En principio, que un político se interese por la cultura –más concretamente por la música– es una buena noticia. Pero si el político es Stalin, puede ser una desgracia. El dictador compaginaba la profesión de genocida con la afición musical. Escuchaba todos los discos con nuevas grabaciones que le mandaban puntualmente y anotaba sus comentarios en las portadas: bueno, regular o basura. Como si fueran las clasificaciones de un crítico. Solo que en su caso la nota más baja –«basura»– podía suponerle al afectado el billete de ida al Gulag o incluso algo peor. Poca broma: según los datos de que se dispone, hasta 68 compositores fueron enviados a Siberia durante el estalinismo.
De este periodo oscuro es especialmente conocida la compleja relación que mantuvo con el tirano Dimitri Shostakóvich, quien por la magnitud de su obra puede considerarse sin duda alguna como el mejor compositor de la era soviética (además de uno de los grandes del siglo XX). Este asunto ha dado pie a diversos libros y documentales (destaca The War Symphonies: Shostakóvich against Stalin dirigido por Larry Weinstein), y a un par de novelas (destaca El ruido del tiempo de Julian Barnes). Ahora el periodista holandés especializado en Rusia Michel Krielaars amplía el foco a más figuras en Al son de la utopía. Los músicos en tiempos de Stalin (Galaxia Gutenberg).
La presencia de Shostakóvich planea a lo largo de todo el libro, pero sorprendentemente no le dedica un capítulo específico. Se centra en otras figuras como Prokófiev, el pianista Sviatoslav Richter, el violoncelista Rostropovich, el compositor judío Moisei Vainberg y otros personajes menos conocidos en Occidente como los cantantes populares Klavdia Shulzenko y Vadim Kozin. Las peripecias de unos y otros son muy ilustrativas del infierno que vivieron los creadores rusos.
Uno de los puntos fuertes del libro es que el autor no se conforma con repasar el anecdotario más conocido, sino que indaga y trata de entender las actitudes de cada uno de los personajes en esos tiempos oscuros. Intenta de algún modo ponerse en la piel de quienes vivieron ese clima de terror que propiciaba algo tan humano como el miedo y en ocasiones llevaba a la mezquindad. El gran invento de Stalin para aterrorizar era que nadie sabía muy bien qué podía provocar la caída en desgracia.
Se agradece el conocimiento profundo que tiene Krielaars de las particularidades de la sociedad rusa -fue corresponsal en Moscú durante varios años- y en cambio se echa en falta un planteamiento más histórico y menos periodístico. Sobran en muchos casos las descripciones que hace el autor de sus propias pesquisas en busca de testimonios o documentos, y la referencia a algunas peripecias personales como una ocasión en que casi lo expulsan del país por meter las narices donde no debía. Por otro lado, se le hubieran agradecido mayores conocimientos musicales, porque cuando habla de las obras de los compositores o de las virtudes de un intérprete pasa demasiado de puntillas. Con todo, el libro se lee con interés por la cantidad de información que aporta.
Acabar en el Gulag
El autor relata algunos episodios surrealistas, como el protagonizado por la pianista Mariya Yúdina, a la que Stalin adoraba –cuentan que le caían las lágrimas cuando escuchaba sus grabaciones– pero al que ella detestaba. Una noche el dictador escuchó por la radio a pianista predilecta y pidió que le mandaran la grabación. Como se trataba de una retransmisión en directo, la artista y la orquesta, que ya se habían marchado, fueron reconvocados de urgencia para grabar la pieza de inmediato y no contrariar al líder. La anécdota, con algunos retoques y otro protagonista se utiliza en la primera escena de la película La muerte de Stalin, dirigida por Arnaldo Iannucci, que tira de un humor muy negro para retratar esa época.
Otra anécdota célebre es la del estreno moscovita de la ópera Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakóvich, con presencia del tirano. El compositor se quedó lívido al ver las muestras de incomodidad que mostraba el líder en su palco. Al día siguiente apareció en Pravda una crítica demoledora cuyo título era: «Caos en lugar de música». Según las malas lenguas la había escrito el propio Stalin. Y a partir de ahí, quienes habían alabado la obra cambiaron rápidamente de opinión.
Cuando se impuso como dogma estético el realismo socialista, en el ámbito musical los compositores podían ser acusados de pecados terribles como formalismo, modernismo, cosmopolitismo o decadencia burguesa. Con todo, había pecados todavía peores, como el de ser judío (Vainberg, que para colmo era de ascendencia polaca, fue uno de los que pasó por prisión) u homosexual (Richter esquivó problemas graves gracias a su pericia y discreción, y las autoridades incluso le permitían tocar en el extranjero, pero otros como el cantante Kozim acabaron en el Gulag).
En el otro lado de la balanza se sitúa Tijon Jrénnikov, secretario general de la Unión de compositores soviéticos, que aplicaba con mano de hierro las directrices gubernamentales. Cuando falleció en 2007, uno de los obituarios se refería a él como «el lacayo de Stalin». Shostakóvich fue especialmente crítico con él en sus memorias dictadas a Solomon Volkov, Testamento (sobre cuya fiabilidad e incluso autenticidad sigue habiendo dudas). En Al son de la utopía el autor traza un retrato algo más complejo de Jrénnikov, ya que explica que en efecto ejercía un poder tiránico, pero que también en algunas ocasiones intercedió y maniobró para salvar el pellejo a algunos músicos en peligro.
Regreso de Prokófiev
También maniobró, pero de otro modo, Sergei Prokófiev, músico deslumbrante y ser humano con ciertas fisuras morales, que estaba fuera del país cuando estalló la revolución y aceptó la invitación de Stalin para regresar con un montón de privilegios (Stravinski y Rajmáninov la rechazaron). El dictador estaba obsesionado con traerse de vuelta a figuras con prestigio internacional para alardear de lo abierta y estupenda que era la Unión Soviética. Prokófiev se plegó al juego y dejó por el camino parte de su integridad artística y ética.
Más compleja aún es la historia de Shostakóvich, alternativamente ensalzado y amonestado por el régimen; siempre entre los privilegiados, pero siempre temeroso de ser detenido en cualquier momento. El músico daba una de cal y una de arena: la sombría Cuarta sinfonía se leyó como una crítica velada a Stalin y el compositor fue invitado a retirarla «voluntariamente» (no se estrenó hasta la muerte del dictador), mientras que en la Séptima, Leningrado dio lo mejor de sí mismo para crear obra monumental al servicio de la épica patriótica. En sus íntimos y desgarradores cuartetos –el corpus de cuerda más impresionante desde los de Beethoven– expresó sus angustias íntimas. Se cuenta que Shostakóvich tenía siempre preparada una maleta con una muda y cuatro cosas esenciales junto a la puerta de su piso, por si cualquier noche aparecía la policía secreta y se lo llevaba.
En principio, que un político se interese por la cultura –más concretamente por la música– es una buena noticia. Pero si el político es Stalin, puede
En principio, que un político se interese por la cultura –más concretamente por la música– es una buena noticia. Pero si el político es Stalin, puede ser una desgracia. El dictador compaginaba la profesión de genocida con la afición musical. Escuchaba todos los discos con nuevas grabaciones que le mandaban puntualmente y anotaba sus comentarios en las portadas: bueno, regular o basura. Como si fueran las clasificaciones de un crítico. Solo que en su caso la nota más baja –«basura»– podía suponerle al afectado el billete de ida al Gulag o incluso algo peor. Poca broma: según los datos de que se dispone, hasta 68 compositores fueron enviados a Siberia durante el estalinismo.
De este periodo oscuro es especialmente conocida la compleja relación que mantuvo con el tirano Dimitri Shostakóvich, quien por la magnitud de su obra puede considerarse sin duda alguna como el mejor compositor de la era soviética (además de uno de los grandes del siglo XX). Este asunto ha dado pie a diversos libros y documentales (destaca The War Symphonies: Shostakóvich against Stalin dirigido por Larry Weinstein), y a un par de novelas (destaca El ruido del tiempo de Julian Barnes). Ahora el periodista holandés especializado en Rusia Michel Krielaars amplía el foco a más figuras en Al son de la utopía. Los músicos en tiempos de Stalin (Galaxia Gutenberg).
La presencia de Shostakóvich planea a lo largo de todo el libro, pero sorprendentemente no le dedica un capítulo específico. Se centra en otras figuras como Prokófiev, el pianista Sviatoslav Richter, el violoncelista Rostropovich, el compositor judío Moisei Vainberg y otros personajes menos conocidos en Occidente como los cantantes populares Klavdia Shulzenko y Vadim Kozin. Las peripecias de unos y otros son muy ilustrativas del infierno que vivieron los creadores rusos.
Uno de los puntos fuertes del libro es que el autor no se conforma con repasar el anecdotario más conocido, sino que indaga y trata de entender las actitudes de cada uno de los personajes en esos tiempos oscuros. Intenta de algún modo ponerse en la piel de quienes vivieron ese clima de terror que propiciaba algo tan humano como el miedo y en ocasiones llevaba a la mezquindad. El gran invento de Stalin para aterrorizar era que nadie sabía muy bien qué podía provocar la caída en desgracia.
Se agradece el conocimiento profundo que tiene Krielaars de las particularidades de la sociedad rusa -fue corresponsal en Moscú durante varios años- y en cambio se echa en falta un planteamiento más histórico y menos periodístico. Sobran en muchos casos las descripciones que hace el autor de sus propias pesquisas en busca de testimonios o documentos, y la referencia a algunas peripecias personales como una ocasión en que casi lo expulsan del país por meter las narices donde no debía. Por otro lado, se le hubieran agradecido mayores conocimientos musicales, porque cuando habla de las obras de los compositores o de las virtudes de un intérprete pasa demasiado de puntillas. Con todo, el libro se lee con interés por la cantidad de información que aporta.
El autor relata algunos episodios surrealistas, como el protagonizado por la pianista Mariya Yúdina, a la que Stalin adoraba –cuentan que le caían las lágrimas cuando escuchaba sus grabaciones– pero al que ella detestaba. Una noche el dictador escuchó por la radio a pianista predilecta y pidió que le mandaran la grabación. Como se trataba de una retransmisión en directo, la artista y la orquesta, que ya se habían marchado, fueron reconvocados de urgencia para grabar la pieza de inmediato y no contrariar al líder. La anécdota, con algunos retoques y otro protagonista se utiliza en la primera escena de la película La muerte de Stalin, dirigida por Arnaldo Iannucci, que tira de un humor muy negro para retratar esa época.
Otra anécdota célebre es la del estreno moscovita de la ópera Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakóvich, con presencia del tirano. El compositor se quedó lívido al ver las muestras de incomodidad que mostraba el líder en su palco. Al día siguiente apareció en Pravda una crítica demoledora cuyo título era: «Caos en lugar de música». Según las malas lenguas la había escrito el propio Stalin. Y a partir de ahí, quienes habían alabado la obra cambiaron rápidamente de opinión.
Cuando se impuso como dogma estético el realismo socialista, en el ámbito musical los compositores podían ser acusados de pecados terribles como formalismo, modernismo, cosmopolitismo o decadencia burguesa. Con todo, había pecados todavía peores, como el de ser judío (Vainberg, que para colmo era de ascendencia polaca, fue uno de los que pasó por prisión) u homosexual (Richter esquivó problemas graves gracias a su pericia y discreción, y las autoridades incluso le permitían tocar en el extranjero, pero otros como el cantante Kozim acabaron en el Gulag).
En el otro lado de la balanza se sitúa Tijon Jrénnikov, secretario general de la Unión de compositores soviéticos, que aplicaba con mano de hierro las directrices gubernamentales. Cuando falleció en 2007, uno de los obituarios se refería a él como «el lacayo de Stalin». Shostakóvich fue especialmente crítico con él en sus memorias dictadas a Solomon Volkov, Testamento (sobre cuya fiabilidad e incluso autenticidad sigue habiendo dudas). En Al son de la utopía el autor traza un retrato algo más complejo de Jrénnikov, ya que explica que en efecto ejercía un poder tiránico, pero que también en algunas ocasiones intercedió y maniobró para salvar el pellejo a algunos músicos en peligro.
También maniobró, pero de otro modo, Sergei Prokófiev, músico deslumbrante y ser humano con ciertas fisuras morales, que estaba fuera del país cuando estalló la revolución y aceptó la invitación de Stalin para regresar con un montón de privilegios (Stravinski y Rajmáninov la rechazaron). El dictador estaba obsesionado con traerse de vuelta a figuras con prestigio internacional para alardear de lo abierta y estupenda que era la Unión Soviética. Prokófiev se plegó al juego y dejó por el camino parte de su integridad artística y ética.
Más compleja aún es la historia de Shostakóvich, alternativamente ensalzado y amonestado por el régimen; siempre entre los privilegiados, pero siempre temeroso de ser detenido en cualquier momento. El músico daba una de cal y una de arena: la sombría Cuarta sinfonía se leyó como una crítica velada a Stalin y el compositor fue invitado a retirarla «voluntariamente» (no se estrenó hasta la muerte del dictador), mientras que en la Séptima, Leningrado dio lo mejor de sí mismo para crear obra monumental al servicio de la épica patriótica. En sus íntimos y desgarradores cuartetos –el corpus de cuerda más impresionante desde los de Beethoven– expresó sus angustias íntimas. Se cuenta que Shostakóvich tenía siempre preparada una maleta con una muda y cuatro cosas esenciales junto a la puerta de su piso, por si cualquier noche aparecía la policía secreta y se lo llevaba.
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