Luciano Lamberti: el pasado argentino como historia de terror

Para hechizar a un Cazador (Alfaguara), con la que Luciano Lamberti (San Francisco, Argentina, 1978) ganó el Premio Clarín, contiene una de las notas de agradecimiento más tenebrosas de la historia de la literatura: «A Mariana Enríquez y Federico Fashbender por propiciarme bibliografía satánica». Lamberti ha buceado en terrenos muy inquietantes para describir el periodo más oscuro de la Argentina contemporánea. Los años de dictadura y desaparecidos aparecen aquí sin maniqueísmos y, sobre todo, envueltos en una inquietante atmósfera esotérica que desdibuja las fronteras entre la vida y la muerte.   

La trama se desarrolla en una pequeña ciudad de provincias muy parecida a la que vio crecer a Lamberti, que se mudó hace 12 años a Buenos Aires, desde donde nos atiende por vía telefónica. Explica que su conexión con Enríquez y Fashbender le llevó a «un grimorio» (libro de conocimiento mágico) que incluía el hechizo que da título a la novela y cuyas consecuencias no revelaremos aquí para no hacer spoiler. Baste con recordar que no conviene jugar con según qué fuerzas ocultas, como hacen los padres de un «desaparecido» y descubre su aterrorizada nieta, hija robada por la dictadura.   

La fascinación por lo esotérico rinde últimamente interesantes dividendos literarios en Argentina. «La tendencia ya existía, pero el éxito descomunal de Mariana Enríquez lo puso en términos públicos. Yo vengo publicando libros que tienen que ver con eso hace tiempo, y también Samanta Schweblin, Ricardo Romero, Marina Yuszczuk…  Muchos escritores de mi generación están trabajando con el fantástico, el terror o lo que hoy se llama el weird. Son diferentes formas de pensar el problema», matiza Lamberti.

No entra en las causas de la tendencia, sino que se limita a explicar su caso particular: «Escribo fantástico porque me divierte y porque me parece el ámbito propio de lo literario. Para mí la literatura no es una copia, sino una forma de darle sentido a la vida, que es desordenada, no tiene arco dramático. Borges y Cortázar ya trabajaban con una realidad cotidiana en la que aparecía un elemento sobrenatural, que muchas veces remitía a una concepción sagrada del mundo en la que la vida no es simplemente comprar cosas en un shopping: tenemos un destino, una dirección, un orden posible».

También hay un importante componente pop. «Cuando era chico, los padres no eran como los de ahora. Alquilábamos muchas películas de terror en el videoclub, era parte de nuestra experiencia. Desde cosas tipo Pesadilla en Elm Street hasta El exorcista». Y un placer culpable en su momento: «Leía Stephen King a escondidas en la Facultad de Letras». Con ese background, comenzó a escribir con un estilo realista. «Una vez que creí que era capaz de mirar lo que me rodea, empecé a meter elementos de género que siempre me gustaron».

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Para hechizar a un Cazador
Luciano Lamberti

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Cuento gótico

Lamberti no es el único que aplica el género a la Argentina de los años 70 y alrededores, con sus réplicas continuas en un imaginario colectivo prisionero de aquella época. «La dictadura aparece relativamente tarde en la construcción de la novela, no estaba previsto. Pero mi generación arrastra muertos que no están muertos… Al mismo tiempo era un desafío. Siempre me había prometido no escribir sobre la dictadura porque lo único que se podía hacer era repetir: tras 12 años de kirchnerismo, mi idea de la dictadura era el discurso oficial». 

Abordó el asunto actualizando la fórmula del cuento gótico, con su caserón embrujado que el narrador define como «el castillo con su rey demente y su princesa atrapada». En el fondo, se trata de «las mismas historias, con el encuentro, rituales iniciáticos, distintas pruebas y un crecimiento en el que el protagonista termina encontrándose a sí mismo». Lamberti se confiesa seguidor de Joseph Campbell y su viaje del héroe, pero también de los logros concretos de clásicos como Drácula o Frankenstein. 

No considera, por cierto, una casualidad que estos utilicen el formato epistolar. «El fantástico tiene que ver con la idea de fragmentar lo real y de armar una verdad a partir de testimonios diversos». En el caso de Para hechizar a un Cazador, cada capítulo recoge un punto de vista distinto, incluso de personajes secundarios. El artefacto funciona y la trama no pierde intensidad. Al contrario, la inquietud va sumiendo de temperatura poco a poco, alimentada con recursos como ese extraño olor que invade la casa… «Soy muy lector de literatura norteamericana, cuya tradición, sobre todo en el gótico sureño, tiene que ver con construir lo que Flannery O’Connor llama el espesor de lo sensorial. Para llevar al lector donde queremos hay que pensar la literatura como una experiencia y usar los cinco sentidos no de un modo mecánico, sino dándoles como cierta música». 

La experiencia del lector se enriquece también con la sutileza del ángulo elegido para tratar la relación víctima-verdugo de la violencia política. «Siempre me llamó la atención que en Montoneros [el principal grupo guerrillero de la época de la dictadura] hubiera muchos hijos de los ricos. Y no creo que el mandato a los militares fuera ‘vayan a torturar’, sino más bien una reprimenda de padres enojados, digamos». En la novela, esa responsabilidad civil la representan los miembros del selecto club social de la ciudad, que «les dieron cuerda y ahora no saben cómo pararlos». 

«En el nombre del Padre, del Hijo y de Perón»

Luisito, el personaje nuclear de la novela, es uno de esos hijos de ricos. «Empezaron a militar en el movimiento como católicos un poco por el síndrome de San Francisco de Asís: criados en cuna de oro, querían sacarse la ropa de forma simbólica y devolvérsela a los pobres. Cuando yo tenía 17 años y todavía vivía en San Francisco, me crucé con un pibe que venía de los cortaderos de ladrillos y estaba todo sucio, con la ropa destrozada. Estuvimos charlando un rato y, cuando se fue, un amigo me dijo que era el hijo de una de las familias más adineradas de la ciudad».

Esa experiencia suya se remonta a los años 90, cuando se postuló como «opción perfecta al liberalismo de Menem: la idea de comunidad, de preocuparse por el otro, de creer en algo más allá de lo comercial, digamos». La novela, sin embargo, trata la versión que se demandó en los años 70 del pasado siglo, con la complicidad de ciertos sacerdotes, como el que introduce a Luisito en los círculos montoneros y comienza sus reuniones en la parroquia bendiciendo «en el nombre del Padre, del Hijo y de Perón». Lo que al principio era un grupo de jóvenes bienintencionados, explica Lamberti, «derivó en una especie de locura que después se ha mitificado. Una locura religiosa, y eso es literal».

Todo, incluido el terrorismo, se justifica por el paraíso montonero que contemplan en verdaderos raptos místicos, hasta el punto de que un hijo no tiene valor en sí mismo, sino como «célula revolucionaria», y si hay que «dejarlo vivir», es «por el Movimiento, por Perón, por la Patria y por la Revolución». Todo en mayúsculas. «Eso lo saqué de mi investigación, de entrevistas en YouTube y libros sobre el tema». Aunque los verdaderos villanos, según Lamberti, son los miembros de «la dirigencia  de Montoneros, que mandaron hacer la contraofensiva desde el exterior y nunca se involucraron realmente». 

Revisionismo histórico

La historia políticamente correcta ha insistido en glorificar esa locura. «Las vacas sagradas de la historia argentina son, o por lo menos lo eran durante la época kirchnerista, los montoneros, las madres de la Plaza de Mayo… Cuando publiqué la novela temía que me quisieran matar, pero en general fue bastante bien entendida. Porque, además, yo no soy un escritor de derechas. Muchas veces uno escribe algo en contra de lo que piensa y está bueno que pase eso, ¿no?» 

Le recuerdo que hay una cierta corriente que algunos llamarían revisionista pese a estar perfectamente documentada, como en el caso de la última novela de Eduardo Sacheri y surge la que se me antoja verdadera causa de su contradicción: «El problema es que está surgiendo un negacionismo desde la vicepresidenta [del Gobierno Milei, Victoria Villarruel], la idea de que aquí no ha pasado nada, en vez de una discusión sobre qué eran realmente los montoneros, qué ideas tenían y cuánta locura acarreaban. Pensar en que solo eran unos jóvenes idealistas que lo hacían todo bien es una pavada, pero ni en pedo, y perdón por la expresión, voy a estar de acuerdo con las ideas negacionistas y reivindicadoras del golpe que están dando vueltas ahora». 

De nuevo la Argentina atrapada entre «los hunos y los hotros», que diría Unamuno. Una interminable historia de terror que no deja descansar en paz ni a los muertos.

 Para hechizar a un Cazador (Alfaguara), con la que Luciano Lamberti (San Francisco, Argentina, 1978) ganó el Premio Clarín, contiene una de las notas de agradecimiento  

Para hechizar a un Cazador (Alfaguara), con la que Luciano Lamberti (San Francisco, Argentina, 1978) ganó el Premio Clarín, contiene una de las notas de agradecimiento más tenebrosas de la historia de la literatura: «A Mariana Enríquez y Federico Fashbender por propiciarme bibliografía satánica». Lamberti ha buceado en terrenos muy inquietantes para describir el periodo más oscuro de la Argentina contemporánea. Los años de dictadura y desaparecidos aparecen aquí sin maniqueísmos y, sobre todo, envueltos en una inquietante atmósfera esotérica que desdibuja las fronteras entre la vida y la muerte.   

La trama se desarrolla en una pequeña ciudad de provincias muy parecida a la que vio crecer a Lamberti, que se mudó hace 12 años a Buenos Aires, desde donde nos atiende por vía telefónica. Explica que su conexión con Enríquez y Fashbender le llevó a «un grimorio» (libro de conocimiento mágico) que incluía el hechizo que da título a la novela y cuyas consecuencias no revelaremos aquí para no hacer spoiler. Baste con recordar que no conviene jugar con según qué fuerzas ocultas, como hacen los padres de un «desaparecido» y descubre su aterrorizada nieta, hija robada por la dictadura.   

La fascinación por lo esotérico rinde últimamente interesantes dividendos literarios en Argentina. «La tendencia ya existía, pero el éxito descomunal de Mariana Enríquez lo puso en términos públicos. Yo vengo publicando libros que tienen que ver con eso hace tiempo, y también Samanta Schweblin, Ricardo Romero, Marina Yuszczuk…  Muchos escritores de mi generación están trabajando con el fantástico, el terror o lo que hoy se llama el weird. Son diferentes formas de pensar el problema», matiza Lamberti.

No entra en las causas de la tendencia, sino que se limita a explicar su caso particular: «Escribo fantástico porque me divierte y porque me parece el ámbito propio de lo literario. Para mí la literatura no es una copia, sino una forma de darle sentido a la vida, que es desordenada, no tiene arco dramático. Borges y Cortázar ya trabajaban con una realidad cotidiana en la que aparecía un elemento sobrenatural, que muchas veces remitía a una concepción sagrada del mundo en la que la vida no es simplemente comprar cosas en un shopping: tenemos un destino, una dirección, un orden posible».

También hay un importante componente pop. «Cuando era chico, los padres no eran como los de ahora. Alquilábamos muchas películas de terror en el videoclub, era parte de nuestra experiencia. Desde cosas tipo Pesadilla en Elm Street hasta El exorcista». Y un placer culpable en su momento: «Leía Stephen King a escondidas en la Facultad de Letras». Con ese background, comenzó a escribir con un estilo realista. «Una vez que creí que era capaz de mirar lo que me rodea, empecé a meter elementos de género que siempre me gustaron».

Lamberti no es el único que aplica el género a la Argentina de los años 70 y alrededores, con sus réplicas continuas en un imaginario colectivo prisionero de aquella época. «La dictadura aparece relativamente tarde en la construcción de la novela, no estaba previsto. Pero mi generación arrastra muertos que no están muertos… Al mismo tiempo era un desafío. Siempre me había prometido no escribir sobre la dictadura porque lo único que se podía hacer era repetir: tras 12 años de kirchnerismo, mi idea de la dictadura era el discurso oficial». 

Abordó el asunto actualizando la fórmula del cuento gótico, con su caserón embrujado que el narrador define como «el castillo con su rey demente y su princesa atrapada». En el fondo, se trata de «las mismas historias, con el encuentro, rituales iniciáticos, distintas pruebas y un crecimiento en el que el protagonista termina encontrándose a sí mismo». Lamberti se confiesa seguidor de Joseph Campbell y su viaje del héroe, pero también de los logros concretos de clásicos como Drácula o Frankenstein. 

No considera, por cierto, una casualidad que estos utilicen el formato epistolar. «El fantástico tiene que ver con la idea de fragmentar lo real y de armar una verdad a partir de testimonios diversos». En el caso de Para hechizar a un Cazador, cada capítulo recoge un punto de vista distinto, incluso de personajes secundarios. El artefacto funciona y la trama no pierde intensidad. Al contrario, la inquietud va sumiendo de temperatura poco a poco, alimentada con recursos como ese extraño olor que invade la casa… «Soy muy lector de literatura norteamericana, cuya tradición, sobre todo en el gótico sureño, tiene que ver con construir lo que Flannery O’Connor llama el espesor de lo sensorial. Para llevar al lector donde queremos hay que pensar la literatura como una experiencia y usar los cinco sentidos no de un modo mecánico, sino dándoles como cierta música». 

La experiencia del lector se enriquece también con la sutileza del ángulo elegido para tratar la relación víctima-verdugo de la violencia política. «Siempre me llamó la atención que en Montoneros [el principal grupo guerrillero de la época de la dictadura] hubiera muchos hijos de los ricos. Y no creo que el mandato a los militares fuera ‘vayan a torturar’, sino más bien una reprimenda de padres enojados, digamos». En la novela, esa responsabilidad civil la representan los miembros del selecto club social de la ciudad, que «les dieron cuerda y ahora no saben cómo pararlos». 

Luisito, el personaje nuclear de la novela, es uno de esos hijos de ricos. «Empezaron a militar en el movimiento como católicos un poco por el síndrome de San Francisco de Asís: criados en cuna de oro, querían sacarse la ropa de forma simbólica y devolvérsela a los pobres. Cuando yo tenía 17 años y todavía vivía en San Francisco, me crucé con un pibe que venía de los cortaderos de ladrillos y estaba todo sucio, con la ropa destrozada. Estuvimos charlando un rato y, cuando se fue, un amigo me dijo que era el hijo de una de las familias más adineradas de la ciudad».

Esa experiencia suya se remonta a los años 90, cuando se postuló como «opción perfecta al liberalismo de Menem: la idea de comunidad, de preocuparse por el otro, de creer en algo más allá de lo comercial, digamos». La novela, sin embargo, trata la versión que se demandó en los años 70 del pasado siglo, con la complicidad de ciertos sacerdotes, como el que introduce a Luisito en los círculos montoneros y comienza sus reuniones en la parroquia bendiciendo «en el nombre del Padre, del Hijo y de Perón». Lo que al principio era un grupo de jóvenes bienintencionados, explica Lamberti, «derivó en una especie de locura que después se ha mitificado. Una locura religiosa, y eso es literal».

Todo, incluido el terrorismo, se justifica por el paraíso montonero que contemplan en verdaderos raptos místicos, hasta el punto de que un hijo no tiene valor en sí mismo, sino como «célula revolucionaria», y si hay que «dejarlo vivir», es «por el Movimiento, por Perón, por la Patria y por la Revolución». Todo en mayúsculas. «Eso lo saqué de mi investigación, de entrevistas en YouTube y libros sobre el tema». Aunque los verdaderos villanos, según Lamberti, son los miembros de «la dirigencia  de Montoneros, que mandaron hacer la contraofensiva desde el exterior y nunca se involucraron realmente». 

La historia políticamente correcta ha insistido en glorificar esa locura. «Las vacas sagradas de la historia argentina son, o por lo menos lo eran durante la época kirchnerista, los montoneros, las madres de la Plaza de Mayo… Cuando publiqué la novela temía que me quisieran matar, pero en general fue bastante bien entendida. Porque, además, yo no soy un escritor de derechas. Muchas veces uno escribe algo en contra de lo que piensa y está bueno que pase eso, ¿no?» 

Le recuerdo que hay una cierta corriente que algunos llamarían revisionista pese a estar perfectamente documentada, como en el caso de la última novela de Eduardo Sacheri y surge la que se me antoja verdadera causa de su contradicción: «El problema es que está surgiendo un negacionismo desde la vicepresidenta [del Gobierno Milei, Victoria Villarruel], la idea de que aquí no ha pasado nada, en vez de una discusión sobre qué eran realmente los montoneros, qué ideas tenían y cuánta locura acarreaban. Pensar en que solo eran unos jóvenes idealistas que lo hacían todo bien es una pavada, pero ni en pedo, y perdón por la expresión, voy a estar de acuerdo con las ideas negacionistas y reivindicadoras del golpe que están dando vueltas ahora». 

De nuevo la Argentina atrapada entre «los hunos y los hotros», que diría Unamuno. Una interminable historia de terror que no deja descansar en paz ni a los muertos.

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