En esta segunda entrega de las conversaciones que Fernando Savater mantiene con Andreu Jaume sobre los grandes asuntos de su obra, se aborda la muerte como problema filosófico central del que surgen luego todas las grandes cuestiones existenciales. Del conocimiento de la muerte brota el espíritu. Tener espíritu, de hecho, supone ser conscientes de que no podemos dar nuestro cuerpo por garantizado. Y de ahí brota toda la trama cultural –simbólica, ideológica, técnica– en la que la muerte individual resulta un incidente superable por la eternidad colectiva. Después de toda una vida meditando sobre nuestra finitud, las reflexiones de Savater nos ayudan a entender y aceptar nuestra condición con responsabilidad, profundidad y alegría.
A continuación, la conversación al completo:
ANDREU JAUME: Querido Fernando, quiero empezar por la muerte, porque tú has contado que tu primera experiencia de lo que es filosofar fue precisamente cuando fuiste consciente de que ibas a morir, siendo todavía muy niño, ¿verdad?
FERNANDO SAVATER: Sí, bueno. Primero, aunque la muerte efectivamente no sea quizá el tema de pensamiento más agradable que hay, es el tema que nos convierte en pensadores. Nosotros pensamos y nos planteamos la vida como un problema, etcétera, porque sabemos que vamos a morir. Los primeros cristianos se asombraban de que los paganos adorase a unos dioses tan poco ejemplares, moralmente lascivos, violentos, etcétera. Pero claro, no comprendían que los dioses paganos eran así porque eran inmortales. Un inmortal no necesita ser ético. Los éticos necesitamos a los mortales, porque la ética es una especie de miramiento que tenemos los mortales unos con otros. El pensamiento es el toque de campana que nos hace empezar a pensar. La verdad es que creo que lo tuve muy pronto de niño. Además era un niño, digamos, con una infancia muy feliz, en una casa en que no había ningún motivo de pesadumbres. Luego ya vinieron muchas. Pero de pronto un día me encontré ahí sentado en la cama, pensando que yo también me iba a morir. Pues bueno, primero pensaba que se iban a morir mis padres. Como es natural, me parecía más grave en su momento que morirme yo. Pero luego pensé que yo iba a morir. Hice esa especie de descubrimiento de mi futuro, que además era la única cosa del futuro que tenía segura, porque normalmente todas las demás que tenemos para el futuro son dudosas o discutibles o solubles, pero esa es la única insoluble que hay. Eso me hizo empezar un poco a dar vueltas en la cabeza. Luego he tenido ya razones más serias para seguir pensando.
AJ: Por tanto, como decían los antiguos griegos, ser humano es ser mortal.
FS: Exactamente. Sin duda, lo que nos define como seres. Nosotros queremos ser seres pensantes, seres morales. Puede ser, pero lo que nos define realmente es seres mortales. Y digo mortales porque, claro, los únicos seres mortales que hay en el mundo somos nosotros, porque no sabemos que nos vamos a morir. Los animales se mueren, pero no son mortales. No, no tienen ninguna presciencia, digamos, de lo que les espera. La visión de nuestro acabamiento y, por otra parte, el proyecto o la suposición de la inmortalidad es lo característico del ser humano.
AJ: Tú has escrito que si los animales supieran que iban a morir, se erguirían.
FS: Es cierto. En el paraíso, Adan y Eva vivían como animales, es decir, inconscientes de su muerte. Nada más. Era la única cosa que les diferenciaba de los animales. Y la serpiente, digamos, lo que les introduce es la ciencia del conocimiento en su totalidad y el empezar a girar en la cabeza proyectos de inmortalidad o posibilidades de inmortalidad. Eso es lo característico del humano.
AJ: Recuperando aquella imagen del tigre de Borges, lo humano está lo en continuo y lo irrepetible, ¿verdad?
FS: Las dos características fundamentales de un ser humano es que es irrepetible y frágil. Y de ahí viene el hecho de que tengamos miramientos morales unos con otros. Como decía antes, los grandes dioses paganos se trataban sin respeto, porque como eran invulnerables, no había ninguna obligación de tener miramientos unos con otros. Pero claro, nosotros sabemos que cualquier ser humano es irrepetible. No solo Mozart, no solo Cervantes, sino cualquier ser humano es irrepetible. Es decir, con él nace y muere una visión del mundo que no se va a volver a dar. Y por supuesto, somos frágiles en el sentido de que estamos siempre al borde de la desaparición. O sea que estamos asomados al balcón de nuestra desaparición. Y eso los demás animales no lo saben. Los animales viven con sus necesidades, con sus deseos, etcétera, pero no con la constante presencia de la muerte. Algunos zoólogos que hablan de que algunos animales, en algunos momentos, sienten de alguna forma la amenaza de la finitud. Pero yo no creo. Yo creo que los animales tienen la suerte de vivir hasta el último momento convencidos de su inmortalidad.
«El paso de la infancia a la madurez es que los niños viven como si fueran inmortales. Cuando ya empiezan a ser conscientes de la muerte, entramos en el momento de la seriedad de la vida»
AJ: Entonces, crees que la singularidad humana, que es algo que está un poco en disputa, por así decirlo, en nuestro tiempo tiene que ver con la conciencia de la muerte y también con el lenguaje.
FS: Por supuesto. La característica evidente del ser humano es que vivimos en un mundo simbólico. Nos acostumbró a saber que el ser humano vive en un mundo de símbolos, en un mundo simbólico. Evidentemente, los animales son conscientes en el sentido de que saben lo que tienen que hacer. Si tienen hambre, tienen que buscar comida, si tienen frío, pero no viven en un mundo de símbolos, en un mundo siempre de inapelables realidades. Mientras que el ser humano vive en un mundo simbólico y el mundo simbólico tiene más fuerza, más peso que nada en nuestra vida. La idea de que seamos animales parlantes, como dijo Aristóteles en su política. Aristóteles establece que la política es necesaria porque los seres humanos hablamos unos con otros y porque el hablar exige introducir unas reglas, una especie de gramática de la vida. Además, en el lenguaje, una gramática de la vida, eso es característico. Por otra parte, eso se acompaña de la presencia de la muerte, es decir, de la certidumbre de que todo lo que ocurre es importante porque a lo mejor es la última vez que pasa. Yo creo que el paso de la infancia a la madurez es que los niños viven como si fueran inmortales. Por eso esa especie de alegría, de encanto que tienen los niños pequeños es la alegría y el encanto del no saber que la muerte existe. En cambio, en cuando ya empiezan a ser más o menos prudentemente conscientes de la muerte y entonces el lenguaje se convierte en esa especie de llamada de auxilio que es el lenguaje entre los humanos, ahí ya entramos en el momento de la seriedad de la vida.
AJ: Entonces, recordando un título de un libro reciente de un compañero tuyo de generación de y amigo Víctor Gómez Pin, el ser humano es el ser que cuenta.
FS: Nosotros nos damos cuenta de que vivimos y damos cuenta de que vivimos. Yo no dudo cuando se habla de la conciencia de los animales, los animales superiores, etcétera, tienen conciencia, saben lo que sienten y sienten en el transcurso de la vida, en cuanto necesidades, etcétera. Ahora, no pueden dar cuenta de esa vida a nadie y tampoco de alguna manera su reflexión les aparta, no pueden apartarse de la vida, la sienten, pero no pueden distanciarse de ella para dar cuenta.
AJ: No pueden dar cuenta de lo ausente, ¿verdad?
FS: Eso es, evidentemente. El ser humano vive mucho más de lo que no tiene que de lo que tiene. Hay un texto muy bonito de Paul Valéry en que dice que en el fondo los humanos lo que importa es lo que no hay. El conocimiento, la realidad humana se basa en lo que no llegamos a tener, en lo que hemos perdido, en lo que anhelamos, mucho más que en la materialidad de lo que tenemos en un momento determinado.
AJ: Has escrito que justamente el conocimiento de la muerte brota el espíritu.
FS: El espíritu es la compensación de la muerte. Saber que vamos a morir se compensa con saber que tenemos espíritu y que ese espíritu está sujeto a la suposición de que no tenga que ver con nuestra mortalidad. O sea, nosotros sabemos que el pelo se nos cae, los dientes se nos caen, envejecemos, cada vez nuestro cuerpo se deteriora más, pero es el cuerpo, el espíritu que está contemplando al cuerpo deteriorarse. Nos queda la suposición, la esperanza basada en religión, de que no va a sufrir de ese decaimiento. Porque claro, nosotros envejecemos, decaemos, pero nos seguimos sintiendo igual que nos sentíamos antes. Oscar Wilde decía eso de que el problema de la vejez es uno se siente joven. La vejez alcanza a todo menos al espíritu que tenemos, que sigue sintiéndose joven. Y eso, obviamente, también es una característica humana. La conciencia de la mortalidad y la suposición de la inmortalidad van unidas.

AJ: Y curiosamente, la idea de espíritu muchas veces va asociada a algo que está más allá de la cuestión efímera humana, que está asociada a la creencia en un más allá.
FS: Normalmente, el espíritu es lo que de alguna forma nos sirve para compensar las limitaciones humanas. O sea, lo que no tiene límite es lo que va más allá, lo que no se detiene con el tiempo, con el cansancio, lo que sobrevuela, digamos, nuestra vida, eso sería el espíritu, podemos llamarle alma o lo que sea. Por eso el espíritu y la pérdida del espíritu, o sea, el hecho de que el espíritu huya de nosotros, se vaya en el momento de la muerte o que, en fin, que perdamos el espíritu. Y la pregunta: ¿qué será del espíritu? ¿A dónde irá? Yo creo que es un poco también característico. A mí me parece que los seres humanos no hubiéramos nunca imaginado el espíritu si no soñasemos por las noches. El sueño por las noches es lo que nos ha dado la suposición de que podemos tener otra vida aparte de la vida real. O sea, si por las noches cayésemos como una piedra y no volviéramos a tener conciencia hasta despertarnos, nunca hubiéramos supuesto que puede haber otro tipo de vida más allá de la vida que tenemos en la realidad habitual. Pero claro, el sueño ya nos abre la puerta a otra realidad distinta, otra realidad que también parece real, que también vivimos como real, pero que ya no es la que está sometida a las limitaciones de la vida habitual.
AJ: En nuestra anterior charla yo decía que una de las características de tu pensamiento estribaba en tu voluntad proteger lo que es el fundamento de la filosofía de cualquier asedio exterior. Y decía también incluso que en España ha sido una hazaña particularmente heroica en muchos aspectos, no solo en el aspecto religioso, sino también en el político, en la cuestión nacionalista. Y también la cuestión del espíritu, me parece, porque ha sido una cuestión muy viciada. Y tú dices literalmente en un momento que tener espíritu es ser conscientes de que nuestro cuerpo no está garantizado.
FS: Claro, de alguna manera nuestro cuerpo está constantemente protestando por su destino. En ese sentido, simpatizo con Unamuno. Por una parte, parece que su pensamiento tropieza con una pared. «No me quiero morir». Mi yo quiere seguir viviendo. No es un pensamiento, es un desiderátum, pero que no tiene ninguna base. Pero claro, por otra parte, es una rebelión característica del ser humano. No es un capricho, sino que en el fondo, todo lo que hay en la vida humana es una protesta contra la muerte. Nuestras sociedades y las instituciones, todas son protestas contra la muerte. Si nosotros estuviéramos resignados a morirnos, ni guardaríamos comida en los congeladores, ni estableceríamos normas de tráfico en las carreteras. Simplemente, viviríamos esperando cuanto antes la llegada del fin. Pero toda la sociedad, todos nuestros proyectos, son protestas ante el fin. Esperemos que no pase.
AJ: Pero claro, hay una paradoja en esa protesta. Yo no me quiero morir, porque en realidad es la muerte la que singulariza el yo.
FS: Cómo ser yo si no me voy a morir. Y de hecho, tiene unas observaciones muy interesantes. Dice: ¿quién nos garantiza que, si hay un yo después de la muerte, ese yo seguirá temiendo morir? No se me habrá pasado el temor de la muerte. Si es un yo después de la muerte, también seguirá teniendo un miedo a morir.
AJ: Está claro que todas las figuraciones que nos hemos hecho a lo largo de los siglos en torno a los dioses encarnan esa ausencia de muerte. Tú en algún texto has vinculado la divinidad con la bestialidad, es decir, dioses y bestias. De alguna manera, nosotros estamos entre esas dos condiciones.
FS: Desde los griegos, la situación, digamos, del hombre es una situación mediana entre lo que no llega a ser hombre y lo que ya está más allá del hombre. Y la visión religiosa más profunda y más emocionante de eso es precisamente la encarnación de Cristo. Cristo es el Dios más humano porque necesita hacerse humano para entendernos, para entender lo que somos y para poder en un momento determinado decir «No me abandones», que es lo más característico del ser humano.
AJ: Y precisamente porque el espíritu nace de la conciencia de la muerte, por eso opera contra la muerte.
FS: Pensar es siempre pensar en contra la muerte. De hecho, Freud, por ejemplo, dice que en nuestro inconsciente no existe la muerte. En el fondo, nadie cree de verdad que se va a morir. Cioran tiene un aforismo de esos de humor negro que tiene él que dice: «Cuando uno se mira al espejo, dice: ‘Pero, cómo me voy a morir yo, que tengo una corbata tan bonita». Lo de morirse está muy bien para los demás, pero yo con esta corbata que me he comprado, cómo me voy a morir también como cualquiera. Es la certeza de la muerte. Y por otra parte, el hecho de que sí, estamos seguros que nos vamos a morir, pero no nos lo creemos. Uno en el fondo dice: «Bueno, ya veremos».
«Parece que vivimos en un mundo que ya nos ha prometido que no vamos a tener que morir. Cuando uno entra en un hospital, no entra para morirse, sino para vivir»
AJ: Tú has vinculado a dos pensadores que son quizá en la modernidad quienes más han pensado contra la muerte, que son Unamuno y Elías Canetti.
FS: Canetti quería definirse como el enemigo de la muerte, el adversario de la muerte.
AJ: Y Unamuno también.
FS: Bueno, Unamuno, claro. Unamuno precedió a Canetti en muchas cosas. Lo que pasa es que Unamuno se inscribía más en un telón religioso. Es decir, reclamaba la inmortalidad que da la religión, no una inmortalidad cualquiera, no una especie de transhumanismo, sino que quería la inmortalidad que da la religión. Canetti, en ese sentido, en cambio, era más pagano, simplemente se limitaba a negar a la muerte. De hecho, tiene una obra de teatro famosa en que todos los personajes saben cuál es la fecha de su muerte. Para él, la verdadera revolución humana sería que todos muriéramos, no solamente sabiendo que tenemos que morir, sino sabiendo el día que tenemos que morir.
AJ: Pero hay un diagnóstico de Canetti que no sé si compartes. Dice que la modernidad podría ser entendida en un futuro como la era de la muerte. Y hay una paradoja también ahí, porque realmente somos la sociedad o la civilización, por así decirlo, más emancipada de la religión, más amparada por la técnica y por la ciencia, pero al mismo tiempo, que más ha claudicado ante la muerte.
FS: Claro, porque creemos que tenemos unos recursos frente a ella. Cuando se habla de que en los pueblos primitivos, de que en los lugares un poquito más atrasados la gente acepta la muerte con naturalidad, es porque están acostumbrados. No hay esa especie de rebelión contra la muerte, que son los grandes hospitales, las máquinas de la respiración asistida. Y cuando no hay todo eso, pues la muerte es un acontecimiento más que pasa con cierta mansedumbre en nuestra vida, porque no tenemos ninguna defensa frente a ella. Mientras que, claro, nosotros parece que vivimos en un mundo que ya nos ha prometido que no vamos a tener que morir. Cuando uno entra en un hospital, no entra para morirse, sino para vivir.
AJ: Y al mismo tiempo, la trama cultural, es decir, simbólica o científica, opera contra esa muerte. También la sociedad en su conjunto es una empresa contra la muerte.
FS: Todas las declaraciones transhumanas que hay hoy insisten en la idea de vencer a la muerte. Pero claro, primero, yo creo que hay bastante ingenuidad, porque en el fondo los seres humanos no solamente morimos nosotros, sino que muere el mundo que nos rodea. Es decir, para qué quiero yo vivir eternamente si los seres que he amado van a desaparecer. Tendríamos que decir: «Bueno, yo vivo eternamente y puedo garantizar la vida a 15, 20, 25 personas para que me acompañen». Porque claro, si no, ¿qué gracia de continuar vivo si todos los seres que han sentido nuestra vida han desaparecido? Sería más bien una especie de prolongación de la tortura. Yo quiero vivir, pero quiero vivir con los míos, con mi mundo, que yo creo que es eso a lo que se refiere Unamuno cuando habla del yo. El yo no es simplemente un yo monotemático, sino que es un yo contextualizado, yo y mi circunstancias, como diría Ortega. Yo quiero vivir, pero yo en mis circunstancias, no solamente mi yo.

AJ: Y claro, no hay vida sin muerte. Esa es la cuestión.
FS: No la conocemos.
AJ: Pero en cualquier caso, la experiencia y la idea que tenemos de vida está asociada a la muerte.
FS: Cuando para ver si un un organismo unicelular o lo que sea está vivo, la prueba es que se puede morir. Entonces, claro, si no sabemos que puede morir, tampoco sabemos si están vivos del todo.
AJ: Y nuestra furia contra la muerte en realidad es una pasión por la vida.
FS: Es simplemente un hecho de decir: «Bueno, si ya me lo ha dado usted, por qué me la va a quitar». Es decir, no hay derecho. Es una protesta de decir: «Bueno, mejor es que no hubiera nacido, ¿no?». Un poco lo que decía el oráculo en Grecia. Lo mejor de todo es no haber nacido. Pero claro, si has nacido, lo mejor sería ser inmortal. Ya has probado la miel de la vida.
AJ: Dices, a la luz de todo esto que la ética, en el sentido de Spinoza, sería el propósito racional de vivir con perspectiva de inmortalidad, pero sabiéndonos mortales.
FS: Creo haberlo leído en Spinoza. El verdadero bueno, el Santo en una concepción religiosa. Los santos son aquellos que son capaces de vivir como si no fueran a morir. Nosotros constantemente podemos hacer buenas obras y podemos arriesgarnos por los demás, pero siempre conscientes de que hay un límite, porque somos frágiles y, por lo tanto, yo puedo ayudar al otro con ciertos requisitos. Mientras que un santo es el que cuida leprosos o arriesga su vida como si no tuviera miedo a la muerte, o sea, como si supiera que ya tiene ganada la inmortalidad y puede hacer lo que quiera. Esa es un poco la convicción que quiere dar la religión, es decir, tú pórtate como si fueras inmortal y lo serás.
AJ: Hay una frase tuya que me impresionó hace muchísimos años cuando era adolescente y decía, creo recordar más o menos los términos exactos: «Para pensar, primero hay que suicidarse metodológicamente para luego resucitar con la toga sapiencial».
FS: Es un poco lo que hace Descartes. Descartes habla de la duda metódica. No hay nada seguro. No sé si estoy en las manos de un Dios juguetón que me engaña constantemente, etcétera. Entonces tengo que agarrarme a algo que sí resista, que resista al cambio, que resista a la duda… Y ahí es donde empiezo a pensar, o sea, pienso, luego existo. Y eso que me hace existir también me hace pensar.
AJ: Entonces, estarías de acuerdo con Ortega que dice que la gran revolución filosófica es justamente la de Descartes, porque introduce la duda. Eso no había ocurrido nunca en el pensamiento, ¿verdad?
FS: Los escépticos introducían la duda, pero no salían de ella. Para ser justos, digamos que Descartes introduce una duda de la que se puede salir. La duda es el primer paso, pero un primer paso. Hay otros después. En cambio, los escépticos clásicos son dar el paso de la duda y ya de ahí no salen. La filosofía moderna empieza por la duda, pero sigue más allá.
AJ: Y eso crea la muerte moderna, también de alguna manera.
FS: Por lo menos, la finitud. No siempre la idea del pensamiento está ligada a la contingencia. Es decir, no hay dioses paganos, pensadores, porque como están, como son eternos, no tienen que pensar. La única imagen religiosa que duda es Jesucristo, al cual le pueden tentar en el desierto. No tiene sentido tentar a un ser eterno porque sabes que va a hacer siempre lo que le dé la gana, dado que no tiene ningún miedo a desaparecer, mientras que Cristo parece que tiene la eternidad de Dios, pero las dudas y las limitaciones de los humanos. Esa es la emoción que produce su figura. Es una combinación de las dos cosas.
«El miedo a la muerte no es verdaderamente la muerte, sino una especie de supervivencia que nos permitirá vernos muertos»
AJ: Y la gran pregunta de a dónde vamos cuando morimos, tú la respondes con el viejo adagio de Séneca: «De donde hemos nacido, volvemos».
FS: Spinoza es definitivo en eso de decir el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y toda su sabiduría, es sabiduría de la vida. Es decir, en la muerte no hay nada que pensar. Probablemente, los agobios, los temores que nos produce la muerte es porque pensamos que vamos a morir y luego vamos a seguir vivos de algún modo para vernos muertos. Ese es el miedo. El miedo a la muerte no es verdaderamente la muerte, sino una especie de supervivencia que nos permitirá vernos muertos. Spinoza por eso dice que la muerte no hay nada que pensar. El ser sabio solo piensa cosas sobre la vida porque es lo que él puede controlar o por lo que es lo que puede invertir. De alguna manera, yo algún día dije que los verdaderos creyentes somos los que creemos en la muerte pero no creemos en el más allá. Porque claro, si uno cree en el más allá, ya no cree en la muerte. Y si no cree en la muerte, no cree en lo más característico del ser humano. O sea, el que cree que no va a morir sino que se va a ir de viaje a otro lugar, en cierta medida no cree lo propio de la humanidad.
AJ: Hay una cuestión que me permitirás que traer a colación, porque tú mismo has hecho de ello materia de tus artículos e incluso has dedicado un libro entero que es la pérdida y eso yo creo que ha transformado bastante algunas de las nociones que hasta entonces habías tenido sobre la vida, sobre la alegría. ¿Cómo ha cambiado para ti eso?
FS: Para mí ha sido el acontecimiento fundamental de mi vida. Yo antes era, digamos, creyente en la muerte, pero en plan retórico, como todo el mundo. A partir de de la muerte de Sara, creo la muerte mía, a la muerte de verdad, porque ya ha empezado. O sea, con la muerte de Sara empezó mi muerte. Entonces, la ausencia es realmente algo que nos descubre en qué consiste la vida, que es la relación con nosotros. Es decir, yo vivía cuando vivía con Sara. La vida con Sara era la realidad de mi vida. Y claro, saber que sigo sobreviviendo pero ya sin ella es como una especie de alternativa de bajo nivel, digamos de baja calidad respecto a la vida verdadera. He perdido la vida auténtica y ahora tengo que conformarme con el recuerdo, con la presencia ausente de la persona que yo he querido.

AJ: Pero al mismo tiempo, ¿eso no te ha dado una dimensión distinta? Evidentemente, habías sufrido ya otras pérdidas. Tus padres, amigos, en fin, mucha gente. Pero ¿no te da una dimensión distinta de lo que es la aniquilación? Es decir, que la muerte no es exactamente aniquilación, sino que es otra cosa.
FS: Es que el amor es la realidad importante de la vida para mí, o sea, la realidad sustancial de la vida es el amor. Y el amor es cuando uno deja de vivir para algo y vive para alguien. Entonces eso es normalmente la vida banal o más trivial es vivir para algo, aunque ese algo sea grandioso. La salvación de la patria, la fortuna de los millones, lo que sea. Pero todo lo que es vivir para algo es vivir para algo trivial. La única vida que verdaderamente nos vivifica, nos mantiene en nuestra esencia humana, es vivir para otro. El problema es que cuando uno ama puedes perder el ser amado, pero no dejar de amar. Cuando murió Sara me he quedado mutilado de lo que era el sentido de mi vida, pero por otra parte, no dejo de amarla. No la he sustituido por otra cosa, sino que sigo de alguna manera amando lo que pasa que ya es un poco amando en ausencia.
AJ: Pero entonces es curiosa la paradoja, porque claro, Sara no vive, pero existe.
FS: Para mi sí, claro, por supuesto. Yo tengo la convicción de que mientras yo siga recordándola, llamándola, ella no ha muerto.
AJ: En ese sentido, Parménides tenía razón que sólo se puede pensar en lo que verdaderamente existe. Por tanto, podemos decir que la muerte es la implosión de un individuo. En realidad, no es la muerte.
FS: Es el gran desafío, el gran desafío a nuestra racionalidad. O sea, la razón es un encadenamiento de causas, es un asunto de efectos. Cuando llega la muerte es como una ruptura. Pero es una ruptura que nosotros queremos seguir pensando. O sea que en un momento en que lo único posible es lo imposible. Ese es el desafío de la muerte.
AJ: Has explicado muy bien una cosa muy obtusa es muy difícil para todos los estudiantes de filosofía, incluso para los lectores de filosofía que es la idea de la muerte en Heidegger en Ser y tiempo, que es que la muerte es la muerte de uno mismo, ¿verdad?
FS: Es el destino. Hemos llegado o estamos arrojados al mundo para morir. Por ejemplo, Spinoza hubiera negado ese aspecto. O sea, la muerte es un mal encuentro. Hay un momento en que los seres humanos estamos constantemente encontrándonos con cosas, con otros seres, con circunstancias, etcétera y hay alguna circunstancia que es incompatible con nosotros y entonces nos destruye. Pero no hemos nacido para encontrar esas circunstancias y hemos nacido al contrario, para buscar las cosas que sí nos convienen. Claro, Heidegger parece que presupone que aquello que no nos conviene es precisamente nuestro destino, lo que nos espera.
«La muerte es un principio porque es lo que da paso a otra vida. No, entonces no daríamos a luz, no deberíamos dar a luz otros seres si no muriesen»
AJ: Un Dios que es de la naturaleza, en realidad.
FS: O naturaleza de la sustancia, es decir, un Dios en el cual Borges, en un soneto tan bonito que tiene dedicado a Spinoza, le dice el más veraz amor le fue otorgado. El amor que no espera ser amado. Spinoza cree que verdaderamente el ser que ha seguido la ética ama sin ser amado, pero ama algo que de alguna forma le inmortaliza.
AJ: Yo tengo siempre sensación de que tu pensamiento se ha rebelado contra esa pasión, por así decirlo, que determina buena parte de la filosofía del siglo XX. La filosofía ya emancipada completamente de la religión, de raíz existencialista que empieza en Kierkegaard, que sigue en Unamuno, en Heidegger.
FS: La muerte es un principio porque es lo que da paso a otra vida. No, entonces no daríamos a luz, no deberíamos a luz otros seres si no muriesen. La muerte, simplemente es el requisito para poder seguir dando a luz a otros seres.
AJ: Pero ¿ha cambiado un poco tu percepción con respecto a tu experiencia de la pérdida?
FS: Desde el punto de vista individual, la pérdida te marca. Acepto lo que dice Hannah Arendt respecto a la eternidad, pero por otra parte, ya eso no me salva a mí. Es decir, yo estoy del lado de los condenados, de los que ya han perdido el sentido de su vida y no lo van a volver a recuperar. Puede ser un consuelo saber que la vida continúa. Yo ahora tengo una fijación por los niños que me ha venido por la vejez. Me paso el día viendo a los niños y, a veces, en un parque o lo que sea veo tres o cuatro niños jugando o hablando y tal, me siento a verles. El espectáculo de los niños hablando lo que más me produce alegría, realmente. Si yo pudiera, tendría media docena de niños en casa para verles vivir porque es lo único que me da oleadas de vida.
AJ: Has hablado del consuelo. ¿Ese sería uno de los consuelos?
FS: Quizás la palabra no sea consuelo, sino alivio. Cuando los estoy viendo vivir, me siento aliviado. Luego, en cuanto aparto la vista y la vuelvo hacia mí, me siento tal como es la realidad. Pero es verdad. Cuando yo era joven, los niños me los apartaba para no pisarlos. No tenía ninguna especial fijación. Para mí siempre la vida ha sido una vida de prójimos, prójimos muy queridos. Todo eso lo sustituí por el amor de Sara. Y ahora, cuando no la tengo, y cuando tengo yo siempre la enfermedad de Sara, que fueron varios meses y tal. Siempre pensé que tenía que aguantar hasta el final para acompañarla, pero que no la sobreviviría. Mi consuelo era que no sobreviviría. Pero para mi sorpresa, he sobrevivido y llevo diez años viviendo sin ella. He tenido que buscar remedios a esa ausencia letal. Bueno, la contemplación de los niños, siempre me encontraba como protegido por ellos. Seguía la vida con ellos.
AJ: La pérdida de Sara te sumió en una tristeza enorme. Pero has querido seguir viviendo.
FS: Esa es la sorpresa. La sorpresa es que frente a lo que algunos le habían dicho, uno no se muere de pena. Vive de pena, pero no se muere de la pena. Te hace vivir porque el deseo de vivir y el deseo de morir no son vasos comunicantes, que uno sube y el otro baja, sino que uno puede haber perdido el deseo de vivir y sin ningunas ganas de morirse. O sea que por mucho que hayas perdido lo que te daba el impulso y el deseo de la vida, eso no se acompaña de un deseo de muerte ni mucho menos.
AJ: Y has ido viviendo plenamente
FS: La vida, como necesidades, como deseos, incluso en una forma mitigada como esperanzas. Ortega tiene una expresión muy graciosa. Dice: «Cómo será en España la esperanza que hay que abrigarla». Cuando ya tienes esperanzas después de haber perdido lo que era tu sentido de la vida, efectivamente cada vez has despertado más.
AJ: Has escrito un libro también muy recomendable sobre la vida eterna, donde discutes la idea de la vida eterna, o sea, de la vida más allá de esta vida. Pero al mismo tiempo, pones el énfasis en la capacidad de la filosofía para ver lo inmutable, lo eterno. Son dos cosas distintas, ¿verdad?
FS: Durante mucho tiempo, durante siglos, en la filosofía, lo eterno, lo duradero, era el todo. En cambio, el individuo era lo perecedero. Lo curioso es que cuando llegó Schopenhauer, dio la vuelta a eso, es decir, el todo era lo malo, lo perverso, lo insatisfecho, mientras que el individuo al menos puede renunciar al todo y eso le salva. No le salva en el sentido de que le perpetúe, sino que le salva del dolor, que es lo que caracteriza, digamos, al todo.
AJ: Y una cosa que ya asomó en nuestra primera conversación es esta idea transhumanista de que el ser humano está a punto de alcanzar la inmortalidad. Hay una perversión terminológica, porque si algo puede alcanzar el ser humano es la constante durabilidad.
FS: La duración, la duración.
AJ: Pero no es la inmortalidad, claro.
FS: En la tradición griega está la famosa Sibila de Cumas, servidora fiel de Apolo. Apolo para para premiar su fidelidad le dijo que qué quería. Y la Sibila un poco imprudentemente dijo: «No morir». Y entonces, cuenta la leyenda que siglos después los niños jugaban con una especie de muñequito de grillo que metían en una jaulita y al grillo si acercabas mucho el oído, decía: «Quiero morir, quiero morir». Era la Sibila.
En esta segunda entrega de las conversaciones que Fernando Savater mantiene con Andreu Jaume sobre los grandes asuntos de su obra, se aborda la muerte como
En esta segunda entrega de las conversaciones que Fernando Savater mantiene con Andreu Jaume sobre los grandes asuntos de su obra, se aborda la muerte como problema filosófico central del que surgen luego todas las grandes cuestiones existenciales. Del conocimiento de la muerte brota el espíritu. Tener espíritu, de hecho, supone ser conscientes de que no podemos dar nuestro cuerpo por garantizado. Y de ahí brota toda la trama cultural –simbólica, ideológica, técnica– en la que la muerte individual resulta un incidente superable por la eternidad colectiva. Después de toda una vida meditando sobre nuestra finitud, las reflexiones de Savater nos ayudan a entender y aceptar nuestra condición con responsabilidad, profundidad y alegría.
A continuación, la conversación al completo:
ANDREU JAUME: Querido Fernando, quiero empezar por la muerte, porque tú has contado que tu primera experiencia de lo que es filosofar fue precisamente cuando fuiste consciente de que ibas a morir, siendo todavía muy niño, ¿verdad?
FERNANDO SAVATER: Sí, bueno. Primero, aunque la muerte efectivamente no sea quizá el tema de pensamiento más agradable que hay, es el tema que nos convierte en pensadores. Nosotros pensamos y nos planteamos la vida como un problema, etcétera, porque sabemos que vamos a morir. Los primeros cristianos se asombraban de que los paganos adorase a unos dioses tan poco ejemplares, moralmente lascivos, violentos, etcétera. Pero claro, no comprendían que los dioses paganos eran así porque eran inmortales. Un inmortal no necesita ser ético. Los éticos necesitamos a los mortales, porque la ética es una especie de miramiento que tenemos los mortales unos con otros. El pensamiento es el toque de campana que nos hace empezar a pensar. La verdad es que creo que lo tuve muy pronto de niño. Además era un niño, digamos, con una infancia muy feliz, en una casa en que no había ningún motivo de pesadumbres. Luego ya vinieron muchas. Pero de pronto un día me encontré ahí sentado en la cama, pensando que yo también me iba a morir. Pues bueno, primero pensaba que se iban a morir mis padres. Como es natural, me parecía más grave en su momento que morirme yo. Pero luego pensé que yo iba a morir. Hice esa especie de descubrimiento de mi futuro, que además era la única cosa del futuro que tenía segura, porque normalmente todas las demás que tenemos para el futuro son dudosas o discutibles o solubles, pero esa es la única insoluble que hay. Eso me hizo empezar un poco a dar vueltas en la cabeza. Luego he tenido ya razones más serias para seguir pensando.
AJ: Por tanto, como decían los antiguos griegos, ser humano es ser mortal.
FS: Exactamente. Sin duda, lo que nos define como seres. Nosotros queremos ser seres pensantes, seres morales. Puede ser, pero lo que nos define realmente es seres mortales. Y digo mortales porque, claro, los únicos seres mortales que hay en el mundo somos nosotros, porque no sabemos que nos vamos a morir. Los animales se mueren, pero no son mortales. No, no tienen ninguna presciencia, digamos, de lo que les espera. La visión de nuestro acabamiento y, por otra parte, el proyecto o la suposición de la inmortalidad es lo característico del ser humano.
AJ: Tú has escrito que si los animales supieran que iban a morir, se erguirían.
FS: Es cierto. En el paraíso, Adan y Eva vivían como animales, es decir, inconscientes de su muerte. Nada más. Era la única cosa que les diferenciaba de los animales. Y la serpiente, digamos, lo que les introduce es la ciencia del conocimiento en su totalidad y el empezar a girar en la cabeza proyectos de inmortalidad o posibilidades de inmortalidad. Eso es lo característico del humano.
AJ: Recuperando aquella imagen del tigre de Borges, lo humano está lo en continuo y lo irrepetible, ¿verdad?
FS: Las dos características fundamentales de un ser humano es que es irrepetible y frágil. Y de ahí viene el hecho de que tengamos miramientos morales unos con otros. Como decía antes, los grandes dioses paganos se trataban sin respeto, porque como eran invulnerables, no había ninguna obligación de tener miramientos unos con otros. Pero claro, nosotros sabemos que cualquier ser humano es irrepetible. No solo Mozart, no solo Cervantes, sino cualquier ser humano es irrepetible. Es decir, con él nace y muere una visión del mundo que no se va a volver a dar. Y por supuesto, somos frágiles en el sentido de que estamos siempre al borde de la desaparición. O sea que estamos asomados al balcón de nuestra desaparición. Y eso los demás animales no lo saben. Los animales viven con sus necesidades, con sus deseos, etcétera, pero no con la constante presencia de la muerte. Algunos zoólogos que hablan de que algunos animales, en algunos momentos, sienten de alguna forma la amenaza de la finitud. Pero yo no creo. Yo creo que los animales tienen la suerte de vivir hasta el último momento convencidos de su inmortalidad.
«El paso de la infancia a la madurez es que los niños viven como si fueran inmortales. Cuando ya empiezan a ser conscientes de la muerte, entramos en el momento de la seriedad de la vida»
AJ: Entonces, crees que la singularidad humana, que es algo que está un poco en disputa, por así decirlo, en nuestro tiempo tiene que ver con la conciencia de la muerte y también con el lenguaje.
FS: Por supuesto. La característica evidente del ser humano es que vivimos en un mundo simbólico. Nos acostumbró a saber que el ser humano vive en un mundo de símbolos, en un mundo simbólico. Evidentemente, los animales son conscientes en el sentido de que saben lo que tienen que hacer. Si tienen hambre, tienen que buscar comida, si tienen frío, pero no viven en un mundo de símbolos, en un mundo siempre de inapelables realidades. Mientras que el ser humano vive en un mundo simbólico y el mundo simbólico tiene más fuerza, más peso que nada en nuestra vida. La idea de que seamos animales parlantes, como dijo Aristóteles en su política. Aristóteles establece que la política es necesaria porque los seres humanos hablamos unos con otros y porque el hablar exige introducir unas reglas, una especie de gramática de la vida. Además, en el lenguaje, una gramática de la vida, eso es característico. Por otra parte, eso se acompaña de la presencia de la muerte, es decir, de la certidumbre de que todo lo que ocurre es importante porque a lo mejor es la última vez que pasa. Yo creo que el paso de la infancia a la madurez es que los niños viven como si fueran inmortales. Por eso esa especie de alegría, de encanto que tienen los niños pequeños es la alegría y el encanto del no saber que la muerte existe. En cambio, en cuando ya empiezan a ser más o menos prudentemente conscientes de la muerte y entonces el lenguaje se convierte en esa especie de llamada de auxilio que es el lenguaje entre los humanos, ahí ya entramos en el momento de la seriedad de la vida.
AJ: Entonces, recordando un título de un libro reciente de un compañero tuyo de generación de y amigo Víctor Gómez Pin, el ser humano es el ser que cuenta.
FS: Nosotros nos damos cuenta de que vivimos y damos cuenta de que vivimos. Yo no dudo cuando se habla de la conciencia de los animales, los animales superiores, etcétera, tienen conciencia, saben lo que sienten y sienten en el transcurso de la vida, en cuanto necesidades, etcétera. Ahora, no pueden dar cuenta de esa vida a nadie y tampoco de alguna manera su reflexión les aparta, no pueden apartarse de la vida, la sienten, pero no pueden distanciarse de ella para dar cuenta.
AJ: No pueden dar cuenta de lo ausente, ¿verdad?
FS: Eso es, evidentemente. El ser humano vive mucho más de lo que no tiene que de lo que tiene. Hay un texto muy bonito de Paul Valéry en que dice que en el fondo los humanos lo que importa es lo que no hay. El conocimiento, la realidad humana se basa en lo que no llegamos a tener, en lo que hemos perdido, en lo que anhelamos, mucho más que en la materialidad de lo que tenemos en un momento determinado.
AJ: Has escrito que justamente el conocimiento de la muerte brota el espíritu.
FS: El espíritu es la compensación de la muerte. Saber que vamos a morir se compensa con saber que tenemos espíritu y que ese espíritu está sujeto a la suposición de que no tenga que ver con nuestra mortalidad. O sea, nosotros sabemos que el pelo se nos cae, los dientes se nos caen, envejecemos, cada vez nuestro cuerpo se deteriora más, pero es el cuerpo, el espíritu que está contemplando al cuerpo deteriorarse. Nos queda la suposición, la esperanza basada en religión, de que no va a sufrir de ese decaimiento. Porque claro, nosotros envejecemos, decaemos, pero nos seguimos sintiendo igual que nos sentíamos antes. Oscar Wilde decía eso de que el problema de la vejez es uno se siente joven. La vejez alcanza a todo menos al espíritu que tenemos, que sigue sintiéndose joven. Y eso, obviamente, también es una característica humana. La conciencia de la mortalidad y la suposición de la inmortalidad van unidas.

AJ: Y curiosamente, la idea de espíritu muchas veces va asociada a algo que está más allá de la cuestión efímera humana, que está asociada a la creencia en un más allá.
FS: Normalmente, el espíritu es lo que de alguna forma nos sirve para compensar las limitaciones humanas. O sea, lo que no tiene límite es lo que va más allá, lo que no se detiene con el tiempo, con el cansancio, lo que sobrevuela, digamos, nuestra vida, eso sería el espíritu, podemos llamarle alma o lo que sea. Por eso el espíritu y la pérdida del espíritu, o sea, el hecho de que el espíritu huya de nosotros, se vaya en el momento de la muerte o que, en fin, que perdamos el espíritu. Y la pregunta: ¿qué será del espíritu? ¿A dónde irá? Yo creo que es un poco también característico. A mí me parece que los seres humanos no hubiéramos nunca imaginado el espíritu si no soñasemos por las noches. El sueño por las noches es lo que nos ha dado la suposición de que podemos tener otra vida aparte de la vida real. O sea, si por las noches cayésemos como una piedra y no volviéramos a tener conciencia hasta despertarnos, nunca hubiéramos supuesto que puede haber otro tipo de vida más allá de la vida que tenemos en la realidad habitual. Pero claro, el sueño ya nos abre la puerta a otra realidad distinta, otra realidad que también parece real, que también vivimos como real, pero que ya no es la que está sometida a las limitaciones de la vida habitual.
AJ: En nuestra anterior charla yo decía que una de las características de tu pensamiento estribaba en tu voluntad proteger lo que es el fundamento de la filosofía de cualquier asedio exterior. Y decía también incluso que en España ha sido una hazaña particularmente heroica en muchos aspectos, no solo en el aspecto religioso, sino también en el político, en la cuestión nacionalista. Y también la cuestión del espíritu, me parece, porque ha sido una cuestión muy viciada. Y tú dices literalmente en un momento que tener espíritu es ser conscientes de que nuestro cuerpo no está garantizado.
FS: Claro, de alguna manera nuestro cuerpo está constantemente protestando por su destino. En ese sentido, simpatizo con Unamuno. Por una parte, parece que su pensamiento tropieza con una pared. «No me quiero morir». Mi yo quiere seguir viviendo. No es un pensamiento, es un desiderátum, pero que no tiene ninguna base. Pero claro, por otra parte, es una rebelión característica del ser humano. No es un capricho, sino que en el fondo, todo lo que hay en la vida humana es una protesta contra la muerte. Nuestras sociedades y las instituciones, todas son protestas contra la muerte. Si nosotros estuviéramos resignados a morirnos, ni guardaríamos comida en los congeladores, ni estableceríamos normas de tráfico en las carreteras. Simplemente, viviríamos esperando cuanto antes la llegada del fin. Pero toda la sociedad, todos nuestros proyectos, son protestas ante el fin. Esperemos que no pase.
AJ: Pero claro, hay una paradoja en esa protesta. Yo no me quiero morir, porque en realidad es la muerte la que singulariza el yo.
FS: Cómo ser yo si no me voy a morir. Y de hecho, tiene unas observaciones muy interesantes. Dice: ¿quién nos garantiza que, si hay un yo después de la muerte, ese yo seguirá temiendo morir? No se me habrá pasado el temor de la muerte. Si es un yo después de la muerte, también seguirá teniendo un miedo a morir.
AJ: Está claro que todas las figuraciones que nos hemos hecho a lo largo de los siglos en torno a los dioses encarnan esa ausencia de muerte. Tú en algún texto has vinculado la divinidad con la bestialidad, es decir, dioses y bestias. De alguna manera, nosotros estamos entre esas dos condiciones.
FS: Desde los griegos, la situación, digamos, del hombre es una situación mediana entre lo que no llega a ser hombre y lo que ya está más allá del hombre. Y la visión religiosa más profunda y más emocionante de eso es precisamente la encarnación de Cristo. Cristo es el Dios más humano porque necesita hacerse humano para entendernos, para entender lo que somos y para poder en un momento determinado decir «No me abandones», que es lo más característico del ser humano.
AJ: Y precisamente porque el espíritu nace de la conciencia de la muerte, por eso opera contra la muerte.
FS: Pensar es siempre pensar en contra la muerte. De hecho, Freud, por ejemplo, dice que en nuestro inconsciente no existe la muerte. En el fondo, nadie cree de verdad que se va a morir. Cioran tiene un aforismo de esos de humor negro que tiene él que dice: «Cuando uno se mira al espejo, dice: ‘Pero, cómo me voy a morir yo, que tengo una corbata tan bonita». Lo de morirse está muy bien para los demás, pero yo con esta corbata que me he comprado, cómo me voy a morir también como cualquiera. Es la certeza de la muerte. Y por otra parte, el hecho de que sí, estamos seguros que nos vamos a morir, pero no nos lo creemos. Uno en el fondo dice: «Bueno, ya veremos».
«Parece que vivimos en un mundo que ya nos ha prometido que no vamos a tener que morir. Cuando uno entra en un hospital, no entra para morirse, sino para vivir»
AJ: Tú has vinculado a dos pensadores que son quizá en la modernidad quienes más han pensado contra la muerte, que son Unamuno y Elías Canetti.
FS: Canetti quería definirse como el enemigo de la muerte, el adversario de la muerte.
AJ: Y Unamuno también.
FS: Bueno, Unamuno, claro. Unamuno precedió a Canetti en muchas cosas. Lo que pasa es que Unamuno se inscribía más en un telón religioso. Es decir, reclamaba la inmortalidad que da la religión, no una inmortalidad cualquiera, no una especie de transhumanismo, sino que quería la inmortalidad que da la religión. Canetti, en ese sentido, en cambio, era más pagano, simplemente se limitaba a negar a la muerte. De hecho, tiene una obra de teatro famosa en que todos los personajes saben cuál es la fecha de su muerte. Para él, la verdadera revolución humana sería que todos muriéramos, no solamente sabiendo que tenemos que morir, sino sabiendo el día que tenemos que morir.
AJ: Pero hay un diagnóstico de Canetti que no sé si compartes. Dice que la modernidad podría ser entendida en un futuro como la era de la muerte. Y hay una paradoja también ahí, porque realmente somos la sociedad o la civilización, por así decirlo, más emancipada de la religión, más amparada por la técnica y por la ciencia, pero al mismo tiempo, que más ha claudicado ante la muerte.
FS: Claro, porque creemos que tenemos unos recursos frente a ella. Cuando se habla de que en los pueblos primitivos, de que en los lugares un poquito más atrasados la gente acepta la muerte con naturalidad, es porque están acostumbrados. No hay esa especie de rebelión contra la muerte, que son los grandes hospitales, las máquinas de la respiración asistida. Y cuando no hay todo eso, pues la muerte es un acontecimiento más que pasa con cierta mansedumbre en nuestra vida, porque no tenemos ninguna defensa frente a ella. Mientras que, claro, nosotros parece que vivimos en un mundo que ya nos ha prometido que no vamos a tener que morir. Cuando uno entra en un hospital, no entra para morirse, sino para vivir.
AJ: Y al mismo tiempo, la trama cultural, es decir, simbólica o científica, opera contra esa muerte. También la sociedad en su conjunto es una empresa contra la muerte.
FS: Todas las declaraciones transhumanas que hay hoy insisten en la idea de vencer a la muerte. Pero claro, primero, yo creo que hay bastante ingenuidad, porque en el fondo los seres humanos no solamente morimos nosotros, sino que muere el mundo que nos rodea. Es decir, para qué quiero yo vivir eternamente si los seres que he amado van a desaparecer. Tendríamos que decir: «Bueno, yo vivo eternamente y puedo garantizar la vida a 15, 20, 25 personas para que me acompañen». Porque claro, si no, ¿qué gracia de continuar vivo si todos los seres que han sentido nuestra vida han desaparecido? Sería más bien una especie de prolongación de la tortura. Yo quiero vivir, pero quiero vivir con los míos, con mi mundo, que yo creo que es eso a lo que se refiere Unamuno cuando habla del yo. El yo no es simplemente un yo monotemático, sino que es un yo contextualizado, yo y mi circunstancias, como diría Ortega. Yo quiero vivir, pero yo en mis circunstancias, no solamente mi yo.

AJ: Y claro, no hay vida sin muerte. Esa es la cuestión.
FS: No la conocemos.
AJ: Pero en cualquier caso, la experiencia y la idea que tenemos de vida está asociada a la muerte.
FS: Cuando para ver si un un organismo unicelular o lo que sea está vivo, la prueba es que se puede morir. Entonces, claro, si no sabemos que puede morir, tampoco sabemos si están vivos del todo.
AJ: Y nuestra furia contra la muerte en realidad es una pasión por la vida.
FS: Es simplemente un hecho de decir: «Bueno, si ya me lo ha dado usted, por qué me la va a quitar». Es decir, no hay derecho. Es una protesta de decir: «Bueno, mejor es que no hubiera nacido, ¿no?». Un poco lo que decía el oráculo en Grecia. Lo mejor de todo es no haber nacido. Pero claro, si has nacido, lo mejor sería ser inmortal. Ya has probado la miel de la vida.
AJ: Dices, a la luz de todo esto que la ética, en el sentido de Spinoza, sería el propósito racional de vivir con perspectiva de inmortalidad, pero sabiéndonos mortales.
FS: Creo haberlo leído en Spinoza. El verdadero bueno, el Santo en una concepción religiosa. Los santos son aquellos que son capaces de vivir como si no fueran a morir. Nosotros constantemente podemos hacer buenas obras y podemos arriesgarnos por los demás, pero siempre conscientes de que hay un límite, porque somos frágiles y, por lo tanto, yo puedo ayudar al otro con ciertos requisitos. Mientras que un santo es el que cuida leprosos o arriesga su vida como si no tuviera miedo a la muerte, o sea, como si supiera que ya tiene ganada la inmortalidad y puede hacer lo que quiera. Esa es un poco la convicción que quiere dar la religión, es decir, tú pórtate como si fueras inmortal y lo serás.
AJ: Hay una frase tuya que me impresionó hace muchísimos años cuando era adolescente y decía, creo recordar más o menos los términos exactos: «Para pensar, primero hay que suicidarse metodológicamente para luego resucitar con la toga sapiencial».
FS: Es un poco lo que hace Descartes. Descartes habla de la duda metódica. No hay nada seguro. No sé si estoy en las manos de un Dios juguetón que me engaña constantemente, etcétera. Entonces tengo que agarrarme a algo que sí resista, que resista al cambio, que resista a la duda… Y ahí es donde empiezo a pensar, o sea, pienso, luego existo. Y eso que me hace existir también me hace pensar.
AJ: Entonces, estarías de acuerdo con Ortega que dice que la gran revolución filosófica es justamente la de Descartes, porque introduce la duda. Eso no había ocurrido nunca en el pensamiento, ¿verdad?
FS: Los escépticos introducían la duda, pero no salían de ella. Para ser justos, digamos que Descartes introduce una duda de la que se puede salir. La duda es el primer paso, pero un primer paso. Hay otros después. En cambio, los escépticos clásicos son dar el paso de la duda y ya de ahí no salen. La filosofía moderna empieza por la duda, pero sigue más allá.
AJ: Y eso crea la muerte moderna, también de alguna manera.
FS: Por lo menos, la finitud. No siempre la idea del pensamiento está ligada a la contingencia. Es decir, no hay dioses paganos, pensadores, porque como están, como son eternos, no tienen que pensar. La única imagen religiosa que duda es Jesucristo, al cual le pueden tentar en el desierto. No tiene sentido tentar a un ser eterno porque sabes que va a hacer siempre lo que le dé la gana, dado que no tiene ningún miedo a desaparecer, mientras que Cristo parece que tiene la eternidad de Dios, pero las dudas y las limitaciones de los humanos. Esa es la emoción que produce su figura. Es una combinación de las dos cosas.
«El miedo a la muerte no es verdaderamente la muerte, sino una especie de supervivencia que nos permitirá vernos muertos»
AJ: Y la gran pregunta de a dónde vamos cuando morimos, tú la respondes con el viejo adagio de Séneca: «De donde hemos nacido, volvemos».
FS: Spinoza es definitivo en eso de decir el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y toda su sabiduría, es sabiduría de la vida. Es decir, en la muerte no hay nada que pensar. Probablemente, los agobios, los temores que nos produce la muerte es porque pensamos que vamos a morir y luego vamos a seguir vivos de algún modo para vernos muertos. Ese es el miedo. El miedo a la muerte no es verdaderamente la muerte, sino una especie de supervivencia que nos permitirá vernos muertos. Spinoza por eso dice que la muerte no hay nada que pensar. El ser sabio solo piensa cosas sobre la vida porque es lo que él puede controlar o por lo que es lo que puede invertir. De alguna manera, yo algún día dije que los verdaderos creyentes somos los que creemos en la muerte pero no creemos en el más allá. Porque claro, si uno cree en el más allá, ya no cree en la muerte. Y si no cree en la muerte, no cree en lo más característico del ser humano. O sea, el que cree que no va a morir sino que se va a ir de viaje a otro lugar, en cierta medida no cree lo propio de la humanidad.
AJ: Hay una cuestión que me permitirás que traer a colación, porque tú mismo has hecho de ello materia de tus artículos e incluso has dedicado un libro entero que es la pérdida y eso yo creo que ha transformado bastante algunas de las nociones que hasta entonces habías tenido sobre la vida, sobre la alegría. ¿Cómo ha cambiado para ti eso?
FS: Para mí ha sido el acontecimiento fundamental de mi vida. Yo antes era, digamos, creyente en la muerte, pero en plan retórico, como todo el mundo. A partir de de la muerte de Sara, creo la muerte mía, a la muerte de verdad, porque ya ha empezado. O sea, con la muerte de Sara empezó mi muerte. Entonces, la ausencia es realmente algo que nos descubre en qué consiste la vida, que es la relación con nosotros. Es decir, yo vivía cuando vivía con Sara. La vida con Sara era la realidad de mi vida. Y claro, saber que sigo sobreviviendo pero ya sin ella es como una especie de alternativa de bajo nivel, digamos de baja calidad respecto a la vida verdadera. He perdido la vida auténtica y ahora tengo que conformarme con el recuerdo, con la presencia ausente de la persona que yo he querido.

AJ: Pero al mismo tiempo, ¿eso no te ha dado una dimensión distinta? Evidentemente, habías sufrido ya otras pérdidas. Tus padres, amigos, en fin, mucha gente. Pero ¿no te da una dimensión distinta de lo que es la aniquilación? Es decir, que la muerte no es exactamente aniquilación, sino que es otra cosa.
FS: Es que el amor es la realidad importante de la vida para mí, o sea, la realidad sustancial de la vida es el amor. Y el amor es cuando uno deja de vivir para algo y vive para alguien. Entonces eso es normalmente la vida banal o más trivial es vivir para algo, aunque ese algo sea grandioso. La salvación de la patria, la fortuna de los millones, lo que sea. Pero todo lo que es vivir para algo es vivir para algo trivial. La única vida que verdaderamente nos vivifica, nos mantiene en nuestra esencia humana, es vivir para otro. El problema es que cuando uno ama puedes perder el ser amado, pero no dejar de amar. Cuando murió Sara me he quedado mutilado de lo que era el sentido de mi vida, pero por otra parte, no dejo de amarla. No la he sustituido por otra cosa, sino que sigo de alguna manera amando lo que pasa que ya es un poco amando en ausencia.
AJ: Pero entonces es curiosa la paradoja, porque claro, Sara no vive, pero existe.
FS: Para mi sí, claro, por supuesto. Yo tengo la convicción de que mientras yo siga recordándola, llamándola, ella no ha muerto.
AJ: En ese sentido, Parménides tenía razón que sólo se puede pensar en lo que verdaderamente existe. Por tanto, podemos decir que la muerte es la implosión de un individuo. En realidad, no es la muerte.
FS: Es el gran desafío, el gran desafío a nuestra racionalidad. O sea, la razón es un encadenamiento de causas, es un asunto de efectos. Cuando llega la muerte es como una ruptura. Pero es una ruptura que nosotros queremos seguir pensando. O sea que en un momento en que lo único posible es lo imposible. Ese es el desafío de la muerte.
AJ: Has explicado muy bien una cosa muy obtusa es muy difícil para todos los estudiantes de filosofía, incluso para los lectores de filosofía que es la idea de la muerte en Heidegger en Ser y tiempo, que es que la muerte es la muerte de uno mismo, ¿verdad?
FS: Es el destino. Hemos llegado o estamos arrojados al mundo para morir. Por ejemplo, Spinoza hubiera negado ese aspecto. O sea, la muerte es un mal encuentro. Hay un momento en que los seres humanos estamos constantemente encontrándonos con cosas, con otros seres, con circunstancias, etcétera y hay alguna circunstancia que es incompatible con nosotros y entonces nos destruye. Pero no hemos nacido para encontrar esas circunstancias y hemos nacido al contrario, para buscar las cosas que sí nos convienen. Claro, Heidegger parece que presupone que aquello que no nos conviene es precisamente nuestro destino, lo que nos espera.
«La muerte es un principio porque es lo que da paso a otra vida. No, entonces no daríamos a luz, no deberíamos dar a luz otros seres si no muriesen»
AJ: Un Dios que es de la naturaleza, en realidad.
FS: O naturaleza de la sustancia, es decir, un Dios en el cual Borges, en un soneto tan bonito que tiene dedicado a Spinoza, le dice el más veraz amor le fue otorgado. El amor que no espera ser amado. Spinoza cree que verdaderamente el ser que ha seguido la ética ama sin ser amado, pero ama algo que de alguna forma le inmortaliza.
AJ: Yo tengo siempre sensación de que tu pensamiento se ha rebelado contra esa pasión, por así decirlo, que determina buena parte de la filosofía del siglo XX. La filosofía ya emancipada completamente de la religión, de raíz existencialista que empieza en Kierkegaard, que sigue en Unamuno, en Heidegger.
FS: La muerte es un principio porque es lo que da paso a otra vida. No, entonces no daríamos a luz, no deberíamos a luz otros seres si no muriesen. La muerte, simplemente es el requisito para poder seguir dando a luz a otros seres.
AJ: Pero ¿ha cambiado un poco tu percepción con respecto a tu experiencia de la pérdida?
FS: Desde el punto de vista individual, la pérdida te marca. Acepto lo que dice Hannah Arendt respecto a la eternidad, pero por otra parte, ya eso no me salva a mí. Es decir, yo estoy del lado de los condenados, de los que ya han perdido el sentido de su vida y no lo van a volver a recuperar. Puede ser un consuelo saber que la vida continúa. Yo ahora tengo una fijación por los niños que me ha venido por la vejez. Me paso el día viendo a los niños y, a veces, en un parque o lo que sea veo tres o cuatro niños jugando o hablando y tal, me siento a verles. El espectáculo de los niños hablando lo que más me produce alegría, realmente. Si yo pudiera, tendría media docena de niños en casa para verles vivir porque es lo único que me da oleadas de vida.
AJ: Has hablado del consuelo. ¿Ese sería uno de los consuelos?
FS: Quizás la palabra no sea consuelo, sino alivio. Cuando los estoy viendo vivir, me siento aliviado. Luego, en cuanto aparto la vista y la vuelvo hacia mí, me siento tal como es la realidad. Pero es verdad. Cuando yo era joven, los niños me los apartaba para no pisarlos. No tenía ninguna especial fijación. Para mí siempre la vida ha sido una vida de prójimos, prójimos muy queridos. Todo eso lo sustituí por el amor de Sara. Y ahora, cuando no la tengo, y cuando tengo yo siempre la enfermedad de Sara, que fueron varios meses y tal. Siempre pensé que tenía que aguantar hasta el final para acompañarla, pero que no la sobreviviría. Mi consuelo era que no sobreviviría. Pero para mi sorpresa, he sobrevivido y llevo diez años viviendo sin ella. He tenido que buscar remedios a esa ausencia letal. Bueno, la contemplación de los niños, siempre me encontraba como protegido por ellos. Seguía la vida con ellos.
AJ: La pérdida de Sara te sumió en una tristeza enorme. Pero has querido seguir viviendo.
FS: Esa es la sorpresa. La sorpresa es que frente a lo que algunos le habían dicho, uno no se muere de pena. Vive de pena, pero no se muere de la pena. Te hace vivir porque el deseo de vivir y el deseo de morir no son vasos comunicantes, que uno sube y el otro baja, sino que uno puede haber perdido el deseo de vivir y sin ningunas ganas de morirse. O sea que por mucho que hayas perdido lo que te daba el impulso y el deseo de la vida, eso no se acompaña de un deseo de muerte ni mucho menos.
AJ: Y has ido viviendo plenamente
FS: La vida, como necesidades, como deseos, incluso en una forma mitigada como esperanzas. Ortega tiene una expresión muy graciosa. Dice: «Cómo será en España la esperanza que hay que abrigarla». Cuando ya tienes esperanzas después de haber perdido lo que era tu sentido de la vida, efectivamente cada vez has despertado más.
AJ: Has escrito un libro también muy recomendable sobre la vida eterna, donde discutes la idea de la vida eterna, o sea, de la vida más allá de esta vida. Pero al mismo tiempo, pones el énfasis en la capacidad de la filosofía para ver lo inmutable, lo eterno. Son dos cosas distintas, ¿verdad?
FS: Durante mucho tiempo, durante siglos, en la filosofía, lo eterno, lo duradero, era el todo. En cambio, el individuo era lo perecedero. Lo curioso es que cuando llegó Schopenhauer, dio la vuelta a eso, es decir, el todo era lo malo, lo perverso, lo insatisfecho, mientras que el individuo al menos puede renunciar al todo y eso le salva. No le salva en el sentido de que le perpetúe, sino que le salva del dolor, que es lo que caracteriza, digamos, al todo.
AJ: Y una cosa que ya asomó en nuestra primera conversación es esta idea transhumanista de que el ser humano está a punto de alcanzar la inmortalidad. Hay una perversión terminológica, porque si algo puede alcanzar el ser humano es la constante durabilidad.
FS: La duración, la duración.
AJ: Pero no es la inmortalidad, claro.
FS: En la tradición griega está la famosa Sibila de Cumas, servidora fiel de Apolo. Apolo para para premiar su fidelidad le dijo que qué quería. Y la Sibila un poco imprudentemente dijo: «No morir». Y entonces, cuenta la leyenda que siglos después los niños jugaban con una especie de muñequito de grillo que metían en una jaulita y al grillo si acercabas mucho el oído, decía: «Quiero morir, quiero morir». Era la Sibila.
Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE