‘Las chicas de la estación’, la película sobre el abuso y violación de menores: «El problema es que hemos normalizado lo inaceptable»

<p>Si aceptamos la máxima que mantiene que todo el cine llamado social empieza y acaba en Ken Loach, la clave es dar con los grados de separación entre cualquier película que se ocupe de una injusticia social, da lo mismo cuál, y la gramática clara, encendida y a su manera profundamente poética del cineasta inglés.<i><strong></strong></i></p>

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 Inspirada por una violación real y grupal a una adolescente en 2020, ‘Las chicas de la estación’, de Juana Macías, recrea de manera cruda y desafiante el submundo de la prostitución infantil  

Si aceptamos la máxima que mantiene que todo el cine llamado social empieza y acaba en Ken Loach, la clave es dar con los grados de separación entre cualquier película que se ocupe de una injusticia social, da lo mismo cuál, y la gramática clara, encendida y a su manera profundamente poética del cineasta inglés.

Las chicas de la estación, por ejemplo, es cine social, es cine que se atreve a la denuncia, es cine que duele y, también a su manera, es cine que aspira a la liberación. Pesimista por lo que enseña y nos enseña de nosotros, pero sin renunciar a asuntos tales como la mirada clara, el gesto orgulloso y el compromiso sin pudores. Decía no hace tanto Loach que, según el proyecto neoliberal que nos hemos dado, «la mano de obra debe ser vulnerable, porque así aceptará salarios bajos y contratos basura. Y para que el trabajador siga siendo vulnerable hay que hacerle creer que tiene lo que merece. Ese es el secreto: recordar a los humillados que la culpa es suya. Porque si la culpa fuera del sistema habría que cambiarlo, y eso, de momento, no interesa».

La película de Juana Macías que llega a los cines este viernes no duda un segundo en hacer suyas cada una de las frases del director. Cambia la víctima -no se trata de trabajadores humillados sino de menores explotados y abusados-, pero no el razonamiento. «La clave está en culpabilizar a la víctima», razona ahora la cineasta. «Y un paso más allá, en que sea ella la que se sienta culpable. Lo realmente increíble es que hemos normalizado lo inaceptable», precisa y ya sí, queda claro, no hay grado de separación posible entre la sinceridad del cine de uno y de otra. Eso sí, con una corrección sobre lo dicho: «La idea no es hacer un cine de tesis ni mucho menos un panfleto. Se trata nada más de reflejar una realidad que creemos lejana y que, sin embargo, nos apela de forma directa».

Para situarnos, Las chicas de la estación discurre entre lo que pasa dentro y lo que pasa fuera de un centro de acogida de menores. La película le asaltó como una revelación a la directora cuando se dio de bruces con la noticia tristemente célebre del caso de una violación múltiple a una niña tutelada de 13 años por un grupo de chicos en Mallorca en la Nochebuena de 2019. El caso destapó una red de prostitución de menores.

«Mi primera idea fue hacer un documental y contar algo que, en verdad, desconocemos o, lo que es peor, nos esforzamos en desconocer. Hay muchos lugares a los que nos negamos a mirar. Pero pronto caí en la cuenta que ahí faltaba lo que creo que es lo más importante y que tiene que ver no tanto con el componente emocional del drama, que también, como con el punto de vista. La prioridad tenía que ser dar voz a las que nunca la tienen, a las más vulnerables, a las chicas», comenta.

Y, en efecto, de eso trata la película: no solo de lo que se cuenta sino de la mirada desde donde se cuenta. El matiz importa. Julieta Tobío, Salua Hadra y María Steelman dan vida a Jara, Álex y Miranda. Y lo hacen desde una claridad que ciega, irrita y, llegado el caso, sana. La cinta sigue las idas y venidas no tanto de sus pasos como de su respiración. Y de tanto en tanto, el relato se detiene y una voz, a medio camino entre la voz interior y la voz en off, habla directamente a la cámara. Habla de deseos, de esperanzas y, claro está, de miedos. Es en esos instante, entre la extrañeza y la confesión, cuando la película crece y, en efecto, hiere.

«Cuando escuchas noticias como la que originó la película, te preguntas cómo es posible que esté pasando esto. Y lo primero que sorprende es ese empeño por culpabilizar a las víctimas. Y lo más chocante es que esa insistencia ha hecho que muchas de esas adolescentes hayan acabado por normalizar los abusos. Se normalizan los maltratos machistas dentro del hogar, se normaliza que exista la prostitución infantil… Y, en verdad, como dice uno de los personajes, la prostitución infantil no existe, porque en el caso de menores no tiene cabida nada parecido al consentimiento. La prostitución infantil es violación, simplemente», razona de corrido Macías, se toma un segundo y añade: «Por eso duele tanto la sentencia absolutoria de los empresarios pederastas de Murcia. Se lanza un mensaje completamente equivocado».

Macías mantiene que las redes sociales lo han cambiado todo, que lo han simplificado todo hasta la náusea. Y como prueba de su indignación presenta un fenómeno conocido como Sugar daddy, donde las propias jóvenes, quizá menores, presumen de su pareja mucho mayor convertidas en simple mercancía. «Lo más triste del caso de Mallorca es que todo el mundo lo sabía. Lo sabían los educadores, lo sabía la policía, lo sabían todos… Cuando una de las niñas se presentaba con unas zapatillas nuevas se daba por hecho que se había prostituido. Y nadie hizo nada. Sabemos lo que está pasando, pero preferimos no mirar. Preferimos que los menores vulnerables piensen que lo son porque se lo merecen, porque es normal», afirma. Y no lejos, el propio Loach le da la razón: «Ese es el secreto: recordar a los humillados que la culpa es suya. Porque si la culpa fuera del sistema habría que cambiarlo, y eso, de momento, no interesa».

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