Miró y Matisse, los dos salvajes que asesinaron la pintura moderna

<p>Uno quiso asesinar la pintura. Otro superarla de forma salvaje. Esa actitud, ese gesto, une a dos artistas que, a priori, no tienen nada que ver: Joan Miró y Henri Matisse. Miró solo tenía 11 años cuando Matisse triunfaba en el Salón de Otoño de París y se ganaba el apelativo de fiera, de bestia salvaje (<i>fauve </i>en francés): en 1905 presentó junto a su colega <strong>André Derain </strong>unos cuadros absolutamente incendiados, de colores imposibles que no se correspondían con la realidad. El crítico de arte <strong>Louis Vauxcelles </strong>quedó escandalizado y escribió en su artículo <i>Donatello parmi les fauves</i> (Donatello entre fieras) cómo dos estatuas de mármol, clásicas, se exponían «en medio de la orgía de tonos puros». Sin quererlo había inventado el Fauvismo y coronado a Matisse y Derain como los salvajes de la pintura moderna.</p>

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 Aunque sorprenda el paralelismo entre dos artistas tan diferentes, la Fundación Miró de Barcelona presenta un apasionante cara a cara entre el pintor insignia del ‘fauvismo’ y el español que fue más allá del surrealismo  

Uno quiso asesinar la pintura. Otro superarla de forma salvaje. Esa actitud, ese gesto, une a dos artistas que, a priori, no tienen nada que ver: Joan Miró y Henri Matisse. Miró solo tenía 11 años cuando Matisse triunfaba en el Salón de Otoño de París y se ganaba el apelativo de fiera, de bestia salvaje (fauve en francés): en 1905 presentó junto a su colega André Derain unos cuadros absolutamente incendiados, de colores imposibles que no se correspondían con la realidad. El crítico de arte Louis Vauxcelles quedó escandalizado y escribió en su artículo Donatello parmi les fauves (Donatello entre fieras) cómo dos estatuas de mármol, clásicas, se exponían «en medio de la orgía de tonos puros». Sin quererlo había inventado el Fauvismo y coronado a Matisse y Derain como los salvajes de la pintura moderna.

Pero el joven Miró quería ser aún más salvaje que Matisse, tal y como escribió en su cuaderno: «Que estas telas tengan un espíritu fauve, pero dentro de la poesía, que recuerden en cierta manera las buenas telas de Matisse, pero sobrepasándolas y más furiosamente fauves».

La insólita exposición MiróMatisse. Más allá de las imágenes, que se inaugura el jueves en la Fundación Miró de Barcelona patrocinada por el BBVA, enfrenta a dos grandes pintores que marcaron el siglo XX. «A primera vista, el acercamiento entre estos dos artistas puede resultar sorprendente», admite Rémi Labrusse, comisario de la muestra, que se estrenó en verano en el Musée Matisse de Niza. Y fue todo un éxito. «No es una exposición sobre las influencias de un artista sobre otro. No hay un maestro y un discípulo, ni ninguno imita al otro», advierte Labrusse.

Ambos pertenecían a generaciones diferentes (Matisse le sacaba 23 años a Miró) y se les suele asociar a distintos círculos: el fauvismo en el caso de Matisse y el surrealismo en el de Miró, aunque los dos fueron más allá de etiquetas y movimientos. «El concepto central de su obra es la deconstrucción. Critican la tradición académica y la deconstruyen para después volver a empezar. Queremos superar los estereotipos sobre Matisse, pintor de la felicidad de vivir, o sobre Miró, pintor del color de los sueños», explica Labrusse.

¿Cuál fue la relación entre Miró y Matisse? De admiración y estímulo por partida doble: cuando Matisse tuvo un bloqueo a finales de los años 20, que le llevó a recorrer Estados Unidos y Tahití, recurrió a la energía del joven español para volver a pintar; cuando Miró dudaba también miraba hacia la elegante disolución de formas del francés. Fue el hijo menor de Matisse, Pierre, quien les presentó en 1934, el año en que se convirtió en el marchante de Miró en Estados Unidos, donde intercedió para que pudiera exponer en los más importantes museos y galerías. Desde ese primer encuentro y hasta la muerte de Matisse en 1954, los dos se escribirían a lo largo de dos décadas divertidas postales, algunas de las cuales se muestran en la exposición. Una exposición que empieza en la playa.

Matisse pinta la costa de Colliure, pueblo a tan solo 20 kilómetros de la frontera con España, y Miró la de Cambrils, en Tarragona. Ni el estilo ni los colores ni la composición se parecen, hasta las pinceladas del cielo van a la contra (Miró usa muchas en tonos pastel, Matisse es más fluido, más sintético). Pero entre esos dos óleos hay una vibración especial, como si fuesen un díptico de la joie de vivre mediterránea. Lo mismo sucede con los dos bodegones enfrentados: tan distintos, tan parecidos. Y, a la derecha, toda una galería de paisajes fauvistas de Miró que podría firmar el propio Matisse. «Es poco frecuenteque las obras se parezcan. Y cuando se da el caso, se trata de piezas que se aproximan, como estas dos naturalezas muertas, aunque ninguno tenía ni idea de lo que hacía el otro», señala Labrusse.

En la segunda sala, Matisse está a un lado y Miró al otro, como retándose, observándose en la distancia. Al bajar una rampa, Matisse despliega un bosque poblado por odaliscas y ninfas de aspecto inacabado, modernísimas, mientras Miró hunde las raíces de su obra en la tierra. La sala está dominada por el magno Ninfa en el bosque, un lienzo de más de 2,5 metros -que presta el Musée d’Orsay de París-, cual telón teatral, en el que las ramas curvas del árbol remiten a la pose de las odaliscas que, recostadas, apoyan su rostro sobre su brazo indolente. Una belleza etérea, sutil, que se contrapone a un Miró telúrico en dos tableros de madera pintados al óleo pero también con alquitrán y arena. Aquí Miró ya había decidido asesinar la pintura: «Quise eliminar de raíz todo un arte caduco, la vieja concepción de la pintura, para que renaciera otra más pura y auténtica. Se trataba pues de un crimen positivo».

En otra sala, Miró y Matisse vuelven a enfrentarse de pared a pared con un mosaico de ilustraciones, aunque de lejos parecen pequeños lienzos a todo color). Pero esta vez se diría que las constelaciones mironianas se fusionan con las vibraciones jazzísticas de Matisse. «El desafío de la exposición era mostrar obras que no se parecen pero que dan la sensación al visitante de estar en comunicación, de que hay coincidencias sobre un fondo de energía compartida», señala Labrusse.

Los paralelismos siguen, con juegos en cada esquina, murales monumentales, proyectos de vidrieras… Pero hay un momento en que el visitante debe detenerse, algo desconcertado. La culpa es del azul.

El guante blanco (1925) de Miró nunca había tenido tanta fuerza. Solo, parece un simple guante (como los que lleva Mickey Mouse) flotando en un azul grisáceo con otros símbolos mironianos. Pero al colocarlo junto a Vista de Notre-Dame (1914), que cede el MoMAde Nueva York, el impacto es brutal. Al principio incluso cuesta reconocer la catedral parisina, que Matisse reduce a líneas de fuga. «Algunas salas te obligan a sentarte para aguantar el choque visceral de la yuxtaposición de obras», sonríe Marko Daniel, director de la Fundación Miró. El azul lo inunda todo, casi desborda los marcos, anula toda imagen. Como si Matisse y Miró hubiesen querido asesinar el azul solo para volver a crearlo.

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