La Segunda Guerra Mundial: la hecatombe que engendró nuestro mundo

Suelo ser muy cauto cuando tengo que lidiar con determinados conceptos que, por las causas que fuere, han trascendido el ámbito estricto de una disciplina concreta y se han convertido en moneda de uso corriente en la controversia política. Podría citar muchos ejemplos, pero aludiré solo a uno, el de memoria histórica. Tampoco quiero ahora entrar en disquisiciones críticas sobre el mismo. Lo menciono tan solo por una paradoja sorprendente que se da en nuestros lares y que me ha surgido tras la lectura del ensayo –monumental en más de un sentido (solo en extensión, más de mil páginas)–, que el prestigioso historiador francés Olivier Wieviorka ha dedicado a la última conflagración mundial y cuya versión española acaba de aparecer en estos días con el título, bien justificado, de Historia total de la Segunda Guerra Mundial (editorial Crítica, traducción de David León Gómez).

La paradoja aludida es la siguiente: en unos tiempos como estos que han entronizado el victimismo –a veces con razón, pero a menudo sin ella, solo por extraer rédito político–; en una época, insisto, en que el rol de víctima sufre una auténtica inflación de postulantes y en la que se presume de una exacerbada sensibilidad para detectar tropelías e injusticias del pasado –pero con criterios y propósitos más que discutibles–; en esta fase, en fin, en la que nos ha tocado vivir, resulta cuanto menos extraño el contraste entre la severidad casi puritana con la que se juzgan determinados sucesos puntuales y el olvido, o incluso la desidia, que se manifiestan ante auténticas hecatombes. Ya sé que la mirada humana –y la memoria, claro está– son selectivas. Pero eso no puede justificar la alegre aplicación de la ley del embudo.

La Segunda Guerra Mundial fue la mayor catástrofe de la historia humana. Lo fue en términos cuantitativos y cualitativos. En cuanto a lo primero, hay poca discusión posible. Me gustaría decir que las cifras escuetas que menciona el autor de este libro hablan por sí solas, pero no me hago ilusiones al respecto. Son tan descomunales, tan inabarcables por la mente humana que, de modo inevitable, las transformamos en simples cifras, meras estadísticas. Podemos poner nombres y también rostros a una víctima, a dos, a varias, una veintena a lo sumo. Pero decir que las hostilidades que se produjeron entre 1939 y 1945 produjeron la muerte de entre 60 y 70 millones de seres humanos desborda todos los límites de la capacidad de comprensión e imaginación humanas. También esto es desconcertante: sabemos hacer cosas que no podemos comprender y cuanto más monstruosas, menos comprensibles nos resultan.

Resulta, pues, inútil, insistir al respecto. De nada sirve establecer cómputos por naciones: 26 millones de víctimas soviéticas, entre 14 y 20 millones de chinos. Incluso la noción de la Shoah, que las imágenes y los relatos nos han hecho más próxima, es en sí misma ininteligible, al afectar a una población de entre cinco y seis millones de judíos. Fijémonos, pues, en los aspectos cualitativos. En esta esfera me bastan dos pinceladas para retratar el horror inigualable e insólito de la contienda. En la Segunda Guerra Mundial las víctimas civiles superaron de manera abrumadora a los muertos y heridos en combate (Wieviorka enfatiza este aspecto, que califica de «fenómeno inédito»). Pero, además de ello, el avance científico y tecnológico abrió posibilidades insospechadas al viejo arte de hacer la guerra. Por decirlo sin ambages, la actividad bélica se transformó en una nueva industria, la de destruir a mansalva bienes y vidas con una eficacia y precisión desconocidas hasta ese momento.

Cuando se trata de la Segunda Guerra Mundial podemos estar seguros de no incurrir en hipérbole alguna. Al contrario, el riesgo permanente es minimizar o banalizar, aun sin intenciones aviesas. Señala Wieviorka que «en la historia del mundo no había habido otro conflicto que hiciera daño a tantos seres humanos en tan poco tiempo ni con medios tan salvajes». Por eso, como señalaba al principio, sorprende la discrecionalidad –¿o arbitrariedad?– con la que se elaboran en nuestro país múltiples discursos y relatos del pasado. Sin rigor ni perspectiva, no solo se tiende a magnificar lo propio hasta el ridículo –sobre todo si es malo– sino que se desconoce lo ajeno. Por poner un ejemplo sencillo, se incurre en una intolerable frivolidad al calificar de genocidio la represión en nuestra guerra civil, insultando con ello de paso a las víctimas del auténtico genocidio nazi.

Herederos del conflicto

Puede argüirse, sin que falte parte de razón, que España permaneció al margen de las dos grandes guerras mundiales. Pero haberse librado del sufrimiento y de las masacres no legitima la ignorancia de lo que pasó ni, mucho menos, el silencio. A veces, simplemente no es más que mero desdén, un palpable desinterés, tanto más ominoso cuanto que en los estudios sociológicos se resalta el acendrado europeísmo de la sociedad española. ¿Europeísmo sin saber, más que de oídas y por encima, lo que pasó hace poco más de 80 años, que es ayer, como quien dice, en términos históricos? Pero es que, además, no estamos hablando de un pasado que pueda calificarse de más o menos próximo, sino de la Europa actual y, en conjunto, del mundo de hoy, heredero directo de lo que se dirimió en aquella contienda. No solo el actual conflicto ucraniano, sino toda la geopolítica mundial deriva de lo que sucedió en aquellos años cruciales.

Saludo por ello con entusiasmo la aparición de obras como la que nos ocupa y le deseo la mayor difusión posible. Ya sé que un grueso volumen de 1.100 páginas constituye por sí mismo un argumento disuasorio para muchos lectores, pero harán mal en rehuir el envite. El libro que ha escrito Olivier Wieviorka tiene todas las cualidades de una gran obra de divulgación: es claro, preciso, ordenado, didáctico y está bien escrito (y bien traducido). No se limita a acumular fechas, datos y cifras (aun siendo pródigo en todos ellos) sino que a intervalos regulares deja paso a la reflexión: resume, interpreta, analiza y compara. Quien no sepa casi nada –o muy poco- de la Segunda Guerra Mundial, no se encontrará perdido en ningún momento, pero incluso el especialista sabrá valorar la capacidad expositiva y sintética del historiador francés.

Como pueden imaginar, la obra incorpora las últimas tendencias e investigaciones acerca de los acontecimientos bélicos. Esta mención resulta muy pertinente por dos motivos: primero, porque, como se subraya en diversas ocasiones, la Segunda Guerra Mundial no puede entenderse solo desde la perspectiva bélica, sino aunando otras muchas facetas (entre ellas, política, geoestratégica, económica, social e ideológica). En segundo lugar, lejos de una mera acumulación sin más de todos esos elementos, el autor ha procurado insertar cada uno en un cuadro general, una especie de mosaico en el que cada parte cumple su función y complementa a las otras. El resultado es una espléndida visión de conjunto.

No se espere, en cambio, que el ensayo de Wieviorka revolucione en lo esencial –y apenas tampoco en aspectos puntuales– nuestra concepción del conflicto. No pretende tal objetivo. Pero sí introduce algunas consideraciones que merecen ser destacadas. La primera, en línea con las actuales corrientes historiográficas, enfatiza el peso específico del sujeto en la historia. En este caso, ello implica la valoración del papel y de las decisiones de los líderes y dirigentes políticos que, con sus aciertos, errores e interacciones mutuas, marcaron los derroteros por los que transcurrieron los acontecimientos.

Muy relacionado con ello está el énfasis en la improvisación como pauta dominante en la política del período y en la dirección de la guerra. Dicho de modo más sencillo, Wieviorka expone –y analiza– cómo ocurrieron las cosas, pero señala también que pudieron ser de otro modo o incluso que estuvieron a punto de ser de otra manera: en lo interpretativo, predomina, pues lo contingente frente a lo estructural. No es una cuestión meramente teórica o metodológica, pues conduce a un tercer rasgo que explica el carácter mismo que adquirió la guerra y que, en última instancia, hizo que se convirtiera en la mayor carnicería de la historia humana. Los contendientes se embarcaron en una dinámica enloquecida que en un momento dado les fue imposible parar, una escalada de represalias salvajes como respuesta a cada coyuntura crítica. En cuestión de responsabilidades, unos fueron más culpables que otros, pero todos, sin excepción, pisotearon todos los límites éticos. En este contexto nunca está de más recordar lo obvio: la Segunda Guerra Mundial engendró el mundo que vivimos.

 Suelo ser muy cauto cuando tengo que lidiar con determinados conceptos que, por las causas que fuere, han trascendido el ámbito estricto de una disciplina concreta  

Suelo ser muy cauto cuando tengo que lidiar con determinados conceptos que, por las causas que fuere, han trascendido el ámbito estricto de una disciplina concreta y se han convertido en moneda de uso corriente en la controversia política. Podría citar muchos ejemplos, pero aludiré solo a uno, el de memoria histórica. Tampoco quiero ahora entrar en disquisiciones críticas sobre el mismo. Lo menciono tan solo por una paradoja sorprendente que se da en nuestros lares y que me ha surgido tras la lectura del ensayo –monumental en más de un sentido (solo en extensión, más de mil páginas)–, que el prestigioso historiador francés Olivier Wieviorka ha dedicado a la última conflagración mundial y cuya versión española acaba de aparecer en estos días con el título, bien justificado, de Historia total de la Segunda Guerra Mundial (editorial Crítica, traducción de David León Gómez).

La paradoja aludida es la siguiente: en unos tiempos como estos que han entronizado el victimismo –a veces con razón, pero a menudo sin ella, solo por extraer rédito político–; en una época, insisto, en que el rol de víctima sufre una auténtica inflación de postulantes y en la que se presume de una exacerbada sensibilidad para detectar tropelías e injusticias del pasado –pero con criterios y propósitos más que discutibles–; en esta fase, en fin, en la que nos ha tocado vivir, resulta cuanto menos extraño el contraste entre la severidad casi puritana con la que se juzgan determinados sucesos puntuales y el olvido, o incluso la desidia, que se manifiestan ante auténticas hecatombes. Ya sé que la mirada humana –y la memoria, claro está– son selectivas. Pero eso no puede justificar la alegre aplicación de la ley del embudo.

La Segunda Guerra Mundial fue la mayor catástrofe de la historia humana. Lo fue en términos cuantitativos y cualitativos. En cuanto a lo primero, hay poca discusión posible. Me gustaría decir que las cifras escuetas que menciona el autor de este libro hablan por sí solas, pero no me hago ilusiones al respecto. Son tan descomunales, tan inabarcables por la mente humana que, de modo inevitable, las transformamos en simples cifras, meras estadísticas. Podemos poner nombres y también rostros a una víctima, a dos, a varias, una veintena a lo sumo. Pero decir que las hostilidades que se produjeron entre 1939 y 1945 produjeron la muerte de entre 60 y 70 millones de seres humanos desborda todos los límites de la capacidad de comprensión e imaginación humanas. También esto es desconcertante: sabemos hacer cosas que no podemos comprender y cuanto más monstruosas, menos comprensibles nos resultan.

Resulta, pues, inútil, insistir al respecto. De nada sirve establecer cómputos por naciones: 26 millones de víctimas soviéticas, entre 14 y 20 millones de chinos. Incluso la noción de la Shoah, que las imágenes y los relatos nos han hecho más próxima, es en sí misma ininteligible, al afectar a una población de entre cinco y seis millones de judíos. Fijémonos, pues, en los aspectos cualitativos. En esta esfera me bastan dos pinceladas para retratar el horror inigualable e insólito de la contienda. En la Segunda Guerra Mundial las víctimas civiles superaron de manera abrumadora a los muertos y heridos en combate (Wieviorka enfatiza este aspecto, que califica de «fenómeno inédito»). Pero, además de ello, el avance científico y tecnológico abrió posibilidades insospechadas al viejo arte de hacer la guerra. Por decirlo sin ambages, la actividad bélica se transformó en una nueva industria, la de destruir a mansalva bienes y vidas con una eficacia y precisión desconocidas hasta ese momento.

Cuando se trata de la Segunda Guerra Mundial podemos estar seguros de no incurrir en hipérbole alguna. Al contrario, el riesgo permanente es minimizar o banalizar, aun sin intenciones aviesas. Señala Wieviorka que «en la historia del mundo no había habido otro conflicto que hiciera daño a tantos seres humanos en tan poco tiempo ni con medios tan salvajes». Por eso, como señalaba al principio, sorprende la discrecionalidad –¿o arbitrariedad?– con la que se elaboran en nuestro país múltiples discursos y relatos del pasado. Sin rigor ni perspectiva, no solo se tiende a magnificar lo propio hasta el ridículo –sobre todo si es malo– sino que se desconoce lo ajeno. Por poner un ejemplo sencillo, se incurre en una intolerable frivolidad al calificar de genocidio la represión en nuestra guerra civil, insultando con ello de paso a las víctimas del auténtico genocidio nazi.

Puede argüirse, sin que falte parte de razón, que España permaneció al margen de las dos grandes guerras mundiales. Pero haberse librado del sufrimiento y de las masacres no legitima la ignorancia de lo que pasó ni, mucho menos, el silencio. A veces, simplemente no es más que mero desdén, un palpable desinterés, tanto más ominoso cuanto que en los estudios sociológicos se resalta el acendrado europeísmo de la sociedad española. ¿Europeísmo sin saber, más que de oídas y por encima, lo que pasó hace poco más de 80 años, que es ayer, como quien dice, en términos históricos? Pero es que, además, no estamos hablando de un pasado que pueda calificarse de más o menos próximo, sino de la Europa actual y, en conjunto, del mundo de hoy, heredero directo de lo que se dirimió en aquella contienda. No solo el actual conflicto ucraniano, sino toda la geopolítica mundial deriva de lo que sucedió en aquellos años cruciales.

Saludo por ello con entusiasmo la aparición de obras como la que nos ocupa y le deseo la mayor difusión posible. Ya sé que un grueso volumen de 1.100 páginas constituye por sí mismo un argumento disuasorio para muchos lectores, pero harán mal en rehuir el envite. El libro que ha escrito Olivier Wieviorka tiene todas las cualidades de una gran obra de divulgación: es claro, preciso, ordenado, didáctico y está bien escrito (y bien traducido). No se limita a acumular fechas, datos y cifras (aun siendo pródigo en todos ellos) sino que a intervalos regulares deja paso a la reflexión: resume, interpreta, analiza y compara. Quien no sepa casi nada –o muy poco- de la Segunda Guerra Mundial, no se encontrará perdido en ningún momento, pero incluso el especialista sabrá valorar la capacidad expositiva y sintética del historiador francés.

Como pueden imaginar, la obra incorpora las últimas tendencias e investigaciones acerca de los acontecimientos bélicos. Esta mención resulta muy pertinente por dos motivos: primero, porque, como se subraya en diversas ocasiones, la Segunda Guerra Mundial no puede entenderse solo desde la perspectiva bélica, sino aunando otras muchas facetas (entre ellas, política, geoestratégica, económica, social e ideológica). En segundo lugar, lejos de una mera acumulación sin más de todos esos elementos, el autor ha procurado insertar cada uno en un cuadro general, una especie de mosaico en el que cada parte cumple su función y complementa a las otras. El resultado es una espléndida visión de conjunto.

No se espere, en cambio, que el ensayo de Wieviorka revolucione en lo esencial –y apenas tampoco en aspectos puntuales– nuestra concepción del conflicto. No pretende tal objetivo. Pero sí introduce algunas consideraciones que merecen ser destacadas. La primera, en línea con las actuales corrientes historiográficas, enfatiza el peso específico del sujeto en la historia. En este caso, ello implica la valoración del papel y de las decisiones de los líderes y dirigentes políticos que, con sus aciertos, errores e interacciones mutuas, marcaron los derroteros por los que transcurrieron los acontecimientos.

Muy relacionado con ello está el énfasis en la improvisación como pauta dominante en la política del período y en la dirección de la guerra. Dicho de modo más sencillo, Wieviorka expone –y analiza– cómo ocurrieron las cosas, pero señala también que pudieron ser de otro modo o incluso que estuvieron a punto de ser de otra manera: en lo interpretativo, predomina, pues lo contingente frente a lo estructural. No es una cuestión meramente teórica o metodológica, pues conduce a un tercer rasgo que explica el carácter mismo que adquirió la guerra y que, en última instancia, hizo que se convirtiera en la mayor carnicería de la historia humana. Los contendientes se embarcaron en una dinámica enloquecida que en un momento dado les fue imposible parar, una escalada de represalias salvajes como respuesta a cada coyuntura crítica. En cuestión de responsabilidades, unos fueron más culpables que otros, pero todos, sin excepción, pisotearon todos los límites éticos. En este contexto nunca está de más recordar lo obvio: la Segunda Guerra Mundial engendró el mundo que vivimos.

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