Por la situación actual, he leído La conjura contra América de Philip Roth (traducción de Jordi Fibla, Debolsillo, 2006). Es curioso qué poco se lee ya a Roth. ¿Tal vez ha sido «cancelado», al menos en parte, por alguna razón que se me escapa?
La conjura contra América no es una de sus mejores novelas. Resulta algo plana. Mal resuelta, posiblemente. Pero contiene una lección para nuestros días. Roth se imagina que en 1942, en vez de ganar las elecciones Roosevelt para un tercer mandato, es elegido presidente Charles A. Lindbergh, aviador filonazi y antisemita que llega a la Casa Blanca e inicia una política de estrecha colaboración con Hitler. Roth cuenta cómo habría cambiado el panorama político internacional y la vida de su familia en esa tesitura de persecución contra los judíos. Describe las tensiones que habrían surgido entre sus padres, sus parientes y en el colegio: «Todo el país se ha vuelto una casa de locos»; «No puedo vivir sin saber qué podrá ocurrir mañana»; «La cama ya no es un lugar caliente y acogedor, sino una incubadora de terror». Y evoca sensaciones de una infancia muy distinta de la que vivió en realidad: «Nuestra incomparable niñez americana se había acabado. En breve mi patria no sería nada más que mi lugar de nacimiento»; «Ya nunca sería capaz de revivir ese tranquilo sentimiento de seguridad que siente un niño pequeño gracias a una república grande y protectora y a unos padres rabiosamente responsables».
Quienes hemos vivido toda la vida en una época estable y casi anodina de la historia, un periodo en el que en nuestra zona del mundo ocurrían algunas cosas pero sin grandes cataclismos, no conocemos esa experiencia. Cuando nacimos, lo peor ya había pasado. Siempre nos lo recordaban. Pero un día el suelo desaparece bajo los pies, la seguridad se pierde y nos vemos arrojados al torbellino de la historia. El tiempo, que parecía estancado, se acelera. Ciertos cambios que llevaban décadas preparándose eclosionan y se consolidan en días o semanas. Entonces perdemos las certezas. Valoramos la suerte que tuvimos hasta ese día, en los años benévolos. El sueño duró poco y nos despertamos en un mundo peligroso, en el que una palabra de más o un error de cálculo pueden tener consecuencias temibles.
Ese es el tipo de cambio que se podría estar produciendo en el mundo con la segunda llegada al poder de D.T. en un imperio claudicante, culturalmente exhausto, que se revuelve e intenta protegerse como ya hicieron otros imperios antes, con grave riesgo para sus satélites o subsistemas. Lo que parece disgregarse es la idea misma de Occidente como civilización, con sus valores, estructuras y equilibrios, y también con cierta hipocresía y cinismo. ¿Qué representa Occidente, hoy?
D.T. es muy distinto del Charles A. Lindbergh que recrea Roth. Nuestros tiempos también son distintos. Pero hay algunas semejanzas: con D.T. el mundo se ha vuelto más impredecible, y probablemente más peligroso. No es solo él, claro. D. T. representa a otros. Una característica invariable del poder es que nunca está donde parece sino en otra parte. A D. T. lo tildan de neofascista, patrimonialista, tecnofeudal, populista, etc. En realidad no hay ninguna etiqueta que lo defina y capte del todo, pues es huidizo y cambiante, y en el fondo hueco. Se cree el centro del universo y en eso, desde cierto punto de vista, tal vez no se equivoque del todo. También hay algo infantil en él, como si fuera un niño mimado condenado a buscar para siempre el juguete que perdió. A eso se añade su osadía y agresividad, que le vienen del mundo de los negocios, donde se forjó su carácter. Todo ello filtrado por las nuevas tecnologías, por la política entendida como un espectáculo que nunca puede detenerse, entendido como un espejo de los deseos y miedos de la gente.
Declive de Europa
Con su segunda llegada nos damos cuenta de cómo la democracia constitucional más antigua del mundo, que parecía tan sólida, se derrumba trozo a trozo sin que sus famosos checks and balances puedan hacer nada por evitarlo. El Tribunal Supremo, también bajo la influencia de D.T., empieza a bendecir lo que está sucediendo, validando ciertas decisiones que algunos jueces inferiores han considerado ilegales. Las potestades del presidente no encuentran ningún límite. Esto quiere decir que Estados Unidos podría estar dejando de funcionar como una democracia sometida al imperio del Derecho. Ese tipo de cambios tienen muy difícil vuelta atrás. La situación, un auténtico aviso de navegantes, confirma que un sistema democrático con imperio de la ley no es una máquina autorreferencial ni autosostenible, sino que se apoya necesariamente en factores exógenos, entre ellos: una esfera pública suficientemente estructurada; buenas condiciones socioeconómicas, como un nivel aceptable de empleo y desigualdades reducidas; un cierto nivel de seguridad y protección, interior y exterior; y una educación adecuada de la ciudadanía con respecto a las virtudes cívicas. Cuando todo eso se desvanece a la vez, como está sucediendo hoy en no pocas partes del globo, ya no se dan las condiciones que hacen posible una democracia, incluso imperfecta.
Quien lleva todas las de perder en todo esto, si no reacciona deprisa, es el viejo continente. Invertebrada, rígida, minada por los nacionalismos, antiguo subsistema que parece quedarse huérfano, Europa languidece y se debate más en un puedo y no quiero que en un quiero y no puedo. Podría si quisiera, tal vez, pero a veces parece resignada a pagar por sus privilegios pasados. La vida de los europeos podría cambiar de repente. De hecho ya está cambiando. Acaso entonces se den cuenta de que son europeos, no solo polacos, o franceses, o italianos… ¿Despertará a tiempo una conciencia común que recubra la conciencia tribal? ¿Qué tiene que ocurrir para que nazca? ¿Tanques rusos circulando por las calles de Riga o Varsovia? Por no hablar de la conciencia humana, indispensable para garantizar una paz duradera y la sostenibilidad ecológica a nivel global…
En realidad, todo eso estaba en el aire. No nos dábamos cuenta pero seguíamos viviendo en la larga y pesada digestión del cierre en falso de la Segunda Guerra mundial, que se hizo sobre la base de un equilibrio inestable, equilibrio que se rompió en 1989. Observad atentamente a Stalin, Roosevelt y Churchill en las fotos de Yalta. Sus rostros muestran la reserva mental, la gran desconfianza mutua. Sabían muy bien que aquello no era más que una tregua y que tendríamos que vivir con los efectos indeseados de un final precario.
Se cerró ese periodo de paz tensa, pero no del todo, porque en el fondo no vivimos en el mundo multipolar al que muchos se han referido: seguimos habitando un mundo bipolar. Estados Unidos y Rusia todavía poseen cerca del 90% de las armas nucleares. En último análisis, eso es lo que cuenta, incluso lo único que cuenta. Cuando se inicia una guerra local, vicaria, como la de Ucrania, bajo la amenaza nuclear, todos saben de antemano que el atacante no puede ni debe perder. Una generalización del conflicto es improbable, por el terror que inspira la posibilidad de una guerra nuclear, que todos desean evitar porque llevaría a la destrucción de las dos grandes potencias e incluso del planeta. Como escribió Raymond Aron en Paz y guerra entre las naciones (traducción de Luis Cuervo, Alianza, 1985: un libro que estudié en los años 90 como si fuera ciencia ficción y que ahora, aunque en parte desfasado, resulta mucho más realista), en la era nuclear la paz deja de tener entidad propia. Antes se trataba de un descanso entre dos guerras. Durante las épocas de paz, la guerra se seguía librando por otros medios. Ahora la paz no es más que una situación de «no-guerra atómica» la paz por el terror, o la guerra local enquistada por el terror, la amenaza del suicidio colectivo como trasfondo de cualquier conflicto.
Irracionalidad
La teoría de las relaciones internacionales presupone la racionalidad de los actores que intervienen en ella. Racionalidad y previsibilidad que permiten el análisis, el control de las variables, la disuasión, una esperanza de paz. Ahora bien, un líder impulsivo, rodeado de asesores elegidos a su imagen y semejanza, radicales que parecen querer cortar con todo lo anterior, puede llevar a la irracionalidad de esas relaciones y a respuestas incontroladas de otros actores. Es ahí donde la teoría de juegos, que también presume la racionalidad de los jugadores, podría jugarnos una mala pasada. Obviamente, la impulsividad e irracionalidad de D. T. son en parte impostadas, pero es una estrategia de negociación peligrosa, porque los demás no saben cómo reaccionar y pueden producirse accidentes.
Aron también escribió que los hombres hacen la historia pero no saben qué historia hacen. Yo creo que cada vez lo saben menos. Los sucesos históricos dependen en buena medida del azar. El azar es la forma en que se combinan las múltiples causas de lo que ocurre, en la interacción continua entre sistemas complejos que nadie controla ni puede ya controlar. Tenemos una comprensión cada vez menor del funcionamiento de esos sistemas en un mundo que se asemeja a una gran caja de resonancia. La tecnología, mal utilizada, envolvente, ha transformado a las personas y a las sociedades. Ha reducido las condiciones de la razonabilidad, individual y colectiva. Vivimos en la velocidad, en la acumulación de información y desinformación, sin tiempo para sentarnos y pensar.
Es difícil, en este nuevo periodo que se anuncia convulso, no preocuparse por el porvenir de una especie que en algún momento pudo resultar prometedora, pero que parece empeñada en malograr todas sus promesas. En sus lecciones sobre La hermenéutica del sujeto (traducción española de Horacio Pons, Akal, 2005), Michel Foucault recuerda que en la Grecia clásica los ciudadanos debían aprender a gobernarse a sí mismos, tratando de conocerse y de esculpir su carácter, antes de poder aspirar a gobernar la polis. Parece un principio razonable, de sentido común, pero la conciencia humana está cambiando tanto y tan deprisa que no es sencillo ponerlo en práctica en nuestros días.
Por la situación actual, he leído La conjura contra América de Philip Roth (traducción de Jordi Fibla, Debolsillo, 2006). Es curioso qué poco se lee ya
Por la situación actual, he leído La conjura contra América de Philip Roth (traducción de Jordi Fibla, Debolsillo, 2006). Es curioso qué poco se lee ya a Roth. ¿Tal vez ha sido «cancelado», al menos en parte, por alguna razón que se me escapa?
La conjura contra América no es una de sus mejores novelas. Resulta algo plana. Mal resuelta, posiblemente. Pero contiene una lección para nuestros días. Roth se imagina que en 1942, en vez de ganar las elecciones Roosevelt para un tercer mandato, es elegido presidente Charles A. Lindbergh, aviador filonazi y antisemita que llega a la Casa Blanca e inicia una política de estrecha colaboración con Hitler. Roth cuenta cómo habría cambiado el panorama político internacional y la vida de su familia en esa tesitura de persecución contra los judíos. Describe las tensiones que habrían surgido entre sus padres, sus parientes y en el colegio: «Todo el país se ha vuelto una casa de locos»; «No puedo vivir sin saber qué podrá ocurrir mañana»; «La cama ya no es un lugar caliente y acogedor, sino una incubadora de terror». Y evoca sensaciones de una infancia muy distinta de la que vivió en realidad: «Nuestra incomparable niñez americana se había acabado. En breve mi patria no sería nada más que mi lugar de nacimiento»; «Ya nunca sería capaz de revivir ese tranquilo sentimiento de seguridad que siente un niño pequeño gracias a una república grande y protectora y a unos padres rabiosamente responsables».
Quienes hemos vivido toda la vida en una época estable y casi anodina de la historia, un periodo en el que en nuestra zona del mundo ocurrían algunas cosas pero sin grandes cataclismos, no conocemos esa experiencia. Cuando nacimos, lo peor ya había pasado. Siempre nos lo recordaban. Pero un día el suelo desaparece bajo los pies, la seguridad se pierde y nos vemos arrojados al torbellino de la historia. El tiempo, que parecía estancado, se acelera. Ciertos cambios que llevaban décadas preparándose eclosionan y se consolidan en días o semanas. Entonces perdemos las certezas. Valoramos la suerte que tuvimos hasta ese día, en los años benévolos. El sueño duró poco y nos despertamos en un mundo peligroso, en el que una palabra de más o un error de cálculo pueden tener consecuencias temibles.
Ese es el tipo de cambio que se podría estar produciendo en el mundo con la segunda llegada al poder de D.T. en un imperio claudicante, culturalmente exhausto, que se revuelve e intenta protegerse como ya hicieron otros imperios antes, con grave riesgo para sus satélites o subsistemas. Lo que parece disgregarse es la idea misma de Occidente como civilización, con sus valores, estructuras y equilibrios, y también con cierta hipocresía y cinismo. ¿Qué representa Occidente, hoy?
D.T. es muy distinto del Charles A. Lindbergh que recrea Roth. Nuestros tiempos también son distintos. Pero hay algunas semejanzas: con D.T. el mundo se ha vuelto más impredecible, y probablemente más peligroso. No es solo él, claro. D. T. representa a otros. Una característica invariable del poder es que nunca está donde parece sino en otra parte. A D. T. lo tildan de neofascista, patrimonialista, tecnofeudal, populista, etc. En realidad no hay ninguna etiqueta que lo defina y capte del todo, pues es huidizo y cambiante, y en el fondo hueco. Se cree el centro del universo y en eso, desde cierto punto de vista, tal vez no se equivoque del todo. También hay algo infantil en él, como si fuera un niño mimado condenado a buscar para siempre el juguete que perdió. A eso se añade su osadía y agresividad, que le vienen del mundo de los negocios, donde se forjó su carácter. Todo ello filtrado por las nuevas tecnologías, por la política entendida como un espectáculo que nunca puede detenerse, entendido como un espejo de los deseos y miedos de la gente.
Con su segunda llegada nos damos cuenta de cómo la democracia constitucional más antigua del mundo, que parecía tan sólida, se derrumba trozo a trozo sin que sus famosos checks and balances puedan hacer nada por evitarlo. El Tribunal Supremo, también bajo la influencia de D.T., empieza a bendecir lo que está sucediendo, validando ciertas decisiones que algunos jueces inferiores han considerado ilegales. Las potestades del presidente no encuentran ningún límite. Esto quiere decir que Estados Unidos podría estar dejando de funcionar como una democracia sometida al imperio del Derecho. Ese tipo de cambios tienen muy difícil vuelta atrás. La situación, un auténtico aviso de navegantes, confirma que un sistema democrático con imperio de la ley no es una máquina autorreferencial ni autosostenible, sino que se apoya necesariamente en factores exógenos, entre ellos: una esfera pública suficientemente estructurada; buenas condiciones socioeconómicas, como un nivel aceptable de empleo y desigualdades reducidas; un cierto nivel de seguridad y protección, interior y exterior; y una educación adecuada de la ciudadanía con respecto a las virtudes cívicas. Cuando todo eso se desvanece a la vez, como está sucediendo hoy en no pocas partes del globo, ya no se dan las condiciones que hacen posible una democracia, incluso imperfecta.
Quien lleva todas las de perder en todo esto, si no reacciona deprisa, es el viejo continente. Invertebrada, rígida, minada por los nacionalismos, antiguo subsistema que parece quedarse huérfano, Europa languidece y se debate más en un puedo y no quiero que en un quiero y no puedo. Podría si quisiera, tal vez, pero a veces parece resignada a pagar por sus privilegios pasados. La vida de los europeos podría cambiar de repente. De hecho ya está cambiando. Acaso entonces se den cuenta de que son europeos, no solo polacos, o franceses, o italianos… ¿Despertará a tiempo una conciencia común que recubra la conciencia tribal? ¿Qué tiene que ocurrir para que nazca? ¿Tanques rusos circulando por las calles de Riga o Varsovia? Por no hablar de la conciencia humana, indispensable para garantizar una paz duradera y la sostenibilidad ecológica a nivel global…
En realidad, todo eso estaba en el aire. No nos dábamos cuenta pero seguíamos viviendo en la larga y pesada digestión del cierre en falso de la Segunda Guerra mundial, que se hizo sobre la base de un equilibrio inestable, equilibrio que se rompió en 1989. Observad atentamente a Stalin, Roosevelt y Churchill en las fotos de Yalta. Sus rostros muestran la reserva mental, la gran desconfianza mutua. Sabían muy bien que aquello no era más que una tregua y que tendríamos que vivir con los efectos indeseados de un final precario.
Se cerró ese periodo de paz tensa, pero no del todo, porque en el fondo no vivimos en el mundo multipolar al que muchos se han referido: seguimos habitando un mundo bipolar. Estados Unidos y Rusia todavía poseen cerca del 90% de las armas nucleares. En último análisis, eso es lo que cuenta, incluso lo único que cuenta. Cuando se inicia una guerra local, vicaria, como la de Ucrania, bajo la amenaza nuclear, todos saben de antemano que el atacante no puede ni debe perder. Una generalización del conflicto es improbable, por el terror que inspira la posibilidad de una guerra nuclear, que todos desean evitar porque llevaría a la destrucción de las dos grandes potencias e incluso del planeta. Como escribió Raymond Aron en Paz y guerra entre las naciones (traducción de Luis Cuervo, Alianza, 1985: un libro que estudié en los años 90 como si fuera ciencia ficción y que ahora, aunque en parte desfasado, resulta mucho más realista), en la era nuclear la paz deja de tener entidad propia. Antes se trataba de un descanso entre dos guerras. Durante las épocas de paz, la guerra se seguía librando por otros medios. Ahora la paz no es más que una situación de «no-guerra atómica» la paz por el terror, o la guerra local enquistada por el terror, la amenaza del suicidio colectivo como trasfondo de cualquier conflicto.
La teoría de las relaciones internacionales presupone la racionalidad de los actores que intervienen en ella. Racionalidad y previsibilidad que permiten el análisis, el control de las variables, la disuasión, una esperanza de paz. Ahora bien, un líder impulsivo, rodeado de asesores elegidos a su imagen y semejanza, radicales que parecen querer cortar con todo lo anterior, puede llevar a la irracionalidad de esas relaciones y a respuestas incontroladas de otros actores. Es ahí donde la teoría de juegos, que también presume la racionalidad de los jugadores, podría jugarnos una mala pasada. Obviamente, la impulsividad e irracionalidad de D. T. son en parte impostadas, pero es una estrategia de negociación peligrosa, porque los demás no saben cómo reaccionar y pueden producirse accidentes.
Aron también escribió que los hombres hacen la historia pero no saben qué historia hacen. Yo creo que cada vez lo saben menos. Los sucesos históricos dependen en buena medida del azar. El azar es la forma en que se combinan las múltiples causas de lo que ocurre, en la interacción continua entre sistemas complejos que nadie controla ni puede ya controlar. Tenemos una comprensión cada vez menor del funcionamiento de esos sistemas en un mundo que se asemeja a una gran caja de resonancia. La tecnología, mal utilizada, envolvente, ha transformado a las personas y a las sociedades. Ha reducido las condiciones de la razonabilidad, individual y colectiva. Vivimos en la velocidad, en la acumulación de información y desinformación, sin tiempo para sentarnos y pensar.
Es difícil, en este nuevo periodo que se anuncia convulso, no preocuparse por el porvenir de una especie que en algún momento pudo resultar prometedora, pero que parece empeñada en malograr todas sus promesas. En sus lecciones sobre La hermenéutica del sujeto (traducción española de Horacio Pons, Akal, 2005), Michel Foucault recuerda que en la Grecia clásica los ciudadanos debían aprender a gobernarse a sí mismos, tratando de conocerse y de esculpir su carácter, antes de poder aspirar a gobernar la polis. Parece un principio razonable, de sentido común, pero la conciencia humana está cambiando tanto y tan deprisa que no es sencillo ponerlo en práctica en nuestros días.
Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE