el río Óder, a 100 kilómetros de Berlín. Por supuesto, ya ocupaban toda Polonia y estaba claro que iban a lograr la victoria más emblemática, la conquista de la capital del Reich y la muerte o captura de Hitler.
Las democracias obtuvieron además un buen precio a cambio de los Países del Este, Italia y Grecia. En estos dos países la Resistencia comunista era la mayor fuerza política y militar, habría tomado el poder en Roma y Atenas si no hubieran intervenido las potencias. Pero Stalin los abandonó como los americanos a Polonia. Con ello se logró un enorme premio geoestratégico, impedir la salida soviética al mar Mediterráneo. Un siglo antes, en 1854, Francia e Inglaterra habían ido a la ignota Guerra de Crimea para impedir que Rusia llegara al Mediterráneo, en Yalta eso se consiguió sin necesidad de guerra.
Lo cierto es que el pragmatismo de Yalta, aunque resulte inmoral para los idealistas, fue lo que aseguró la paz de la posguerra. No fue una paz sin sobresaltos, por supuesto. En varias ocasiones parecía que se iba a desatar la guerra atómica y hubo conflictos bélicos parciales, pero el gran peligro se fue sorteando hasta nuestros días.
Guerra Fría
La luna de miel de posguerra duró dos años. Al principio los documentales mostraban a los soldados soviéticos y americanos confraternizando, unos invitaban a vodka, los otros a tabaco rubio. Pero sólo un año después, en 1946, en una gira dando conferencias por universidades americanas, Churchill dijo: «Desde el Báltico al Adriático, sobre Europa ha caído un telón de acero». Se consagró así el término que expresaba la visión que Occidente tenía de la Europa del Este, una inmensa prisión regida por Stalin de la que nadie podía escapar.
En marzo de 1947 el presidente Truman, sucesor de Roosevelt, expuso al Congreso de Estados Unidos la llamada Doctrina Truman. Anunciaba que sostendrían a «los pueblos libres» esencialmente con «apoyo económico y financiero». Sería el llamado Plan Marshall para la reconstrucción de la Europa anticomunista. Es significativo que el secretario de Estado que lo elaboró, George Marshall, fuese el mismo general artífice de la victoria americana en la Guerra Mundial como jefe del Estado Mayor central. Por eso, un senador norteamericano definió el auténtico alcance de la Doctrina Truman: «Esto es una declaración de guerra a Rusia».
La idea era, en efecto, frenar el comunismo con murallas de dólares, que el inmenso poderío económico-industrial de Estados Unidos desafiase la amenaza de los tanques rusos. A principios de 1948, Washington movió pieza en este juego, creó una moneda, el marco, para toda la Alemania Occidental, cuyas tres zonas de ocupación americana, británica y francesa quedaban unificadas, a la vez que ponían en marcha una organización militar, la OTAN.
La respuesta de Moscú fue el bloqueo terrestre del llamado Berlín Occidental, la isla de democracia capitalista que habían dejado en medio del océano comunista. Era un asedio por hambre a las fuerzas militares aliadas que lo guarnecían y a sus vecinos, que se creían afortunados por no vivir bajo el comunismo.
El 26 de junio de 1948 Occidente dio su respuesta. Una flota de 32 aviones Dakota se lanzó sobre Berlín, pero no iban a bombardear, sino a llevar alimentos. Fue el llamado «Puente Aéreo», que se mantuvo durante 327 días, en los que 277.500 vuelos transportaron más de 2.300.000 toneladas de mercancías. A una media de 850 vuelos diarios, suponía un aterrizaje y un despegue cada 102 segundos.
Resultó una exhibición de fuerza más aplastante que haber mandado a la aviación aliada a bombardear Moscú, y al final Stalin tiró la toalla y levantó el bloqueo de Berlín. Había sido la primera batalla entre las dos superpotencias, pero una batalla incruenta. Estaban en guerra, pero no había tiros, de manera que la llamaron «la Guerra Fría».
Iba a durar más de 40 años -se considera que terminó cuando se cayó el Muro de Berlín en 1989-, y estuvo varias veces a punto de convertirse en «guerra caliente», pero siempre se paraban cuando estaban al borde del precipicio. Lo que actuaba de freno fue, paradójicamente, el exceso de poderío militar que tenían ambas partes.
El desarrollo de las armas nucleares, la proliferación de proyectiles intercontinentales de cabeza atómica, de flotas de aviones con bombas atómicas, de submarinos nucleares, garantizaba la destrucción mutua de ambos beligerantes, y con ellos de todo el planeta, pues las armas nucleares tenían unas secuelas incontrolables, el envenenamiento radioactivo de la tierra y el aire.
Ese miedo mutuo llevó a lo que los politólogos llamaron «la disuasión». Con toda la inquina que se tenían ambas partes, se disuadieron de hacer la guerra en Europa y decidieron aceptar los límites de la Conferencia de Yalta. Fuera de Europa sí que podrían hacerse la guerra, aunque nunca llegando al choque directo entre Estados Unidos y la URSS.
Pero esto es ya otra historia que veremos la semana que viene.
El jueves se cumplieron 80 años de paz oficial en Europa, la más larga etapa no beligerante de nuestra Historia. El 7 de mayo de 1945
El jueves se cumplieron 80 años de paz oficial en Europa, la más larga etapa no beligerante de nuestra Historia. El 7 de mayo de 1945 se terminó, en efecto, la Segunda Guerra Mundial, con la rendición formal del III Reich Alemán, ese invento diabólico de Adolf Hitler, que se había suicidado ocho días antes. Fue una rendición incondicional la que firmó el mariscal Keitel, máxima autoridad militar. Suponía la desaparición absoluta del III Reich, empezando por sus territorios, pues perdería la mitad de la superficie que alcanzara en los años triunfales. Y lo que quedaba de Alemania perdía completamente su soberanía, pues se desmembraba y quedaba bajo la ocupación de cuatro ejércitos invasores, soviético, norteamericano, inglés y francés.
Esta tabula rasa de lo que pretendió ser «el Reich de los Mil Años» fue posible gracias a una alianza contra natura entre las democracias capitalistas y el estalinismo, la forma más totalitaria de comunismo. «El enemigo de mi enemigo es mi amigo» había dicho Churchill en una de sus famosas frases, que le valdrían un Premio Nobel de Literatura. Cuando en verano de 1941 Hitler invadió la Unión Soviética de Stalin, hasta ese momento su aliado y compañero de armas con el que había iniciado la Segunda Guerra Mundial repartiéndose Polonia, Churchill no lo dudó. Aunque el premier británico tenía una conciencia aristocrática que no cabía en el Palacio de Blenheim, donde había nacido, Churchill se puso el mono de obrero y se fue a Moscú a compadrear con Stalin, hasta forjar una alianza militar que supondría la derrota de Alemania.
En febrero de 1945 esa alianza se planteó no ya cómo hacer la guerra, que estaba ganada, sino cómo entenderse en la posguerra, cosa que parecía y era realmente mucho más difícil. Fue en la Conferencia de Yalta, segunda cumbre entre Stalin, el presidente norteamericano Roosevelt y Churchill, y resultó uno de esos actos históricos que han cosechado mala fama. Allí, según sus detractores, se consumó la traición a Polonia, la nación por cuya libertad Francia e Inglaterra, las democracias, habían declarado la guerra a la Alemania nazi.
Efectivamente, en Yalta le entregaron a Stalin todo el Este de Europa, media docena de estados que se convertirían en «países satélites» de la Unión Soviética. Se ha justificado esa entrega diciendo que Roosevelt no tenía ya fuerzas para nada, era un premoribundo que tendría que haber estado en un hospital de cuidados paliativos. En cuanto a Churchill, toda su genial personalidad no podía disimular que Inglaterra, exhausta, no era ya más que un comparsa, que sólo había dos potencias en el mundo, Estados Unidos y la URSS.
Sin embargo, los que critican alegremente a Yalta no saben de lo que hablan. Cuando la conferencia empezó, las tropas soviéticas estaban en el río Óder, a 100 kilómetros de Berlín. Por supuesto, ya ocupaban toda Polonia y estaba claro que iban a lograr la victoria más emblemática, la conquista de la capital del Reich y la muerte o captura de Hitler.
Las democracias obtuvieron además un buen precio a cambio de los Países del Este, Italia y Grecia. En estos dos países la Resistencia comunista era la mayor fuerza política y militar, habría tomado el poder en Roma y Atenas si no hubieran intervenido las potencias. Pero Stalin los abandonó como los americanos a Polonia. Con ello se logró un enorme premio geoestratégico, impedir la salida soviética al mar Mediterráneo. Un siglo antes, en 1854, Francia e Inglaterra habían ido a la ignota Guerra de Crimea para impedir que Rusia llegara al Mediterráneo, en Yalta eso se consiguió sin necesidad de guerra.
Lo cierto es que el pragmatismo de Yalta, aunque resulte inmoral para los idealistas, fue lo que aseguró la paz de la posguerra. No fue una paz sin sobresaltos, por supuesto. En varias ocasiones parecía que se iba a desatar la guerra atómica y hubo conflictos bélicos parciales, pero el gran peligro se fue sorteando hasta nuestros días.
La luna de miel de posguerra duró dos años. Al principio los documentales mostraban a los soldados soviéticos y americanos confraternizando, unos invitaban a vodka, los otros a tabaco rubio. Pero sólo un año después, en 1946, en una gira dando conferencias por universidades americanas, Churchill dijo: «Desde el Báltico al Adriático, sobre Europa ha caído un telón de acero». Se consagró así el término que expresaba la visión que Occidente tenía de la Europa del Este, una inmensa prisión regida por Stalin de la que nadie podía escapar.
En marzo de 1947 el presidente Truman, sucesor de Roosevelt, expuso al Congreso de Estados Unidos la llamada Doctrina Truman. Anunciaba que sostendrían a «los pueblos libres» esencialmente con «apoyo económico y financiero». Sería el llamado Plan Marshall para la reconstrucción de la Europa anticomunista. Es significativo que el secretario de Estado que lo elaboró, George Marshall, fuese el mismo general artífice de la victoria americana en la Guerra Mundial como jefe del Estado Mayor central. Por eso, un senador norteamericano definió el auténtico alcance de la Doctrina Truman: «Esto es una declaración de guerra a Rusia».
La idea era, en efecto, frenar el comunismo con murallas de dólares, que el inmenso poderío económico-industrial de Estados Unidos desafiase la amenaza de los tanques rusos. A principios de 1948, Washington movió pieza en este juego, creó una moneda, el marco, para toda la Alemania Occidental, cuyas tres zonas de ocupación americana, británica y francesa quedaban unificadas, a la vez que ponían en marcha una organización militar, la OTAN.
La respuesta de Moscú fue el bloqueo terrestre del llamado Berlín Occidental, la isla de democracia capitalista que habían dejado en medio del océano comunista. Era un asedio por hambre a las fuerzas militares aliadas que lo guarnecían y a sus vecinos, que se creían afortunados por no vivir bajo el comunismo.
El 26 de junio de 1948 Occidente dio su respuesta. Una flota de 32 aviones Dakota se lanzó sobre Berlín, pero no iban a bombardear, sino a llevar alimentos. Fue el llamado «Puente Aéreo», que se mantuvo durante 327 días, en los que 277.500 vuelos transportaron más de 2.300.000 toneladas de mercancías. A una media de 850 vuelos diarios, suponía un aterrizaje y un despegue cada 102 segundos.
Resultó una exhibición de fuerza más aplastante que haber mandado a la aviación aliada a bombardear Moscú, y al final Stalin tiró la toalla y levantó el bloqueo de Berlín. Había sido la primera batalla entre las dos superpotencias, pero una batalla incruenta. Estaban en guerra, pero no había tiros, de manera que la llamaron «la Guerra Fría».
Iba a durar más de 40 años -se considera que terminó cuando se cayó el Muro de Berlín en 1989-, y estuvo varias veces a punto de convertirse en «guerra caliente», pero siempre se paraban cuando estaban al borde del precipicio. Lo que actuaba de freno fue, paradójicamente, el exceso de poderío militar que tenían ambas partes.
El desarrollo de las armas nucleares, la proliferación de proyectiles intercontinentales de cabeza atómica, de flotas de aviones con bombas atómicas, de submarinos nucleares, garantizaba la destrucción mutua de ambos beligerantes, y con ellos de todo el planeta, pues las armas nucleares tenían unas secuelas incontrolables, el envenenamiento radioactivo de la tierra y el aire.
Ese miedo mutuo llevó a lo que los politólogos llamaron «la disuasión». Con toda la inquina que se tenían ambas partes, se disuadieron de hacer la guerra en Europa y decidieron aceptar los límites de la Conferencia de Yalta. Fuera de Europa sí que podrían hacerse la guerra, aunque nunca llegando al choque directo entre Estados Unidos y la URSS.
Pero esto es ya otra historia que veremos la semana que viene.
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