Torrencial, inagotable, antisistema y con alergia a la autoridad, fue el primer director de Hollywood en rodar un plano desde un helicóptero. La flor de su apabullante talento echó raíces en el fango fértil de la desesperación, pero también en lo que él mismo llamó «la búsqueda de uno mismo», el leitmotiv de toda su filmografía.
Los cursos de dirección e interpretación cinematográfica que Nicholas Ray impartió en sus últimos años de vida suponen la culminación teórica y práctica de una extraordinaria trayectoria. Tuvo el acierto de permitir que sus alumnos grabasen sus lecciones y, gracias a su generosidad y a la paciencia de su mujer, hoy la ECAM publica en colaboración con Caimán. Cuadernos de cine el volumen Me quitaron de en medio, con la excelente traducción y notas de Manuel Martín Cuenca, y el prólogo y supervisión de todo el material a cargo de su viuda, Susan Ray, más una completa reseña biográfica de Bernard Eisenschitz. Se trata de la transcripción de más de cien horas de cintas, muchas veces sin etiquetar y grabadas de la manera improvisada en que se desarrollaba la vida del cineasta, con la aportación documental de sus palabras, tantas veces garabateadas en papeles sueltos y hasta en las servilletas de las coctelerías.
Nacido en Wisconsin, hijo de un contratista y constructor con raíces de inmigrantes alemanes, Ray era por supuesto alto y canoso, con aires de altivez, y dicen los que lo conocieron que iba y venía a su antojo por donde la daba la gana como un elegante felino. Con su parche en el ojo derecho, cuya visión había perdido por un coágulo de sangre, y sosteniendo un cigarrillo francés colgado de la boca, el después envejecido Nicholas Ray se movía a sus anchas entre la juventud, a la que buscaba constantemente y de cuya energía se alimentaba como un vampiro de cine: se entendía mejor con las generaciones más jóvenes que con la suya propia, de la que abominaba y con la que había rubricado una historia de desencuentros, salvo contadas excepciones.
Su concepción del mundo era grande, tanto como los encuadres de sus películas, propensas a la horizontalidad —su dominio del Cinemascope era absoluto—, como le había enseñado su maestro, el arquitecto y diseñador Frank Lloyd Wright. Cuando, al anochecer, el joven equipo de filmación no podía mantenerse de pie, Ray continuaba hasta altas horas de la madrugada y a pleno rendimiento. Dirigía, escribía, le daba un par de patadas a una cámara que no funcionaba, negociaba los presupuestos con el productor, iba al teatro con los colegas, bebía después en los bares y jugaba al billar o al póquer hasta bien entrada la madrugada, y continuaba después en casa trabajando en la escritura de su película. Se despertaba a la hora del almuerzo, gracias a los atentos cuidados de una jovencísima Susan, que se hizo experta en masajes de pies —la debilidad del director—.
John Houseman escribió en Front and Center (1979) que Ray «fue víctima de impulsos irresistibles que, finalmente, dejaron su carrera y sus relaciones personales en ruinas. Criado en la Depresión, miembro de una generación con una fuerte tendencia anti-institucional, se le había enseñado a considerar la pobreza y las dificultades como una virtud, a la riqueza y el poder como el mal. Cuando el éxito le llegó a la manera de Hollywood, se sintió desgarrado por profundos sentimientos de culpabilidad, por lo que jugar de forma compulsiva y estúpida [30.000 dólares perdidos en una noche en Las Vegas] podría haber sido una forma neurótica de expiación».
Rodajes en España
Ray había sido el primer ayudante de Houseman en un cortometraje de la Office of War Information (OWI), Tuesday in november (1945), rodado con tono propagandístico para mostrar cuán democráticos con los estadounidenses en sus elecciones. Después, en 1946, Houseman lo contrató como ayudante en la RKO. La primera película que rodó en España, Rey de reyes (1961) sigue siendo la mejor traslación al celuloide del relato evangélico, aunque fue editada por la MGM sin que Ray pudiese controlar el montaje final; y en su segunda película en nuestro país para el productor Samuel Bronston, 55 días en Pekín (1963) sufrió un infarto y fue sustituido por Andrew Marton y Guy Green, lo que supuso el final de su carrera en la industria cinematográfica.
Su casa parecía siempre el apartamento de un estudiante: un colchón en el suelo, las bombillas desnudas, tazas acumuladas en la mesa, revistas, libros, recortes y papeles esparcidos por todas partes… Caos y desorden, la sensación líquida de que lo efímero era una constante en su existencia. Siempre autodestructivo, Ray desayunaba vino asegurando que era una fuente de vitamina C y después tomaba los medicamentos que llevaba consigo en un maletín que incluía metanfetamina. Si nadie le hacía la comida, sobrevivía con vino blanco, tabaco, cerveza, ginebra, barritas Mars y su cóctel de inyecciones.
«La atrición ha sido tremenda», solía decir Ray en referencia a su desgaste vital, eligiendo muy bien esa palabra. No le gustaba la gente de su generación, que en su opinión se podría definir como esa gente que «llegaría a pedirle a tu hijo que salte a tus brazos y luego apartarte». James Dean en Rebelde sin causa es el alter ego de Ray, pues estamos ante su propia autobiografía: lo describió como «la vulnerabilidad ante la que uno no puede sino conmoverse». Más poderoso que la vida (1956), con un inmenso James Mason, era su propia historia de adicción y Los dientes del diablo, rodada en 1959 y estrenada en 1960 a partir de su propio guion, era su encuentro personal con la naturaleza salvaje. El salvaje Dennis Hopper en nombre de la amistad lo arrastró, en su rancho de Taos, en Nuevo México, a un abismo de drogas y alcohol, al punto de que Ray, a sus 60 años, se volvió paranoico y envejeció prematuramente.
A principios de 1971, Nicholas Ray aceptó un trabajo como profesor en el Harpur College de la Universidad de Nueva York, en Binghamton, para enseñarles a los chavales durante dos años todos los palos del oficio: interpretación, cámara, iluminación, guion, atrezo, vestuario… Terminaron haciendo un largometraje multiformato y demasiado vanguardista titulado Nunca volveremos a casa (We Can’t Go Home Again, 1971-1980), auténtico work in progress académico rodado durante años con la técnica de la imagen múltiple. Francis Ford Coppola le ofreció incluso una sala de montaje, pero se la terminó quitando porque Ray y su joven equipo hacían saltar las alarmas del estudio Zoetrope durante sus continuas noches de juerga sonámbula. Cuando presidió en 1973 el jurado del Festival de Cine de San Sebastián, su intérprete tiró la toalla porque decía que era demencial e ininteligible.
Lecciones temáticas
Ray no pensaba de manera continua, sino que sus pensamientos explotaban en círculo. En sus clases, organizadas por Susan en este libro a partir de términos y técnicas como la acción, el monólogo, las circunstancias dadas, la memoria sensorial o la salida en falso, se agrupan temáticamente —la fiesta de los personajes, el escenario del falsificador en el que un hombre debe robar la identidad de otro, etc.— en lecciones magistrales asentadas en su propia vida. Porque el cineasta enseñaba igual que vivía: improvisada y desordenadamente, de manera que este volumen que traduce hoy Martín Cuenca es un milagro.
En 1976, tras caerse por unas escaleras, Ray ingresó en la unidad de desintoxicación del Hospital Roosevelt. Aquel invierno, Elia Kazan y John Houseman lo apoyaron para que empezase a impartir docencia en la Universidad de Nueva York y en el Instituto Lee Strasberg: su consejo permanente y entusiasta a sus alumnos, que lo adoraban, fue «que no te importe nada lo que los demás piensen de ti». En 1977 le diagnosticaron demasiado tarde un tumor en el pulmón derecho: el cáncer ya le había invadido el torrente sanguíneo.
A partir de ahí, Ray vivió obsesionado con hacer una última película antes de su muerte, un proyecto que hizo realidad Wim Wenders, que lo codirigió mientras el cineasta luchaba contra la Parca en el lecho, y sobre el que el equipo y los amigos, como Tom Farrell, no estaban del todo seguros: «¿Le estamos explotando? ¿Está bien filmar su grito de agonía, de desesperación total?», se preguntaba Farrell en sus diarios. El productor Jon Jost, que abandonó el rodaje cuando Wenders se puso tras la cámara, fue muy duro con el proyecto: «Lo que necesitaba Ray era, simplemente, amor. En cambio, le rodeó un equipo que parecía sentir la vida únicamente a través de la mecánica del cine. Cayeron sobre él con una cámara y luego optaron también por exhibir la carnicería». La película documental Relámpago sobre agua (1980) fue su desgarrador testamento que arrancó sin guion, nunca vio terminada y el canto de cisne del rebelde que se resistió como gato salvaje y panza arriba a que Hollywood lo entronizase.
Torrencial, inagotable, antisistema y con alergia a la autoridad, fue el primer director de Hollywood en rodar un plano desde un helicóptero. La flor de su
Torrencial, inagotable, antisistema y con alergia a la autoridad, fue el primer director de Hollywood en rodar un plano desde un helicóptero. La flor de su apabullante talento echó raíces en el fango fértil de la desesperación, pero también en lo que él mismo llamó «la búsqueda de uno mismo», el leitmotiv de toda su filmografía.
Los cursos de dirección e interpretación cinematográfica que Nicholas Ray impartió en sus últimos años de vida suponen la culminación teórica y práctica de una extraordinaria trayectoria. Tuvo el acierto de permitir que sus alumnos grabasen sus lecciones y, gracias a su generosidad y a la paciencia de su mujer, hoy la ECAM publica en colaboración con Caimán. Cuadernos de cine el volumen Me quitaron de en medio, con la excelente traducción y notas de Manuel Martín Cuenca, y el prólogo y supervisión de todo el material a cargo de su viuda, Susan Ray, más una completa reseña biográfica de Bernard Eisenschitz. Se trata de la transcripción de más de cien horas de cintas, muchas veces sin etiquetar y grabadas de la manera improvisada en que se desarrollaba la vida del cineasta, con la aportación documental de sus palabras, tantas veces garabateadas en papeles sueltos y hasta en las servilletas de las coctelerías.
Nacido en Wisconsin, hijo de un contratista y constructor con raíces de inmigrantes alemanes, Ray era por supuesto alto y canoso, con aires de altivez, y dicen los que lo conocieron que iba y venía a su antojo por donde la daba la gana como un elegante felino. Con su parche en el ojo derecho, cuya visión había perdido por un coágulo de sangre, y sosteniendo un cigarrillo francés colgado de la boca, el después envejecido Nicholas Ray se movía a sus anchas entre la juventud, a la que buscaba constantemente y de cuya energía se alimentaba como un vampiro de cine: se entendía mejor con las generaciones más jóvenes que con la suya propia, de la que abominaba y con la que había rubricado una historia de desencuentros, salvo contadas excepciones.
Su concepción del mundo era grande, tanto como los encuadres de sus películas, propensas a la horizontalidad —su dominio del Cinemascope era absoluto—, como le había enseñado su maestro, el arquitecto y diseñador Frank Lloyd Wright. Cuando, al anochecer, el joven equipo de filmación no podía mantenerse de pie, Ray continuaba hasta altas horas de la madrugada y a pleno rendimiento. Dirigía, escribía, le daba un par de patadas a una cámara que no funcionaba, negociaba los presupuestos con el productor, iba al teatro con los colegas, bebía después en los bares y jugaba al billar o al póquer hasta bien entrada la madrugada, y continuaba después en casa trabajando en la escritura de su película. Se despertaba a la hora del almuerzo, gracias a los atentos cuidados de una jovencísima Susan, que se hizo experta en masajes de pies —la debilidad del director—.
John Houseman escribió en Front and Center (1979) que Ray «fue víctima de impulsos irresistibles que, finalmente, dejaron su carrera y sus relaciones personales en ruinas. Criado en la Depresión, miembro de una generación con una fuerte tendencia anti-institucional, se le había enseñado a considerar la pobreza y las dificultades como una virtud, a la riqueza y el poder como el mal. Cuando el éxito le llegó a la manera de Hollywood, se sintió desgarrado por profundos sentimientos de culpabilidad, por lo que jugar de forma compulsiva y estúpida [30.000 dólares perdidos en una noche en Las Vegas] podría haber sido una forma neurótica de expiación».
Ray había sido el primer ayudante de Houseman en un cortometraje de la Office of War Information (OWI), Tuesday in november (1945), rodado con tono propagandístico para mostrar cuán democráticos con los estadounidenses en sus elecciones. Después, en 1946, Houseman lo contrató como ayudante en la RKO. La primera película que rodó en España, Rey de reyes (1961) sigue siendo la mejor traslación al celuloide del relato evangélico, aunque fue editada por la MGM sin que Ray pudiese controlar el montaje final; y en su segunda película en nuestro país para el productor Samuel Bronston, 55 días en Pekín (1963) sufrió un infarto y fue sustituido por Andrew Marton y Guy Green, lo que supuso el final de su carrera en la industria cinematográfica.
Su casa parecía siempre el apartamento de un estudiante: un colchón en el suelo, las bombillas desnudas, tazas acumuladas en la mesa, revistas, libros, recortes y papeles esparcidos por todas partes… Caos y desorden, la sensación líquida de que lo efímero era una constante en su existencia. Siempre autodestructivo, Ray desayunaba vino asegurando que era una fuente de vitamina C y después tomaba los medicamentos que llevaba consigo en un maletín que incluía metanfetamina. Si nadie le hacía la comida, sobrevivía con vino blanco, tabaco, cerveza, ginebra, barritas Mars y su cóctel de inyecciones.
«La atrición ha sido tremenda», solía decir Ray en referencia a su desgaste vital, eligiendo muy bien esa palabra. No le gustaba la gente de su generación, que en su opinión se podría definir como esa gente que «llegaría a pedirle a tu hijo que salte a tus brazos y luego apartarte». James Dean en Rebelde sin causa es el alter ego de Ray, pues estamos ante su propia autobiografía: lo describió como «la vulnerabilidad ante la que uno no puede sino conmoverse». Más poderoso que la vida (1956),con un inmenso James Mason, era su propia historia de adicción y Los dientes del diablo, rodada en 1959 y estrenada en 1960 a partir de su propio guion, era su encuentro personal con la naturaleza salvaje. El salvaje Dennis Hopper en nombre de la amistad lo arrastró, en su rancho de Taos, en Nuevo México, a un abismo de drogas y alcohol, al punto de que Ray, a sus 60 años, se volvió paranoico y envejeció prematuramente.
A principios de 1971, Nicholas Ray aceptó un trabajo como profesor en el Harpur College de la Universidad de Nueva York, en Binghamton, para enseñarles a los chavales durante dos años todos los palos del oficio: interpretación, cámara, iluminación, guion, atrezo, vestuario… Terminaron haciendo un largometraje multiformato y demasiado vanguardista titulado Nunca volveremos a casa (We Can’t Go Home Again, 1971-1980), auténtico work in progress académico rodado durante años con la técnica de la imagen múltiple. Francis Ford Coppola le ofreció incluso una sala de montaje, pero se la terminó quitando porque Ray y su joven equipo hacían saltar las alarmas del estudio Zoetrope durante sus continuas noches de juerga sonámbula. Cuando presidió en 1973 el jurado del Festival de Cine de San Sebastián, su intérprete tiró la toalla porque decía que era demencial e ininteligible.
Ray no pensaba de manera continua, sino que sus pensamientos explotaban en círculo. En sus clases, organizadas por Susan en este libro a partir de términos y técnicas como la acción, el monólogo, las circunstancias dadas, la memoria sensorial o la salida en falso, se agrupan temáticamente —la fiesta de los personajes, el escenario del falsificador en el que un hombre debe robar la identidad de otro, etc.— en lecciones magistrales asentadas en su propia vida. Porque el cineasta enseñaba igual que vivía: improvisada y desordenadamente, de manera que este volumen que traduce hoy Martín Cuenca es un milagro.
En 1976, tras caerse por unas escaleras, Ray ingresó en la unidad de desintoxicación del Hospital Roosevelt. Aquel invierno, Elia Kazan y John Houseman lo apoyaron para que empezase a impartir docencia en la Universidad de Nueva York y en el Instituto Lee Strasberg: su consejo permanente y entusiasta a sus alumnos, que lo adoraban, fue «que no te importe nada lo que los demás piensen de ti». En 1977 le diagnosticaron demasiado tarde un tumor en el pulmón derecho: el cáncer ya le había invadido el torrente sanguíneo.
A partir de ahí, Ray vivió obsesionado con hacer una última película antes de su muerte, un proyecto que hizo realidad Wim Wenders, que lo codirigió mientras el cineasta luchaba contra la Parca en el lecho, y sobre el que el equipo y los amigos, como Tom Farrell, no estaban del todo seguros: «¿Le estamos explotando? ¿Está bien filmar su grito de agonía, de desesperación total?», se preguntaba Farrell en sus diarios. El productor Jon Jost, que abandonó el rodaje cuando Wenders se puso tras la cámara, fue muy duro con el proyecto: «Lo que necesitaba Ray era, simplemente, amor. En cambio, le rodeó un equipo que parecía sentir la vida únicamente a través de la mecánica del cine. Cayeron sobre él con una cámara y luego optaron también por exhibir la carnicería». La película documental Relámpago sobre agua (1980) fue su desgarrador testamento que arrancó sin guion, nunca vio terminada y el canto de cisne del rebelde que se resistió como gato salvaje y panza arriba a que Hollywood lo entronizase.
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