Para que no se pare el invento

En la ceremonia de apertura olímpica deslizaron los bárbaros sus cámaras atléticas y analfabetas por los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Francia. Fue un visto y no visto. En cualquier caso, pudimos percibir un amontonamiento de libros, “los demasiados libros”, de los que hablaba Gabriel Zaid en 1972. Intenté con el mando frenar la ceremonia, parar el tiempo y, con la imagen inmóvil, al menos tratar de reconocer algún autor o libro de aquellos que nos mostraban. Por suerte, me acordé a tiempo del gran Manuel Vicent: “Qué más da si todos vamos hacia el anonimato”.

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 Hay una especie de ‘tsunami’ de libros permanente, un no parar de sacar novedades que desborda a los lectores de toda la vida  

En la ceremonia de apertura olímpica deslizaron los bárbaros sus cámaras atléticas y analfabetas por los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Francia. Fue un visto y no visto. En cualquier caso, pudimos percibir un amontonamiento de libros, “los demasiados libros”, de los que hablaba Gabriel Zaid en 1972. Intenté con el mando frenar la ceremonia, parar el tiempo y, con la imagen inmóvil, al menos tratar de reconocer algún autor o libro de aquellos que nos mostraban. Por suerte, me acordé a tiempo del gran Manuel Vicent: “Qué más da si todos vamos hacia el anonimato”.

A propósito de los “demasiados libros”, oigo decir con frecuencia que parece publicarse en España el doble o triple que antes de la pandemia. No es que lo parezca, sino que hay una especie de tsunami permanente, un no parar de sacar novedades que desborda a los lectores de toda la vida. “Una producción libresca, que algunos juzgan excesiva y otros no tanto”, escribió Sergio C. Fanjul el año pasado en este periódico cuando indagó sobre el hecho de que anualmente aparezcan en España unas 90.000 obras nuevas que afectan, de diferentes maneras, a editores, libreros y lectores.

En su informe, Fanjul incluía tanto la afortunada comparación que Daniel Fernández, presidente de Gremio de Editores, establecía entre el sistema editorial español y una bicicleta (“Se publican novedades constantemente para que no se pare el invento y nos caigamos de la bici”) como la sugerencia de Fernández de que “los muchos libros” también podían verse como una riqueza cultural, puesto que hay muchas tipologías y tipos de lectores, y muchos intereses distintos.

Hablando de intereses distintos, quien ha clasificado mejor los de los escritores ha sido precisamente el mexicano Gabriel Zaid cuando en 2009 actualizó su famoso Los demasiados libros(1972), clásico de nuestras letras y pionero en el tema. Para Zaid –y hablo ahora de memoria– predominan los autores que no publican para los que leen, sino para el currículo académico, y en el otro extremo estarían los que escriben para el mercado y, por ejemplo, novelan con ojo y medio puesto en ganar dinero. Aparte quedarían los libros que nos acompañan, los dignos de ser releídos (los clásicos) y los contemporáneos inspirados con talento en esa tradición.

Nombrar a los conectados con la historia de la literatura, me ha hecho pensar en cuando Xavier Nueno, en su prodigioso El arte del saber ligero (2023), nos recuerda que Montaigne decía pasar el mínimo tiempo posible en su biblioteca y, sin embargo, escribió una de las síntesis más formidables de la literatura clásica. De esa gran reducción de biblioteca que fueron sus Ensayos, dice Xavier Nueno, se puede llegar a la conclusión de que un libro es siempre un intento de reducir una biblioteca, de hacer innecesarios todos los libros que uno ha leído para llevarlo a cabo. No puedo estar mas de acuerdo con esto, porque nos permite llegar a la paradoja de que la única razón legitima por la que escribimos es porque hay demasiados libros.

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