En el número de noviembre de la revista Caimán se ha publicado un breve texto del veterano crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum sobre Un largo adiós, la película de Robert Altman que llegó a las pantallas en primavera de 1973. Siempre ha sido un film controvertido y Rosenbaum no ve motivos para soltar la presa: su posición sigue siendo que los movimientos de cámara de Altman no logran ocultar la confusión intelectual que se trasluce en la decisión de trasponer a Philip Marlowe —el legendario detective nacido de la pluma de Raymond Chandler— al entorno enrarecido del Los Ángeles de los años setenta, o sea allí donde su código moral de posguerra se demuestra inútil. Si no hay fondo sobre el que sostener la película, dice Rosenbaum, los formalismos de Altman no saben dónde van ni llegan a ninguna parte. ¡Disparo errado del francotirador de Kansas City!
Me parece que Rosenbaum se equivoca. Pero no es el único que plantea objeciones a la película o discute los méritos de la desigual carrera de su realizador. Se trata de la enésima demostración de que no existen criterios indiscutibles a partir de los cuales juzgar la calidad de una obra artística; con la salvedad de aquellas que representan la realidad de manera figurativa y nos permiten elogiar el parecido con ella. Incluso en estos casos puede alegarse, sin embargo, que una obra en apariencia lograda es irrelevante o carece de fuerza expresiva; todo depende del terreno en el que se desenvuelva la conversación. En el caso del cine, por lo demás, nada demuestra mejor la diversidad del gusto que esas tablas publicadas por algunas revistas en las que sus colaboradores ponen nota a los estrenos: la unanimidad es una quimera y las discrepancias son tan abundantes que uno acaba por pensar que el juicio estético es una lotería. Poco puede hacerse al respecto, en todo caso; que cada uno defienda sus predilecciones de la mejor manera posible y viva el pluralismo.
Un largo adiós toma su título de la novela original de Chandler y fue adaptada para la pantalla grande por la singular Leigh Brackett, escritora de ciencia-ficción y guionista ocasional que ya había escrito El sueño eterno para Howard Hawks en 1946. Inicialmente, la película iba a ser dirigida por Peter Bogdanovich y sonaban como protagonistas Robert Mitchum o Lee Marvin, en justa correspondencia con el auge del llamado neo-noir que arranca a finales de los 60 y se extiende durante toda la década de los 70: arranca con Harper (1966), A quemarropa (1967) y Bonnie & Clyde (1967), consolidándose con Klute (1971), French Connection (1971), Los amigos de Eddie Coyle (1973), La conversación (1974) o La noche se mueve (1975), ramificándose luego en formas tan personales como El asesinato de un corredor de apuestas chino (1976) o La traición de Mikey (1976). Algunas de ellas actualizan el estereotipo del detective, como la formidable Chinatown (1974) y la pobre Detective privado (1978), nueva adaptación de El sueño eterno con Michael Winner en la dirección y Robert Mitchum como protagonista. Hace apenas un par de años, por cierto, Neil Jordan ha resucitado a Marlowe en la piel de Liam Neeson; aunque la película no es gran cosa, hay que aplaudir el empeño por mantener al private eye en las calles de la ciudad.
En el marco de aquel boom del genéro, al que tampoco fueron ajenos los dos Padrinos (1972 y 1974) de Coppola, la reacción inicial de Altman ante la propuesta del productor Elliot Kasner fue el rechazo: no le interesaba hacer la enésima película de detectives recorriendo Los Ángeles en busca de justicia, ni creía que el público pudiera dejar de pensar en Bogart como referente de esa narrativa. Altman se distinguía ya entonces por su intento de subvertir los géneros tradicionales del cine hollywoodense, empeño que hasta el momento había fructificado en la comedia bélica (MASH) y el western (Los vividores). Así que cuando se abrió la posibilidad de contar con Elliot Gould —uno de sus actores fetiche— y él mismo leyó un guion que termina con Marlowe matando en México al amigo que lo ha traicionado, Altman se persuadió de que aquel material podía serle provechoso y se reunió con Brackett en Londres para reescribir juntos el texto.
Obtenido el compromiso de los productores de respetar su visión del film, el casting se completó con el legendario Sterling Hayden en el papel del escritor alcoholizado Roger Wade y la cantante folk Nina van Pallandt en el de su esposa; el director Mark Rydell interpretaría al gángster judío Marty Augustine y Henry Gibson —habitual de Altman— encarnaría al dueño del sanatorio donde Wade busca remedio a sus adicciones. El equipo se enriqueció con la decisiva aportación del gran director de fotografía Vilmos Zsigmond, que tenía encomendado rehuir la agresiva luminosidad californiana y transmitir la impresión de una postal angelina de los años 40, y con el músico John Williams, quien compuso junto a Johny Mercer una maravillosa canción —titulada como la película— que oímos durante toda la película en diferentes versiones e incluso es cantada por el propio Marlowe, interpretada al piano en el bar donde este recibe sus llamadas y reproducida por la campanilla de una puerta.
«Este Marlowe conduce un Lincoln Continental de 1948, viste siempre un traje negro y encadena un cigarro tras otro»
¿Y qué hay de novedoso o chocante en el largo adiós de Altman? La trama sigue fielmente la novela: Terry Lennox, amigo íntimo de Marlowe, mata a su mujer con el propósito de huir a México con la mujer de Malibú con la que mantiene un romance. Esta es a su vez es esposa de un escritor venido a menos y encarga a Marlowe que investigue su desaparición; ambos lo usan para culminar su plan. Tanto el gánster como la policía se echan encima de Marlowe, que solo tras el suicidio del escritor y la espantada de la viuda —heredera ya— descubre la verdad. Viaja a México por segunda vez y, tras sobornar a los funcionarios locales con el billete de 5.000 dólares que su amigo le ha enviado para compensarle por los perjuicios causados, descubre su escondite. Y si bien intercambia unas frases con Lennox, este solo trata de convencerle de que deje estar el asunto porque ya no le importa a nadie. «A nadie salvo a mí», responde Marlowe, apretando el gatillo y emprendiendo el camino de regreso a Los Ángeles. Caso cerrado.
Pero la cuestión no está en lo que nos cuenta Altman, sino en cómo nos lo cuenta; y lo hace de tal manera que termina por contarnos algo distinto. Su enfoque es heterodoxo: Marlowe vive en un apartamento del complejo High Tower que aparece en La ventana alta, otra de las novelas de Chandler, donde es vecino de un grupo de atractivas chicas que hacen yoga sin camiseta y venden velas en una tienda de Hollywood Boulevard. El detective solo tiene a su gato, que lo obliga a buscar comida de madrugada en el arranque de la película: el felino solo come una de las marcas a la venta en supermercados. Este Marlowe conduce un Lincoln Continental de 1948, viste siempre un traje negro y encadena un cigarro tras otro mientras va musitando «It´s okay with me» a la manera de una aceptación desenfadada y escéptica del mundo al que ha sido transportado. Tales anacronismos remiten al tema de la nostalgia característico del neo-noir, género en el que —como ha señalado Sean Maher— abundan las resonancias históricas que proporcionan a la ciudad de Los Ángeles una función posmoderna como «significantes temporales» que remiten al pasado real e imaginado de la ciudad. Escenario de las peripecias del detective de ficción en la literatura pulp y el film noir, Los Ángeles es inseparable de Hollywood en la misma medida en que el neo-noir es inseparable de sus precedentes cinematográficos.
No es que Altman esconda precisamente sus cartas: lo primero que vemos en pantalla es un grabado que reproduce la imagen publicitaria de Los Ángeles allá por los años 40 junto con la leyenda «Hollywood», mientras suena brevemente la tonadilla de Hooray for Hollywood, que a su vez es una canción que aparece originalmente en el musical de Busby Berkeley Hollywood Hotel (1937) y que ha conocido múltiples versiones desde entonces, convirtiéndose en clásico recurrente de las ceremonias de entrega de los Óscar. La música es de Richard Whiting y la letra de Johny Mercer, quien, como se ha dicho, canta The Long Goodbye en la película de Altman; su tema es la industria del cine, cuya capacidad para crear ilusiones es celebrada de manera irónica: Hollywood es aquel lugar «donde eres fantástico, incluso si solo eres bueno» y en el que el señor Max Factor «puede hacer que un mono tenga buen aspecto», hasta el punto de que «en media hora hace que parezcas Tyrone Power». Falsa ingenuidad, pues: los tontos de Hollywood sabían lo que se hacían desde el principio. Y Altman también, pese a que su actitud hacia esa tradición es —como se verá enseguida— mucho más ambivalente de lo que parece.
La canción, que se desvanece enseguida para dar paso al tema principal de la película al tiempo que vemos a Marlowe dormir en su cochambrosa habitación con barba de tres días, reaparece en el desenlace: una vez ejecutado a sangre fría su viejo amigo Terry Lennox, Marlowe camina por una larga arboleda y se cruza con Eileen Wade, que conduce de camino a la hacienda que comparte con su amante. La secuencia remite al glorioso final de El tercer hombre, como admite el propio Altman; cuando ella se ha alejado, Marlowe da pequeños pases de baile al son de Horaay for Hollywood. Pero hay más alusiones a la fábrica de sueños: el acceso a la Colonia Malibú, que es donde viven los Wade, lo franquea un guardia que hace imitaciones de estrellas tales como Barbara Stanwyck, James Stewart o Walter Brennan; en una de sus visitas al complejo residencial, Marlowe llama «Asta» a un perro que no le deja pasar, que es el nombre del famoso perro-actor que aparecía en la serie sobre El hombre delgado, protagonizada por William Powell y Mirna Loy en los años 30; cuando Marlowe es ingresado en el hospital, en fin, su compañero de habitación está vendado de los pies a la cabeza, a la manera de los pacientes extremos del noir. Sabemos qué territorio pisamos, aunque se nos empuja el extrañamiento: como si viéramos la acción reflejada en un espejo.
«La ‘nostalgia irónica’ desplegada en ‘Un largo adiós’ enriquece la película al dotarla de ambivalencia»
De ahí que sea legítimo preguntarse por la función que cumplen estas «bromas brechtianas sobre Hollywood», como las llama con tino James Naremore. ¿Qué quiere decirnos Altman con ellas? ¿Delatan esa «confusión intelectual» que le reprocha Jonathan Rosenbaum? Sin descartar que el realizador norteamericano la padezca por momentos, pues nadie puede exigirle que mantenga siempre la coherencia del filósofo analítico, el hecho es que la nostalgia irónica desplegada en Un largo adiós enriquece la película al dotarla de ambivalencia. Recordemos lo que dice Quentin Tarantino en el ensayo que dedica al Nuevo Hollywood en Meditaciones de cine, su reciente compilación de textos cinematográficos:
«Estos nuevos realizadores adoptaban una perspectiva anti-establishment. Los auteurs anti-establishment querían rehacer las películas de John Ford, pero no a la manera de Scorsese y Schrader en Taxi Driver y Hardcore. Querían rehacer Fort Apache desde la perspectiva de los apaches».
Tarantino incluye a Altman entre los cineastas anti-establishment; su irrupción con MASH había sido ya lo bastante elocuente. Sin embargo, conviene hacer algunas precisiones. De un lado, hay que recordar que la parodia y la sátira siempre han formado parte de Hollywood: de Buster Keaton a Blake Edwards, pasando por los Hermanos Marx o Preston Sturges, la industria ha sabido reírse de sus propios clichés y con ello ha reforzado su propia mitología. Y eso incluye el cine de gángsters y detectives, como atestigua la mencionada serie de El hombre delgado y como sugieren incluso los elementos cómicos que contiene la versión de El sueño eterno firmada por Howard Hawks. Es más: durante los años de consolidación del neo-noir aparece un tipo de parodia que constituye asimismo un homenaje al noir clásico: Gumshoe (1971), en la que Stephen Frears nos presenta a un Albert Finney que vive en Liverpool y cree ser un detective de Hammet; Sueños de un seductor (1972), escrita por Woody Allen a partir de su obra de teatro sobre un soltero tímido que se obsesiona con Casablanca y recibe los consejos para ligar de un Bogart imaginario; o El gato conoce al asesino (1977), producida por Altman, donde Robert Benton nos cuenta la peripecia de un detective jubilado que se embarca en un último caso de la mano de una vieja amiga a la que da vida Lily Tomlin. En todos estos casos, se juega con los referentes y códigos del género, presuponiéndose que el espectador tiene con ellos una familiaridad que hace posible el disfrute: si las alusiones fueran irreconocibles, resultaría imposible apreciar la variación paródica y se perdería el sentido del film.
En Un largo adiós pasa algo parecido: Altman puede ejecutar su maniobra porque el género que desea satirizar posee fuerza por sí mismo y el público identifica los códigos que él procede a manipular. Sin la norma que proporciona el detective clásico, su variación paródica resulta ininteligible. O bien: si disfrutamos con el Marlowe de Altman es porque apreciamos el modelo original, que en el caso de Hawks y Bogart es ya en buena medida desviación del original chandleriano. Y ahí es donde cabe reivindicar la originalidad del planteamiento de Altman, quien rechaza que su Marlowe sea irrespetuoso con el personaje que aparece en las novelas. Cuando David Thompson le pregunta —en Altman on Altman, libro que recoge las conversaciones entre ambos— sobre la presunta desnaturalización de Marlowe, Altman responde:
«Altman introduce una violencia desacostumbrada que pretende advertir al espectador que hay un mundo real»
«Me extrañaba todo eso, porque yo había leído muchos de los libros y lo que Chandler había escrito era realmente un conjunto de breves viñetas o ensayos temáticos sobre Los Ángeles, en los que Marlowe funcionaba como un mecanismo unificador. Y creo que fui fiel a eso. (…) De hecho, creo que nos mantuvimos más fieles al personaje de Chandler que las otras versiones, donde lo convertían en una especie de superhéroe de película».
No le falta razón, aunque el asunto tiene muchos matices. Por ejemplo, Altman introduce una violencia desacostumbrada que pretende advertir al espectador que hay un mundo real fuera de las representaciones cinematográficas; de ahí que Marty Augustine —la idea es de Altman y no de Brackett— rompa una botella de Coca-Cola en la cara de su amante cuando visita el apartamento de Marlowe. El gángster quiere con ello advertir a Marlowe que no va de farol: « Y eso que a ella la quiero; tú ni siquiera me gustas». También cumplirían esa función desmitificadora la conducta agresiva de Roger Wade, que Hayden interpreta haciendo de sí mismo, tal como puede comprobarse en Faro del caos, documental de 1983 en el que lo vemos viviendo en una barcaza amarrada en el Sena, así como las observaciones sobre las diferencias de clase en la Colonia Malibú, llena de inmigrantes que visten cofia y sirven en las lujosas residencias del lugar. En la preciosa casa de los Wade, vivía el propio Altman cuando hizo la película, así que es probable que el álbum de Leonard Cohen que vemos sobre el aparador de Eileen Wade fuera suyo: recordemos que la banda sonora de Los vividores está compuesta exclusivamente de canciones del canadiense.
En definitiva, Altman quiere moverse entre el realismo y la parodia; juega con sus referentes y amaga con denunciar su presunta falsedad, pero termina por apoyarse en ellos de una manera novedosa y eficaz gracias a la seductora combinación de sus elementos. Aunque su biógrafo Patrick McGilligan sostiene que los puristas nunca hallarán consuelo en una película de Altman, Un largo adiós es simultáneamente pura y mestiza. Así que no se equivoca James Naremore cuando reprocha al director que ni siquiera él sabe lo que está satirizando en la escena final, cuando un Marlowe que se ha tomado la justicia por su mano —si es el hombre de honor que Chandler quería ese crimen tiene su extraña coherencia— camina al son de Hooray for Hollywood; si lo que quiere decirnos es que fuera de Hollywood las cosas funcionan de manera diferente a como lo hacen dentro de sus ficciones, Altman, a diferencia de Marlowe, ha errado el tiro.
Porque Un largo adiós no logra en ningún momento emanciparse de sus referentes originales, funcionando mejor como película tradicional que como sátira de la tradición… sin dejar de incorporar esta última con relativo éxito. De hecho, el andamiaje dramático de Un largo adiós —tal gracias a Brackett— está mucho más estructurado que los de Ladrones como nosotros o California Split, donde Altman se muestra más inclinado a la improvisación actoral y la libre indagación por medio del movimiento de cámara; si esta se mueve mucho en Un largo adiós, como si explorase por su cuenta el entorno en el que se mueve Marlowe, nunca lo hace de manera caprichosa y sugiere un paralelismo con el vagabundeo del detective en un mundo en el que apenas se reconoce.
Pero existe además una diferencia crucial entre el noir y el western que Tarantino parece pasar por alto: mientras que el western clásico (problematizado ya en los años 50) alimenta una ideología que encubre relevantes verdades históricas sobre la construcción del sueño americano, el noir propiamente dicho (que nace con la II Guerra Mundial) es ya en sí mismo una problematización de ese relato nacional. De manera que el noir de los 40 y los 50 ya es a menudo turbio, ambiguo, nihilista. Sus limitaciones durante ese periodo clásico las marcará en todo caso la censura, aunque Fritz Lang se las apaña para desfigurar a Gloria Grahame en Los sobornados; curiosamente, es el polaco Polanski quien mejor aprovecha la libertad expresiva ganada en el Nuevo Hollywood cuando sitúa en el centro de Chinatown a un personaje monstruoso, Noah Cross… al que da vida el director John Huston. En lo que al gran Altman se refiere, parece que las intraducibles categorías establecidas por Robin Wood allá por 1975 siguen en su sitio: si los policías que entrevistan a Marlowe en comisaría no saben si están ante un smart-ass (un listillo irreverente) o un cutie-pie (un seductor que te desarma), tampoco sabemos bien a qué atenernos con las películas —algunas magistrales, muchas excelentes, otras pésimas— de este maestro del cine moderno. Así es como Un largo adiós se mantiene en pie, fuente a la vez de placer visual y ambivalencia semántica; aunque Rosenbaum tenga sus razones para protestar, yo no me quejo. It´s okay with me! Y que suene ese piano.
En el número de noviembre de la revista Caimán se ha publicado un breve texto del veterano crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum sobre Un largo adiós, la
En el número de noviembre de la revista Caimán se ha publicado un breve texto del veterano crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum sobre Un largo adiós, la película de Robert Altman que llegó a las pantallas en primavera de 1973. Siempre ha sido un film controvertido y Rosenbaum no ve motivos para soltar la presa: su posición sigue siendo que los movimientos de cámara de Altman no logran ocultar la confusión intelectual que se trasluce en la decisión de trasponer a Philip Marlowe —el legendario detective nacido de la pluma de Raymond Chandler— al entorno enrarecido del Los Ángeles de los años setenta, o sea allí donde su código moral de posguerra se demuestra inútil. Si no hay fondo sobre el que sostener la película, dice Rosenbaum, los formalismos de Altman no saben dónde van ni llegan a ninguna parte. ¡Disparo errado del francotirador de Kansas City!
Me parece que Rosenbaum se equivoca. Pero no es el único que plantea objeciones a la película o discute los méritos de la desigual carrera de su realizador. Se trata de la enésima demostración de que no existen criterios indiscutibles a partir de los cuales juzgar la calidad de una obra artística; con la salvedad de aquellas que representan la realidad de manera figurativa y nos permiten elogiar el parecido con ella. Incluso en estos casos puede alegarse, sin embargo, que una obra en apariencia lograda es irrelevante o carece de fuerza expresiva; todo depende del terreno en el que se desenvuelva la conversación. En el caso del cine, por lo demás, nada demuestra mejor la diversidad del gusto que esas tablas publicadas por algunas revistas en las que sus colaboradores ponen nota a los estrenos: la unanimidad es una quimera y las discrepancias son tan abundantes que uno acaba por pensar que el juicio estético es una lotería. Poco puede hacerse al respecto, en todo caso; que cada uno defienda sus predilecciones de la mejor manera posible y viva el pluralismo.
Un largo adiós toma su título de la novela original de Chandler y fue adaptada para la pantalla grande por la singular Leigh Brackett, escritora de ciencia-ficción y guionista ocasional que ya había escrito El sueño eterno para Howard Hawks en 1946. Inicialmente, la película iba a ser dirigida por Peter Bogdanovich y sonaban como protagonistas Robert Mitchum o Lee Marvin, en justa correspondencia con el auge del llamado neo-noir que arranca a finales de los 60 y se extiende durante toda la década de los 70: arranca con Harper (1966), A quemarropa (1967) y Bonnie & Clyde (1967), consolidándose con Klute (1971), French Connection (1971), Los amigos de Eddie Coyle (1973), La conversación (1974) o La noche se mueve (1975), ramificándose luego en formas tan personales como El asesinato de un corredor de apuestas chino (1976) o La traición de Mikey (1976). Algunas de ellas actualizan el estereotipo del detective, como la formidable Chinatown (1974) y la pobre Detective privado (1978), nueva adaptación de El sueño eterno con Michael Winner en la dirección y Robert Mitchum como protagonista. Hace apenas un par de años, por cierto, Neil Jordan ha resucitado a Marlowe en la piel de Liam Neeson; aunque la película no es gran cosa, hay que aplaudir el empeño por mantener al private eye en las calles de la ciudad.
En el marco de aquel boom del genéro, al que tampoco fueron ajenos los dos Padrinos (1972 y 1974) de Coppola, la reacción inicial de Altman ante la propuesta del productor Elliot Kasner fue el rechazo: no le interesaba hacer la enésima película de detectives recorriendo Los Ángeles en busca de justicia, ni creía que el público pudiera dejar de pensar en Bogart como referente de esa narrativa. Altman se distinguía ya entonces por su intento de subvertir los géneros tradicionales del cine hollywoodense, empeño que hasta el momento había fructificado en la comedia bélica (MASH) y el western (Los vividores). Así que cuando se abrió la posibilidad de contar con Elliot Gould —uno de sus actores fetiche— y él mismo leyó un guion que termina con Marlowe matando en México al amigo que lo ha traicionado, Altman se persuadió de que aquel material podía serle provechoso y se reunió con Brackett en Londres para reescribir juntos el texto.
Obtenido el compromiso de los productores de respetar su visión del film, el casting se completó con el legendario Sterling Hayden en el papel del escritor alcoholizado Roger Wade y la cantante folk Nina van Pallandt en el de su esposa; el director Mark Rydell interpretaría al gángster judío Marty Augustine y Henry Gibson —habitual de Altman— encarnaría al dueño del sanatorio donde Wade busca remedio a sus adicciones. El equipo se enriqueció con la decisiva aportación del gran director de fotografía Vilmos Zsigmond, que tenía encomendado rehuir la agresiva luminosidad californiana y transmitir la impresión de una postal angelina de los años 40, y con el músico John Williams, quien compuso junto a Johny Mercer una maravillosa canción —titulada como la película— que oímos durante toda la película en diferentes versiones e incluso es cantada por el propio Marlowe, interpretada al piano en el bar donde este recibe sus llamadas y reproducida por la campanilla de una puerta.
«Este Marlowe conduce un Lincoln Continental de 1948, viste siempre un traje negro y encadena un cigarro tras otro»
¿Y qué hay de novedoso o chocante en el largo adiós de Altman? La trama sigue fielmente la novela: Terry Lennox, amigo íntimo de Marlowe, mata a su mujer con el propósito de huir a México con la mujer de Malibú con la que mantiene un romance. Esta es a su vez es esposa de un escritor venido a menos y encarga a Marlowe que investigue su desaparición; ambos lo usan para culminar su plan. Tanto el gánster como la policía se echan encima de Marlowe, que solo tras el suicidio del escritor y la espantada de la viuda —heredera ya— descubre la verdad. Viaja a México por segunda vez y, tras sobornar a los funcionarios locales con el billete de 5.000 dólares que su amigo le ha enviado para compensarle por los perjuicios causados, descubre su escondite. Y si bien intercambia unas frases con Lennox, este solo trata de convencerle de que deje estar el asunto porque ya no le importa a nadie. «A nadie salvo a mí», responde Marlowe, apretando el gatillo y emprendiendo el camino de regreso a Los Ángeles. Caso cerrado.
Pero la cuestión no está en lo que nos cuenta Altman, sino en cómo nos lo cuenta; y lo hace de tal manera que termina por contarnos algo distinto. Su enfoque es heterodoxo: Marlowe vive en un apartamento del complejo High Tower que aparece en La ventana alta, otra de las novelas de Chandler, donde es vecino de un grupo de atractivas chicas que hacen yoga sin camiseta y venden velas en una tienda de Hollywood Boulevard. El detective solo tiene a su gato, que lo obliga a buscar comida de madrugada en el arranque de la película: el felino solo come una de las marcas a la venta en supermercados. Este Marlowe conduce un Lincoln Continental de 1948, viste siempre un traje negro y encadena un cigarro tras otro mientras va musitando «It´s okay with me» a la manera de una aceptación desenfadada y escéptica del mundo al que ha sido transportado. Tales anacronismos remiten al tema de la nostalgia característico del neo-noir, género en el que —como ha señalado Sean Maher— abundan las resonancias históricas que proporcionan a la ciudad de Los Ángeles una función posmoderna como «significantes temporales» que remiten al pasado real e imaginado de la ciudad. Escenario de las peripecias del detective de ficción en la literatura pulp y el film noir, Los Ángeles es inseparable de Hollywood en la misma medida en que el neo-noir es inseparable de sus precedentes cinematográficos.
No es que Altman esconda precisamente sus cartas: lo primero que vemos en pantalla es un grabado que reproduce la imagen publicitaria de Los Ángeles allá por los años 40 junto con la leyenda «Hollywood», mientras suena brevemente la tonadilla de Hooray for Hollywood, que a su vez es una canción que aparece originalmente en el musical de Busby Berkeley Hollywood Hotel (1937) y que ha conocido múltiples versiones desde entonces, convirtiéndose en clásico recurrente de las ceremonias de entrega de los Óscar. La música es de Richard Whiting y la letra de Johny Mercer, quien, como se ha dicho, canta The Long Goodbye en la película de Altman; su tema es la industria del cine, cuya capacidad para crear ilusiones es celebrada de manera irónica: Hollywood es aquel lugar «donde eres fantástico, incluso si solo eres bueno» y en el que el señor Max Factor «puede hacer que un mono tenga buen aspecto», hasta el punto de que «en media hora hace que parezcas Tyrone Power». Falsa ingenuidad, pues: los tontos de Hollywood sabían lo que se hacían desde el principio. Y Altman también, pese a que su actitud hacia esa tradición es —como se verá enseguida— mucho más ambivalente de lo que parece.
La canción, que se desvanece enseguida para dar paso al tema principal de la película al tiempo que vemos a Marlowe dormir en su cochambrosa habitación con barba de tres días, reaparece en el desenlace: una vez ejecutado a sangre fría su viejo amigo Terry Lennox, Marlowe camina por una larga arboleda y se cruza con Eileen Wade, que conduce de camino a la hacienda que comparte con su amante. La secuencia remite al glorioso final de El tercer hombre, como admite el propio Altman; cuando ella se ha alejado, Marlowe da pequeños pases de baile al son de Horaay for Hollywood. Pero hay más alusiones a la fábrica de sueños: el acceso a la Colonia Malibú, que es donde viven los Wade, lo franquea un guardia que hace imitaciones de estrellas tales como Barbara Stanwyck, James Stewart o Walter Brennan; en una de sus visitas al complejo residencial, Marlowe llama «Asta» a un perro que no le deja pasar, que es el nombre del famoso perro-actor que aparecía en la serie sobre El hombre delgado, protagonizada por William Powell y Mirna Loy en los años 30; cuando Marlowe es ingresado en el hospital, en fin, su compañero de habitación está vendado de los pies a la cabeza, a la manera de los pacientes extremos del noir. Sabemos qué territorio pisamos, aunque se nos empuja el extrañamiento: como si viéramos la acción reflejada en un espejo.
«La ‘nostalgia irónica’ desplegada en ‘Un largo adiós’ enriquece la película al dotarla de ambivalencia»
De ahí que sea legítimo preguntarse por la función que cumplen estas «bromas brechtianas sobre Hollywood», como las llama con tino James Naremore. ¿Qué quiere decirnos Altman con ellas? ¿Delatan esa «confusión intelectual» que le reprocha Jonathan Rosenbaum? Sin descartar que el realizador norteamericano la padezca por momentos, pues nadie puede exigirle que mantenga siempre la coherencia del filósofo analítico, el hecho es que la nostalgia irónica desplegada en Un largo adiós enriquece la película al dotarla de ambivalencia. Recordemos lo que dice Quentin Tarantino en el ensayo que dedica al Nuevo Hollywood en Meditaciones de cine, su reciente compilación de textos cinematográficos:
«Estos nuevos realizadores adoptaban una perspectiva anti-establishment. Los auteurs anti-establishment querían rehacer las películas de John Ford, pero no a la manera de Scorsese y Schrader en Taxi Driver y Hardcore. Querían rehacer Fort Apache desde la perspectiva de los apaches».
Tarantino incluye a Altman entre los cineastas anti-establishment; su irrupción con MASH había sido ya lo bastante elocuente. Sin embargo, conviene hacer algunas precisiones. De un lado, hay que recordar que la parodia y la sátira siempre han formado parte de Hollywood: de Buster Keaton a Blake Edwards, pasando por los Hermanos Marx o Preston Sturges, la industria ha sabido reírse de sus propios clichés y con ello ha reforzado su propia mitología. Y eso incluye el cine de gángsters y detectives, como atestigua la mencionada serie de El hombre delgado y como sugieren incluso los elementos cómicos que contiene la versión de El sueño eterno firmada por Howard Hawks. Es más: durante los años de consolidación del neo-noir aparece un tipo de parodia que constituye asimismo un homenaje al noir clásico: Gumshoe (1971), en la que Stephen Frears nos presenta a un Albert Finney que vive en Liverpool y cree ser un detective de Hammet; Sueños de un seductor (1972), escrita por Woody Allen a partir de su obra de teatro sobre un soltero tímido que se obsesiona con Casablanca y recibe los consejos para ligar de un Bogart imaginario; o El gato conoce al asesino (1977), producida por Altman, donde Robert Benton nos cuenta la peripecia de un detective jubilado que se embarca en un último caso de la mano de una vieja amiga a la que da vida Lily Tomlin. En todos estos casos, se juega con los referentes y códigos del género, presuponiéndose que el espectador tiene con ellos una familiaridad que hace posible el disfrute: si las alusiones fueran irreconocibles, resultaría imposible apreciar la variación paródica y se perdería el sentido del film.
En Un largo adiós pasa algo parecido: Altman puede ejecutar su maniobra porque el género que desea satirizar posee fuerza por sí mismo y el público identifica los códigos que él procede a manipular. Sin la norma que proporciona el detective clásico, su variación paródica resulta ininteligible. O bien: si disfrutamos con el Marlowe de Altman es porque apreciamos el modelo original, que en el caso de Hawks y Bogart es ya en buena medida desviación del original chandleriano. Y ahí es donde cabe reivindicar la originalidad del planteamiento de Altman, quien rechaza que su Marlowe sea irrespetuoso con el personaje que aparece en las novelas. Cuando David Thompson le pregunta —en Altman on Altman, libro que recoge las conversaciones entre ambos— sobre la presunta desnaturalización de Marlowe, Altman responde:
«Altman introduce una violencia desacostumbrada que pretende advertir al espectador que hay un mundo real»
«Me extrañaba todo eso, porque yo había leído muchos de los libros y lo que Chandler había escrito era realmente un conjunto de breves viñetas o ensayos temáticos sobre Los Ángeles, en los que Marlowe funcionaba como un mecanismo unificador. Y creo que fui fiel a eso. (…) De hecho, creo que nos mantuvimos más fieles al personaje de Chandler que las otras versiones, donde lo convertían en una especie de superhéroe de película».
No le falta razón, aunque el asunto tiene muchos matices. Por ejemplo, Altman introduce una violencia desacostumbrada que pretende advertir al espectador que hay un mundo real fuera de las representaciones cinematográficas; de ahí que Marty Augustine —la idea es de Altman y no de Brackett— rompa una botella de Coca-Cola en la cara de su amante cuando visita el apartamento de Marlowe. El gángster quiere con ello advertir a Marlowe que no va de farol: « Y eso que a ella la quiero; tú ni siquiera me gustas». También cumplirían esa función desmitificadora la conducta agresiva de Roger Wade, que Hayden interpreta haciendo de sí mismo, tal como puede comprobarse en Faro del caos, documental de 1983 en el que lo vemos viviendo en una barcaza amarrada en el Sena, así como las observaciones sobre las diferencias de clase en la Colonia Malibú, llena de inmigrantes que visten cofia y sirven en las lujosas residencias del lugar. En la preciosa casa de los Wade, vivía el propio Altman cuando hizo la película, así que es probable que el álbum de Leonard Cohen que vemos sobre el aparador de Eileen Wade fuera suyo: recordemos que la banda sonora de Los vividores está compuesta exclusivamente de canciones del canadiense.
En definitiva, Altman quiere moverse entre el realismo y la parodia; juega con sus referentes y amaga con denunciar su presunta falsedad, pero termina por apoyarse en ellos de una manera novedosa y eficaz gracias a la seductora combinación de sus elementos. Aunque su biógrafo Patrick McGilligan sostiene que los puristas nunca hallarán consuelo en una película de Altman, Un largo adiós es simultáneamente pura y mestiza. Así que no se equivoca James Naremore cuando reprocha al director que ni siquiera él sabe lo que está satirizando en la escena final, cuando un Marlowe que se ha tomado la justicia por su mano —si es el hombre de honor que Chandler quería ese crimen tiene su extraña coherencia— camina al son de Hooray for Hollywood; si lo que quiere decirnos es que fuera de Hollywood las cosas funcionan de manera diferente a como lo hacen dentro de sus ficciones, Altman, a diferencia de Marlowe, ha errado el tiro.
Porque Un largo adiós no logra en ningún momento emanciparse de sus referentes originales, funcionando mejor como película tradicional que como sátira de la tradición… sin dejar de incorporar esta última con relativo éxito. De hecho, el andamiaje dramático de Un largo adiós —tal gracias a Brackett— está mucho más estructurado que los de Ladrones como nosotros o California Split, donde Altman se muestra más inclinado a la improvisación actoral y la libre indagación por medio del movimiento de cámara; si esta se mueve mucho en Un largo adiós, como si explorase por su cuenta el entorno en el que se mueve Marlowe, nunca lo hace de manera caprichosa y sugiere un paralelismo con el vagabundeo del detective en un mundo en el que apenas se reconoce.
Pero existe además una diferencia crucial entre el noir y el western que Tarantino parece pasar por alto: mientras que el western clásico (problematizado ya en los años 50) alimenta una ideología que encubre relevantes verdades históricas sobre la construcción del sueño americano, el noir propiamente dicho (que nace con la II Guerra Mundial) es ya en sí mismo una problematización de ese relato nacional. De manera que el noir de los 40 y los 50 ya es a menudo turbio, ambiguo, nihilista. Sus limitaciones durante ese periodo clásico las marcará en todo caso la censura, aunque Fritz Lang se las apaña para desfigurar a Gloria Grahame en Los sobornados; curiosamente, es el polaco Polanski quien mejor aprovecha la libertad expresiva ganada en el Nuevo Hollywood cuando sitúa en el centro de Chinatown a un personaje monstruoso, Noah Cross… al que da vida el director John Huston. En lo que al gran Altman se refiere, parece que las intraducibles categorías establecidas por Robin Wood allá por 1975 siguen en su sitio: si los policías que entrevistan a Marlowe en comisaría no saben si están ante un smart-ass (un listillo irreverente) o un cutie-pie (un seductor que te desarma), tampoco sabemos bien a qué atenernos con las películas —algunas magistrales, muchas excelentes, otras pésimas— de este maestro del cine moderno. Así es como Un largo adiós se mantiene en pie, fuente a la vez de placer visual y ambivalencia semántica; aunque Rosenbaum tenga sus razones para protestar, yo no me quejo. It´s okay with me! Y que suene ese piano.
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