Salir adelante en el florido mercado editorial del presente es motivo de celebración. Es mucha y fiera la competencia, y no es sencillo sobrevivir entre el aluvión constante de títulos. En mitad de ese vergel, Libros del Asteroide cumple dos décadas de vida ofreciendo voces reseñables, y lo festeja presentando una colección mini en tamaño, pero grande en apuesta.
En esta casa hemos leído las dos primeras propuestas: El accidente, de Blanca Lacasa, y Vamos a comprar un poeta, de Afonso Cruz. Y, si bien en temática no tienen nada que ver, ambas guardan en común un estilo ágil y frescura, bocanadas nuevas de buena literatura. La nouvelle parece estar de vuelta, y eso nos alegra: siempre calidad frente a cantidad.
Blanca Lacasa, escritora y periodista, nos provoca un accidente: el shock resultante de leer una historia que bien podría ser nuestra, y que lo habrá sido en algún punto de la vida de muchos de nosotros. Chica conoce a chico, chico y chica se enamoran, pero chica y chico ya tienen otra pareja cuando el impacto sucede. A partir de ahí, con una precisión de forense, va urdiendo el relato con frases muy breves que invocan la universalidad del sentimiento amoroso, pero no desde el lugar común, sino desde el hallazgo de los buenos observadores. Recuerda, en parte, al bisturí de otro gran patólogo de los sentimientos firmante en la misma editorial, Jacobo Bergareche (Los días perfectos, Las despedidas).
¿Los hallazgos de Lacasa en su accidente? Uno: saber penetrar la mente para describir con minuciosidad la tortura de los pensamientos intrusivos, el cómo el amor secuestra el cerebro durante sus comienzos. Dos: la agudeza de nombrar ángulo muerto a esos espacios por los que se nos desmadeja la vida, a pesar de lo controlada que creíamos tenerla. Esto es, los espacios necesarios para el choque. Tres: no ser maniquea en momento alguno, sumir a sus dos protagonistas en la incertidumbre y las sombras del amor. «En el amor siempre hay confusión», ha dicho la autora durante la promoción. Y ella ha sabido plasmarla y dejarnos bien incómodos. Y no por masoquismo, sino porque refleja la complejidad que somos, se agradece.
Vamos a comprar un poeta
En un mundo en el que todo se ha vuelto cuantificable, en el que los nombres de las personas se componen de números, en el que se busca la rentabilidad de cada acción, el arte y la poesía son un pasatiempo extravagante y, los artistas, simples mascotas para las familias. Esa es la premisa de Vamos a comprar un poeta, que nos sitúa en una sociedad imaginaria, pero no tan distópica: las cifras de lectura del género poético en España -el menos rentable- no nos devuelven un escenario tan lejano al que plantea el autor en su obra.
En el segundo de los títulos de este nuevo formato mini, la familia protagonista decide adquirir, por voluntad de la hija menor, un poeta. Su madre ha accedido porque, a diferencia de los pintores o escultores que eligen otras familias, los rapsodas «no cuestan mucho ni ensucian demasiado». Así que van a la tienda, padre e hija, se llevan a uno recomendado por el vendedor («tres o cuatro veces por semana llegan incluso a olvidarse de comer. Los hay que dejan la comida a medias y se levantan para deambular sin rumbo fijo. Coincide a menudo con la puesta de sol, la luz de la luna o la niebla, es una conducta típica«, les dice para vender sus bondades) y, a partir de ahí, comienza la extraña convivencia.
Nadie en la casa entiende al poeta y sus disparatados usos y costumbres, como el de, sin ir más lejos, la lectura. Todos desconfían y le afean que no participe del engranaje social materialista, salvo la narradora, quien va acercándose a él:
«Poco a poco empecé a comprender lo que decía el poeta y ya no era un galimatías (…) pero todavía pasaba mucho tiempo intentando desentrañar esas mentiras. Las metáforas.
-¿Metáforas?
-Sí –confirmó el poeta.
-Perdona, pero un zapato no es un guante enamorado de las manos equivocadas. En el mundo donde vivimos, a eso se le llama una mentira y está muy mal vista, nos resta puntos porcentuales de moralidad».
En poco más de cien páginas, sin tintes moralistas y a puñados de ironía fina, Cruz nos recuerda por qué la belleza cotiza al alza y puede resultar más rentable que la más redonda de las operaciones financieras. Del mismo modo que, en tiempos en que las novedades editoriales parecen reivindicarse al peso, las buenas historias, si breves, más valor cobran.
Salir adelante en el florido mercado editorial del presente es motivo de celebración. Es mucha y fiera la competencia, y no es sencillo sobrevivir entre el
Salir adelante en el florido mercado editorial del presente es motivo de celebración. Es mucha y fiera la competencia, y no es sencillo sobrevivir entre el aluvión constante de títulos. En mitad de ese vergel, Libros del Asteroide cumple dos décadas de vida ofreciendo voces reseñables, y lo festeja presentando una colección mini en tamaño, pero grande en apuesta.
En esta casa hemos leído las dos primeras propuestas: El accidente, de Blanca Lacasa, y Vamos a comprar un poeta, de Afonso Cruz. Y, si bien en temática no tienen nada que ver, ambas guardan en común un estilo ágil y frescura, bocanadas nuevas de buena literatura. La nouvelle parece estar de vuelta, y eso nos alegra: siempre calidad frente a cantidad.
Blanca Lacasa, escritora y periodista, nos provoca un accidente: el shock resultante de leer una historia que bien podría ser nuestra, y que lo habrá sido en algún punto de la vida de muchos de nosotros. Chica conoce a chico, chico y chica se enamoran, pero chica y chico ya tienen otra pareja cuando el impacto sucede. A partir de ahí, con una precisión de forense, va urdiendo el relato con frases muy breves que invocan la universalidad del sentimiento amoroso, pero no desde el lugar común, sino desde el hallazgo de los buenos observadores. Recuerda, en parte, al bisturí de otro gran patólogo de los sentimientos firmante en la misma editorial, Jacobo Bergareche (Los días perfectos, Las despedidas).
¿Los hallazgos de Lacasa en su accidente? Uno: saber penetrar la mente para describir con minuciosidad la tortura de los pensamientos intrusivos, el cómo el amor secuestra el cerebro durante sus comienzos. Dos: la agudeza de nombrar ángulo muerto a esos espacios por los que se nos desmadeja la vida, a pesar de lo controlada que creíamos tenerla. Esto es, los espacios necesarios para el choque. Tres: no ser maniquea en momento alguno, sumir a sus dos protagonistas en la incertidumbre y las sombras del amor. «En el amor siempre hay confusión», ha dicho la autora durante la promoción. Y ella ha sabido plasmarla y dejarnos bien incómodos. Y no por masoquismo, sino porque refleja la complejidad que somos, se agradece.
En un mundo en el que todo se ha vuelto cuantificable, en el que los nombres de las personas se componen de números, en el que se busca la rentabilidad de cada acción, el arte y la poesía son un pasatiempo extravagante y, los artistas, simples mascotas para las familias. Esa es la premisa de Vamos a comprar un poeta, que nos sitúa en una sociedad imaginaria, pero no tan distópica: las cifras de lectura del género poético en España -el menos rentable- no nos devuelven un escenario tan lejano al que plantea el autor en su obra.
En el segundo de los títulos de este nuevo formato mini, la familia protagonista decide adquirir, por voluntad de la hija menor, un poeta. Su madre ha accedido porque, a diferencia de los pintores o escultores que eligen otras familias, los rapsodas «no cuestan mucho ni ensucian demasiado». Así que van a la tienda, padre e hija, se llevan a uno recomendado por el vendedor («tres o cuatro veces por semana llegan incluso a olvidarse de comer. Los hay que dejan la comida a medias y se levantan para deambular sin rumbo fijo. Coincide a menudo con la puesta de sol, la luz de la luna o la niebla, es una conducta típica«, les dice para vender sus bondades) y, a partir de ahí, comienza la extraña convivencia.
Nadie en la casa entiende al poeta y sus disparatados usos y costumbres, como el de, sin ir más lejos, la lectura. Todos desconfían y le afean que no participe del engranaje social materialista, salvo la narradora, quien va acercándose a él:
«Poco a poco empecé a comprender lo que decía el poeta y ya no era un galimatías (…) pero todavía pasaba mucho tiempo intentando desentrañar esas mentiras. Las metáforas.
-¿Metáforas?
-Sí –confirmó el poeta.
-Perdona, pero un zapato no es un guante enamorado de las manos equivocadas. En el mundo donde vivimos, a eso se le llama una mentira y está muy mal vista, nos resta puntos porcentuales de moralidad».
En poco más de cien páginas, sin tintes moralistas y a puñados de ironía fina, Cruz nos recuerda por qué la belleza cotiza al alza y puede resultar más rentable que la más redonda de las operaciones financieras. Del mismo modo que, en tiempos en que las novedades editoriales parecen reivindicarse al peso, las buenas historias, si breves, más valor cobran.
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