¡Ah, la magia de la primera vez…! No, no hablamos de sexo. Hablamos de cine. De los inventores del cinematógrafo: los hermanos Lumière. En 2016 Thierry Frémaux, director del Instituto Lumière y del Festival de Cannes, estrenó ¡Lumière! Comienza la aventura, a la que ahora sigue ¡Lumière! La aventura continúa. Ambas películas presentan una selección de las pioneras filmaciones de los dos hermanos y sus camarógrafos, que el instituto que lleva su nombre ha restaurado primorosamente. Si se tratara tan solo de esto, una antología de cortometrajes primitivos, estaríamos hablando de un mero repertorio arqueológico destinado a eruditos y cinéfilos hardcore. Sin embargo, Frémaux ordena el material de forma seductora e hila un discurso que contextualiza lo que vemos y apunta reflexiones interesantes sobre el nacimiento del cine, ese tiempo en el que todo se hacía por primera vez y todo se iba inventando sobre la marcha.
Una de las maravillas de esta prehistoria del cine es descubrir cómo, con balbuceos, en películas que duraban solo 50 segundos –era la máxima duración de las bobinas de entonces–, se empezaron a sentar las bases de un lenguaje visual, de un nuevo modo de contar historias que a lo largo del siglo XX se convirtió en el más popular e influyente. Ni los blockbusters ni las series de televisión existirían sin los primeros pasos que dieron esos pioneros.
Louis y Auguste Lumière, que trabajaban en la fábrica de fotografía de su padre, inventaron un aparato que permitía atrapar imágenes en movimiento y después proyectarlas en una sala ante el público. Lo llamaron Cinematógrafo, que es la suma de kinema (movimiento) y graphos (escritura), es decir, escribir con el movimiento. La primera proyección, restringida a profesionales, la hicieron el 22 de marzo de 1895. Y la primera proyección pública –que ha pasado a la historia como la fecha de nacimiento del cine– la llevaron a cabo el 28 de diciembre de ese mismo año, en el Salon Indien du Grand Café, en el número 14 del Boulevard des Capucines de París. Había en la sala 40 espectadores, que pagaron una entrada de un franco y asistieron a la proyección de diez películas de 50 segundos. Entre ellas, La salida de los obreros de la fábrica Lumiére, considerada la obra fundacional, y La llegada de un tren a la estación de Ciotat que, según cuenta la leyenda, generó reacciones de pánico entre algunos espectadores, convencidos de que el tren que en la pantalla avanzaba hacia ellos iba a arrollarlos.
Sea cierta o apócrifa, esta anécdota nos permite entender el marco mental del público que veía por primera vez imágenes en movimiento proyectadas, en ocasiones sin acabar de digerir del todo la frontera entre realidad y representación. Todo estaba por descubrir, era un territorio virgen a explorar, y ese es uno de los aspectos que con más inteligencia explora Frémaux en sus comentarios a lo largo del documental.
Entre el público de esa primera proyección se encontraba el mago Georges Méliès, que le pidió a Auguste Lumière que le vendiera su artefacto. Este le respondió con una frase para la historia: «Le haría un flaco favor si se lo vendiera, porque es un invento sin ningún futuro». Parece deducirse del comentario que consideraba que el cinematógrafo no pasaría de ser una moda pasajera de la que sacar rendimiento como atracción de barraca de feria para las clases populares.
El primer gag de la historia
La historia oficial del cine siempre situó a los Lumière como meros captadores de escenas cotidianas más o menos anodinas y a Méliès como el genio que supo insuflar al nuevo invento el impulso de contar historias, de crear ficciones llenas de trucos sorprendentes, como el de Viaje a la Luna –filmada en 1901 y que ya duraba 14 minutos– con un cohete que aluniza en un ojo del satélite, representado como una cara. La primera imagen icónica del cine.
Este es uno de los aspectos que Frémaux desmiente o cuando menos matiza. Los Lumière, en sus breves películas, ya estaban creando ficciones para atrapar al público. Por ejemplo, en El regador regado de 1895: vemos a un jardinero regando, aparece por detrás un niño y le pisa la manguera; el jardinero, extrañado porque ha dejado de salir agua, se la acerca a la cara para comprobar si se ha atascado; el niño levanta el pie y… Tenemos ante nuestros ojos el primer gag de la historia del cine. No se trata de una escena captada por casualidad, sino de un breve acto ensayado y representado ante la cámara. El cine, por tanto, ya está aprendiendo a contar historias en su primer año de vida. Y a manejar las emociones –en este caso la carcajada– del espectador.
Ante el éxito de su invento y la creciente demanda de nuevas imágenes, los Lumière contrataron a operadores de cámara a los que enviaron a recorrer el planeta. El más dotado era Gabriel Veyre, que viajó por Latinoamérica, Canadá, el norte de África, Indochina, China y Japón. Esas filmaciones se convierten en una ventana al mundo: ciudades exóticas de oriente, el desierto, parajes selváticos, un barco en alta mar. Pero también ocupa su espacio la realidad más cercana: un joven en bicicleta que pierde el equilibrio, la botadura de un barco, la Exposición Universal de París, avenidas de capitales europeas, niños jugando, maniobras militares con jinetes a caballo –uno de los temas que más demanda tenía– y sobre todo gente mirando con curiosidad o coquetería a ese extraño aparato sobre un trípode en el que un señor mueve una manivela.
Los camarógrafos prueban cosas nuevas y van forjando el lenguaje visual. Por ejemplo, uno de ellos coloca la cámara en un tranvía e inventa primer travelling de la historia, que al principio se denominarán «panoramas». En otra ocasión, un operador filma a otro que está filmando una escena: es la primera imagen metacinematográfica, de cine dentro del cine. El invento requiere además la invención de una terminología propia.
Edison y la «guerra de las patentes»
Por ejemplo, «rodar», que viene del acto de girar la manivela de la cámara. Uno de los aspectos interesantes de estas viejas filmaciones es que queda en ellas registrado cómo interactuaba la gente con esa novedad que era una cámara. Por ejemplo, de la famosa salida de los obreros de la fábrica Lumière existen en realidad tres versiones, porque hubo que repetir la toma: los obreros, pese a las instrucciones que les habían dado de no hacerlo, miraban a la cámara. El detalle de la triple versión no es baladí: nos indica que lo que siempre se había tomado como una imagen puramente documental, en realidad no lo era. Los obreros actuaban y tuvieron que repetir la escena tres veces. ¿El cine plasma la realidad o la inventa? El mero hecho de encuadrar ya significa seleccionar qué y quién aparece en el plano y qué queda fuera de él. La mera presencia de la cámara altera de forma irremediable el modo en que se comporta la gente, porque esa imagen suya va a quedar para la posteridad.
Un crítico de la época llegó a sentenciar que a partir de la invención del cinematógrafo la muerte ya no era absoluta, porque permitía preservar a las personas de un modo más eficaz que las máscaras mortuorias o los retratos pintados. En las imágenes en movimiento los fallecidos se mantenían eternamente vivos.
Unos años antes de que los Lumière presentaran su cinematógrafo, Thomas Edison había patentado en Estados Unidos el quinetoscopio, que permitía proyectar breves imágenes en movimiento de pequeño tamaño en unas máquinas individuales que se activaban con una moneda y se colocaron en ferias. A partir del invento de los Lumière, Edison perfeccionó el suyo y quiso controlar con su patente el negocio de las imágenes en movimiento en Estados Unidos. Cuando los primeros operadores viajeros de los Lumière llegaron al país para filmarlo y de paso publicitar su cámara, los agentes de la Pinkerton contratados por Edison los expulsaron por la frontera de Canadá.
Quien quisiera hacer cine en Estados Unidos tenía que pagar a Edison una licencia y comprar las cámaras que él comercializaba. Contra esto se rebelaron varios pioneros independientes. Su actitud desafiante dio pie a lo que se conoce como «la guerra de las patentes». Edison –implacable hombre de negocios, además de inventor– no se andaba con tonterías: enviaba matones a reventar los rodajes de quienes no le habían pagado la licencia. Para esquivar este acoso, algunos independientes se marcharon a la otra punta del país: a la costa oeste. Se instalaron en un barrio de Los Ángeles llamado Hollywood. Y allí el cine se convirtió en fábrica de sueños, cinceló a sus estrellas y encandiló a las masas. Pero esa ya es otra historia…
¡Ah, la magia de la primera vez…! No, no hablamos de sexo. Hablamos de cine. De los inventores del cinematógrafo: los hermanos Lumière. En 2016 Thierry
¡Ah, la magia de la primera vez…! No, no hablamos de sexo. Hablamos de cine. De los inventores del cinematógrafo: los hermanos Lumière. En 2016 Thierry Frémaux, director del Instituto Lumière y del Festival de Cannes, estrenó ¡Lumière! Comienza la aventura, a la que ahora sigue ¡Lumière! La aventura continúa. Ambas películas presentan una selección de las pioneras filmaciones de los dos hermanos y sus camarógrafos, que el instituto que lleva su nombre ha restaurado primorosamente. Si se tratara tan solo de esto, una antología de cortometrajes primitivos, estaríamos hablando de un mero repertorio arqueológico destinado a eruditos y cinéfilos hardcore. Sin embargo, Frémaux ordena el material de forma seductora e hila un discurso que contextualiza lo que vemos y apunta reflexiones interesantes sobre el nacimiento del cine, ese tiempo en el que todo se hacía por primera vez y todo se iba inventando sobre la marcha.
Una de las maravillas de esta prehistoria del cine es descubrir cómo, con balbuceos, en películas que duraban solo 50 segundos –era la máxima duración de las bobinas de entonces–, se empezaron a sentar las bases de un lenguaje visual, de un nuevo modo de contar historias que a lo largo del siglo XX se convirtió en el más popular e influyente. Ni los blockbusters ni las series de televisión existirían sin los primeros pasos que dieron esos pioneros.
Louis y Auguste Lumière, que trabajaban en la fábrica de fotografía de su padre, inventaron un aparato que permitía atrapar imágenes en movimiento y después proyectarlas en una sala ante el público. Lo llamaron Cinematógrafo, que es la suma de kinema (movimiento) y graphos (escritura), es decir, escribir con el movimiento. La primera proyección, restringida a profesionales, la hicieron el 22 de marzo de 1895. Y la primera proyección pública –que ha pasado a la historia como la fecha de nacimiento del cine– la llevaron a cabo el 28 de diciembre de ese mismo año, en el Salon Indien du Grand Café, en el número 14 del Boulevard des Capucines de París. Había en la sala 40 espectadores, que pagaron una entrada de un franco y asistieron a la proyección de diez películas de 50 segundos. Entre ellas, La salida de los obreros de la fábrica Lumiére, considerada la obra fundacional, y La llegada de un tren a la estación de Ciotat que, según cuenta la leyenda, generó reacciones de pánico entre algunos espectadores, convencidos de que el tren que en la pantalla avanzaba hacia ellos iba a arrollarlos.
Sea cierta o apócrifa, esta anécdota nos permite entender el marco mental del público que veía por primera vez imágenes en movimiento proyectadas, en ocasiones sin acabar de digerir del todo la frontera entre realidad y representación. Todo estaba por descubrir, era un territorio virgen a explorar, y ese es uno de los aspectos que con más inteligencia explora Frémaux en sus comentarios a lo largo del documental.
Entre el público de esa primera proyección se encontraba el mago Georges Méliès, que le pidió a Auguste Lumière que le vendiera su artefacto. Este le respondió con una frase para la historia: «Le haría un flaco favor si se lo vendiera, porque es un invento sin ningún futuro». Parece deducirse del comentario que consideraba que el cinematógrafo no pasaría de ser una moda pasajera de la que sacar rendimiento como atracción de barraca de feria para las clases populares.
La historia oficial del cine siempre situó a los Lumière como meros captadores de escenas cotidianas más o menos anodinas y a Méliès como el genio que supo insuflar al nuevo invento el impulso de contar historias, de crear ficciones llenas de trucos sorprendentes, como el de Viaje a la Luna –filmada en 1901 y que ya duraba 14 minutos– con un cohete que aluniza en un ojo del satélite, representado como una cara. La primera imagen icónica del cine.
Este es uno de los aspectos que Frémaux desmiente o cuando menos matiza. Los Lumière, en sus breves películas, ya estaban creando ficciones para atrapar al público. Por ejemplo, en El regador regado de 1895: vemos a un jardinero regando, aparece por detrás un niño y le pisa la manguera; el jardinero, extrañado porque ha dejado de salir agua, se la acerca a la cara para comprobar si se ha atascado; el niño levanta el pie y… Tenemos ante nuestros ojos el primer gag de la historia del cine. No se trata de una escena captada por casualidad, sino de un breve acto ensayado y representado ante la cámara. El cine, por tanto, ya está aprendiendo a contar historias en su primer año de vida. Y a manejar las emociones –en este caso la carcajada– del espectador.
Ante el éxito de su invento y la creciente demanda de nuevas imágenes, los Lumière contrataron a operadores de cámara a los que enviaron a recorrer el planeta. El más dotado era Gabriel Veyre, que viajó por Latinoamérica, Canadá, el norte de África, Indochina, China y Japón. Esas filmaciones se convierten en una ventana al mundo: ciudades exóticas de oriente, el desierto, parajes selváticos, un barco en alta mar. Pero también ocupa su espacio la realidad más cercana: un joven en bicicleta que pierde el equilibrio, la botadura de un barco, la Exposición Universal de París, avenidas de capitales europeas, niños jugando, maniobras militares con jinetes a caballo –uno de los temas que más demanda tenía– y sobre todo gente mirando con curiosidad o coquetería a ese extraño aparato sobre un trípode en el que un señor mueve una manivela.
Los camarógrafos prueban cosas nuevas y van forjando el lenguaje visual. Por ejemplo, uno de ellos coloca la cámara en un tranvía e inventa primer travelling de la historia, que al principio se denominarán «panoramas». En otra ocasión, un operador filma a otro que está filmando una escena: es la primera imagen metacinematográfica, de cine dentro del cine. El invento requiere además la invención de una terminología propia.
Por ejemplo, «rodar», que viene del acto de girar la manivela de la cámara. Uno de los aspectos interesantes de estas viejas filmaciones es que queda en ellas registrado cómo interactuaba la gente con esa novedad que era una cámara. Por ejemplo, de la famosa salida de los obreros de la fábrica Lumière existen en realidad tres versiones, porque hubo que repetir la toma: los obreros, pese a las instrucciones que les habían dado de no hacerlo, miraban a la cámara. El detalle de la triple versión no es baladí: nos indica que lo que siempre se había tomado como una imagen puramente documental, en realidad no lo era. Los obreros actuaban y tuvieron que repetir la escena tres veces. ¿El cine plasma la realidad o la inventa? El mero hecho de encuadrar ya significa seleccionar qué y quién aparece en el plano y qué queda fuera de él. La mera presencia de la cámara altera de forma irremediable el modo en que se comporta la gente, porque esa imagen suya va a quedar para la posteridad.
Un crítico de la época llegó a sentenciar que a partir de la invención del cinematógrafo la muerte ya no era absoluta, porque permitía preservar a las personas de un modo más eficaz que las máscaras mortuorias o los retratos pintados. En las imágenes en movimiento los fallecidos se mantenían eternamente vivos.
Unos años antes de que los Lumière presentaran su cinematógrafo, Thomas Edison había patentado en Estados Unidos el quinetoscopio, que permitía proyectar breves imágenes en movimiento de pequeño tamaño en unas máquinas individuales que se activaban con una moneda y se colocaron en ferias. A partir del invento de los Lumière, Edison perfeccionó el suyo y quiso controlar con su patente el negocio de las imágenes en movimiento en Estados Unidos. Cuando los primeros operadores viajeros de los Lumière llegaron al país para filmarlo y de paso publicitar su cámara, los agentes de la Pinkerton contratados por Edison los expulsaron por la frontera de Canadá.
Quien quisiera hacer cine en Estados Unidos tenía que pagar a Edison una licencia y comprar las cámaras que él comercializaba. Contra esto se rebelaron varios pioneros independientes. Su actitud desafiante dio pie a lo que se conoce como «la guerra de las patentes». Edison –implacable hombre de negocios, además de inventor– no se andaba con tonterías: enviaba matones a reventar los rodajes de quienes no le habían pagado la licencia. Para esquivar este acoso, algunos independientes se marcharon a la otra punta del país: a la costa oeste. Se instalaron en un barrio de Los Ángeles llamado Hollywood. Y allí el cine se convirtió en fábrica de sueños, cinceló a sus estrellas y encandiló a las masas. Pero esa ya es otra historia…
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