Todavía se escucha que la sublevación del 18 de julio de 1936 fue un levantamiento del Ejército contra el pueblo para desmontar la democracia e implantar el fascismo. Del mismo modo, también se escucha el cuento de la Cruzada Nacional para salvar España. Sin embargo, estas visiones responden a narrativas propagandísticas difundidas por periodistas e intelectuales de ambos bandos, algunos por convicción y otros con su voluntad comprada ya fuera por los amigos ingleses, alemanes o italianos de Franco, o por el estalinista Münzenberg.
Poco después del golpe fallido del 18 de julio de 1936, la censura republicana, bajo la supervisión del Ministerio de Estado—actual Ministerio de Asuntos Exteriores—se estableció en el edificio de Telefónica en la Gran Vía de Madrid, el primer rascacielos de España, quizá de Europa, inaugurado en 1930. La responsabilidad de la censura recayó en el escritor republicano y de izquierdas Arturo Barea, autor de la fantástica trilogía La forja de un rebelde. El proceso para la censura consistía en que los periodistas entregaban sus textos al censor, quien los cambiaba a su discreción o eliminaba fragmentos antes de que las telefonistas los transmitieran a los periódicos. No había libertad de prensa, sino que un comisario político supervisaba cómo y qué se contaba al mundo sobre lo que pasaba en España.
La prioridad era difundir una imagen favorable del bando republicano y resaltar las atrocidades atribuidas a los sublevados. En Madrid se organizó un grupo de corresponsales contra los golpistas bajo la influencia de Mijail Koltsov, del Pravda. El propósito no era defender la democracia, sino el Frente Popular. La vida para esos escritores era muy fácil y placentera. Ernest Hemingway, simpatizante del comunismo, mientras en Madrid se pasaba hambre, almacenaba una gran reserva de alimentos en su habitación del Hotel Florida. Sefton Tom Delmer, corresponsal del Daily Express engañaba a la gente vistiendo como un pordiosero, pero su casa tenía todo tipo de lujos, incluida una bodega comprada a los anarquistas que habían saqueado lo que entonces se llamaba Palacio Nacional, pero que es el Palacio Real.
La oficina de prensa republicana del edificio de Telefónica facilitaba entrevistas propagandísticas, como con los machacados miembros de las Brigadas Internacionales, que estaban pagados por Stalin, y de las que salieron románticas crónicas para el Paris-Soir y The New York Times. Muchos de esos corresponsales se unieron a la campaña propagandística del comunismo, entendiendo que su deformación de la realidad servía para luchar contra el fascismo. Por ejemplo, el anarquista Pierre Van Paassen escribió en el Toronto Daily Star en agosto del 36 el siguiente titular El pueblo contra el fascismo, como si no hubiera una parte significativa del pueblo español partidaria de los golpistas. La manipulación de información y conceptos fue completa. Herbert Matthews, del New York Times, dijo tiempo después que estaba orgulloso de su labor de propaganda porque representaba «la justicia, la moralidad y la decencia». En cambio, los periodistas que decían ser «imparciales», decía Herbert Matthews, en realidad eran «falsos e hipócritas».
En esa tergiversación de lo que estaba ocurriendo en la retaguardia, y en concreto en Madrid, esos corresponsales guardaron silencio respecto a las checas, sacas, incendios, asesinatos, violaciones, o episodios como el de Paracuellos. El soviético Koltsov y el corresponsal comunista británico Claude Cockburn, editor de la revista The Week, negaron públicamente el derecho de los lectores a saber la verdad hasta que no fuera derrotado el fascismo. Y así lo hicieron, por ejemplo, en las crónicas del asedio al Alcázar de Toledo.
Los tres artículos más citados de la guerra fueron el del portugués Mário Neves sobre la matanza de Badajoz perpetrada por los sublevados, la crónica de George Steer sobre el bombardeo de Guernica al que dedicamos un episodio de Historia Canalla, y la entrevista de Jay Allen, simpatizante del Frente Popular, a Franco en Tetuán el 27 de julio de 1936 para el Chicago Daily Tribune, en la que supuestamente preguntó:
PREGUNTA: ¿Tendrá que matar a la mitad de España?
RESPUESTA: El general Franco sacudió la cabeza con sonrisa escéptica, pero dijo: «Repito, cueste lo que cueste».
P: ¿Qué haría su gobierno si venciera?
R: Yo establecería una dictadura militar –contestó Franco- y más tarde, convocaría un plebiscito nacional para ver lo que el país quiere. Los españoles están cansados de política y de políticos.
Pesa la sospecha de que Jay Allen se inventó esta entrevista, quizá porque no encajaba con lo que Franco declaraba a otros periodistas. Por ejemplo, el británico Cornelius James Murphy, de la agencia de noticias Reuters y espía al servicio de Su Majestad, habló con Franco el 20 de julio, quien declaró que su único enemigo era el comunismo, no los españoles, como daba a entender Jay Allen. También fue entrevistado el jefe de los golpistas por el periodista francés Jean D’Esme para L’Intransigeant, de derechas, el día 24 de julio. Preguntó qué haría después de la victoria, a lo que Franco contestó:
«Tengo la intención de restaurar primero la ley. Volver a la normalidad. A continuación, vamos a basarnos en el orden y la libertad y no en el libertinaje, la anarquía y la tiranía. Las circunscripciones elegirán una asamblea Constituyente para establecer una nueva Constitución»
No hay lugar a dudas: la propaganda era igual de desconcertante a un lado y al otro. Félix Correia entrevistó a Franco para el Diario de Lisboa el 10 de agosto de 1936. Preguntado por la bandera tricolor o la rojigualda, Franco dijo:
«Los colores de la bandera, como otras cosas, están por encima del régimen (…). De momento, la bandera oficial es la tricolor, como himno oficial es el de Riego».
Y con las mismas, Franco confesaba a Javier E. Yndart, corresponsal del argentino La Nación, el 12 de octubre de 1936, que establecería en España un «estado totalitario nacional en el riguroso sentido de la palabra». Aquello era el festival de la confusión.
No solo engañaban, mentían y tergiversaban los corresponsales, sino también los fotógrafos. Fue el caso, entre otros, de Robert Capa y su trucada foto titulada La muerte de un miliciano. La supuesta instantánea fue publicada por la revista Vu en septiembre del 36, y luego por Life en julio de 1937. Se convirtió en el testimonio gráfico más propagandístico de la Guerra Civil en favor del frentepopulismo. La tarea no era reflejar lo que pasaba, sino manipular la opinión.
De lo que España fue en esos días, prefiero quedarme con el testimonio de Antoine Saint-Exupéry, el autor de El principito, corresponsal del L’Intransigeant. Escribió que los «hombres ya no se respetan entre ellos» porque «tenemos unos comités que se adjudican el derecho a depurar en nombre de criterios que (…) no dejan detrás de sí más que muertos». Al otro lado, escribió Saint-Exupéry, hay «un general, que al frente de sus marroquíes, condena a multitudes enteras». Y como si nuestra guerra civil adelantara el drama que se cernía sobre Europa, el escritor confesaba que «en España, hay multitudes en movimiento, pero el individuo, ese universo en el fondo del pozo, llama en vano pidiendo ayuda».
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Todavía se escucha que la sublevación del 18 de julio de 1936 fue un levantamiento del Ejército contra el pueblo para desmontar la democracia e implantar
Todavía se escucha que la sublevación del 18 de julio de 1936 fue un levantamiento del Ejército contra el pueblo para desmontar la democracia e implantar el fascismo. Del mismo modo, también se escucha el cuento de la Cruzada Nacional para salvar España. Sin embargo, estas visiones responden a narrativas propagandísticas difundidas por periodistas e intelectuales de ambos bandos, algunos por convicción y otros con su voluntad comprada ya fuera por los amigos ingleses, alemanes o italianos de Franco, o por el estalinista Münzenberg.
Poco después del golpe fallido del 18 de julio de 1936, la censura republicana, bajo la supervisión del Ministerio de Estado—actual Ministerio de Asuntos Exteriores—se estableció en el edificio de Telefónica en la Gran Vía de Madrid, el primer rascacielos de España, quizá de Europa, inaugurado en 1930. La responsabilidad de la censura recayó en el escritor republicano y de izquierdas Arturo Barea, autor de la fantástica trilogía La forja de un rebelde. El proceso para la censura consistía en que los periodistas entregaban sus textos al censor, quien los cambiaba a su discreción o eliminaba fragmentos antes de que las telefonistas los transmitieran a los periódicos. No había libertad de prensa, sino que un comisario político supervisaba cómo y qué se contaba al mundo sobre lo que pasaba en España.
La prioridad era difundir una imagen favorable del bando republicano y resaltar las atrocidades atribuidas a los sublevados. En Madrid se organizó un grupo de corresponsales contra los golpistas bajo la influencia de Mijail Koltsov, del Pravda. El propósito no era defender la democracia, sino el Frente Popular. La vida para esos escritores era muy fácil y placentera. Ernest Hemingway, simpatizante del comunismo, mientras en Madrid se pasaba hambre, almacenaba una gran reserva de alimentos en su habitación del Hotel Florida. Sefton Tom Delmer, corresponsal del Daily Express engañaba a la gente vistiendo como un pordiosero, pero su casa tenía todo tipo de lujos, incluida una bodega comprada a los anarquistas que habían saqueado lo que entonces se llamaba Palacio Nacional, pero que es el Palacio Real.
La oficina de prensa republicana del edificio de Telefónica facilitaba entrevistas propagandísticas, como con los machacados miembros de las Brigadas Internacionales, que estaban pagados por Stalin, y de las que salieron románticas crónicas para el Paris-Soir y The New York Times. Muchos de esos corresponsales se unieron a la campaña propagandística del comunismo, entendiendo que su deformación de la realidad servía para luchar contra el fascismo. Por ejemplo, el anarquista Pierre Van Paassen escribió en el Toronto Daily Star en agosto del 36 el siguiente titular El pueblo contra el fascismo, como si no hubiera una parte significativa del pueblo español partidaria de los golpistas. La manipulación de información y conceptos fue completa. Herbert Matthews, del New York Times, dijo tiempo después que estaba orgulloso de su labor de propaganda porque representaba «la justicia, la moralidad y la decencia». En cambio, los periodistas que decían ser «imparciales», decía Herbert Matthews, en realidad eran «falsos e hipócritas».
En esa tergiversación de lo que estaba ocurriendo en la retaguardia, y en concreto en Madrid, esos corresponsales guardaron silencio respecto a las checas, sacas, incendios, asesinatos, violaciones, o episodios como el de Paracuellos. El soviético Koltsov y el corresponsal comunista británico Claude Cockburn, editor de la revista The Week, negaron públicamente el derecho de los lectores a saber la verdad hasta que no fuera derrotado el fascismo. Y así lo hicieron, por ejemplo, en las crónicas del asedio al Alcázar de Toledo.
Los tres artículos más citados de la guerra fueron el del portugués Mário Neves sobre la matanza de Badajoz perpetrada por los sublevados, la crónica de George Steer sobre el bombardeo de Guernica al que dedicamos un episodio de Historia Canalla, y la entrevista de Jay Allen, simpatizante del Frente Popular, a Franco en Tetuán el 27 de julio de 1936 para el Chicago Daily Tribune, en la que supuestamente preguntó:
PREGUNTA: ¿Tendrá que matar a la mitad de España?
RESPUESTA: El general Franco sacudió la cabeza con sonrisa escéptica, pero dijo: «Repito, cueste lo que cueste».
P: ¿Qué haría su gobierno si venciera?
R: Yo establecería una dictadura militar –contestó Franco- y más tarde, convocaría un plebiscito nacional para ver lo que el país quiere. Los españoles están cansados de política y de políticos.
Pesa la sospecha de que Jay Allen se inventó esta entrevista, quizá porque no encajaba con lo que Franco declaraba a otros periodistas. Por ejemplo, el británico Cornelius James Murphy, de la agencia de noticias Reuters y espía al servicio de Su Majestad, habló con Franco el 20 de julio, quien declaró que su único enemigo era el comunismo, no los españoles, como daba a entender Jay Allen. También fue entrevistado el jefe de los golpistas por el periodista francés Jean D’Esme para L’Intransigeant, de derechas, el día 24 de julio. Preguntó qué haría después de la victoria, a lo que Franco contestó:
«Tengo la intención de restaurar primero la ley. Volver a la normalidad. A continuación, vamos a basarnos en el orden y la libertad y no en el libertinaje, la anarquía y la tiranía. Las circunscripciones elegirán una asamblea Constituyente para establecer una nueva Constitución»
No hay lugar a dudas: la propaganda era igual de desconcertante a un lado y al otro. Félix Correia entrevistó a Franco para el Diario de Lisboa el 10 de agosto de 1936. Preguntado por la bandera tricolor o la rojigualda, Franco dijo:
«Los colores de la bandera, como otras cosas, están por encima del régimen (…). De momento, la bandera oficial es la tricolor, como himno oficial es el de Riego».
Y con las mismas, Franco confesaba a Javier E. Yndart, corresponsal del argentino La Nación, el 12 de octubre de 1936, que establecería en España un «estado totalitario nacional en el riguroso sentido de la palabra». Aquello era el festival de la confusión.
No solo engañaban, mentían y tergiversaban los corresponsales, sino también los fotógrafos. Fue el caso, entre otros, de Robert Capa y su trucada foto titulada La muerte de un miliciano. La supuesta instantánea fue publicada por la revista Vu en septiembre del 36, y luego por Life en julio de 1937. Se convirtió en el testimonio gráfico más propagandístico de la Guerra Civil en favor del frentepopulismo. La tarea no era reflejar lo que pasaba, sino manipular la opinión.
De lo que España fue en esos días, prefiero quedarme con el testimonio de Antoine Saint-Exupéry, el autor de El principito, corresponsal del L’Intransigeant. Escribió que los «hombres ya no se respetan entre ellos» porque «tenemos unos comités que se adjudican el derecho a depurar en nombre de criterios que (…) no dejan detrás de sí más que muertos». Al otro lado, escribió Saint-Exupéry, hay «un general, que al frente de sus marroquíes, condena a multitudes enteras». Y como si nuestra guerra civil adelantara el drama que se cernía sobre Europa, el escritor confesaba que «en España, hay multitudes en movimiento, pero el individuo, ese universo en el fondo del pozo, llama en vano pidiendo ayuda».
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