‘La trama fenicia’, conspiraciones y amor paternofilial, según Wes Anderson

Llega la nueva película de Wes Anderson, que se mantiene fiel a sus intrincados patrones estéticos y a sus extravagantes personajes. Lo cual significa que, como de costumbre, irritará a sus haters y hará las delicias de sus admiradores, entre los que me cuento, por poner las cartas sobre la mesa desde el principio.

Aquí el cineasta juega al pastiche de las viejas cintas de espías y conspiraciones internacionales, y de fondo –en apariencia es una subtrama, pero en realidad es lo más importante– narra el reencuentro afectivo entre un padre y una hija. El tono, como siempre, es de comedia disparatada, con actores en modo deadpan (cara de palo, rostro inexpresivo) y toques de puro slapstick.

El padre es el magnate Zsa-zsa Korda (un Benicio del Toro muy convincente y divertido en su contención), un multimillonario bastante turbio, que se está empezando a acostumbrar a sobrevivir a accidentes aéreos que no son tales accidentes. Como es obvio que lo quieren liquidar –una conspiración de gobiernos que conspiran contra su desmesurado poder–, decide nombrar heredera a su única hija (tiene nueve hijos varones más pequeños, a los que no hace ni caso).

El problema es que la hija es novicia y no tiene muchas ganas de hacerse cargo de los negocios de un padre al que hace años que no le ha visto el pelo. Y además la reconcomen algunas suspicacias: alberga dudas sobre si Zsa-zsa es su verdadero padre e incluso sospecha que acaso asesinó a su madre al descubrir una infidelidad.  A la novicia dubitativa la interpreta con brío Mia Threapleton. Chisme por si no lo saben: es la hija de Kate Winslet. No es la única nepo baby de la cinta, también está –en un papel muy pequeño–, Antonia Desplat, hija de Alexandre Desplat, el compositor de todas las bandas sonoras de Wes Anderson desde Fantastic Mr. Fox (y oscarizado por la de El Gran Hotel Budapest).

Zsa-zsa Korda recuerda a aquel misterioso Mr. Arkadin que interpretó y dirigió Orson Welles (rodó buena parte de la película en España). Aunque el que físicamente se le parece mucho es su hermano malvadísimo de Zsa-zsa, Nubar (un Benedict Cumberbatch genial y casi irreconocible), un tipo siniestro, sospechoso de haberse liado con la madre de la novicia o de haberla matado.

Personajes estrafalarios

El repertorio de personajes deliciosamente estrafalarios es –como de costumbre en Anderson– extenso. Destaca un tímido tutor sueco experto en insectos, de nombre Bjorn (un Michael Cera genial, con un acento sueco macarrónico), que protagoniza una descacharrante tentativa de seducción de la novicia bajo los embriagantes efectos de un par de cervezas. Completan la tronchante fauna tipos como el dueño de un club nocturno que parece salido directamente de Casablanca (Mathieu Amalric), un revolucionario con aires de Che Guevara (Richard Ayoade), un embobado príncipe árabe (Riz Ahmed), un par de empresarios americanos que cierran tratos apostando con una canasta de baloncesto (Tom Hanks y Bryan Cranston), un magnate naviero provisto de la preceptiva gorra de capitán de navío (Jeffrey Wright), una severa madre superiora (Hope Davis), un mayordomo inglés de mirada entre irónica y flemática (Alex Jennings)…

Anda también por ahí –en unas escenas celestiales en blanco y negro– el imprescindible actor fetiche Bill Murray en el papel de Dios, acompañado por Willem Dafoe y F. Murray Abraham. Anderson ha insistido en que su inspiración para este largometraje ha sido el cine de Michael Powell y Emeric Pressburger. Me cuesta verlo, pero la referencia más evidente serían estas escenas celestiales, que remiten a A vida o muerte, de la que toma el recurso de representar el cielo en blanco y negro frente a la vida en el color.

Si no conocen el cine de Powell y Pressburger, un consejo: dejen de leer este artículo y corran a ver alguna de sus películas. Y un segundo consejo: si quieren introducirse en el universo de estos clásicos del cine británico, vean el excelso documental Made in England (disponible en Filmin), presentado por un entusiasta Martin Scorsese. Allá por los años setenta del pasado siglo, él fue uno de los jóvenes cineastas estadounidenses (el otro fue Coppola) que rescataron a Michael Powell del vergonzoso olvido.

Fórmula estética

De momento, Wes Anderson no corre el riesgo de ser olvidado. Pero sí el de caer en el manierismo o la involuntaria autoparodia. El motivo: su estética se basa en seguir de forma metódica unos patrones férreos: meticulosa geometría de los planos, movimientos de cámara laterales marca de la casa, paleta de colores pastel, despliegue fetichista de objetos, medidísima gestualidad actoral…. Resultado: basta ver un solo plano para identificar que estamos ante una película dirigida por él.

El cineasta fue cincelando su estilo desde la casi amateur Bottle Rocket y lo culminó con dos obras maestras: Moonrise Kingdom y El Gran Hotel Budapest. Son dos cumbres difícilmente superables. Desde entonces el reto es no acabar prisionero de su propio estilo y entrar en un bucle repetitivo.

Ante cada nueva entrega, uno cruza los dedos, temiendo que llegue el fiasco, el castañazo. Pero de momento el cineasta va superando cada nueva prueba: Isla de perros era una maravilla, The French Dispatch un Anderson rococó con un delicioso homenaje al New Yorker y a algunos legendarios periodistas americanos de la vieja escuela, y Asteroid City proponía un juego metaficcional brillante. La trama fenicia probablemente sea menos ambiciosa y en algún momento el humor llega a ser un poco tontorrón. Acaso sea un Anderson menor, pero aun así es altamente disfrutable.

 Llega la nueva película de Wes Anderson, que se mantiene fiel a sus intrincados patrones estéticos y a sus extravagantes personajes. Lo cual significa que, como  

Llega la nueva película de Wes Anderson, que se mantiene fiel a sus intrincados patrones estéticos y a sus extravagantes personajes. Lo cual significa que, como de costumbre, irritará a sus haters y hará las delicias de sus admiradores, entre los que me cuento, por poner las cartas sobre la mesa desde el principio.

Aquí el cineasta juega al pastiche de las viejas cintas de espías y conspiraciones internacionales, y de fondo –en apariencia es una subtrama, pero en realidad es lo más importante– narra el reencuentro afectivo entre un padre y una hija. El tono, como siempre, es de comedia disparatada, con actores en modo deadpan (cara de palo, rostro inexpresivo) y toques de puro slapstick.

El padre es el magnate Zsa-zsa Korda (un Benicio del Toro muy convincente y divertido en su contención), un multimillonario bastante turbio, que se está empezando a acostumbrar a sobrevivir a accidentes aéreos que no son tales accidentes. Como es obvio que lo quieren liquidar –una conspiración de gobiernos que conspiran contra su desmesurado poder–, decide nombrar heredera a su única hija (tiene nueve hijos varones más pequeños, a los que no hace ni caso).

El problema es que la hija es novicia y no tiene muchas ganas de hacerse cargo de los negocios de un padre al que hace años que no le ha visto el pelo. Y además la reconcomen algunas suspicacias: alberga dudas sobre si Zsa-zsa es su verdadero padre e incluso sospecha que acaso asesinó a su madre al descubrir una infidelidad.  A la novicia dubitativa la interpreta con brío Mia Threapleton. Chisme por si no lo saben: es la hija de Kate Winslet. No es la única nepo baby de la cinta, también está –en un papel muy pequeño–, Antonia Desplat, hija de Alexandre Desplat, el compositor de todas las bandas sonoras de Wes Anderson desde Fantastic Mr. Fox (y oscarizado por la de El Gran Hotel Budapest).

Zsa-zsa Korda recuerda a aquel misterioso Mr. Arkadin que interpretó y dirigió Orson Welles (rodó buena parte de la película en España). Aunque el que físicamente se le parece mucho es su hermano malvadísimo de Zsa-zsa, Nubar (un Benedict Cumberbatch genial y casi irreconocible), un tipo siniestro, sospechoso de haberse liado con la madre de la novicia o de haberla matado.

El repertorio de personajes deliciosamente estrafalarios es –como de costumbre en Anderson– extenso. Destaca un tímido tutor sueco experto en insectos, de nombre Bjorn (un Michael Cera genial, con un acento sueco macarrónico), que protagoniza una descacharrante tentativa de seducción de la novicia bajo los embriagantes efectos de un par de cervezas. Completan la tronchante fauna tipos como el dueño de un club nocturno que parece salido directamente de Casablanca (Mathieu Amalric), un revolucionario con aires de Che Guevara (Richard Ayoade), un embobado príncipe árabe (Riz Ahmed), un par de empresarios americanos que cierran tratos apostando con una canasta de baloncesto (Tom Hanks y Bryan Cranston), un magnate naviero provisto de la preceptiva gorra de capitán de navío (Jeffrey Wright), una severa madre superiora (Hope Davis), un mayordomo inglés de mirada entre irónica y flemática (Alex Jennings)…

Anda también por ahí –en unas escenas celestiales en blanco y negro– el imprescindible actor fetiche Bill Murray en el papel de Dios, acompañado por Willem Dafoe y F. Murray Abraham. Anderson ha insistido en que su inspiración para este largometraje ha sido el cine de Michael Powell y Emeric Pressburger. Me cuesta verlo, pero la referencia más evidente serían estas escenas celestiales, que remiten a A vida o muerte, de la que toma el recurso de representar el cielo en blanco y negro frente a la vida en el color.

Si no conocen el cine de Powell y Pressburger, un consejo: dejen de leer este artículo y corran a ver alguna de sus películas. Y un segundo consejo: si quieren introducirse en el universo de estos clásicos del cine británico, vean el excelso documental Made in England (disponible en Filmin), presentado por un entusiasta Martin Scorsese. Allá por los años setenta del pasado siglo, él fue uno de los jóvenes cineastas estadounidenses (el otro fue Coppola) que rescataron a Michael Powell del vergonzoso olvido.

De momento, Wes Anderson no corre el riesgo de ser olvidado. Pero sí el de caer en el manierismo o la involuntaria autoparodia. El motivo: su estética se basa en seguir de forma metódica unos patrones férreos: meticulosa geometría de los planos, movimientos de cámara laterales marca de la casa, paleta de colores pastel, despliegue fetichista de objetos, medidísima gestualidad actoral…. Resultado: basta ver un solo plano para identificar que estamos ante una película dirigida por él.

El cineasta fue cincelando su estilo desde la casi amateur Bottle Rocket y lo culminó con dos obras maestras: Moonrise Kingdom y El Gran Hotel Budapest. Son dos cumbres difícilmente superables. Desde entonces el reto es no acabar prisionero de su propio estilo y entrar en un bucle repetitivo.

Ante cada nueva entrega, uno cruza los dedos, temiendo que llegue el fiasco, el castañazo. Pero de momento el cineasta va superando cada nueva prueba: Isla de perros era una maravilla, The French Dispatch un Anderson rococó con un delicioso homenaje al New Yorker y a algunos legendarios periodistas americanos de la vieja escuela, y Asteroid City proponía un juego metaficcional brillante. La trama fenicia probablemente sea menos ambiciosa y en algún momento el humor llega a ser un poco tontorrón. Acaso sea un Anderson menor, pero aun así es altamente disfrutable.

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