«Perdón, no ha sido a propósito». Dice la leyenda que estas fueron las últimas palabras pronunciadas por la reina María Antonieta en el cadalso antes de ser guillotinada en la actual Plaza de la Concordia, en París, el 16 de octubre de 1793. La reina se disculpaba así con el verdugo al que, se dice, pisó sin querer. Pocos segundos después, la hoja de la guillotina le separó la cabeza del cuerpo. Le faltaban apenas veinte días para cumplir 39 años.
María Antonia Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, más conocida como María Antonieta, es una reina más a la que la Historia ha vapuleado inmisericordemente. Reina consorte de Francia, fue poco querida por su pueblo y por la nobleza versallesca que nunca le perdonó su origen austríaco. A pesar de la imagen que la literatura, cine y series han dado de ella, no puede decirse que fuese una mujer feliz, más bien al contrario, bastante desgraciada.
Fue la penúltima hija de los 16 que tuvieron los emperadores del poderosísimo Sacro Imperio Romano Germánico, Francisco I y su esposa, la notable María Teresa, una mujer de armas tomar con una misión en su vida muy clara: casar a sus hijos bien para establecer alianzas con los numerosos enemigos del imperio. Nada extraño, por otra parte, a lo largo de la historia.
El Sacro Imperio acumulaba un vastísimo territorio. A saber: Alemania, Austria, la República Checa, Polonia, Italia, Francia, Países Bajos, Suiza, Liechtenstein y Eslovenia. Como gran territorio, vivía constantemente amenazado en sus fronteras y, como viene siendo habitual en la historia, los hijos, salvo el heredero, servían como muro de contención frente a invasiones a través de alianzas matrimoniales. Por supuesto, quisieran casarse o no, lo hacían. Muchas veces obligados. Tal fue el caso de nuestra protagonista, que fue casada con 14 años con el delfín de Francia, Luis, futuro Luis XVI y nieto de Luis XV. Si el lector se pregunta qué pasó con el que tendría que haber en el medio, el padre de Luis XVI, murió antes que su padre, de ahí que nunca llegase a reinar.
María Antonieta, que había vivido una infancia idílica en Viena, rodeada de lujos, mimos y sin ninguna preocupación más que decidir qué ropa se pondría cada mañana, entendió con 14 años que la vida no sería igual el día que su madre la metió en la carroza que la llevaría hasta Francia acompañada de un enorme séquito para cumplir con su «sagrado» deber: engendrar un varón para Francia. Era archiduquesa de Austria pero, una vez puso pie en territorio galo, fue ya la delfina (título de los herederos al trono francés).
La llegada de María Antonieta a Versalles
Este matrimonio se arregló para ver si las relaciones entre ambas dinastías, la Borbón y la de los Habsburgo, mejoraba algo. La pobre Antoinette (así era llamada en la intimidad) llegó a un impresionante Versalles que sería, a partir de ese momento, su preciosa jaula de oro, de la que solo saldría para ser guillotinada.
Su presencia en la corte no fue en absoluto bien recibida. No la quería nadie. Para empezar, ni su propio esposo con el que tardaría la friolera de siete años en tener relaciones sexuales. Un drama como mujer, pero también como futura reina porque sin eso no podía dar heredero alguno. Parece ser que el delfín, de un carácter profundamente tímido, le tenía pavor a su mujer y solo acercarse a ella le provocaba ansiedad.
Dueña de una gran belleza y de un espíritu alegre y espontáneo, enseguida se dio cuenta de que la rigidez protocolaria versallesca la ponía en un lugar complejo. No podía decidir ni hacer nada. Todo un séquito de damas, de alta alcurnia por supuesto, la despertaban, aseaban, vestían y peinaban para hacer cosas como pasear, comer, volver a pasear e ir a fiestas, es decir, hacer nada. Pronto la apodaron de formas nada cariñosas: perra austríaca, madame déficit (porque gastaba mucho) y loba austríaca.
La temible Madame du Barry, amante del Rey
La mayoría de los reyes a lo largo de la historia tuvieron la figura de la querida, amante real, la oficial, al margen de otras más. En el caso de Luis XV no fue una excepción y, cuando María Antonia llegó a Versalles ocupaba ese puesto, con mucho mando en plaza, Madame du Barry, quien había desplazado a Madame de Pompadour. En un principio hicieron buenas migas, pero pronto la joven delfina descubrió que no le convenía su amistad, así que logró justo lo contrario: su vigorosa enemistad que le trajo no pocos problemas.
Además, estaban las tías de su marido, más conocidas como «las Medames», quienes tampoco facilitaron en demasía la tarea de la joven princesa, que apenas contaba con personas de confianza. Enseguida hizo buena amistad con la princesa de Lamballe, una joven viuda quien la acompañaría hasta el final de sus vidas, teniendo esta un terrible final.
Los embajadores tuvieron, ya desde el siglo XV, un papel importante en las cortes y en la de Francia. La delfina tendrá la inestimable ayuda del enviado por Austria, el conde de Mercy que no cesa en su empeño, junto a las interminables cartas de la emperatriz, de recordarle su obligación de yacer con su esposo para dar un heredero a Francia. El volumen epistolar de madre e hija y también del embajador es una fuente documental enorme para delicia de los historiadores. A través de las cartas, puede saberse cómo vivió, casi siempre angustiada, una vida llena de constantes fiestas, pero que escondía una auténtica cárcel en el enorme palacio de Versalles.
María Antonieta veía con desesperación cómo su marido seguía sin querer intimar con ella y, para colmo de males, pronto vio peligrar su posición cuando su cuñado, el conde de Provenza y su mujer Josefa de Saboya, anunciaron que esperaban su primer hijo. Esto no era una cuestión baladí. Si el futuro bebé era varón, desplazaría en el orden sucesorio a María Antonieta y su esposo al menos hasta que ella tuviera un hijo. Finalmente, ese embarazo se malogró, no se sabe si porque nunca había habido tal gestación o porque, verdaderamente, la madre perdió el bebé a los seis meses de gestación. María Antonieta respiró tranquila.
Subida al trono: María Antonieta, reina consorte de Francia
El 10 de mayo de 1774, tras la muerte por viruela de Luis XV, María Antonieta y su marido Luis son proclamados reyes de Francia. Las cosas cambian sustancialmente para ella. Ahora, siendo la reina, puede decidir cambiar su séquito. Una de las medidas más impopulares que tomó fue la de recuperar un cargo inhabilitado desde hacía 30 años, el de superintendente de la reina. Se lo otorgó a la princesa de Lamballe, con un elevado coste para las arcas reales que no estaban precisamente boyantes debido a las constantes guerras en las que Francia tomaba partido. Este hecho, unido a que se volcó en llevar una vida llena de despilfarro en fiestas, no hizo más que aumentar su impopularidad entre la corte y el pueblo.
«Si no tienen pan, que coman pasteles»
La leyenda, que no la historia, ha atribuido esta frase a la pobre María Antonieta, pero jamás la pronunció. Fue Rosseau quien habló de una princesa (sin especificar cuál) el que dio a conocer este hecho, pero lo hizo cuando nuestra protagonista tenía diez años y vivía en Viena, luego difícilmente pudo haberla dicho ella. No obstante, la joven reina no hacía, sino acumular fuertes enemistades y, encima, seguía sin tener descendencia.
La presión de la emperatriz, madre de María Antonieta, no cesaba y esta, animada por su progenitora y viendo que su acercamiento hacia su marido progresaba adecuadamente, intentó influir en este en tareas de política animándolo a destituir ministros y nombrar a otros para garantizarse ella un mejor ambiente dentro de la corte.
La mala fama de la joven reina iba in crescendo. Se repartían libelos donde se la acusaba de tener relaciones extramatrimoniales con la princesa de Lamballe, la condesa de Polignac, una de sus mejores amigas y también con su cuñado y el conde sueco de Fersen con el que probablemente sí llegó a tener algo pero no en esa época. Pero sobre todo se la acusaba de ser una mujer frívola que solo deseaba hacer fiestas en el lugar al que se va a vivir, el Pequeño Trianon, un palacete dentro del inmenso complejo de Versalles.
Por fin, madre
Tras siete años de sequía conyugal, por fin los esposos consumaron el matrimonio y la reina da a luz a una niña, la princesa María Teresa, en diciembre de 1778. No era el esperado varón, pero calmaba los ánimos porque demostraba que no eran infértiles. Tres años más tarde, el 22 de octubre de 1781, nacería, por fin, el ansiado heredero al que ponen el nombre de Luis y que será el futuro Luis XVII (aunque después de la Revolución Francesa). Francia tenía heredero y la real pareja podía respirar un poco. Pronto llegarían otros dos hijos más, Luis-Carlos, futuro Luis XVII y Sofía, que moriría con un año por tuberculosis, sumiendo a la reina en una profunda tristeza.
Revolución francesa y caída de los reyes
En 1789 tuvo lugar la Revolución Francesa, hecho histórico sin precedentes que cambiaría el mundo para siempre. No fue hasta el 20 de junio de 1791 cuando la familia real se da cuenta de que su vida corre peligro e intentan huir. Son capturados a las horas. El primero en ser juzgado y ejecutado fue el rey Luis XVI, el 21 de enero de 1793. María Antonieta correría la misma suerte el 16 de octubre del mismo año. Fue enterrada en el cementerio de la Madeleine con la cabeza en medio de las piernas, aunque en 1815 su cuerpo fue trasladado a Saint-Denis. Moría la reina y nacía la leyenda.
«Perdón, no ha sido a propósito». Dice la leyenda que estas fueron las últimas palabras pronunciadas por la reina María Antonieta en el cadalso antes de
«Perdón, no ha sido a propósito». Dice la leyenda que estas fueron las últimas palabras pronunciadas por la reina María Antonieta en el cadalso antes de ser guillotinada en la actual Plaza de la Concordia, en París, el 16 de octubre de 1793. Le faltaban apenas veinte días para cumplir 39 años.
María Antonia Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, más conocida como María Antonieta, es una reina más a la que la Historia ha vapuleado inmisericordemente. Reina consorte de Francia, fue poco querida por su pueblo y por la nobleza versallesca que nunca le perdonó su origen austríaco. A pesar de la imagen que la literatura, cine y series han dado de ella, no puede decirse que fuese una mujer feliz, más bien al contrario, bastante desgraciada.
Fue la penúltima hija de los 16 que tuvieron los emperadores del poderosísimo Sacro Imperio Romano Germánico, Francisco I y su esposa, la notable María Teresa, una mujer de armas tomar con una misión en su vida muy clara: casar a sus hijos bien para establecer alianzas con los numerosos enemigos del imperio. Nada extraño, por otra parte, a lo largo de la historia.
El Sacro Imperio acumulaba un vastísimo territorio. A saber: Alemania, Austria, la República Checa, Polonia, Italia, Francia, Países Bajos, Suiza, Liechtenstein y Eslovenia. Como gran territorio, vivía constantemente amenazado en sus fronteras y, como viene siendo habitual en la historia, los hijos, salvo el heredero, servían como muro de contención frente a invasiones a través de alianzas matrimoniales. Por supuesto, quisieran casarse o no, lo hacían. Muchas veces obligados. Tal fue el caso de nuestra protagonista, que fue casada con 14 años con el delfín de Francia, Luis, futuro Luis XVI y nieto de Luis XV. Si el lector se pregunta qué pasó con el que tendría que haber en el medio, el padre de Luis XVI, murió antes que su padre, de ahí que nunca llegase a reinar.
María Antonieta, que había vivido una infancia idílica en Viena, rodeada de lujos, mimos y sin ninguna preocupación más que decidir qué ropa se pondría cada mañana, entendió con 14 años que la vida no sería igual el día que su madre la metió en la carroza que la llevaría hasta Francia acompañada de un enorme séquito para cumplir con su «sagrado» deber: engendrar un varón para Francia. Era archiduquesa de Austria pero, una vez puso pie en territorio galo, fue ya la delfina (título de los herederos al trono francés).
Este matrimonio se arregló para ver si las relaciones entre ambas dinastías, la Borbón y la de los Habsburgo, mejoraba algo. La pobre Antoinette (así era llamada en la intimidad) llegó a un impresionante Versalles que sería, a partir de ese momento, su preciosa jaula de oro, de la que solo saldría para ser guillotinada.
Su presencia en la corte no fue en absoluto bien recibida. No la quería nadie. Para empezar, ni su propio esposo con el que tardaría la friolera de siete años en tener relaciones sexuales. Un drama como mujer, pero también como futura reina porque sin eso no podía dar heredero alguno. Parece ser que el delfín, de un carácter profundamente tímido, le tenía pavor a su mujer y solo acercarse a ella le provocaba ansiedad.
Dueña de una gran belleza y de un espíritu alegre y espontáneo, enseguida se dio cuenta de que la rigidez protocolaria versallesca la ponía en un lugar complejo. No podía decidir ni hacer nada. Todo un séquito de damas, de alta alcurnia por supuesto, la despertaban, aseaban, vestían y peinaban para hacer cosas como pasear, comer, volver a pasear e ir a fiestas, es decir, hacer nada. Pronto la apodaron de formas nada cariñosas: perra austríaca, madame déficit (porque gastaba mucho) y loba austríaca.
La mayoría de los reyes a lo largo de la historia tuvieron la figura de la querida, amante real, la oficial, al margen de otras más. En el caso de Luis XV no fue una excepción y, cuando María Antonia llegó a Versalles ocupaba ese puesto, con mucho mando en plaza, Madame du Barry, quien había desplazado a Madame de Pompadour. En un principio hicieron buenas migas, pero pronto la joven delfina descubrió que no le convenía su amistad, así que logró justo lo contrario: su vigorosa enemistad que le trajo no pocos problemas.
Además, estaban las tías de su marido, más conocidas como «las Medames», quienes tampoco facilitaron en demasía la tarea de la joven princesa, que apenas contaba con personas de confianza. Enseguida hizo buena amistad con la princesa de Lamballe, una joven viuda quien la acompañaría hasta el final de sus vidas, teniendo esta un terrible final.
Los embajadores tuvieron, ya desde el siglo XV, un papel importante en las cortes y en la de Francia. La delfina tendrá la inestimable ayuda del enviado por Austria, el conde de Mercy que no cesa en su empeño, junto a las interminables cartas de la emperatriz, de recordarle su obligación de yacer con su esposo para dar un heredero a Francia. El volumen epistolar de madre e hija y también del embajador es una fuente documental enorme para delicia de los historiadores. A través de las cartas, puede saberse cómo vivió, casi siempre angustiada, una vida llena de constantes fiestas, pero que escondía una auténtica cárcel en el enorme palacio de Versalles.
María Antonieta veía con desesperación cómo su marido seguía sin querer intimar con ella y, para colmo de males, pronto vio peligrar su posición cuando su cuñado, el conde de Provenza y su mujer Josefa de Saboya, anunciaron que esperaban su primer hijo. Esto no era una cuestión baladí. Si el futuro bebé era varón, desplazaría en el orden sucesorio a María Antonieta y su esposo al menos hasta que ella tuviera un hijo. Finalmente, ese embarazo se malogró, no se sabe si porque nunca había habido tal gestación o porque, verdaderamente, la madre perdió el bebé a los seis meses de gestación. María Antonieta respiró tranquila.
El 10 de mayo de 1774, tras la muerte por viruela de Luis XV, María Antonieta y su marido Luis son proclamados reyes de Francia. Las cosas cambian sustancialmente para ella. Ahora, siendo la reina, puede decidir cambiar su séquito. Una de las medidas más impopulares que tomó fue la de recuperar un cargo inhabilitado desde hacía 30 años, el de superintendente de la reina. Se lo otorgó a la princesa de Lamballe, con un elevado coste para las arcas reales que no estaban precisamente boyantes debido a las constantes guerras en las que Francia tomaba partido. Este hecho, unido a que se volcó en llevar una vida llena de despilfarro en fiestas, no hizo más que aumentar su impopularidad entre la corte y el pueblo.
La leyenda, que no la historia, ha atribuido esta frase a la pobre María Antonieta, pero jamás la pronunció. Fue Rosseau quien habló de una princesa (sin especificar cuál) el que dio a conocer este hecho, pero lo hizo cuando nuestra protagonista tenía diez años y vivía en Viena, luego difícilmente pudo haberla dicho ella. No obstante, la joven reina no hacía, sino acumular fuertes enemistades y, encima, seguía sin tener descendencia.
La presión de la emperatriz, madre de María Antonieta, no cesaba y esta, animada por su progenitora y viendo que su acercamiento hacia su marido progresaba adecuadamente, intentó influir en este en tareas de política animándolo a destituir ministros y nombrar a otros para garantizarse ella un mejor ambiente dentro de la corte.
La mala fama de la joven reina iba in crescendo. Se repartían libelos donde se la acusaba de tener relaciones extramatrimoniales con la princesa de Lamballe, la condesa de Polignac, una de sus mejores amigas y también con su cuñado y el conde sueco de Fersen con el que probablemente sí llegó a tener algo pero no en esa época. Pero sobre todo se la acusaba de ser una mujer frívola que solo deseaba hacer fiestas en el lugar al que se va a vivir, el Pequeño Trianon, un palacete dentro del inmenso complejo de Versalles.
Tras siete años de sequía conyugal, por fin los esposos consumaron el matrimonio y la reina da a luz a una niña, la princesa María Teresa, en diciembre de 1778. No era el esperado varón, pero calmaba los ánimos porque demostraba que no eran infértiles. Tres años más tarde, el 22 de octubre de 1781, nacería, por fin, el ansiado heredero al que ponen el nombre de Luis y que será el futuro Luis XVII (aunque después de la Revolución Francesa). Francia tenía heredero y la real pareja podía respirar un poco. Pronto llegarían otros dos hijos más, Luis-Carlos, futuro Luis XVII y Sofía, que moriría con un año por tuberculosis, sumiendo a la reina en una profunda tristeza.
En 1789 tuvo lugar la Revolución Francesa, hecho histórico sin precedentes que cambiaría el mundo para siempre. No fue hasta el 20 de junio de 1791 cuando la familia real se da cuenta de que su vida corre peligro e intentan huir. Son capturados a las horas. El primero en ser juzgado y ejecutado fue el rey Luis XVI, el 21 de enero de 1793. María Antonieta correría la misma suerte el 16 de octubre del mismo año. Fue enterrada en el cementerio de la Madeleine con la cabeza en medio de las piernas, aunque en 1815 su cuerpo fue trasladado a Saint-Denis. Moría la reina y nacía la leyenda.
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