El estreno del nuevo programa de Meghan Markle en Netflix prometía ser una muestra de sofisticación y buen gusto, pero lo que hemos encontrado es una serie de errores básicos que ponen en duda la imagen que intenta proyectar. Desde la fatal pronunciación en francés de «Le Creuset» y «parfait», hasta errores de etiqueta como comer pasta con cuchara o sostener la copa de champán por la parte alta, la ejecución deja mucho que desear. Debo acotar que esta crítica se ha realizado sólo con la visualización de dos capítulos, y estoy convencida de que os estoy haciendo un servicio público de alerta.
Más allá de estos detalles técnicos, hay un patrón más preocupante en el programa: el constante esfuerzo por hacernos saber que Meghan «siempre» ha sido especial, detallista o diferente. Esta insistencia en reafirmar su propia singularidad sugiere un posible complejo o una necesidad de validación que no encaja con la supuesta naturalidad y refinamiento que quiere transmitir el empaque de la serie.
Las conversaciones con los invitados son evidentemente preparadas y complacientes, donde los participantes se llenan de sorpresa ante las maravillas de Markle. La sensación de espontaneidad brilla por su ausencia, y el show se convierte en un festival de autocelebración que roza lo ridículo. Es como si Netflix nos quisiera vender la idea de que estamos ante una gurú del estilo de vida, pero lo que obtenemos es una puesta en escena forzada y sin chispa.
Este fenómeno también nos hace reflexionar sobre una tendencia más amplia en las nuevas generaciones: la falta de reparo en hablar de sí mismos y la importancia desmesurada que se otorga a la propia narrativa vital, ya sea construida o real. En un mundo donde la imagen y el relato personal se han convertido en moneda de cambio, la autenticidad parece cada vez más un bien escaso.
El programa de Meghan Markle no solo falla en su intento de proyectar sofisticación, sino que también evidencia una contradicción esencial: en su afán por parecer auténtica, termina revelando lo contrario. Netflix nos ha vendido una historia de elegancia y refinamiento, pero lo que hemos recibido es un producto aburrido y predecible. Y lo peor de todo: Meghan Markle no es Martha Stewart, por más que quiera convencernos de lo contrario. La crítica va a ser dura, y este experimento televisivo podría costarle caro a su imagen. Al final, en vez de ser un festín del nuevo glamour, el show de Markle termina siendo un menú recalentado y cringe.
El estreno del nuevo programa de Meghan Markle en Netflix prometía ser una muestra de sofisticación y buen gusto, pero lo que hemos encontrado es una
El estreno del nuevo programa de Meghan Markle en Netflix prometía ser una muestra de sofisticación y buen gusto, pero lo que hemos encontrado es una serie de errores básicos que ponen en duda la imagen que intenta proyectar. Desde la fatal pronunciación en francés de «Le Creuset» y «parfait», hasta errores de etiqueta como comer pasta con cuchara o sostener la copa de champán por la parte alta, la ejecución deja mucho que desear. Debo acotar que esta crítica se ha realizado sólo con la visualización de dos capítulos, y estoy convencida de que os estoy haciendo un servicio público de alerta.
Más allá de estos detalles técnicos, hay un patrón más preocupante en el programa: el constante esfuerzo por hacernos saber que Meghan «siempre» ha sido especial, detallista o diferente. Esta insistencia en reafirmar su propia singularidad sugiere un posible complejo o una necesidad de validación que no encaja con la supuesta naturalidad y refinamiento que quiere transmitir el empaque de la serie.
Las conversaciones con los invitados son evidentemente preparadas y complacientes, donde los participantes se llenan de sorpresa ante las maravillas de Markle. La sensación de espontaneidad brilla por su ausencia, y el show se convierte en un festival de autocelebración que roza lo ridículo. Es como si Netflix nos quisiera vender la idea de que estamos ante una gurú del estilo de vida, pero lo que obtenemos es una puesta en escena forzada y sin chispa.
Este fenómeno también nos hace reflexionar sobre una tendencia más amplia en las nuevas generaciones: la falta de reparo en hablar de sí mismos y la importancia desmesurada que se otorga a la propia narrativa vital, ya sea construida o real. En un mundo donde la imagen y el relato personal se han convertido en moneda de cambio, la autenticidad parece cada vez más un bien escaso.
El programa de Meghan Markle no solo falla en su intento de proyectar sofisticación, sino que también evidencia una contradicción esencial: en su afán por parecer auténtica, termina revelando lo contrario. Netflix nos ha vendido una historia de elegancia y refinamiento, pero lo que hemos recibido es un producto aburrido y predecible. Y lo peor de todo: Meghan Markle no es Martha Stewart, por más que quiera convencernos de lo contrario. La crítica va a ser dura, y este experimento televisivo podría costarle caro a su imagen. Al final, en vez de ser un festín del nuevo glamour, el show de Markle termina siendo un menú recalentado y cringe.
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