La nueva ‘Devoción’ de Pablo d’Ors

No sé cuál es el criterio con el que Pablo d’Ors (Madrid, 1963) va clasificando sus diferentes libros en las famosas trilogías con las que reordenó su obra hace algunos pocos años (aunque esas no sean ni de lejos tan famosas como alguno de los títulos que cobijan), ni sé si él se ha detenido alguna vez a explicarlo, pero por mi parte veo, con una claridad semejante a la de su prosa, que todos sus títulos podrían ir distribuyéndose en dos grandes bloques elementales; por un lado, los rotundamente narrativos (aunque, enamorado de la tradición, contengan siempre una enseñanza), y por otro los más o menos ensayísticos (aunque, apegado a la literatura, incluyan siempre una vocación medio novelesca y, desde luego, ese particular afán de sublimidad que sólo puede aportar la ficción, la fábula).

Yo, desde luego, prefiero los primeros, y creo que en esa lista hay verdaderas obras maestras, libros deliciosos y cómplices como El amigo del desierto (que comienza tan a lo Walser, con ese sentido del absurdo tan bien asimilado), El estupor y la maravilla, El olvido de sí o algunos de los cuentos de Los contemplativos, su libro de 2023. Pablo d’Ors fue durante bastantes años un buen crítico de narrativa centroeuropea, y se nota bien que sus preferencias a la hora de recrear climas o entonar melodías narrativas son esas, y, de hecho, casi todas esas tramas transcurren fuera de España, no sólo en la República Checa o en Alemania sino en ciudades apartadas, provincianas, aburridas hasta que salta el chispazo mágico del relato y de sus significados.

Como adelantaba arriba, es fácil (porque son transparentes) extraer las «moralejas» de sus narraciones, sean breves o largas, y queda claro hasta qué punto esas ficciones se emparentan con todo lo que él mismo, en otro tono (pero no muy en otro tono) dice y ofrece en sus ensayos, en sus opúsculos teóricos (como el best seller Biografía del silencio) o en sus manuales. No es que sean dos caras de una misma moneda, es que son manifestaciones de la certeza de que la «moneda» es sólo una, que puede haber multitud de realidades pero una sola verdad.

Creo que toda la obra dorsiana se podría reducir a eso: a reflexionar desde diferentes puntos de vista sobre hasta qué punto es facilísimo acceder a esa verdad, por su desnudez y su gratuidad, y, por otro lado, a constatar lo dificilísimo, casi imposible, que resulta emprender de veras ese camino, a juzgar por lo poco que se hace. Se trata, como bien es sabido, del apartamiento, la atención, el recogimiento, el despojamiento, el conformismo, la humildad, la renuncia, la mansedumbre, la gratitud, la oración tan constante que acaba haciéndose inconsciente…

Yo leo todos esos libros más reflexivos siempre con interés y gusto (porque me siento cercano no a esos procedimientos y técnicas pero sí a su espíritu), aunque también con desconfianza, y no por las probables contradicciones del autor (qué sería de la literatura sin las contradicciones o incluso sin las incoherencias, las imposturas o las simples mentiras: bienvenidas sean casi todas) sino porque me hace sospechar la simple obsesión por esa búsqueda de iluminación, por ese «camino de perfección», por esos esfuerzos por merecer una sencillez nuclear que para muchos de ellos implica un montón de aparatosos y penosos trámites e incluso irresponsabilidades (vender o regalar sus posesiones, largarse a no sé qué templo, desentenderse de su familia y alejarse incluso de los hijos, raparse el pelo, ponerse una túnica, cambiar la dieta, musitar palabras en idiomas radicalmente ajenos y extraños…) y que la gente realmente sencilla, de psicología normal, encuentra sin proponérselo en la pura cotidianeidad, en intentar portarse bien, en ser útil y en no hacer demasiado daño.

Quiero decir que hay algo rotundamente paradójico en que quieran darnos lecciones de simpleza y de fusión definitiva con la vida personas que han demostrado que no están muy bien, o que meditan angustiosamente sobre su «yo» y necesitan urgentemente saber «quiénes son», o que se han visto desesperadas, o que no pueden pasar sin ceremonias francamente extrañas para sentir una alegría que uno encuentra más bien en todos sitios. Que además luego les dé a algunos por escribir libros contando sus descubrimientos (y que nunca olviden cobrar o reclamar sus a veces pingües liquidaciones) es algo por lo que yo, de corazón, me alegro, ya que realmente muchas de esas páginas son reveladoras, hermosas, de una trascendencia creíble y útil.

En el caso concreto de Pablo d’Ors, siempre, siempre, siempre hay algo de veras reconfortante en su literatura, y esto es algo que también ocurre, y de un modo muy alto, en su nuevo libro, Devoción, que une esas dos líneas de su obra que apuntaba arriba. Por un lado, ofrece una narración preciosa que es ya no una reescritura o una reelaboración de los célebres Cuentos del peregrino ruso, todo un clásico de la literatura espiritual, sino una clara versión, en cierto modo una actualización (y, en parte, una reducción). Y, por otro, D’Ors añade una segunda parte, ya plenamente suya, que es mucho más que un epílogo o una glosa al relato, sino un ensayito sobre todo eso que decíamos arriba: la voluntad de purificación y los diferentes métodos para conseguirla, los mantras, las dificultades, los maestros…

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Devoción
Pablo d’Ors

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«Soy amante de la paz», declara en cierto momento el peregrino, y es eso de lo que se trata, de conseguirla, de conquistarla, de mantenerla, de retenerla, si no fuera, al menos siempre dentro del corazón. Y de un modo mucho más estoico de lo que se admite (hay frases del autor que parecen sacadas de Marco Aurelio o de alguno de sus antecesores: «Sólo nos sucede lo que necesitamos para nuestro crecimiento»…), los comentarios al texto clásico acaban siendo, como siempre en D’Ors, una bonita mezcla de testimonio, autobiografía, experiencia propia, erudición sobre métodos para meditar, homenaje agradecido a sus maestros y, aquí y allá, algunos pocos brochazos de catequesis. Pero no son «libros de curas», como llaman a ese tipo de publicaciones los amigos de Rastro (y el Rastro y el desierto no son mundos tan alejados…), ni libros de oración, sino libros llenos de sabiduría, libros en los que conviene reposar para recordar cosas esenciales, hogares a los que volver para reparar de nuevo en cosas que ya sabemos, pero que siempre conviene tener presentes y muy cerca.

 No sé cuál es el criterio con el que Pablo d’Ors (Madrid, 1963) va clasificando sus diferentes libros en las famosas trilogías con las que reordenó  

No sé cuál es el criterio con el que Pablo d’Ors (Madrid, 1963) va clasificando sus diferentes libros en las famosas trilogías con las que reordenó su obra hace algunos pocos años (aunque esas no sean ni de lejos tan famosas como alguno de los títulos que cobijan), ni sé si él se ha detenido alguna vez a explicarlo, pero por mi parte veo, con una claridad semejante a la de su prosa, que todos sus títulos podrían ir distribuyéndose en dos grandes bloques elementales; por un lado, los rotundamente narrativos (aunque, enamorado de la tradición, contengan siempre una enseñanza), y por otro los más o menos ensayísticos (aunque, apegado a la literatura, incluyan siempre una vocación medio novelesca y, desde luego, ese particular afán de sublimidad que sólo puede aportar la ficción, la fábula).

Yo, desde luego, prefiero los primeros, y creo que en esa lista hay verdaderas obras maestras, libros deliciosos y cómplices como El amigo del desierto (que comienza tan a lo Walser, con ese sentido del absurdo tan bien asimilado), El estupor y la maravilla, El olvido de sí o algunos de los cuentos de Los contemplativos, su libro de 2023. Pablo d’Ors fue durante bastantes años un buen crítico de narrativa centroeuropea, y se nota bien que sus preferencias a la hora de recrear climas o entonar melodías narrativas son esas, y, de hecho, casi todas esas tramas transcurren fuera de España, no sólo en la República Checa o en Alemania sino en ciudades apartadas, provincianas, aburridas hasta que salta el chispazo mágico del relato y de sus significados.

Como adelantaba arriba, es fácil (porque son transparentes) extraer las «moralejas» de sus narraciones, sean breves o largas, y queda claro hasta qué punto esas ficciones se emparentan con todo lo que él mismo, en otro tono (pero no muy en otro tono) dice y ofrece en sus ensayos, en sus opúsculos teóricos (como el best seller Biografía del silencio) o en sus manuales. No es que sean dos caras de una misma moneda, es que son manifestaciones de la certeza de que la «moneda» es sólo una, que puede haber multitud de realidades pero una sola verdad.

Creo que toda la obra dorsiana se podría reducir a eso: a reflexionar desde diferentes puntos de vista sobre hasta qué punto es facilísimo acceder a esa verdad, por su desnudez y su gratuidad, y, por otro lado, a constatar lo dificilísimo, casi imposible, que resulta emprender de veras ese camino, a juzgar por lo poco que se hace. Se trata, como bien es sabido, del apartamiento, la atención, el recogimiento, el despojamiento, el conformismo, la humildad, la renuncia, la mansedumbre, la gratitud, la oración tan constante que acaba haciéndose inconsciente…

Yo leo todos esos libros más reflexivos siempre con interés y gusto (porque me siento cercano no a esos procedimientos y técnicas pero sí a su espíritu), aunque también con desconfianza, y no por las probables contradicciones del autor (qué sería de la literatura sin las contradicciones o incluso sin las incoherencias, las imposturas o las simples mentiras: bienvenidas sean casi todas) sino porque me hace sospechar la simple obsesión por esa búsqueda de iluminación, por ese «camino de perfección», por esos esfuerzos por merecer una sencillez nuclear que para muchos de ellos implica un montón de aparatosos y penosos trámites e incluso irresponsabilidades (vender o regalar sus posesiones, largarse a no sé qué templo, desentenderse de su familia y alejarse incluso de los hijos, raparse el pelo, ponerse una túnica, cambiar la dieta, musitar palabras en idiomas radicalmente ajenos y extraños…) y que la gente realmente sencilla, de psicología normal, encuentra sin proponérselo en la pura cotidianeidad, en intentar portarse bien, en ser útil y en no hacer demasiado daño.

Quiero decir que hay algo rotundamente paradójico en que quieran darnos lecciones de simpleza y de fusión definitiva con la vida personas que han demostrado que no están muy bien, o que meditan angustiosamente sobre su «yo» y necesitan urgentemente saber «quiénes son», o que se han visto desesperadas, o que no pueden pasar sin ceremonias francamente extrañas para sentir una alegría que uno encuentra más bien en todos sitios. Que además luego les dé a algunos por escribir libros contando sus descubrimientos (y que nunca olviden cobrar o reclamar sus a veces pingües liquidaciones) es algo por lo que yo, de corazón, me alegro, ya que realmente muchas de esas páginas son reveladoras, hermosas, de una trascendencia creíble y útil.

En el caso concreto de Pablo d’Ors, siempre, siempre, siempre hay algo de veras reconfortante en su literatura, y esto es algo que también ocurre, y de un modo muy alto, en su nuevo libro, Devoción, que une esas dos líneas de su obra que apuntaba arriba. Por un lado, ofrece una narración preciosa que es ya no una reescritura o una reelaboración de los célebres Cuentos del peregrino ruso, todo un clásico de la literatura espiritual, sino una clara versión, en cierto modo una actualización (y, en parte, una reducción). Y, por otro, D’Ors añade una segunda parte, ya plenamente suya, que es mucho más que un epílogo o una glosa al relato, sino un ensayito sobre todo eso que decíamos arriba: la voluntad de purificación y los diferentes métodos para conseguirla, los mantras, las dificultades, los maestros…

«Soy amante de la paz», declara en cierto momento el peregrino, y es eso de lo que se trata, de conseguirla, de conquistarla, de mantenerla, de retenerla, si no fuera, al menos siempre dentro del corazón. Y de un modo mucho más estoico de lo que se admite (hay frases del autor que parecen sacadas de Marco Aurelio o de alguno de sus antecesores: «Sólo nos sucede lo que necesitamos para nuestro crecimiento»…), los comentarios al texto clásico acaban siendo, como siempre en D’Ors, una bonita mezcla de testimonio, autobiografía, experiencia propia, erudición sobre métodos para meditar, homenaje agradecido a sus maestros y, aquí y allá, algunos pocos brochazos de catequesis. Pero no son «libros de curas», como llaman a ese tipo de publicaciones los amigos de Rastro (y el Rastro y el desierto no son mundos tan alejados…), ni libros de oración, sino libros llenos de sabiduría, libros en los que conviene reposar para recordar cosas esenciales, hogares a los que volver para reparar de nuevo en cosas que ya sabemos, pero que siempre conviene tener presentes y muy cerca.

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