Maruja Mallo, entre el realismo mágico y los viajeros del éter

Tiene fama de provocativa: su llamativo maquillaje era una forma de convertirse en obra, y con su manera teatral de comunicarse creía que podía superar la realidad. A medio camino entre la alquimia visual y la obsesión matemática, la obra de Maruja Mallo huye de las etiquetas fáciles. Meticulosa, obsesiva, ordenada y hermética también, no es exagerado decir que fue una de las artistas más singulares de la Generación del 27. Sin embargo, su obra no ha tenido la difusión que sí alcanzaron otros artistas y escritores masculinos de la época. Máscara y compás. Pinturas y dibujos de 1924 a 1982, exposición que se puede ver en el Centro Botín de Santander hasta el próximo 14 de septiembre y que luego viajará al Museo Reina Sofía, reúne más de 90 pinturas además de dibujos y fotografías que recorren cuatro décadas de trayectoria y la sitúan en el centro del arte moderno español.

En su obra, tan personal como heterogénea, Maruja Mallo (Viveiro, Galicia, 1902 – Madrid, 1995) supo borrar los límites entre lo popular y lo vanguardista, se preocupó por asuntos como la mujer moderna, las aspiraciones humanas y la naturaleza como un sistema interrelacionado. «Maruja Mallo quería encontrar un nuevo orden y una nueva iconografía para un nuevo mundo, y adelanta su mirada hacia el futuro», destaca Patricia Molins, comisaria de la exposición y miembro del Departamento de Exposiciones Temporales del Museo Reina Sofía.

Artista visionaria e incansable estudiosa, trabaja siempre en series, quizá debido a su obsesión con el orden, y así profundiza en los mismos temas a lo largo de los años. «Es sorprendente la unidad de su obra y de sus intereses», comenta Molins. Esta exposición, además de mostrar esa cohesión, recorre desde el realismo mágico de sus primeros años hasta las configuraciones geométricas y fantásticas de sus últimas obras.

Con el apoyo de su red familiar, Maruja Mallo se traslada a Madrid en 1922 y entra en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde permanece hasta 1926. En la capital se relaciona con otros artistas, escritores y cineastas como Salvador Dalí, Luis Buñuel, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Margarita Manso, Concha Méndez o María Zambrano. Durante esta década, Mallo realiza portadas para varios libros y trabaja en revistas como La Gaceta Literaria, El Almanaque Literario o la Revista de Occidente. Ortega y Gasset, director de esta última, descubre su obra y decide dedicarle en las salas de la publicación su primera exposición, sin duda un trampolín para lo que vendría después.

Obras como Indígena (1924-1925) y Retrato de señora con abanico (1926) adelantan dos de los grandes temas que atraviesan toda su obra: el interés por las culturas y la mujer moderna. Además, «en sus primeras obras observamos temas como la fraternidad universal, el universo, una gran diversidad de razas, el mundo, las verbenas y la vida popular». Muestra de ello son series como Las verbenas, que la exposición reúne al completo desde que se vieron en la Revista de Occidente en 1928; y Cloacas y campanarios, donde la figura humana aparece como residuo.

Exiliada en Argentina

Una década después de abrirse camino en Madrid, Mallo recibe una beca para estudiar en París y allí, en 1932, entra en contacto con artistas como Magritte, Max Ernst, André Breton o Jean Arp. Estos nuevos aires transforman de manera radical su obra y, aunque no se entrega por completo al automatismo surrealista, sí sirve para alcanzar el nuevo orden geométrico que adopta en su obra años después.

En 1933 regresa a Madrid y su interés se centra en el orden geométrico. Durante estos años, Mallo trabaja como profesora, estudia matemáticas y geometría con el objetivo de trasladar estos conocimientos a sus clases de cerámica y participa en la decoración de algunas obras teatrales. Sin embargo, el estallido de la guerra civil en 1936 hace que la artista tenga que huir de España a Portugal y después, con el apoyo de la poeta chilena Gabriela Mistral y la Asociación de Amigos del Arte, pone rumbo a Argentina. «Cuando llega cree que no va a estar mucho tiempo, que la guerra no va a durar mucho y no piensa que los republicanos la vayan a perder», recuerda Patricia Molins. Desde allí, colabora en la revista Sur, ayuda a otros exiliados, participa en la escenografía de algunas obras teatrales y escribe artículos sobre la guerra en España y sobre lo que ha visto en Galicia. En 1939, cuando se da cuenta de que va a tener que vivir allí durante mucho tiempo, «entra en una cierta depresión».

Tras una primera etapa de incertidumbre, Maruja Mallo empieza a viajar el Pacífico y por países como Uruguay y Brasil, donde encuentra una nueva fascinación: el paisaje. En 1925 había viajado a Canarias y le había fascinado la ferocidad del paisaje. Ahora, sin embargo, «al ver que el mar no era mar, sino océano, y al enfrentarse a una diversidad tanto paisajística como racial, se entusiasma».

Allí también conoce el arte prehispánico, repleto de geometría ancestral, se interesa por el estudio del simbolismo y su obra se abre a una nueva etapa en la que cobra especial relevancia la idea del espacio. «Empieza a preocuparse por cómo reflejar el espacio-tiempo, no como un espacio estático sino como lo concibe la física contemporánea. Investiga las figuras humanas, biológicas y vegetales que encuentra en su entorno y en su obra aparece una figura central rodeada de un fondo que se convierte en una escena», señala Patricia Molins.

Portadas de ‘Revista de Occidente’

En estos nuevos espacios representa cabezas, máscaras y acróbatas y ensaya la fusión entre razas, entre razas y animales, y entre sexos. Maruja Mallo, que creía en el arte como visión perfeccionada de lo real, pensaba que «el arte debía obedecer a una armonía temática y geométrica, estudió las leyes matemáticas para equilibrar los elementos de la pintura».

Tras varias décadas de exilio, la artista vuelve a España en 1962, un viaje que había planeado desde finales de los años 40. «Durante los primeros años estuvo muy callada, parece que no hizo nada, pero a mediados de esa década vuelve a hacer portadas para la Revista de Occidente, ahora liderada por Soledad Ortega, hija de Ortega y Gasset».

Tras esta etapa de silencio, a finales de los años 70 Mallo realiza sus últimas series en las que el espacio-tiempo se diluye: Moradores del vacío, en los que vemos insectos y figuras deshumanizadas, y Viajeros del éter, una serie protagonizada por naves y formas híbridas que recuerdan a las constelaciones. En estos últimos años en su obra adquiere importancia el trazo geométrico y aunque su interés gira hacia la mitología, en su archivo no se encuentran referencias a la magia, a la teosofía o a las culturas sincréticas.

Para estas nuevas pinturas, Mallo decía haber estado en contacto con dimensiones suprahumanas que le llevan a crear espacios siderales infinitos. En estas últimas figuras aparece la metamorfosis y las hibridaciones a través de las células que se convierten en animales y en máquinas espaciales.

Maruja Mallo quiso romper con las etiquetas establecidas para las mujeres de la época, hacía deporte, aparecía en televisión montando a caballo o nadando en la playa. De espíritu libre, las figuras de su obra siempre están en acción aunque, en apariencia, sean estáticas. Artista tan singular como necesaria, situó a la mujer en el centro de su producción, introdujo ángeles negros, retrató las verbenas, la vida popular, los diferentes polos y gente de todas las razas. Ahora, esta exposición la vuelve a situar en el centro de la escena artística española para darle la visibilidad que merece.

 Tiene fama de provocativa: su llamativo maquillaje era una forma de convertirse en obra, y con su manera teatral de comunicarse creía que podía superar la  

Tiene fama de provocativa: su llamativo maquillaje era una forma de convertirse en obra, y con su manera teatral de comunicarse creía que podía superar la realidad. A medio camino entre la alquimia visual y la obsesión matemática, la obra de Maruja Mallo huye de las etiquetas fáciles. Meticulosa, obsesiva, ordenada y hermética también, no es exagerado decir que fue una de las artistas más singulares de la Generación del 27. Sin embargo, su obra no ha tenido la difusión que sí alcanzaron otros artistas y escritores masculinos de la época. Máscara y compás. Pinturas y dibujos de 1924 a 1982, exposición que se puede ver en el Centro Botín de Santander hasta el próximo 14 de septiembre y que luego viajará al Museo Reina Sofía, reúne más de 90 pinturas además de dibujos y fotografías que recorren cuatro décadas de trayectoria y la sitúan en el centro del arte moderno español.

En su obra, tan personal como heterogénea, Maruja Mallo (Viveiro, Galicia, 1902 – Madrid, 1995) supo borrar los límites entre lo popular y lo vanguardista, se preocupó por asuntos como la mujer moderna, las aspiraciones humanas y la naturaleza como un sistema interrelacionado. «Maruja Mallo quería encontrar un nuevo orden y una nueva iconografía para un nuevo mundo, y adelanta su mirada hacia el futuro», destaca Patricia Molins, comisaria de la exposición y miembro del Departamento de Exposiciones Temporales del Museo Reina Sofía.

Artista visionaria e incansable estudiosa, trabaja siempre en series, quizá debido a su obsesión con el orden, y así profundiza en los mismos temas a lo largo de los años. «Es sorprendente la unidad de su obra y de sus intereses», comenta Molins. Esta exposición, además de mostrar esa cohesión, recorre desde el realismo mágico de sus primeros años hasta las configuraciones geométricas y fantásticas de sus últimas obras.

Con el apoyo de su red familiar, Maruja Mallo se traslada a Madrid en 1922 y entra en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde permanece hasta 1926. En la capital se relaciona con otros artistas, escritores y cineastas como Salvador Dalí, Luis Buñuel, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Margarita Manso, Concha Méndez o María Zambrano. Durante esta década, Mallo realiza portadas para varios libros y trabaja en revistas como La Gaceta Literaria, El Almanaque Literario o la Revista de Occidente. Ortega y Gasset, director de esta última, descubre su obra y decide dedicarle en las salas de la publicación su primera exposición, sin duda un trampolín para lo que vendría después.

Obras como Indígena (1924-1925) y Retrato de señora con abanico (1926) adelantan dos de los grandes temas que atraviesan toda su obra: el interés por las culturas y la mujer moderna. Además, «en sus primeras obras observamos temas como la fraternidad universal, el universo, una gran diversidad de razas, el mundo, las verbenas y la vida popular». Muestra de ello son series como Las verbenas, que la exposición reúne al completo desde que se vieron en la Revista de Occidente en 1928; y Cloacas y campanarios, donde la figura humana aparece como residuo.

Una década después de abrirse camino en Madrid, Mallo recibe una beca para estudiar en París y allí, en 1932, entra en contacto con artistas como Magritte, Max Ernst, André Breton o Jean Arp. Estos nuevos aires transforman de manera radical su obra y, aunque no se entrega por completo al automatismo surrealista, sí sirve para alcanzar el nuevo orden geométrico que adopta en su obra años después.

En 1933 regresa a Madrid y su interés se centra en el orden geométrico. Durante estos años, Mallo trabaja como profesora, estudia matemáticas y geometría con el objetivo de trasladar estos conocimientos a sus clases de cerámica y participa en la decoración de algunas obras teatrales. Sin embargo, el estallido de la guerra civil en 1936 hace que la artista tenga que huir de España a Portugal y después, con el apoyo de la poeta chilena Gabriela Mistral y la Asociación de Amigos del Arte, pone rumbo a Argentina. «Cuando llega cree que no va a estar mucho tiempo, que la guerra no va a durar mucho y no piensa que los republicanos la vayan a perder», recuerda Patricia Molins. Desde allí, colabora en la revista Sur, ayuda a otros exiliados, participa en la escenografía de algunas obras teatrales y escribe artículos sobre la guerra en España y sobre lo que ha visto en Galicia. En 1939, cuando se da cuenta de que va a tener que vivir allí durante mucho tiempo, «entra en una cierta depresión».

Tras una primera etapa de incertidumbre, Maruja Mallo empieza a viajar el Pacífico y por países como Uruguay y Brasil, donde encuentra una nueva fascinación: el paisaje. En 1925 había viajado a Canarias y le había fascinado la ferocidad del paisaje. Ahora, sin embargo, «al ver que el mar no era mar, sino océano, y al enfrentarse a una diversidad tanto paisajística como racial, se entusiasma».

Allí también conoce el arte prehispánico, repleto de geometría ancestral, se interesa por el estudio del simbolismo y su obra se abre a una nueva etapa en la que cobra especial relevancia la idea del espacio. «Empieza a preocuparse por cómo reflejar el espacio-tiempo, no como un espacio estático sino como lo concibe la física contemporánea. Investiga las figuras humanas, biológicas y vegetales que encuentra en su entorno y en su obra aparece una figura central rodeada de un fondo que se convierte en una escena», señala Patricia Molins.

En estos nuevos espacios representa cabezas, máscaras y acróbatas y ensaya la fusión entre razas, entre razas y animales, y entre sexos. Maruja Mallo, que creía en el arte como visión perfeccionada de lo real, pensaba que «el arte debía obedecer a una armonía temática y geométrica, estudió las leyes matemáticas para equilibrar los elementos de la pintura».

Tras varias décadas de exilio, la artista vuelve a España en 1962, un viaje que había planeado desde finales de los años 40. «Durante los primeros años estuvo muy callada, parece que no hizo nada, pero a mediados de esa década vuelve a hacer portadas para la Revista de Occidente, ahora liderada por Soledad Ortega, hija de Ortega y Gasset».

Tras esta etapa de silencio, a finales de los años 70 Mallo realiza sus últimas series en las que el espacio-tiempo se diluye: Moradores del vacío, en los que vemos insectos y figuras deshumanizadas, y Viajeros del éter, una serie protagonizada por naves y formas híbridas que recuerdan a las constelaciones. En estos últimos años en su obra adquiere importancia el trazo geométrico y aunque su interés gira hacia la mitología, en su archivo no se encuentran referencias a la magia, a la teosofía o a las culturas sincréticas.

Para estas nuevas pinturas, Mallo decía haber estado en contacto con dimensiones suprahumanas que le llevan a crear espacios siderales infinitos. En estas últimas figuras aparece la metamorfosis y las hibridaciones a través de las células que se convierten en animales y en máquinas espaciales.

Maruja Mallo quiso romper con las etiquetas establecidas para las mujeres de la época, hacía deporte, aparecía en televisión montando a caballo o nadando en la playa. De espíritu libre, las figuras de su obra siempre están en acción aunque, en apariencia, sean estáticas. Artista tan singular como necesaria, situó a la mujer en el centro de su producción, introdujo ángeles negros, retrató las verbenas, la vida popular, los diferentes polos y gente de todas las razas. Ahora, esta exposición la vuelve a situar en el centro de la escena artística española para darle la visibilidad que merece.

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