En mayor o menor medida, lo que sucedió en 1989 en los países del Este europeo nos sorprendió a todos los que vivimos aquel año prodigioso. Incluso aquellos que preconizaban que, más temprano que tarde, se desplomaría el tinglado del llamado socialismo real, no acertaron a determinar el momento ni, lo que es mucho más importante, los dos rasgos fundamentales de su hundimiento: la celeridad del proceso (o de los diversos procesos nacionales, para ser exactos) y el carácter pacífico de las revoluciones, salvo el significativo caso de Rumanía, que se saldó con la ejecución del matrimonio Ceacescu.
Ahora se puede decir lo que se quiera, pero el júbilo y el optimismo del momento estaban más que justificados, máxime cuando se vieron confirmados con el desplome de la Unión Soviética dos años después. Se decretaba así el final de la Guerra Fría y del equilibrio del terror en un mundo bipolar: fin de la historia. Paradójicamente, solo esta, en concreto la perspectiva histórica, podía poner las cosas en su sitio. ¡Y, caray, cómo las puso! Uno de los más lúcidos testigos de aquellos movimientos populares, Timothy Garton Ash, ha escrito un libro cuyo último capítulo se titula «Treinta años después: ¿va siendo hora de una nueva liberación?»
De Timothy Garton Ash (Londres, 1955) no tenemos que decir apenas nada, por ser de sobra conocida su labor divulgativa como intérprete de la historia reciente en múltiples periódicos y revistas especializadas, así como su condición de analista riguroso en una amplia bibliografía. Especializado en la historia europea (pero no solo la parte occidental) y en la geopolítica del tiempo presente, Garton Ash publica ahora en español un libro curioso por varios conceptos: La linterna mágica, subtitulado Las revoluciones del 89 en Varsovia, Budapest, Berlín y Praga (Taurus, traducción de Álvaro Marcos).
El título de La linterna mágica –ese típico género teatral checo, como es sabido– queda justificado porque la atención que se dispensa a Praga en estas páginas es muy superior a la del resto de capitales europeas mencionadas. Pero no era a esto a lo que me refería al emplear el adjetivo curioso en la calificación de este volumen, sino a otros dos rasgos que le confieren una atractiva impronta. En su estructura, la mayor parte de la obra (casi la totalidad) fue escrita entre finales de 1989 y comienzos de 1990, pero tiene un largo epílogo escrito 30 años después. El atractivo radica en el contraste entre los hechos descritos por un reportero a pie de obra, como quien dice, y el análisis reposado del historiador tres décadas después. Pero a su vez, ello da pie a una interesante reflexión sobre la diferencia entre testimonio e historia –que es el epígrafe del prólogo–, es decir, las ventajas y desventajas del testigo.
Como testigo y, a veces, hasta personaje secundario en las agitaciones del 89, Garton Ash relata las primeras elecciones en Varsovia, en junio; el segundo entierro de Imre Nagy en Budapest, casi en las mismas fechas; la caída del Muro de Berlín, en noviembre y, finalmente, la revolución de Praga en los dos últimos meses del año. Al hilo de los acontecimientos, aparecen y son citados con testimonios directos, de primera mano, algunos referentes o protagonistas de aquellos hechos, de Adam Michnik a Lech Walesa, de Alexander Dubcek a Václav Havel, por citar solo los nombres más reconocibles por el lector español.
«Una primavera de ciudadanos»
El tono dominante en esos relatos, como ya se ha sugerido, es casi entusiasta. El reportero llega en algún momento a emplear la expresión de que todo sucede «como en un cuento de hadas». De la noche a la mañana, como pasó en Praga, perseguidos y represaliados pasaron del ostracismo al Consejo de Ministros u otros cargos prominentes. «Se trataba –subraya Ash– de un triunfo extraordinario, logrado a una velocidad asombrosa». 1989 fue por ello un año excepcional, solo comparable a 1848, «la primavera de los pueblos». El autor insiste en ese paralelismo atendiendo al concepto antedicho: «Fue una primavera de naciones», no de nacionalismos, «una primavera de sociedades, que aspiraban a ser civiles, y sobre todo, una primavera de ciudadanos».
¿Cómo se ha podido transitar en apenas tres décadas de la euforia a la sensación de fracaso? Doy unas cuantas pinceladas. El oligarca Andrej Babis, antiguo informante de la policía secreta, ha sido durante varios años primer ministro checo. El triunfo de Donald Tusk ha devuelto a Polonia a la senda liberal, pero el nacionalismo autocrático de Ley y Justicia sigue representando una grave amenaza al orden constitucional. Más grave y conocido es el caso de Viktor Orbán, joven promesa de la democratización húngara y actual autócrata prorruso. ¿Qué fue lo que se hizo mal para llegar a este estado de cosas?
Garton Ash se niega a aceptar sin más esa formulación y propone una alternativa: ¿qué salió bien? No es un mero juego de palabras. Las revoluciones de 1989 fueron un éxito, pero una parte importante de ese éxito fue su carácter pacífico: en algún caso, como el checo, se habló de la «revolución de terciopelo». Esto suponía de modo implícito o expreso un pacto y, con él, una correlativa renuncia a ajustar cuentas con el pasado. ¿Les suena? A medio plazo, la clase dirigente del comunismo ha recuperado sus privilegios, si es que alguna vez llegó a perderlos en realidad, provocando una desmoralización ciudadana que la crisis económica exacerba.
A esa situación se superpone la dificultad de implantar una economía de mercado donde no había mercado digno de tal nombre, ni capital, ni empresarios, ni libertad. Se acometió en todas estas naciones un proceso de privatizaciones de la peor manera posible: apresurado, opaco y corrupto. Se formó así una casta de beneficiarios (oligarcas), con un poder casi omnímodo y unos tentáculos que se extienden a todas las esferas políticas y económicas. La ausencia de un marco constitucional respetado por todos y un poder judicial independiente hizo el resto. Sin olvidar que estamos hablando de sociedades que no contaban con una sólida tradición y cultura democráticas, o simplemente que estas habían sido arrasadas por la historia reciente.
La batalla por la libertad
Las olas de populismo, nacionalismo y descrédito del sistema democrático, que zarandean el mundo que vivimos de uno a otro confín, golpean a estas sociedades con singular virulencia. No es la menor de las paradojas, como señala Ash, que en estas naciones la recuperación de la libertad haya servido para ejercitarla en forma de emigración: «Es más fácil cambiar de país que cambiar tu país». Pero, al mismo tiempo, los que se quedan son particularmente sensibles a la marejada xenófoba, porque no quieren compartir su precariedad con otros refugiados que vienen de otros países, en peor situación todavía que ellos. Esto explica que el este germano -la antigua RDA-, con menos inmigrantes, sea el granero de votos de Alternativa para Alemania.
Con todo, el autor se niega a «pasar de un optimismo infundado a un pesimismo irrestricto». Simplemente, nos dice, hay que tomar nota de lo que se ha hecho mal y rectificar todo lo que se pueda. Por ejemplo, ese concepto de libertad que solo quiere aplicarse al ámbito económico, pero que se niega o mistifica en la esfera política. O acometer una refundación de los mejores valores europeos (tolerancia, respeto, igualdad, protección social). Desde luego, no es tarea fácil en los tiempos que corren pero, aquí y ahora, no hay mejor alternativa. Hace falta un poderoso movimiento de reforma, casi «una segunda liberación de Europa central». Y, sea como fuere, retengamos que «la batalla por la libertad nunca se gana de manera definitiva. Debe librarse de nuevo con cada generación».
En mayor o menor medida, lo que sucedió en 1989 en los países del Este europeo nos sorprendió a todos los que vivimos aquel año prodigioso.
En mayor o menor medida, lo que sucedió en 1989 en los países del Este europeo nos sorprendió a todos los que vivimos aquel año prodigioso. Incluso aquellos que preconizaban que, más temprano que tarde, se desplomaría el tinglado del llamado socialismo real, no acertaron a determinar el momento ni, lo que es mucho más importante, los dos rasgos fundamentales de su hundimiento: la celeridad del proceso (o de los diversos procesos nacionales, para ser exactos) y el carácter pacífico de las revoluciones, salvo el significativo caso de Rumanía, que se saldó con la ejecución del matrimonio Ceacescu.
Ahora se puede decir lo que se quiera, pero el júbilo y el optimismo del momento estaban más que justificados, máxime cuando se vieron confirmados con el desplome de la Unión Soviética dos años después. Se decretaba así el final de la Guerra Fría y del equilibrio del terror en un mundo bipolar: fin de la historia. Paradójicamente, solo esta, en concreto la perspectiva histórica, podía poner las cosas en su sitio. ¡Y, caray, cómo las puso! Uno de los más lúcidos testigos de aquellos movimientos populares, Timothy Garton Ash, ha escrito un libro cuyo último capítulo se titula «Treinta años después: ¿va siendo hora de una nueva liberación?»
De Timothy Garton Ash (Londres, 1955) no tenemos que decir apenas nada, por ser de sobra conocida su labor divulgativa como intérprete de la historia reciente en múltiples periódicos y revistas especializadas, así como su condición de analista riguroso en una amplia bibliografía. Especializado en la historia europea (pero no solo la parte occidental) y en la geopolítica del tiempo presente, Garton Ash publica ahora en español un libro curioso por varios conceptos: La linterna mágica, subtitulado Las revoluciones del 89 en Varsovia, Budapest, Berlín y Praga (Taurus, traducción de Álvaro Marcos).
El título de La linterna mágica –ese típico género teatral checo, como es sabido– queda justificado porque la atención que se dispensa a Praga en estas páginas es muy superior a la del resto de capitales europeas mencionadas. Pero no era a esto a lo que me refería al emplear el adjetivo curioso en la calificación de este volumen, sino a otros dos rasgos que le confieren una atractiva impronta. En su estructura, la mayor parte de la obra (casi la totalidad) fue escrita entre finales de 1989 y comienzos de 1990, pero tiene un largo epílogo escrito 30 años después. El atractivo radica en el contraste entre los hechos descritos por un reportero a pie de obra, como quien dice, y el análisis reposado del historiador tres décadas después. Pero a su vez, ello da pie a una interesante reflexión sobre la diferencia entre testimonio e historia –que es el epígrafe del prólogo–, es decir, las ventajas y desventajas del testigo.
Como testigo y, a veces, hasta personaje secundario en las agitaciones del 89, Garton Ash relata las primeras elecciones en Varsovia, en junio; el segundo entierro de Imre Nagy en Budapest, casi en las mismas fechas; la caída del Muro de Berlín, en noviembre y, finalmente, la revolución de Praga en los dos últimos meses del año. Al hilo de los acontecimientos, aparecen y son citados con testimonios directos, de primera mano, algunos referentes o protagonistas de aquellos hechos, de Adam Michnik a Lech Walesa, de Alexander Dubcek a Václav Havel, por citar solo los nombres más reconocibles por el lector español.
El tono dominante en esos relatos, como ya se ha sugerido, es casi entusiasta. El reportero llega en algún momento a emplear la expresión de que todo sucede «como en un cuento de hadas». De la noche a la mañana, como pasó en Praga, perseguidos y represaliados pasaron del ostracismo al Consejo de Ministros u otros cargos prominentes. «Se trataba –subraya Ash– de un triunfo extraordinario, logrado a una velocidad asombrosa». 1989 fue por ello un año excepcional, solo comparable a 1848, «la primavera de los pueblos». El autor insiste en ese paralelismo atendiendo al concepto antedicho: «Fue una primavera de naciones», no de nacionalismos, «una primavera de sociedades, que aspiraban a ser civiles, y sobre todo, una primavera de ciudadanos».
¿Cómo se ha podido transitar en apenas tres décadas de la euforia a la sensación de fracaso? Doy unas cuantas pinceladas. El oligarca Andrej Babis, antiguo informante de la policía secreta, ha sido durante varios años primer ministro checo. El triunfo de Donald Tusk ha devuelto a Polonia a la senda liberal, pero el nacionalismo autocrático de Ley y Justicia sigue representando una grave amenaza al orden constitucional. Más grave y conocido es el caso de Viktor Orbán, joven promesa de la democratización húngara y actual autócrata prorruso. ¿Qué fue lo que se hizo mal para llegar a este estado de cosas?
Garton Ash se niega a aceptar sin más esa formulación y propone una alternativa: ¿qué salió bien? No es un mero juego de palabras. Las revoluciones de 1989 fueron un éxito, pero una parte importante de ese éxito fue su carácter pacífico: en algún caso, como el checo, se habló de la «revolución de terciopelo». Esto suponía de modo implícito o expreso un pacto y, con él, una correlativa renuncia a ajustar cuentas con el pasado. ¿Les suena? A medio plazo, la clase dirigente del comunismo ha recuperado sus privilegios, si es que alguna vez llegó a perderlos en realidad, provocando una desmoralización ciudadana que la crisis económica exacerba.
A esa situación se superpone la dificultad de implantar una economía de mercado donde no había mercado digno de tal nombre, ni capital, ni empresarios, ni libertad. Se acometió en todas estas naciones un proceso de privatizaciones de la peor manera posible: apresurado, opaco y corrupto. Se formó así una casta de beneficiarios (oligarcas), con un poder casi omnímodo y unos tentáculos que se extienden a todas las esferas políticas y económicas. La ausencia de un marco constitucional respetado por todos y un poder judicial independiente hizo el resto. Sin olvidar que estamos hablando de sociedades que no contaban con una sólida tradición y cultura democráticas, o simplemente que estas habían sido arrasadas por la historia reciente.
Las olas de populismo, nacionalismo y descrédito del sistema democrático, que zarandean el mundo que vivimos de uno a otro confín, golpean a estas sociedades con singular virulencia. No es la menor de las paradojas, como señala Ash, que en estas naciones la recuperación de la libertad haya servido para ejercitarla en forma de emigración: «Es más fácil cambiar de país que cambiar tu país». Pero, al mismo tiempo, los que se quedan son particularmente sensibles a la marejada xenófoba, porque no quieren compartir su precariedad con otros refugiados que vienen de otros países, en peor situación todavía que ellos. Esto explica que el este germano -la antigua RDA-, con menos inmigrantes, sea el granero de votos de Alternativa para Alemania.
Con todo, el autor se niega a «pasar de un optimismo infundado a un pesimismo irrestricto». Simplemente, nos dice, hay que tomar nota de lo que se ha hecho mal y rectificar todo lo que se pueda. Por ejemplo, ese concepto de libertad que solo quiere aplicarse al ámbito económico, pero que se niega o mistifica en la esfera política. O acometer una refundación de los mejores valores europeos (tolerancia, respeto, igualdad, protección social). Desde luego, no es tarea fácil en los tiempos que corren pero, aquí y ahora, no hay mejor alternativa. Hace falta un poderoso movimiento de reforma, casi «una segunda liberación de Europa central». Y, sea como fuere, retengamos que «la batalla por la libertad nunca se gana de manera definitiva. Debe librarse de nuevo con cada generación».
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