«Servir a una revolución es arar en el mar». La carta que Simón Bolívar, uno de los grandes próceres (criollos) que capitanearon los levantamientos independentistas en la América española, aquel imperio que empieza en 1492 y termina cuatro siglos después –en 1898– con la pérdida de las islas de Cuba y Filipinas, envió en 1830 al general Juan José Flores, primer presidente de Ecuador, está cargada de esa sabiduría (melancólica) que sólo es capaz de procurar el desengaño. Sumido ya en su último crepúsculo, el patriarca de la Gran Colombia confesaba a su interlocutor: «América es ingobernable para nosotros. Lo mejor que se puede hacer es emigrar».
No parecen las palabras de un héroe, como todavía se le representa en Venezuela y en Bolivia, a la que prestaría su apellido. Suenan más a los pensamientos de un hombre decepcionado con la vida. Bolívar estaba enfermo de tuberculosis, pero la enfermedad no le impedía contemplar con realismo el naufragio de sus anhelos. La América española no sería nunca una, sino varia. Y los regímenes criollos que fundarían las repúblicas nacientes, tras algunos intentos de replicar el orden monárquico, todos fracasados, impedirían que la emancipación de la Corona española caminase hacia el porvenir idealizado que sus promotores proclamaban, de palabra y por escrito, antes de patrimonializar, en su beneficio y en el de sus estirpes, todo el poder del Nuevo Continente.
«Este país», proseguía la misiva, «caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos (…) La súbita reacción de la ideología exagerada va a llenarnos de cuantos males nos faltaban o más bien los va a completar. Todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia. ¡Desgraciados pueblos!».
Parece una premonición. Y lo es. El augurio de lo que le esperaba a las nuevas naciones –muchas artificiales– que sucedieron a los primitivos virreinatos hispánicos. Bolívar acertó en su diagnóstico, como demuestra el libro enciclopédico –más de mil páginas– que Santiago Muñoz Machado, jurista y presidente de la RAE, acaba de publicar: De la democracia en Hispanoamérica (Taurus), un ensayo sobre el devenir político de los antiguos dominios españoles al otro lado del Atlántico.
Muñoz Machado trata en este libro (a todas luces ambicioso) de desentrañar las razones por las que la democracia liberal, cuya primera cristalización formal es la célebre Constitución de Estados Unidos de 1787, no termina de arraigar por completo en América Latina. Una cuestión que conecta los dos últimos siglos de autogobierno de las repúblicas hispánicas con las reformas e innovaciones supuestamente constitucionales nacidas en los últimos años al calor del auge febril de los populismos en sitios como Venezuela, Ecuador, Bolivia o la Nicaragua de los Ortega, cuya carta magna sitúa al matrimonio presidencial jerárquicamente por encima del resto de las instituciones del país centroamericano, camuflando así a una vulgar y obscena dictadura con una legitimidad jurídica imposible.
Apagones liberales
La envergadura de la pesquisa del director de la RAE, de la que da buena cuenta la nutrida bibliografía y las notas que acompañan a este volumen, es colosal. Comienza estudiando el dilatadísimo proceso de emancipación de España y continúa, demostrando un alto grado de erudición, con la implantación de los nuevos regímenes políticos, casi todos condicionados por la inmensa distancia que separaba sus ideales de la realidad. Carecían de un verdadero Estado. Su soberanía era objeto de disputa, sus territorios no estaban nada claros y su población vivía escindida entre los descendientes de los españoles nacidos en América y las poblaciones anteriores a la llegada de Colón, incluyendo todas las gamas de mestizaje.
La historia política de Hispanoamérica, cuyo relato ha estado condicionado desde su origen por la propaganda y la amplificación política de las nuevas repúblicas, que necesitaban argumentar su propia existencia, entre otros recursos con la agitación interesada de la falsa leyenda negra española, no ha sido, en líneas generales, un relato feliz. Al menos desde el punto de vista democrático. La ligazón cultural entre España y sus antiguos dominios americanos persiste, pero la distancia entre la evolución política de la antigua metrópoli, incorporada con éxito al espacio europeo tras la dictadura de Franco, y en líneas generales equivalente a cualquier otra democracia continental, es divergente de los cíclicos apagones liberales en Hispanoamérica, que se suceden desde que el poder español cedió el paso a los oligarcas criollos, emergieron los caudillos, empezó el agresivo imperialismo norteamericano y florecieron los totalitarismos de ambos signos, el militarismo y los populismos de inspiración indigenista.
Muñoz Machado trabaja sumergido en este inmenso magma histórico, que es también carnal para, atento al surgimiento de un pensamiento político hispanoamericano, labrar con rigor una monografía ordenada y luminosa, que permite entender a fondo las pulsiones políticas de la antigua España de Ultramar y describe los riesgos de la encrucijada a la que ahora se enfrentan sus sociedades. La idea de que son las pretendidas singularidades históricas de Hispanoamérica las que dificultan o impiden el arraigo de las democracias liberales, el eje a partir del cual Muñoz Machado vertebra su tratado, no es nueva. Bolívar, en su Carta de Jamaica (1815), lo adelantó por escrito: «Las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales».
Es una superstición que ha hecho fortuna y que incluso se ha usado para justificar la tiranía. Nada, sin embargo, salvo el interés o la ignorancia, sustenta esta tesis. Si Hispanoamérica ha vivido periodos de caudillaje se debe –explica Muñoz Machado– a que buena parte de sus libertadores no eran exactamente políticos liberales ni tampoco demócratas. De ahí que los nuevos constitucionalismos recurran sin cesar a sus figuras, debidamente maquilladas, para trazar una continuidad entre el pretérito y nuestra hora.
Mesías del pueblo
Los primeros jerarcas latinoamericanos, propietarios, militares o intelectuales, poseían una inequívoca voluntad mesiánica. Eran hijos de su tiempo. Se veían a sí mismos como guías del pueblo y héroes de guerra. El modelo persistiría a lo largo del tiempo, aunque a los libertadores les sucedieran más tarde los líderes revolucionarios. En México, la revolución se institucionalizó pronto. En Cuba, el movimiento de liberación contra Batista degeneró en la pesadilla del castrismo. Pero los obstáculos de la democracia liberal –Estado de derecho, separación de poderes, instituciones independientes, derechos individuales– arrancan de más atrás.
El cura Hidalgo, en el famoso grito de Dolores, aclamó a Fernando VII, pensando en la posibilidad de una Nueva España autónoma, más que independiente. San Martín, prócer argentino, nunca dejó de ser monárquico de convicción, y Agustín de Iturbide, hábil en cambiar de bando en función de las circunstancias, no dudó en proclamarse a sí mismo emperador (efímero) de México. ¿Acaso no son estos gestos autoritarios los que alimentaron también a las sanguinarias dictaduras y a las revoluciones del siglo XX en Hispanoamérica? No es pues, o no en grado principal, la herencia española la que explicaría el atraso político en América Latina. Es la combinación de esta secular cultura de los hombres fuertes unida a la sustitución del antiguo dominio castellano por el norteamericano.
El mesianismo político en la América hispana, da exactamente igual si nos referimos a Perón, por el lado del fascismo, o a Fidel Castro, en el caso de la vía marxista, es una invariante histórica que continúa con los nuevos populismos, incapaces de dejar el poder –como se ha visto en la Venezuela de Maduro– pese a no ganar las elecciones, y predispuestos a sancionar Constituciones ad hominem que parecen nacidas del realismo mágico.
El bucle latinoamericano con el liberalismo político no es de orden genético. Es cultural. Puede –y debe– revertirse. Acusar a España de los problemas de América Latina es el señuelo de los incapaces. El fenómeno tiene doble cara. Puede formularse en pasiva. El espejo hispanoamericano nos ayuda a entender que, con la deriva autocrática del sanchismo, lo que está en riesgo en España no es sólo la alternancia política. Es también la democracia.
«Servir a una revolución es arar en el mar». La carta que Simón Bolívar, uno de los grandes próceres (criollos) que capitanearon los levantamientos independentistas en
«Servir a una revolución es arar en el mar». La carta que Simón Bolívar, uno de los grandes próceres (criollos) que capitanearon los levantamientos independentistas en la América española, aquel imperio que empieza en 1492 y termina cuatro siglos después –en 1898– con la pérdida de las islas de Cuba y Filipinas, envió en 1830 al general Juan José Flores, primer presidente de Ecuador, está cargada de esa sabiduría (melancólica) que sólo es capaz de procurar el desengaño. Sumido ya en su último crepúsculo, el patriarca de la Gran Colombia confesaba a su interlocutor: «América es ingobernable para nosotros. Lo mejor que se puede hacer es emigrar».
No parecen las palabras de un héroe, como todavía se le representa en Venezuela y en Bolivia, a la que prestaría su apellido. Suenan más a los pensamientos de un hombre decepcionado con la vida. Bolívar estaba enfermo de tuberculosis, pero la enfermedad no le impedía contemplar con realismo el naufragio de sus anhelos. La América española no sería nunca una, sino varia. Y los regímenes criollos que fundarían las repúblicas nacientes, tras algunos intentos de replicar el orden monárquico, todos fracasados, impedirían que la emancipación de la Corona española caminase hacia el porvenir idealizado que sus promotores proclamaban, de palabra y por escrito, antes de patrimonializar, en su beneficio y en el de sus estirpes, todo el poder del Nuevo Continente.
«Este país», proseguía la misiva, «caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos (…) La súbita reacción de la ideología exagerada va a llenarnos de cuantos males nos faltaban o más bien los va a completar. Todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia. ¡Desgraciados pueblos!».
Parece una premonición. Y lo es. El augurio de lo que le esperaba a las nuevas naciones –muchas artificiales– que sucedieron a los primitivos virreinatos hispánicos. Bolívar acertó en su diagnóstico, como demuestra el libro enciclopédico –más de mil páginas– que Santiago Muñoz Machado, jurista y presidente de la RAE, acaba de publicar: De la democracia en Hispanoamérica (Taurus), un ensayo sobre el devenir político de los antiguos dominios españoles al otro lado del Atlántico.
Muñoz Machado trata en este libro (a todas luces ambicioso) de desentrañar las razones por las que la democracia liberal, cuya primera cristalización formal es la célebre Constitución de Estados Unidos de 1787, no termina de arraigar por completo en América Latina. Una cuestión que conecta los dos últimos siglos de autogobierno de las repúblicas hispánicas con las reformas e innovaciones supuestamente constitucionales nacidas en los últimos años al calor del auge febril de los populismos en sitios como Venezuela, Ecuador, Bolivia o la Nicaragua de los Ortega, cuya carta magna sitúa al matrimonio presidencial jerárquicamente por encima del resto de las instituciones del país centroamericano, camuflando así a una vulgar y obscena dictadura con una legitimidad jurídica imposible.
La envergadura de la pesquisa del director de la RAE, de la que da buena cuenta la nutrida bibliografía y las notas que acompañan a este volumen, es colosal. Comienza estudiando el dilatadísimo proceso de emancipación de España y continúa, demostrando un alto grado de erudición, con la implantación de los nuevos regímenes políticos, casi todos condicionados por la inmensa distancia que separaba sus ideales de la realidad. Carecían de un verdadero Estado. Su soberanía era objeto de disputa, sus territorios no estaban nada claros y su población vivía escindida entre los descendientes de los españoles nacidos en América y las poblaciones anteriores a la llegada de Colón, incluyendo todas las gamas de mestizaje.
La historia política de Hispanoamérica, cuyo relato ha estado condicionado desde su origen por la propaganda y la amplificación política de las nuevas repúblicas, que necesitaban argumentar su propia existencia, entre otros recursos con la agitación interesada de la falsa leyenda negra española, no ha sido, en líneas generales, un relato feliz. Al menos desde el punto de vista democrático. La ligazón cultural entre España y sus antiguos dominios americanos persiste, pero la distancia entre la evolución política de la antigua metrópoli, incorporada con éxito al espacio europeo tras la dictadura de Franco, y en líneas generales equivalente a cualquier otra democracia continental, es divergente de los cíclicos apagones liberales en Hispanoamérica, que se suceden desde que el poder español cedió el paso a los oligarcas criollos, emergieron los caudillos, empezó el agresivo imperialismo norteamericano y florecieron los totalitarismos de ambos signos, el militarismo y los populismos de inspiración indigenista.
Muñoz Machado trabaja sumergido en este inmenso magma histórico, que es también carnal para, atento al surgimiento de un pensamiento político hispanoamericano, labrar con rigor una monografía ordenada y luminosa, que permite entender a fondo las pulsiones políticas de la antigua España de Ultramar y describe los riesgos de la encrucijada a la que ahora se enfrentan sus sociedades. La idea de que son las pretendidas singularidades históricas de Hispanoamérica las que dificultan o impiden el arraigo de las democracias liberales, el eje a partir del cual Muñoz Machado vertebra su tratado, no es nueva. Bolívar, en su Carta de Jamaica (1815), lo adelantó por escrito: «Las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales».
Es una superstición que ha hecho fortuna y que incluso se ha usado para justificar la tiranía. Nada, sin embargo, salvo el interés o la ignorancia, sustenta esta tesis. Si Hispanoamérica ha vivido periodos de caudillaje se debe –explica Muñoz Machado– a que buena parte de sus libertadores no eran exactamente políticos liberales ni tampoco demócratas. De ahí que los nuevos constitucionalismos recurran sin cesar a sus figuras, debidamente maquilladas, para trazar una continuidad entre el pretérito y nuestra hora.
Los primeros jerarcas latinoamericanos, propietarios, militares o intelectuales, poseían una inequívoca voluntad mesiánica. Eran hijos de su tiempo. Se veían a sí mismos como guías del pueblo y héroes de guerra. El modelo persistiría a lo largo del tiempo, aunque a los libertadores les sucedieran más tarde los líderes revolucionarios. En México, la revolución se institucionalizó pronto. En Cuba, el movimiento de liberación contra Batista degeneró en la pesadilla del castrismo. Pero los obstáculos de la democracia liberal –Estado de derecho, separación de poderes, instituciones independientes, derechos individuales– arrancan de más atrás.
El cura Hidalgo, en el famoso grito de Dolores, aclamó a Fernando VII, pensando en la posibilidad de una Nueva España autónoma, más que independiente. San Martín, prócer argentino, nunca dejó de ser monárquico de convicción, y Agustín de Iturbide, hábil en cambiar de bando en función de las circunstancias, no dudó en proclamarse a sí mismo emperador (efímero) de México. ¿Acaso no son estos gestos autoritarios los que alimentaron también a las sanguinarias dictaduras y a las revoluciones del siglo XX en Hispanoamérica? No es pues, o no en grado principal, la herencia española la que explicaría el atraso político en América Latina. Es la combinación de esta secular cultura de los hombres fuertes unida a la sustitución del antiguo dominio castellano por el norteamericano.
El mesianismo político en la América hispana, da exactamente igual si nos referimos a Perón, por el lado del fascismo, o a Fidel Castro, en el caso de la vía marxista, es una invariante histórica que continúa con los nuevos populismos, incapaces de dejar el poder –como se ha visto en la Venezuela de Maduro– pese a no ganar las elecciones, y predispuestos a sancionar Constituciones ad hominem que parecen nacidas del realismo mágico.
El bucle latinoamericano con el liberalismo político no es de orden genético. Es cultural. Puede –y debe– revertirse. Acusar a España de los problemas de América Latina es el señuelo de los incapaces. El fenómeno tiene doble cara. Puede formularse en pasiva. El espejo hispanoamericano nos ayuda a entender que, con la deriva autocrática del sanchismo, lo que está en riesgo en España no es sólo la alternancia política. Es también la democracia.
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