Con una preciosa y paradójica mezcla de seguridad y timidez, ambas en grado muy grande, la joven profesora Paula Díaz Altozano (Madrid, 1990) anda construyendo y amurallando uno de los pueblos más bonitos de la nueva literatura española. Lo está haciendo de un modo tan discreto como firme y duradero, sin hacer todavía mucho ruido pero con constancia, con la conciencia de que se tiene mucho que decir, un rico mundo interior por explorar y expresar, y con una voz literaria que bebe de muchas fuentes (de muchos mares, en su caso) pero que se refuerza y se reordena a través de una mirada única, sólo suya y ya bien reconocible para quienes venimos siguiéndola con gusto desde sus primeras palabras.
Díaz Altozano es, a día de hoy, responsable de libros de poemas (A orillas de París, Ríos de carretera, Unicornios o el recién aparecido Canto de las espigas, a los que hay que unir la plaquette Mares y monstruos), de aforismos (Meteórica) e incluso de sueños (Kraken), pero haya sido la aparición, el año pasado, de su primer ensayo, el espectacular Ballenas invisibles, lo que resulte más llamativo y haya conseguido que muchos lectores descubran y recorran la bibliografía recién citada, comprendiendo a su vez, de paso, que lo que durante años y con cierto sigilo ha ido haciendo su autora es objetivamente superior a los primeros pasos de la obra de otros escritores coetáneos que, con menos ideas, han disfrutado de mayor visibilidad.
No es que Paula Díaz Altozano no sea ambiciosa: legítimamente lo es, y me parece que mucho, pero es también prudente porque es lista, y toda su cautela literaria es la mejor aliada que podía encontrar su calidad. Son virtudes de las que podemos esperar grandes libros en el futuro, tan buenos o mejores que aquellos que, como digo, aguardan en el pasado a que sus revelaciones sean escuchadas en algún presente (pues «El presente aún no ha llegado», dice uno de sus aforismos…), sobre todo porque aparte de la inteligencia, la prudencia y el talento, ella cuenta con muchas otras armas, tan importantes como la sólida formación (su currículum académico es revelador, por impresionante), el buen juicio y una bondad y una alegría indisimulables, o tan envidiables como los conocimientos musicales (al margen de su licenciatura en Periodismo y de su doctorado con una tesis sobre fotografía, tiene un grado profesional de Piano), la curiosidad infinita, la capacidad de trabajo, el bagaje de lecturas, el conocimiento del mundo a través de los viajes, el afán de alcanzar la mejor versión de sí misma apurando sus posibilidades potenciales, o incluso la fe («Creo en Dios porque creo en la ciencia», afirma en este libro de hoy).
El hecho de que Paula se haya fijado en las ballenas en el ensayo citado no es casual. Ya otros títulos suyos como Mares y monstruos o Kraken revelaban una fijación por las criaturas más espectaculares del mar, ya sean reales o fantásticas («Mi bolígrafo es un arpón», ha llegado a escribir), pero yo lo decía porque pensar en las ballenas nos habla de la búsqueda de la trascendencia, del afán de épica real, de reflexionar sobre esas cosas de este mundo que, por inverosímiles, por casi imposibles, parecen hablarnos de las de otro. Suceden en las grandes exploraciones, o en las empresas faraónicas, o en las mayores competiciones deportivas o, por desgracia, en la guerra…, hechos que podemos y hasta debemos tener en cuenta en nuestro día a día, generalmente prosaico, para elevarlo, para engrandecerlo, para otorgarle un punto sublime (que no, por favor, solemne) que ayuda a que la vida sea buena, más verdadera, y curiosamente más real, más apegada a lo posible. Porque mientras hablamos y trabajamos y leemos las ballenas están ahí, todo lo amenazadas que se quiera pero vivas, respirando, y yo diría que las ballenas no se extinguirán hasta que no se apague del todo el propio planeta. Casi dan ganas de pensar que son ellas, de hecho, quienes con sus traslados y sus saltos mantienen en marcha la rotación del mundo.
Cuánta ignorancia haría falta, por ejemplo, para discutir sobre lo que sea con alguien delante del mar, que en su inmensidad y en su profundidad parece una gran metáfora del silencio, casi un sinónimo del tiempo y, por tanto, a su vez, una gran metáfora de la poesía, la cual es por su parte algo así como la versión verbal de la vida. Díaz Altozano extrae del mar muchísima inspiración, siendo uno de sus grandes temas, pero también de los fenómenos meteorológicos («Hoy en día, lo revolucionario es hablar de la lluvia», decía su primer aforismo publicado en libro) o de las nubes, que ella dirige como si fueran cometas, así como de la música, de los animales, de las ciudades, de la naturaleza, de los puntos cardinales, de las estaciones, del Tiempo, del arte, de la memoria, de los árboles, del lenguaje, de la escritura, de la infancia, de la familia, del de prójimo, de los sueños, de la imaginación, de las rutinas, de los pequeños detalles o de la Historia.
No quiero adelantar aquí ninguno de los maravillosos aforismos que forman el segundo libro suyo de sentencias, que acaba de aparecer también en la colección La Veleta de la editorial granadina Comares, pero sí puedo decir que en él quizás brillen especialmente las metaliterarias, y que ella no comete el habitual error de recurrir a juegos de palabras, ni al ingenio, ni a naderías u ocurrencias semejantes, ni apenas se reformulan lugares comunes o se proponen versiones de tópicos o de hallazgos consabidos. «Uno debe escribir siempre como si fuera extranjero», decía en Meteórica, donde también hablaba, aún mejor, de alguien que «era un autor tan universal que se volvió anónimo». Perspectiva universal, voluntad última de anonimia y sentimiento radical de extranjería, así como una extraña y expresiva soledad («Necesito a los otros en mi propia independencia»…), son rasgos característicos de la literatura de Paula Díaz Altozano, y muy en especial de estas series de breverías.
Cuánto me gustaría el género de los aforismos, que suelo leer con desconfianza, si fueran todos como estos, donde el laconismo no está emparentado con la pereza ni la «sentenciosidad» (inevitable en los aforismos) con los dogmas. Hay en ella, decía yo al principio, mucha seguridad literaria y probablemente personal, lo cual la lleva por coherencia a hacerse muchas preguntas metafísicas, a plantear muchas dudas generales, a manifestar una confusión o un despiste cósmicos que en su sonriente caso no son angustiosos sino estimulantes. Creo que Paula Díaz Altozano concibe la vida como un tiempo que se nos ha concedido para crecer y aprender en todos los sentidos, para preguntarnos muchas cosas y estudiarlas sin la pretensión de agotarlas o neutralizarlas, para trabajar y aportar con humildad cosas valiosas y para pasarlo muy bien. Es un plan, o un programa, al que siempre apetece unirse.
Todas esas intenciones andan contendidas y comprimidas en este brevísimo libro, Entre la luz y la oscuridad, un suspiro que contiene galaxias enteras. Y he dicho que no iba a citar ningún nuevo aforismo pero sí, sólo uno (aparte del que recojo en el título de este artículo), sublime, que viene a decir que «En el Paraíso [hay] una verja que no cierra bien», es decir, un texto en el que Paula parece asimilar el Edén a un cementerio, pero no para oscurecer el primero, sino para glorificar el segundo. Y es que es crucial advertir que la «filosofía» esencial de la escritora, siempre a la busca del alma del mundo, es positiva, perseverante y feliz. El Paraíso no es un lugar al que dirigirse o que merecer. El Paraíso, aquí y ahora, es exactamente el sitio en el que estamos. Sin ir más lejos, este libro, porque «no hay que obsesionarse por llegar lejos. También se puede llegar cerca».
Con una preciosa y paradójica mezcla de seguridad y timidez, ambas en grado muy grande, la joven profesora Paula Díaz Altozano (Madrid, 1990) anda construyendo y
Con una preciosa y paradójica mezcla de seguridad y timidez, ambas en grado muy grande, la joven profesora Paula Díaz Altozano (Madrid, 1990) anda construyendo y amurallando uno de los pueblos más bonitos de la nueva literatura española. Lo está haciendo de un modo tan discreto como firme y duradero, sin hacer todavía mucho ruido pero con constancia, con la conciencia de que se tiene mucho que decir, un rico mundo interior por explorar y expresar, y con una voz literaria que bebe de muchas fuentes (de muchos mares, en su caso) pero que se refuerza y se reordena a través de una mirada única, sólo suya y ya bien reconocible para quienes venimos siguiéndola con gusto desde sus primeras palabras.
Díaz Altozano es, a día de hoy, responsable de libros de poemas (A orillas de París, Ríos de carretera, Unicornios o el recién aparecido Canto de las espigas, a los que hay que unir la plaquette Mares y monstruos), de aforismos (Meteórica) e incluso de sueños (Kraken), pero haya sido la aparición, el año pasado, de su primer ensayo, el espectacular Ballenas invisibles, lo que resulte más llamativo y haya conseguido que muchos lectores descubran y recorran la bibliografía recién citada, comprendiendo a su vez, de paso, que lo que durante años y con cierto sigilo ha ido haciendo su autora es objetivamente superior a los primeros pasos de la obra de otros escritores coetáneos que, con menos ideas, han disfrutado de mayor visibilidad.
No es que Paula Díaz Altozano no sea ambiciosa: legítimamente lo es, y me parece que mucho, pero es también prudente porque es lista, y toda su cautela literaria es la mejor aliada que podía encontrar su calidad. Son virtudes de las que podemos esperar grandes libros en el futuro, tan buenos o mejores que aquellos que, como digo, aguardan en el pasado a que sus revelaciones sean escuchadas en algún presente (pues «El presente aún no ha llegado», dice uno de sus aforismos…), sobre todo porque aparte de la inteligencia, la prudencia y el talento, ella cuenta con muchas otras armas, tan importantes como la sólida formación (su currículum académico es revelador, por impresionante), el buen juicio y una bondad y una alegría indisimulables, o tan envidiables como los conocimientos musicales (al margen de su licenciatura en Periodismo y de su doctorado con una tesis sobre fotografía, tiene un grado profesional de Piano), la curiosidad infinita, la capacidad de trabajo, el bagaje de lecturas, el conocimiento del mundo a través de los viajes, el afán de alcanzar la mejor versión de sí misma apurando sus posibilidades potenciales, o incluso la fe («Creo en Dios porque creo en la ciencia», afirma en este libro de hoy).
El hecho de que Paula se haya fijado en las ballenas en el ensayo citado no es casual. Ya otros títulos suyos como Mares y monstruos o Kraken revelaban una fijación por las criaturas más espectaculares del mar, ya sean reales o fantásticas («Mi bolígrafo es un arpón», ha llegado a escribir), pero yo lo decía porque pensar en las ballenas nos habla de la búsqueda de la trascendencia, del afán de épica real, de reflexionar sobre esas cosas de este mundo que, por inverosímiles, por casi imposibles, parecen hablarnos de las de otro. Suceden en las grandes exploraciones, o en las empresas faraónicas, o en las mayores competiciones deportivas o, por desgracia, en la guerra…, hechos que podemos y hasta debemos tener en cuenta en nuestro día a día, generalmente prosaico, para elevarlo, para engrandecerlo, para otorgarle un punto sublime (que no, por favor, solemne) que ayuda a que la vida sea buena, más verdadera, y curiosamente más real, más apegada a lo posible. Porque mientras hablamos y trabajamos y leemos las ballenas están ahí, todo lo amenazadas que se quiera pero vivas, respirando, y yo diría que las ballenas no se extinguirán hasta que no se apague del todo el propio planeta. Casi dan ganas de pensar que son ellas, de hecho, quienes con sus traslados y sus saltos mantienen en marcha la rotación del mundo.
Cuánta ignorancia haría falta, por ejemplo, para discutir sobre lo que sea con alguien delante del mar, que en su inmensidad y en su profundidad parece una gran metáfora del silencio, casi un sinónimo del tiempo y, por tanto, a su vez, una gran metáfora de la poesía, la cual es por su parte algo así como la versión verbal de la vida. Díaz Altozano extrae del mar muchísima inspiración, siendo uno de sus grandes temas, pero también de los fenómenos meteorológicos («Hoy en día, lo revolucionario es hablar de la lluvia», decía su primer aforismo publicado en libro) o de las nubes, que ella dirige como si fueran cometas, así como de la música, de los animales, de las ciudades, de la naturaleza, de los puntos cardinales, de las estaciones, del Tiempo, del arte, de la memoria, de los árboles, del lenguaje, de la escritura, de la infancia, de la familia, del de prójimo, de los sueños, de la imaginación, de las rutinas, de los pequeños detalles o de la Historia.
No quiero adelantar aquí ninguno de los maravillosos aforismos que forman el segundo libro suyo de sentencias, que acaba de aparecer también en la colección La Veleta de la editorial granadina Comares, pero sí puedo decir que en él quizás brillen especialmente las metaliterarias, y que ella no comete el habitual error de recurrir a juegos de palabras, ni al ingenio, ni a naderías u ocurrencias semejantes, ni apenas se reformulan lugares comunes o se proponen versiones de tópicos o de hallazgos consabidos. «Uno debe escribir siempre como si fuera extranjero», decía en Meteórica, donde también hablaba, aún mejor, de alguien que «era un autor tan universal que se volvió anónimo». Perspectiva universal, voluntad última de anonimia y sentimiento radical de extranjería, así como una extraña y expresiva soledad («Necesito a los otros en mi propia independencia»…), son rasgos característicos de la literatura de Paula Díaz Altozano, y muy en especial de estas series de breverías.
Cuánto me gustaría el género de los aforismos, que suelo leer con desconfianza, si fueran todos como estos, donde el laconismo no está emparentado con la pereza ni la «sentenciosidad» (inevitable en los aforismos) con los dogmas. Hay en ella, decía yo al principio, mucha seguridad literaria y probablemente personal, lo cual la lleva por coherencia a hacerse muchas preguntas metafísicas, a plantear muchas dudas generales, a manifestar una confusión o un despiste cósmicos que en su sonriente caso no son angustiosos sino estimulantes. Creo que Paula Díaz Altozano concibe la vida como un tiempo que se nos ha concedido para crecer y aprender en todos los sentidos, para preguntarnos muchas cosas y estudiarlas sin la pretensión de agotarlas o neutralizarlas, para trabajar y aportar con humildad cosas valiosas y para pasarlo muy bien. Es un plan, o un programa, al que siempre apetece unirse.
Todas esas intenciones andan contendidas y comprimidas en este brevísimo libro, Entre la luz y la oscuridad, un suspiro que contiene galaxias enteras. Y he dicho que no iba a citar ningún nuevo aforismo pero sí, sólo uno (aparte del que recojo en el título de este artículo), sublime, que viene a decir que «En el Paraíso [hay] una verja que no cierra bien», es decir, un texto en el que Paula parece asimilar el Edén a un cementerio, pero no para oscurecer el primero, sino para glorificar el segundo. Y es que es crucial advertir que la «filosofía» esencial de la escritora, siempre a la busca del alma del mundo, es positiva, perseverante y feliz. El Paraíso no es un lugar al que dirigirse o que merecer. El Paraíso, aquí y ahora, es exactamente el sitio en el que estamos. Sin ir más lejos, este libro, porque «no hay que obsesionarse por llegar lejos. También se puede llegar cerca».
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