Acostumbra a decirse, en general sin pararse a pensarlo mucho, que somos lo que comemos y nos parecemos, cosa bastante más dudosa, a aquello que pensamos y decimos, pero la prueba infalible de cuál es nuestra verdadera personalidad reside en cómo y sobre qué escribimos. A excepción de los grandes ventrílocuos literarios, esa minoría (cada vez más selecta) capaz de impostar voces líricas y narrativas ajenas a su condición natural, al resto de la gente se la conoce mucho, demasiado, por su forma de usar el lenguaje.
No se trata sólo de seleccionar (o no) determinadas palabras. Son muchas cosas más: la forma exacta de construir una frase, dotarla de un sentido (o de otro), adoptar un tono y practicar una dicción. Hasta la administración de los silencios, que al hablar o al escribir son tan esenciales como las notas blancas de una partitura, crea un ambiente y expresa significados.
Lo mismo sucede con los libros: el texto interior, responsabilidad de su autor, y lo que en términos literarios se conoce como paratextos, según la feliz terminología de Gérard Genette, cuya verdadera redacción carece de un único padre (pueden hacerlos indistintamente el autor, la editorial, un redactor externo o todos ellos juntos), suelen decir cosas muy distintas, hasta contradictorias, porque están pensados para funciones divergentes.
Un texto literario hace pensar (si se trata de un ensayo), describe (un libro periodístico o una obra histórica) o suspende la incredulidad del lector (si hablamos de una novela). Los paratextos, a los que en el sector editorial se les llaman blurbs, un término con matices ligeramente distintos en el Reino Unido (donde son una descripción) y en Estados Unidos (se refieren a una recomendación con firma), están concebidos para otro fin: atrapar, seducir y, en los casos óptimos, convencer al lector para que compre la obra.
Hablamos de esa literatura en miniatura que aparece en las cubiertas, en las contracubiertas y en las solapas. Las prendas del traje que envuelve a cada libro. Sobre ella ha escrito un delicioso breviario la británica Louise Willder (1972) que acaba de editar, con la elegancia que le caracteriza, la editorial mexicana Gris Tormenta. Prologado por Miguel Aguilar, el director de Taurus, Debate y Random House, Cien palabras a un desconocido, que es una antología de las piezas reunidas en Blurb Your Enthusiasm (Oneworld Publications, 2022), con traducción de Jacobo Zanella, se adentra en este arte (tan menospreciado) de escribir en favor de los libros. Una artesanía que nada tiene que ver con los excesos y los adjetivos superlativos (aunque abunden ejemplos en sentido contrario, por lo general cómicos) y mucho con la concisión, la condensación y el talento.
Transmitir entusiasmo
La mayoría de los blurbs, naturalmente, son mentiras bien dichas y mejor pensadas, pero ¿acaso no es esto mismo lo que nos dan los mejores libros? Lejos de estar concebido para los editores (sean editors o publishers, como diferencia la tradición inglesa entre quien hace el libro y aquel otro que lo comercializa), este ensayo de Willder posee la rara virtud del asombro. Ya no podremos volver a mirar los paratextos de idéntica forma, advertidos como estamos tras su fértil lectura, poblada de ejemplos y anécdotas, de la extrema dificultad que supone vender un libro a un desconocido que, por supuesto, ignora por completo que esa obra concreta es de sumo interés.
Miguel Aguilar describe en su introito las herramientas que tiene un editor para «transmitir su entusiasmo» por una obra: la cubierta (un lienzo en blanco donde, como demostró el difunto Daniel Gil, el gran portadista de Alianza Editorial, se pueden hacer obras de arte o naufragar debido a la reiteración mediocre) y los paratextos, que configuran, de forma voluntaria o tácita, un determinado marco de lectura. Tanto para bien como para mal.
En esta materia –explica Willder– hay de todo. Desde la tradición francesa, cuyo epítome son los sellos Gallimard o Folio, que tiende a hacer cubiertas tipográficas sin textos de acompañamiento «para atraer ocultando», como aclara Aguilar, acaso por aquello de mantener la cultura al margen de la transacción comercial, a las sobrecubiertas y las fajas con elogios ajenos (y, en algunos casos, pagados sub specie aeternitatis) de las multinacionales norteamericanas, sin olvidar las descripciones de internet, que se rigen por criterios totalmente opuestos a los que requieren los libros reales.
Orwell consideraba «nauseabundas» todas estas prosas encomiásticas y de promoción, pero tales calificativos, a juicio de T.S. Eliot, no desmienten la notable dificultad que implica saber halagar sin caer (sin querer) en lo ridículo o en lo irónico. Existen, por tanto, opiniones antagónicas: autores que disfrutan celebrándose a sí mismos en las contracubiertas –no diremos nombres porque somos gente elegante– y neuróticos como Salinger, que prohibía por contrato cualquier texto de cubierta o solapa que no fuera el título del libro y su nombre. Nada más.
Miniaturas editoriales
Como dice Willder, quien entra en una librería, ya sea física o virtual, lee muchos más blurbs que libros. Si los primeros están bien hechos, ayudan a los segundos. No sucede igual en sentido contrario. De forma que podemos considerar estas miniaturas editoriales como piezas de espíritu generoso y, en determinados casos, hasta piadosas: ayudan a las obras a no morir de inmediato e intentan seducir a los lectores (en beneficio de los autores).
Un escritor debería preocuparse cuando un sello editorial no trabaja bien los blurbs de sus libros. Esto significa que su obra les importa muy poco. Son tan importantes como los comienzos de las novelas porque establecen un tono de partida, hacen una promesa, predisponen a los lectores. Y tienen que cumplir estas tres funciones juntas estén o no contenidas en el texto literario que presentan. Como el arte no se enseña, aunque el dominio de la técnica mejore al artista, no existen reglas exactas para redactar blurbs.
Willder, no obstante, da algunos consejos –a partir de libros concretos– para que los paratextos sean eficaces. Entre ellos están el enfoque (hay que hablar siempre de la obra, no de las mariposas), pensar en el público al que van destinados, huir como del diablo de los abundantes lugares comunes –«devastador», «electrizante», «poderoso», «profundamente conmovedor», «una meditación antológica», «una intensa historia de sororidad», «un apasionante thriller»–, evitar los excesos tanto como el laconismo, no desvelar nunca el secretum de la obra, no hacer un resumen (es más eficaz destacar un detalle del libro), las frases cortas, reducir la adjetivación y fijar la atención del lector potencial (que de media no dedicará más de 30 segundos en leer un blurb) sobre un detalle del libro en lugar de contentarse con una abstracción. Una narración en miniatura que explique de qué va el libro es más útil que los habituales fuegos artificiales retóricos y supera a bastantes de las lamentables reseñas que aparecen todas las semanas en las secciones de cultura de los periódicos.
¿Ejemplo de un blurb (casi) perfecto? Pongamos que uno de los escritos para Eleanor Oliphant está perfectamente, una novela de Gail Honeyman. «Eleanor Oliphant lleva una vida sencilla. Usa la misma ropa para ir a trabajar todos los días, come el mismo almuerzo todos los días y compra las mismas dos botellas de vodka para beber todos los fines de semana. Eleanor Oliphant es feliz. No falta nada en su existencia. Excepto, a veces, todo». Una obra maestra absoluta, mucho mejor que el libro que anuncia.
Acostumbra a decirse, en general sin pararse a pensarlo mucho, que somos lo que comemos y nos parecemos, cosa bastante más dudosa, a aquello que pensamos
Acostumbra a decirse, en general sin pararse a pensarlo mucho, que somos lo que comemos y nos parecemos, cosa bastante más dudosa, a aquello que pensamos y decimos, pero la prueba infalible de cuál es nuestra verdadera personalidad reside en cómo y sobre qué escribimos. A excepción de los grandes ventrílocuos literarios, esa minoría (cada vez más selecta) capaz de impostar voces líricas y narrativas ajenas a su condición natural, al resto de la gente se la conoce mucho, demasiado, por su forma de usar el lenguaje.
No se trata sólo de seleccionar (o no) determinadas palabras. Son muchas cosas más: la forma exacta de construir una frase, dotarla de un sentido (o de otro), adoptar un tono y practicar una dicción. Hasta la administración de los silencios, que al hablar o al escribir son tan esenciales como las notas blancas de una partitura, crea un ambiente y expresa significados.
Lo mismo sucede con los libros: el texto interior, responsabilidad de su autor, y lo que en términos literarios se conoce como paratextos, según la feliz terminología de Gérard Genette, cuya verdadera redacción carece de un único padre (pueden hacerlos indistintamente el autor, la editorial, un redactor externo o todos ellos juntos), suelen decir cosas muy distintas, hasta contradictorias, porque están pensados para funciones divergentes.
Un texto literario hace pensar (si se trata de un ensayo), describe (un libro periodístico o una obra histórica) o suspende la incredulidad del lector (si hablamos de una novela). Los paratextos, a los que en el sector editorial se les llaman blurbs, un término con matices ligeramente distintos en el Reino Unido (donde son una descripción) y en Estados Unidos (se refieren a una recomendación con firma), están concebidos para otro fin: atrapar, seducir y, en los casos óptimos, convencer al lector para que compre la obra.
Hablamos de esa literatura en miniatura que aparece en las cubiertas, en las contracubiertas y en las solapas. Las prendas del traje que envuelve a cada libro. Sobre ella ha escrito un delicioso breviario la británica Louise Willder (1972) que acaba de editar, con la elegancia que le caracteriza, la editorial mexicana Gris Tormenta. Prologado por Miguel Aguilar, el director de Taurus, Debate y Random House, Cien palabras a un desconocido, que es una antología de las piezas reunidas en Blurb Your Enthusiasm (Oneworld Publications, 2022), con traducción de Jacobo Zanella, se adentra en este arte (tan menospreciado) de escribir en favor de los libros. Una artesanía que nada tiene que ver con los excesos y los adjetivos superlativos (aunque abunden ejemplos en sentido contrario, por lo general cómicos) y mucho con la concisión, la condensación y el talento.
La mayoría de los blurbs, naturalmente, son mentiras bien dichas y mejor pensadas, pero ¿acaso no es esto mismo lo que nos dan los mejores libros? Lejos de estar concebido para los editores (sean editors o publishers, como diferencia la tradición inglesa entre quien hace el libro y aquel otro que lo comercializa), este ensayo de Willder posee la rara virtud del asombro. Ya no podremos volver a mirar los paratextos de idéntica forma, advertidos como estamos tras su fértil lectura, poblada de ejemplos y anécdotas, de la extrema dificultad que supone vender un libro a un desconocido que, por supuesto, ignora por completo que esa obra concreta es de sumo interés.
Miguel Aguilar describe en su introito las herramientas que tiene un editor para «transmitir su entusiasmo» por una obra: la cubierta (un lienzo en blanco donde, como demostró el difunto Daniel Gil, el gran portadista de Alianza Editorial, se pueden hacer obras de arte o naufragar debido a la reiteración mediocre) y los paratextos, que configuran, de forma voluntaria o tácita, un determinado marco de lectura. Tanto para bien como para mal.
En esta materia –explica Willder– hay de todo. Desde la tradición francesa, cuyo epítome son los sellos Gallimard o Folio, que tiende a hacer cubiertas tipográficas sin textos de acompañamiento «para atraer ocultando», como aclara Aguilar, acaso por aquello de mantener la cultura al margen de la transacción comercial, a las sobrecubiertas y las fajas con elogios ajenos (y, en algunos casos, pagados sub specie aeternitatis) de las multinacionales norteamericanas, sin olvidar las descripciones de internet, que se rigen por criterios totalmente opuestos a los que requieren los libros reales.
Orwell consideraba «nauseabundas» todas estas prosas encomiásticas y de promoción, pero tales calificativos, a juicio de T.S. Eliot, no desmienten la notable dificultad que implica saber halagar sin caer (sin querer) en lo ridículo o en lo irónico. Existen, por tanto, opiniones antagónicas: autores que disfrutan celebrándose a sí mismos en las contracubiertas –no diremos nombres porque somos gente elegante– y neuróticos como Salinger, que prohibía por contrato cualquier texto de cubierta o solapa que no fuera el título del libro y su nombre. Nada más.
Como dice Willder, quien entra en una librería, ya sea física o virtual, lee muchos más blurbs que libros. Si los primeros están bien hechos, ayudan a los segundos. No sucede igual en sentido contrario. De forma que podemos considerar estas miniaturas editoriales como piezas de espíritu generoso y, en determinados casos, hasta piadosas: ayudan a las obras a no morir de inmediato e intentan seducir a los lectores (en beneficio de los autores).
Un escritor debería preocuparse cuando un sello editorial no trabaja bien los blurbs de sus libros. Esto significa que su obra les importa muy poco. Son tan importantes como los comienzos de las novelas porque establecen un tono de partida, hacen una promesa, predisponen a los lectores. Y tienen que cumplir estas tres funciones juntas estén o no contenidas en el texto literario que presentan. Como el arte no se enseña, aunque el dominio de la técnica mejore al artista, no existen reglas exactas para redactar blurbs.
Willder, no obstante, da algunos consejos –a partir de libros concretos– para que los paratextos sean eficaces. Entre ellos están el enfoque (hay que hablar siempre de la obra, no de las mariposas), pensar en el público al que van destinados, huir como del diablo de los abundantes lugares comunes –«devastador», «electrizante», «poderoso», «profundamente conmovedor», «una meditación antológica», «una intensa historia de sororidad», «un apasionante thriller»–, evitar los excesos tanto como el laconismo, no desvelar nunca el secretum de la obra, no hacer un resumen (es más eficaz destacar un detalle del libro), las frases cortas, reducir la adjetivación y fijar la atención del lector potencial (que de media no dedicará más de 30 segundos en leer un blurb) sobre un detalle del libro en lugar de contentarse con una abstracción. Una narración en miniatura que explique de qué va el libro es más útil que los habituales fuegos artificiales retóricos y supera a bastantes de las lamentables reseñas que aparecen todas las semanas en las secciones de cultura de los periódicos.
¿Ejemplo de un blurb (casi) perfecto? Pongamos que uno de los escritos para Eleanor Oliphant está perfectamente, una novela de Gail Honeyman. «Eleanor Oliphant lleva una vida sencilla. Usa la misma ropa para ir a trabajar todos los días, come el mismo almuerzo todos los días y compra las mismas dos botellas de vodka para beber todos los fines de semana. Eleanor Oliphant es feliz. No falta nada en su existencia. Excepto, a veces, todo». Una obra maestra absoluta, mucho mejor que el libro que anuncia.
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