Cuando Leila Slimani (Rabat, 1981) apenas había publicado la novela En el jardín del ogro (2014), el periodista Éric Fottorino la invitó a colaborar con la sección dedicada a escritores del semanario Le I. Tenía libertad total para escribir artículos, tanto le podía dar «un cuento a lo Chéjov» (p. 80), como lo expresa ella misma, como una reflexión a propósito de un tema de actualidad. Escribió seis textos entre 2014 y 2016, reunidos en el libro El diablo está en los detalles (Cabaret Voltaire, 2024; trad. Malika Embarek), y se complementan con una conversación sobre su literatura, Así escribo, que tuvo lugar en enero de 2017, después de ganar el Premio Goncortu por Canción dulce (2016).
Cuando uno admira la obra de un autor, interesarse por los rudimentos de su escritura y de su pensamiento, de ese sustrato que hay detrás de sus páginas, resulta casi inevitable. En el caso se Leila Slimani, el grueso de las ideas sobre las que medita en este volumen se pueden dividir en dos bloques: la identidad con la que se identifica, de la que parte su escritura, como mujer «musulmana, marroquí y francesa» (p. 34); y la actividad literaria en sí, sus ideas, influencias y aprendizajes en torno a la escritura. Era por aquel entonces una escritora joven y no obstante ya reconocida, en una cultura, la francesa, que siempre ha tenido en consideración a sus intelectuales. Escribía, además, en el contexto de una Francia azotada por el terrorismo islamista.
Los padres de la autora estudiaron en la escuela colonial marroquí e inculcaron a sus hijos unos valores europeístas, ilustrados; soñaban con construir un Marruecos más moderno, más laico. En casa hablaban en francés, por lo que Leila se encuentra con la paradoja de no dominar la lengua árabe. Pese a que durante su infancia la postura de sus progenitores no era ni mucho menos insólita, en el colegio vivió algún episodio sobre el peso que aún tenía (y tiene) la religión en los programas educativos. Ella se estableció en París para cursar sus estudios superiores y no se plantea volver a su país natal: «París es mi patria desde el día que me instalé en esta ciudad», escribe. «Aquí me convertí en una mujer libre, aquí me enamoré, me embriagué, conocí la alegría, tuve acceso al arte, a la música, a la belleza. En París he aprendido la pasión de vivir» (p. 35).
El atentado de Charlie Hebdo, en enero de 2015, coincidió en Francia con el éxito de la última obra del siempre controvertido Michel Houellebecq, Sumisión (2014), en la que imagina una sociedad futura en la que un partido islamista ha vencido en las elecciones y gobierna una Francia no tan lejana. Ante la pregunta acerca de la responsabilidad del escritor para con su sociedad, Slimani lo tiene claro: responsabilidad, ninguna; libertad, toda. «Porque puede decirlo todo, la literatura es una labor difícil» (p. 22). Consciente de que un autor se arriesga, cada vez que escribe, a no ser entendido –a ella la tacharon de «magrebí vendida a Occidente» (p. 23) tras su debut, sobre la pulsión sexual de una mujer–, defiende la libertad como principio fundamental, como revulsivo, incluso, ante la tendencia a simplificar, a caer en estereotipos. La literatura es un espacio de reflexión y profundidad; la única obligación de un creador es no quedarse en la superficie.
Ella se distingue, además, de la tendencia tan propia de los franceses a la autoficción y otros géneros circunscritos a la realidad: a pesar de que se inspiró en una noticia para su novela Canción dulce, sus preocupaciones están siempre presentadas bajo la máscara de la ficción, se las lleva a su terreno; no es de extrañar que identifique como influencias a los grandes narradores rusos, como Dostoievski o el mencionado Chéjov, y asimismo a los estadounidenses, con una deuda especial con Philip Roth y los escritores sureños del siglo XX. Todos retrataron esas violencias que se cuelan en la sociedad con sutileza, tal como hace ella. Para algunos artículos, elige la forma del cuento: a través de una acción cotidiana, muestra cómo el creciente extremismo amenaza los cimientos cívicos. Ella detecta que Marruecos ha pasado de aceptar con naturalidad los ideales de gente como sus padres a recelar de todo lo que se acerque a una asimilación occidental.
Está también la perspectiva de género, donde destaca el legado de Simone de Beauvoir y el eterno conflicto entre maternidad y creación literaria. La filósofa francesa renunció a lo primero, pero Slimani, que sí es madre, está convencida de que se puede tener todo. Frente a la cuestión acerca de si una mujer puede ser madre y desarrollar una carrera en el mundo de las letras, da una vuelta de tuerca para señalar que se trata de «una pregunta de hombre» (p. 84), que se sustenta en «la suposición de que las mujeres deben ocuparse de sus hijos y de las tareas del hogar» (pp. 84-85), mientras que a los hombres no se les plantea esta disyuntiva.
Se habla de talleres literarios, del rechazo de su primer manuscrito, de la necesidad del escritor de tener confianza en sí mismo y a la vez ser humilde, porque se halla en un proceso de descubrimiento constante. Fue muy importante, en este sentido, un consejo de quien se acabaría convirtiendo en su editor, Jean-Marie Laclavetine: «No te alargues contando lo que piensan los personajes, di lo que hacen y confía en el lector, él sabrá extraer sus conclusiones» (p. 79). Esa economía expresiva, chejoviana, potencia la fiereza de sus dos primeras novelas, que sin ser extensas condensan muchos conflictos sociales de la sociedad contemporánea, con un estilo incisivo y acerado, sin compasión.
Ella, desde luego, se toma en serio al lector. Porque quizá la literatura no puede cambiar el mundo, pero, lo ha experimentado en carne propia, un libro bien puede transformar al lector, expandir sus horizontes, invitarle a hacerse preguntas. «Estoy convencida, pues, de que el lector es un ciudadano más fuerte», dice, y, en cuanto a las mujeres, pensando en las que no cuentan con una situación como la suya, defiende que «una mujer que lee es una mujer que se emancipa, que se libera, tiene derecho a un momento de soledad»; y, recurriendo a Virginia Woolf, «una habitación propia no sirve solo para escribir libros, sino también para leerlos» (p. 70). Los de Leila Slimani, ya sean narrativa o no ficción –como su excelente reportaje Sexo y mentiras (2017), sobre la educación sexual en el Marruecos actual y las expectativas de los jóvenes, en el que estaba trabajando en paralelo a estos textos–, son de los que estimulan, de los que abren puertas. Y, cuando uno las cruza, no quiere volver atrás.
Cuando Leila Slimani (Rabat, 1981) apenas había publicado la novela En el jardín del ogro (2014), el periodista Éric Fottorino la invitó a colaborar con la
Cuando Leila Slimani (Rabat, 1981) apenas había publicado la novela En el jardín del ogro (2014), el periodista Éric Fottorino la invitó a colaborar con la sección dedicada a escritores del semanario Le I. Tenía libertad total para escribir artículos, tanto le podía dar «un cuento a lo Chéjov» (p. 80), como lo expresa ella misma, como una reflexión a propósito de un tema de actualidad. Escribió seis textos entre 2014 y 2016, reunidos en el libro El diablo está en los detalles (Cabaret Voltaire, 2024; trad. Malika Embarek), y se complementan con una conversación sobre su literatura, Así escribo, que tuvo lugar en enero de 2017, después de ganar el Premio Goncortu por Canción dulce (2016).
Cuando uno admira la obra de un autor, interesarse por los rudimentos de su escritura y de su pensamiento, de ese sustrato que hay detrás de sus páginas, resulta casi inevitable. En el caso se Leila Slimani, el grueso de las ideas sobre las que medita en este volumen se pueden dividir en dos bloques: la identidad con la que se identifica, de la que parte su escritura, como mujer «musulmana, marroquí y francesa» (p. 34); y la actividad literaria en sí, sus ideas, influencias y aprendizajes en torno a la escritura. Era por aquel entonces una escritora joven y no obstante ya reconocida, en una cultura, la francesa, que siempre ha tenido en consideración a sus intelectuales. Escribía, además, en el contexto de una Francia azotada por el terrorismo islamista.
Los padres de la autora estudiaron en la escuela colonial marroquí e inculcaron a sus hijos unos valores europeístas, ilustrados; soñaban con construir un Marruecos más moderno, más laico. En casa hablaban en francés, por lo que Leila se encuentra con la paradoja de no dominar la lengua árabe. Pese a que durante su infancia la postura de sus progenitores no era ni mucho menos insólita, en el colegio vivió algún episodio sobre el peso que aún tenía (y tiene) la religión en los programas educativos. Ella se estableció en París para cursar sus estudios superiores y no se plantea volver a su país natal: «París es mi patria desde el día que me instalé en esta ciudad», escribe. «Aquí me convertí en una mujer libre, aquí me enamoré, me embriagué, conocí la alegría, tuve acceso al arte, a la música, a la belleza. En París he aprendido la pasión de vivir» (p. 35).
El atentado de Charlie Hebdo, en enero de 2015, coincidió en Francia con el éxito de la última obra del siempre controvertido Michel Houellebecq, Sumisión (2014), en la que imagina una sociedad futura en la que un partido islamista ha vencido en las elecciones y gobierna una Francia no tan lejana. Ante la pregunta acerca de la responsabilidad del escritor para con su sociedad, Slimani lo tiene claro: responsabilidad, ninguna; libertad, toda. «Porque puede decirlo todo, la literatura es una labor difícil» (p. 22). Consciente de que un autor se arriesga, cada vez que escribe, a no ser entendido –a ella la tacharon de «magrebí vendida a Occidente» (p. 23) tras su debut, sobre la pulsión sexual de una mujer–, defiende la libertad como principio fundamental, como revulsivo, incluso, ante la tendencia a simplificar, a caer en estereotipos. La literatura es un espacio de reflexión y profundidad; la única obligación de un creador es no quedarse en la superficie.
Ella se distingue, además, de la tendencia tan propia de los franceses a la autoficción y otros géneros circunscritos a la realidad: a pesar de que se inspiró en una noticia para su novela Canción dulce, sus preocupaciones están siempre presentadas bajo la máscara de la ficción, se las lleva a su terreno; no es de extrañar que identifique como influencias a los grandes narradores rusos, como Dostoievski o el mencionado Chéjov, y asimismo a los estadounidenses, con una deuda especial con Philip Roth y los escritores sureños del siglo XX. Todos retrataron esas violencias que se cuelan en la sociedad con sutileza, tal como hace ella. Para algunos artículos, elige la forma del cuento: a través de una acción cotidiana, muestra cómo el creciente extremismo amenaza los cimientos cívicos. Ella detecta que Marruecos ha pasado de aceptar con naturalidad los ideales de gente como sus padres a recelar de todo lo que se acerque a una asimilación occidental.
Está también la perspectiva de género, donde destaca el legado de Simone de Beauvoir y el eterno conflicto entre maternidad y creación literaria. La filósofa francesa renunció a lo primero, pero Slimani, que sí es madre, está convencida de que se puede tener todo. Frente a la cuestión acerca de si una mujer puede ser madre y desarrollar una carrera en el mundo de las letras, da una vuelta de tuerca para señalar que se trata de «una pregunta de hombre» (p. 84), que se sustenta en «la suposición de que las mujeres deben ocuparse de sus hijos y de las tareas del hogar» (pp. 84-85), mientras que a los hombres no se les plantea esta disyuntiva.
Se habla de talleres literarios, del rechazo de su primer manuscrito, de la necesidad del escritor de tener confianza en sí mismo y a la vez ser humilde, porque se halla en un proceso de descubrimiento constante. Fue muy importante, en este sentido, un consejo de quien se acabaría convirtiendo en su editor, Jean-Marie Laclavetine: «No te alargues contando lo que piensan los personajes, di lo que hacen y confía en el lector, él sabrá extraer sus conclusiones» (p. 79). Esa economía expresiva, chejoviana, potencia la fiereza de sus dos primeras novelas, que sin ser extensas condensan muchos conflictos sociales de la sociedad contemporánea, con un estilo incisivo y acerado, sin compasión.
Ella, desde luego, se toma en serio al lector. Porque quizá la literatura no puede cambiar el mundo, pero, lo ha experimentado en carne propia, un libro bien puede transformar al lector, expandir sus horizontes, invitarle a hacerse preguntas. «Estoy convencida, pues, de que el lector es un ciudadano más fuerte», dice, y, en cuanto a las mujeres, pensando en las que no cuentan con una situación como la suya, defiende que «una mujer que lee es una mujer que se emancipa, que se libera, tiene derecho a un momento de soledad»; y, recurriendo a Virginia Woolf, «una habitación propia no sirve solo para escribir libros, sino también para leerlos» (p. 70). Los de Leila Slimani, ya sean narrativa o no ficción –como su excelente reportaje Sexo y mentiras (2017), sobre la educación sexual en el Marruecos actual y las expectativas de los jóvenes, en el que estaba trabajando en paralelo a estos textos–, son de los que estimulan, de los que abren puertas. Y, cuando uno las cruza, no quiere volver atrás.
Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE