Limónov era un escritor a lo Umbral. Un poeta, en verso o prosa, con aliento de bragueta y beso dulce. Ingenioso en el frío. Cálido en el amor. Un prototipo de hombre abandonado y sacrificado por la injusticia del nacimiento, que jamás se sintió del todo a gusto con su alrededor, ni consigo mismo. Eso lo reveló fuerte. Contrastado. Igual que el negativo de una fotografía, rendido siempre al maniqueísmo de los extremos. Con su pluma de navaja, su lengua de nigromante y su aspecto de dandi atlético, de cabeza borradora que en la ebriedad crepuscular te reta a un concurso de flexiones, Limónov encarnó la orfandad del sueño soviético. También la desazón capitalista. Pero, sobre todo, se encarnó a sí mismo, catapultado por un narcisismo igual de beligerante que algunas de sus últimas boutades políticas.
Para quien lo despiste, hablo de Eduard Veniamínovich Savenko, mejor conocido como Eduard Limónov (Dzerzhinsk, 1943-2020). Un poeta underground, novelista, político, canalla, chapero, militar (del lado serbio) y provocador ruso, que fue catapultado a la fama internacional con la pértiga de la biografía que Emmanuel Carrère escribió sobre él en 2011. Disidente anti-Putin y líder del grupo de los Nacional Bolcheviques, Limónov fue un provocador poliédrico. Dotado de esa predilección natural para convertirse en el eje de toda ambición en la que pusiera la mirilla.
Nunca fue un personaje secundario. La vida apacible, la mundana, la vulgar y a la vez cómoda, no le gustaba. Y si bien esa desavenencia existencial queda tridimensionalmente reflejada en la biografía de Carrère (algo apócrifa, según declaraciones de su protagonista), ¿qué mejor que enfrentarse con las propias palabras del personaje para hacerse cargo de su retorcido sentido de la realidad? A fin de satisfacer esta gazuza, la editorial Fulgencio Pimentel ha desempolvado Diario de un perdedor (2025). Todo un hallazgo, que sigue el compromiso de la editorial por traer a España al escritor ruso, habiendo publicado ya con anterioridad El hombre sin amor (2020) y El libro de las aguas (2019).
Diario de un perdedor fue escrita en 1977, cuando su protagonista y autor se encontraban en Nueva York, ciudad en la que se dedicó a la fornicación con afroamericanos imponentes como Oggun –dios yoruba de la guerra– y a ser el mayordomo –un cachondo Alfred, por así decirlo– de un millonario. Un momento truculento, desde luego, en la vida de Limónov, aunque no mucho más de lo que sería el conjunto de su existencia. A grandes rasgos, este diario es una especie de poemario en prosa, donde el autor desgrana con vasta coquetería literaria las que han sido sus peripecias vitales hasta entonces. Un cuaderno de confesiones del que es complicado negar la concepción original de su autor como obra publicable.
Entrando en el mismo, el texto es fragmentario. Corre sin rumbo en dirección el propio Limónov, descargando su ternura afilada, la cuajada forma de mirar las cosas inertes con un cariño que rara vez se traslada a los humanos. De hecho, la única predilección humana de Limónov son las féminas. En general. Con los chicos, en cambio, le pasa que le ponen cachondo, pero no lo terminan de enamorar. Los provoca demasiado. Juega con ellos como juega un gato con una mosca moribunda. Y ellos acaban apuntándolo con fusiles de madrugada o llorando en su regazo.
Un relato honesto y vitriólico
Limónov es auténtico, porque es un auténtico desgraciado. Pero eso es lo que hace excitante su lectura. Convierte al lector en el visitante de un safari donde un león, cabronazo melenudo de pantalones blancos, inteligente rey hiperestésico de la sabana, va descargando expresiones de poder sobre los torpes animalitos, tal vez rudos, pero en ningún caso tan vacunados contra la moralidad como el despótico felino.
Diario de un perdedor es, ante todo, un retrato honesto donde pueden percibirse las contradicciones de Limónov. Un erudito de la sensibilidad capaz de partir un madero con el cipote. O un bolchevique soliviantado al que le encantan las camisas de seda. Si la paradoja impone la perplejidad, este libro es un tobogán por el asombro. Hoy que toda confesionalidad parece discreta, medida e incluso alterada para resultar digerible, este autorretrato de Limónov es un soplo vitriólico de la indecencia, al tiempo que de una sabrosa mirada esteticista del entorno inminente.
¿Se lo comió el personaje? Es difícil de asegurar. Hay quien no tiene la necesidad de creárselo. Lo es y punto. Su pulso vital lo lleva, inevitablemente, a codearse con el abismo. ¿Fue el escritor japonés Yukio Mishima un producto de sus propias inseguridades y talentos? Tal vez. O quizás siempre fue una persona díscola, gustosa de la trastienda y de la pelea a la contra. Alguien necesitado de la presión como estrategia para la espeleología de la sustancia vital. Con Limónov ocurre lo mismo. Son personas, como decía Antonin Artaud, convertidas en «suicidados por la sociedad». Hijos bastardos al tiempo que adorados de un cisma histórico donde la cortesía y el miramiento eran síntoma de cobardía, y no de catalizador comercial.
Apatía y vehemencia
Diario de un perdedor nos muestra, en toda su gloriosa repugnancia, a alguien con la integridad de presenciar los gestos naturales del universo con cariño, y las idiosincrasias humanas, en especial aquellas ligadas al ego personal, con apática vehemencia. Eduard Limónov aseguraba no verse esencialmente reflejado en la biografía que Carrère divulgó de él. No obstante, el personaje de este libro corre absolutamente paralelo a los bocetos literarios que parió el autor galo.
Pero, como seguramente opinaría el protagonista de este diario, ¿qué coño importa? Al fin y al cabo, la tierra ya se está dando un atracón con sus huesos. Y aunque la edición en español de este libro demuestra que los muertos sí cuentan cuentos, lo cierto es que poco les importa lo que se piense de ellos. Perdedores, o no, todos han corrido la misma suerte mortal.
A eso le llamo yo democracia, y no al nacional bolchevismo. Ya lo siento, Eduard.
Limónov era un escritor a lo Umbral. Un poeta, en verso o prosa, con aliento de bragueta y beso dulce. Ingenioso en el frío. Cálido en
Limónov era un escritor a lo Umbral. Un poeta, en verso o prosa, con aliento de bragueta y beso dulce. Ingenioso en el frío. Cálido en el amor. Un prototipo de hombre abandonado y sacrificado por la injusticia del nacimiento, que jamás se sintió del todo a gusto con su alrededor, ni consigo mismo. Eso lo reveló fuerte. Contrastado. Igual que el negativo de una fotografía, rendido siempre al maniqueísmo de los extremos. Con su pluma de navaja, su lengua de nigromante y su aspecto de dandi atlético, de cabeza borradora que en la ebriedad crepuscular te reta a un concurso de flexiones, Limónov encarnó la orfandad del sueño soviético. También la desazón capitalista. Pero, sobre todo, se encarnó a sí mismo, catapultado por un narcisismo igual de beligerante que algunas de sus últimas boutades políticas.
Para quien lo despiste, hablo de Eduard Veniamínovich Savenko, mejor conocido como Eduard Limónov (Dzerzhinsk, 1943-2020). Un poeta underground, novelista, político, canalla, chapero, militar (del lado serbio) y provocador ruso, que fue catapultado a la fama internacional con la pértiga de la biografía que Emmanuel Carrère escribió sobre él en 2011. Disidente anti-Putin y líder del grupo de los Nacional Bolcheviques, Limónov fue un provocador poliédrico. Dotado de esa predilección natural para convertirse en el eje de toda ambición en la que pusiera la mirilla.
Nunca fue un personaje secundario. La vida apacible, la mundana, la vulgar y a la vez cómoda, no le gustaba. Y si bien esa desavenencia existencial queda tridimensionalmente reflejada en la biografía de Carrère (algo apócrifa, según declaraciones de su protagonista), ¿qué mejor que enfrentarse con las propias palabras del personaje para hacerse cargo de su retorcido sentido de la realidad? A fin de satisfacer esta gazuza, la editorial Fulgencio Pimentel ha desempolvado Diario de un perdedor (2025). Todo un hallazgo, que sigue el compromiso de la editorial por traer a España al escritor ruso, habiendo publicado ya con anterioridad El hombre sin amor (2020) y El libro de las aguas (2019).
Diario de un perdedor fue escrita en 1977, cuando su protagonista y autor se encontraban en Nueva York, ciudad en la que se dedicó a la fornicación con afroamericanos imponentes como Oggun –dios yoruba de la guerra– y a ser el mayordomo –un cachondo Alfred, por así decirlo– de un millonario. Un momento truculento, desde luego, en la vida de Limónov, aunque no mucho más de lo que sería el conjunto de su existencia. A grandes rasgos, este diario es una especie de poemario en prosa, donde el autor desgrana con vasta coquetería literaria las que han sido sus peripecias vitales hasta entonces. Un cuaderno de confesiones del que es complicado negar la concepción original de su autor como obra publicable.
Entrando en el mismo, el texto es fragmentario. Corre sin rumbo en dirección el propio Limónov, descargando su ternura afilada, la cuajada forma de mirar las cosas inertes con un cariño que rara vez se traslada a los humanos. De hecho, la única predilección humana de Limónov son las féminas. En general. Con los chicos, en cambio, le pasa que le ponen cachondo, pero no lo terminan de enamorar. Los provoca demasiado. Juega con ellos como juega un gato con una mosca moribunda. Y ellos acaban apuntándolo con fusiles de madrugada o llorando en su regazo.
Limónov es auténtico, porque es un auténtico desgraciado. Pero eso es lo que hace excitante su lectura. Convierte al lector en el visitante de un safari donde un león, cabronazo melenudo de pantalones blancos, inteligente rey hiperestésico de la sabana, va descargando expresiones de poder sobre los torpes animalitos, tal vez rudos, pero en ningún caso tan vacunados contra la moralidad como el despótico felino.
Diario de un perdedor es, ante todo, un retrato honesto donde pueden percibirse las contradicciones de Limónov. Un erudito de la sensibilidad capaz de partir un madero con el cipote. O un bolchevique soliviantado al que le encantan las camisas de seda. Si la paradoja impone la perplejidad, este libro es un tobogán por el asombro. Hoy que toda confesionalidad parece discreta, medida e incluso alterada para resultar digerible, este autorretrato de Limónov es un soplo vitriólico de la indecencia, al tiempo que de una sabrosa mirada esteticista del entorno inminente.
¿Se lo comió el personaje? Es difícil de asegurar. Hay quien no tiene la necesidad de creárselo. Lo es y punto. Su pulso vital lo lleva, inevitablemente, a codearse con el abismo. ¿Fue el escritor japonés Yukio Mishima un producto de sus propias inseguridades y talentos? Tal vez. O quizás siempre fue una persona díscola, gustosa de la trastienda y de la pelea a la contra. Alguien necesitado de la presión como estrategia para la espeleología de la sustancia vital. Con Limónov ocurre lo mismo. Son personas, como decía Antonin Artaud, convertidas en «suicidados por la sociedad». Hijos bastardos al tiempo que adorados de un cisma histórico donde la cortesía y el miramiento eran síntoma de cobardía, y no de catalizador comercial.
Diario de un perdedor nos muestra, en toda su gloriosa repugnancia, a alguien con la integridad de presenciar los gestos naturales del universo con cariño, y las idiosincrasias humanas, en especial aquellas ligadas al ego personal, con apática vehemencia. Eduard Limónov aseguraba no verse esencialmente reflejado en la biografía que Carrère divulgó de él. No obstante, el personaje de este libro corre absolutamente paralelo a los bocetos literarios que parió el autor galo.
Pero, como seguramente opinaría el protagonista de este diario, ¿qué coño importa? Al fin y al cabo, la tierra ya se está dando un atracón con sus huesos. Y aunque la edición en español de este libro demuestra que los muertos sí cuentan cuentos, lo cierto es que poco les importa lo que se piense de ellos. Perdedores, o no, todos han corrido la misma suerte mortal.
A eso le llamo yo democracia, y no al nacional bolchevismo. Ya lo siento, Eduard.
Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE