Todo comenzó como una prueba: Laura Agustí (Valdealgorfa, Teruel, 1980), licenciada en Bellas Artes y autora de libros ilustrados como Gatos en la cabeza (Lunwerg, 2018) e Historia de un gato (Lumen, 2020), abandonó la ciudad de Barcelona junto a su pareja para instalarse en Nevà, un pueblo del Pirineo catalán de donde procedía la familia de su compañero. Como niña criada en una localidad de provincias, hubo un tiempo en el que la metrópoli parecía la culminación de un propósito vital, al ponerlo todo a su alcance y abrirle las puertas del círculo bohemio; sin embargo, con los años se hizo cada vez más apremiante la necesidad de bajar el ritmo, alejarse del ruido, dar con una forma de estar en el mundo más plena, más consciente. Decidieron probarlo durante tres meses. Más de un año después, siguen allí. Y sin intención de volver atrás.
Hay algo que une a Laura Agustí con el medio rural más allá de este deseo de retorno a lo primario que se ha despertado en la última década en tantas conciencias: la relación con las plantas, un vínculo que ha heredado por la vía femenina de la familia, un legado transmitido generación tras generación, aunque, eso sí, con cada una llevándoselo a su terreno, adaptándolo a sus circunstancias y a sus propias inclinaciones. Las de ella se funden con su creatividad, por eso comparte esta historia en su último libro, Furor botánico (Lumen, 2025), un diálogo de texto e ilustraciones que cuenta su historia y a la vez ofrece una guía improvisada de plantas, usos y descubrimientos que acompañan esta aventura. Y, por supuesto, un homenaje a las mujeres de su familia.
El hilo comienza, desde que tiene constancia, con su bisabuela Pilar, de quien sabe más por lo que le han contado que por lo que pudo conocerla: una herborista que se hizo a sí misma, como tantas mujeres de campo de su generación: recolectaba hierbas silvestres y las utilizaba para cocinar, preparar infusiones y aliviar dolencias. Conocía esa sabiduría ancestral de las plantas por experiencia propia y comprendía que, en la naturaleza, nada surge en vano, todo se puede aprovechar, respetando sus ritmos y su equilibrio. Se hizo amiga del entonces farmacéutico del pueblo, que también prescribía remedios naturales; en sus libros defendía una sana simbiosis entre la ciencia y la herboristería popular.
Después viene la abuela Carmen, con una vida marcada, claro, por la guerra. Aplicó el conocimiento heredado de su madre sobre todo en la despensa, era una experta cocinera para quien preparar un plato era «una prueba más de su amor por nosotros» (p. 33). De ella la autora también aprendió el bordado, aunque nunca le apasionó como la botánica. Las plantas eran algo más que una afición para estas mujeres: seleccionarlas, plantarlas, cuidarlas, reemplazarlas cuando fuera preciso, estar atento al paso de las estaciones, ir de excursión para recolectar hierbas medicinales o llenar un jarrón con flores por el gusto de embellecer una estancia se convirtieron en rutinas compartidas de las que refuerzan los lazos y reavivan el espíritu.
Las generaciones posteriores supieron llevárselo a su terreno: la madre de Laura, con la jardinería; su tía Lourdes, con una vasta colección de macetas, de las que extrajo el aloe vera que regaló a su sobrina cuando se trasladó a la ciudad para estudiar; o su hermana, Marina, que sin necesidad de vivir en la montaña logra que cada planta alcance todo su esplendor y se funda con el hogar. La propia Laura no renunció nunca a las plantas, ni siquiera durante sus años en Barcelona, aunque es con la mudanza al Pirineo cuando ese instinto alcanza su plenitud: no solo se rodea de campo, sino que vive de un modo más despierto, consciente, con todo lo que ello implica. Intensifica su relación con las flores y los ciclos naturales, explica costumbres como la elaboración de aceites esenciales y sopas curativas, lee libros de jardineras como May Sarton, descubre figuras históricas como la fascinante Jeanne Beret, botánica y primera mujer en circunnavegar el globo, o Blanca Catalán de Ocón y Gayolá, considerada la primera mujer botánica española.
Así, entretejiendo la memoria familiar con la rutina y los hallazgos que se cruzan en su camino, la autora trenza este espléndido Furor botánico con la naturalidad de quien ha aprendido a vivir en paz y refleja ese sentir en todo lo que hace, incluido el arte. Laura Agustí es (al menos hasta ahora) más ilustradora que escritora, y quizá por eso mismo su texto fluye tan bien: porque escribe con pulcritud, sin pretensiones, sin caer en la cursilería ni en la romantización de la experiencia, los grandes riesgos al evocar el mundo rural. Una voz que destila sencillez, un estilo depurado y claro que complementa la suntuosidad de los dibujos. Algunos, en blanco y negro, bocetos de trazo limpio que reflejan el universo austero de los utensilios de cocina, la casa o los animales que los visitan; las plantas y las flores, con colores intensos, vibrantes, que potencian toda su hermosura, si bien el libro no va de la floristería por su valor estético (o no solo), sino, y ante todo, de su connivencia con el ecosistema, con la vida de todos los seres vivos.
Ese es el aprendizaje, si se puede expresar con esta palabra sin que suene a moraleja, de un proyecto que no se termina nunca, porque la naturaleza se renueva y nos renovamos nosotros, materia orgánica que se marchita para brotar de nuevo, de una tierra de donde siempre surge el hallazgo inesperado ante quien tiene los ojos atentos. Laura Agustí se ha enraizado en el campo, y desde ahí, desde lo terrenal, ha encontrado un sentido más profundo de la existencia. Su Furor botánico tiene algo de antiguo, en la sapiencia heredada de sus ancestros, en la vuelta al origen, geográfico pero sobre todo intangible; y posee asimismo la frescura de una juventud para quien ese viaje, más que un retorno, es un comienzo, una búsqueda amateur, y por eso mismo una búsqueda apasionada, trascendente, veraz. Que este libro inspire muchos (y fructíferos) inicios.
Todo comenzó como una prueba: Laura Agustí (Valdealgorfa, Teruel, 1980), licenciada en Bellas Artes y autora de libros ilustrados como Gatos en la cabeza (Lunwerg, 2018)
Todo comenzó como una prueba: Laura Agustí (Valdealgorfa, Teruel, 1980), licenciada en Bellas Artes y autora de libros ilustrados como Gatos en la cabeza (Lunwerg, 2018) e Historia de un gato (Lumen, 2020), abandonó la ciudad de Barcelona junto a su pareja para instalarse en Nevà, un pueblo del Pirineo catalán de donde procedía la familia de su compañero. Como niña criada en una localidad de provincias, hubo un tiempo en el que la metrópoli parecía la culminación de un propósito vital, al ponerlo todo a su alcance y abrirle las puertas del círculo bohemio; sin embargo, con los años se hizo cada vez más apremiante la necesidad de bajar el ritmo, alejarse del ruido, dar con una forma de estar en el mundo más plena, más consciente. Decidieron probarlo durante tres meses. Más de un año después, siguen allí. Y sin intención de volver atrás.
Hay algo que une a Laura Agustí con el medio rural más allá de este deseo de retorno a lo primario que se ha despertado en la última década en tantas conciencias: la relación con las plantas, un vínculo que ha heredado por la vía femenina de la familia, un legado transmitido generación tras generación, aunque, eso sí, con cada una llevándoselo a su terreno, adaptándolo a sus circunstancias y a sus propias inclinaciones. Las de ella se funden con su creatividad, por eso comparte esta historia en su último libro, Furor botánico (Lumen, 2025), un diálogo de texto e ilustraciones que cuenta su historia y a la vez ofrece una guía improvisada de plantas, usos y descubrimientos que acompañan esta aventura. Y, por supuesto, un homenaje a las mujeres de su familia.
El hilo comienza, desde que tiene constancia, con su bisabuela Pilar, de quien sabe más por lo que le han contado que por lo que pudo conocerla: una herborista que se hizo a sí misma, como tantas mujeres de campo de su generación: recolectaba hierbas silvestres y las utilizaba para cocinar, preparar infusiones y aliviar dolencias. Conocía esa sabiduría ancestral de las plantas por experiencia propia y comprendía que, en la naturaleza, nada surge en vano, todo se puede aprovechar, respetando sus ritmos y su equilibrio. Se hizo amiga del entonces farmacéutico del pueblo, que también prescribía remedios naturales; en sus libros defendía una sana simbiosis entre la ciencia y la herboristería popular.
Después viene la abuela Carmen, con una vida marcada, claro, por la guerra. Aplicó el conocimiento heredado de su madre sobre todo en la despensa, era una experta cocinera para quien preparar un plato era «una prueba más de su amor por nosotros» (p. 33). De ella la autora también aprendió el bordado, aunque nunca le apasionó como la botánica. Las plantas eran algo más que una afición para estas mujeres: seleccionarlas, plantarlas, cuidarlas, reemplazarlas cuando fuera preciso, estar atento al paso de las estaciones, ir de excursión para recolectar hierbas medicinales o llenar un jarrón con flores por el gusto de embellecer una estancia se convirtieron en rutinas compartidas de las que refuerzan los lazos y reavivan el espíritu.
Las generaciones posteriores supieron llevárselo a su terreno: la madre de Laura, con la jardinería; su tía Lourdes, con una vasta colección de macetas, de las que extrajo el aloe vera que regaló a su sobrina cuando se trasladó a la ciudad para estudiar; o su hermana, Marina, que sin necesidad de vivir en la montaña logra que cada planta alcance todo su esplendor y se funda con el hogar. La propia Laura no renunció nunca a las plantas, ni siquiera durante sus años en Barcelona, aunque es con la mudanza al Pirineo cuando ese instinto alcanza su plenitud: no solo se rodea de campo, sino que vive de un modo más despierto, consciente, con todo lo que ello implica. Intensifica su relación con las flores y los ciclos naturales, explica costumbres como la elaboración de aceites esenciales y sopas curativas, lee libros de jardineras como May Sarton, descubre figuras históricas como la fascinante Jeanne Beret, botánica y primera mujer en circunnavegar el globo, o Blanca Catalán de Ocón y Gayolá, considerada la primera mujer botánica española.
Así, entretejiendo la memoria familiar con la rutina y los hallazgos que se cruzan en su camino, la autora trenza este espléndido Furor botánico con la naturalidad de quien ha aprendido a vivir en paz y refleja ese sentir en todo lo que hace, incluido el arte. Laura Agustí es (al menos hasta ahora) más ilustradora que escritora, y quizá por eso mismo su texto fluye tan bien: porque escribe con pulcritud, sin pretensiones, sin caer en la cursilería ni en la romantización de la experiencia, los grandes riesgos al evocar el mundo rural. Una voz que destila sencillez, un estilo depurado y claro que complementa la suntuosidad de los dibujos. Algunos, en blanco y negro, bocetos de trazo limpio que reflejan el universo austero de los utensilios de cocina, la casa o los animales que los visitan; las plantas y las flores, con colores intensos, vibrantes, que potencian toda su hermosura, si bien el libro no va de la floristería por su valor estético (o no solo), sino, y ante todo, de su connivencia con el ecosistema, con la vida de todos los seres vivos.
Ese es el aprendizaje, si se puede expresar con esta palabra sin que suene a moraleja, de un proyecto que no se termina nunca, porque la naturaleza se renueva y nos renovamos nosotros, materia orgánica que se marchita para brotar de nuevo, de una tierra de donde siempre surge el hallazgo inesperado ante quien tiene los ojos atentos. Laura Agustí se ha enraizado en el campo, y desde ahí, desde lo terrenal, ha encontrado un sentido más profundo de la existencia. Su Furor botánico tiene algo de antiguo, en la sapiencia heredada de sus ancestros, en la vuelta al origen, geográfico pero sobre todo intangible; y posee asimismo la frescura de una juventud para quien ese viaje, más que un retorno, es un comienzo, una búsqueda amateur, y por eso mismo una búsqueda apasionada, trascendente, veraz. Que este libro inspire muchos (y fructíferos) inicios.
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