«Todavía estoy viva. Puede que mañana no lo esté», dijo la primera ministra Indira Gandhi en un acto público el 30 de octubre de 1984. Se diría que tenía en su frente el Tercer Ojo del dios Shiva, el que ve más allá de lo evidente, porque al día siguiente la asesinaron.
La primera ministra había quedado aquella mañana del 31 de octubre con una celebridad, el actor y cineasta británico Peter Ustinov, que estaba rodando un documental para televisión sobre ella. A las 9’20 atravesó el jardín de su residencia oficial para acudir a la vecina “oficina del primer ministro”. Iba a salir a la calle por un portillo y reconoció a uno de los dos policías que lo custodiaban. Era el subinspector Beant Singh, uno de sus guardaespaldas favoritos, que llevaba diez años con ella. Sin embargo, recientemente lo habían apartado del entorno de la primera ministra y lo había mandado a aquel humillante puesto de simple guardia porque era de religión sij, y había problemas con los sijs.
Desde finales de los 70 existía un movimiento separatista, que pretendía nada menos que proclamar un Estado Sij independiente en el Punjab. En junio del 84, Indira Gandhi, a la que nunca le había temblado la mano a la hora de tomar medidas contundentes, ordenó la Operación Estrella Azul, el asalto a un templo sagrado sij donde se había refugiado el líder separatista. 5.000 peregrinos inocentes que llenaban el templo, muchos de ellos niños, murieron en la operación militar. El jefe de seguridad de Indira Gandhi quiso despedir a los escoltas de religión sij, por precaución, aunque ella no se lo permitió. También le recomendó que llevase un chaleco antibalas, pero la primera ministra no se lo había puesto aquella mañana porque no iba a aparecer hecha un adefesio ante Peter Ustinov.
Al llegar al portillo, Indira esperaba un saludo de su viejo guardaespaldas Beant, pero en vez de eso él sacó un revolver y le disparó tres veces. El otro guardia, un joven sij que llevaba poco tiempo en el servicio, fue más contundente. Le disparó todo el cargador de su metralleta Sterling. Los médicos encontrarían 30 impactos de bala en el cuerpo de Indira Gandhi.
Los escoltas de la primera ministra reaccionaron disparando a los asesinos, aunque demasiado tarde. Beant Singh murió allí mismo y el otro sobrevivió, fue juzgado, condenado y ahorcado. También sobrevivió de momento Indira Gandhi, pese a tener el cuerpo como un colador. A las 9’30 la llevaron al hospital universitario de Nueva Delhi, donde prominentes cirujanos intentaron salvarla durante horas, pero a las 14’20 la declararon clínicamente muerta. Hasta primera hora de la noche, cuando habían pasado más de diez horas desde el atentado, no se atrevieron a hacer pública la noticia, que finalmente comunicó al país Salma Sultan, una popular presentadora de la televisión pública.
La India quedó conmocionada, no solamente por el atentado a su primera figura política, sino por la sensación de haber vivido ya aquella tragedia. Treinta y seis años atrás, el 30 de enero de 1948, un ultranacionalista hindú había asesinado a tiros al Mahatma Gandhi, el padre de la India.
Un nombre con desgracia
Los enemigos de Indira Gandhi, que eran muchos, murmuraban que se había casado en 1942 con Feroze Gandhi solamente para poder utilizar, ella y sus hijos, ese apellido mágico. El padre de Indira, Jawaharlal Nehru, era ya el más importante político indio, y estaba llamado a ser el estadista que dirigiría el país en sus primeros años de independencia, un nombre histórico. Pero Gandhi era más que histórico, era legendario, casi un dios para los indios de tan distintas religiones, el padre de la India. Además, tenía una proyección mundial como el apóstol de la no violencia, su determinación pacifista había logrado vencer al poderoso Imperio Británico sin disparar un solo tiro. Hasta el Vaticano se cuestionó proclamarlo santo.
Y, sin embargo, fue un indio quien asesinó a Mahatma Gandhi, un fundamentalista hindú que consideraba que Gandhi era demasiado amigo de los musulmanes. Ese auténtico parricidio -pues cientos de millones de indios se referían a Gandhi como «Bapu», padre- tuvo lugar además en un momento que debería ser feliz, seis meses después de alcanzar la anhelada independencia, cuando Gandhi había cumplido ya su misión histórica y tenía derecho a descansar en su vejez. Hay, por tanto, en ese magnicidio una especial crueldad, propia de las venganzas de los dioses de las tragedias griegas.
El caso es que frente al triste final de Gandhi, Nehru, convertido en primer ministro de la India desde el mismo momento de su independencia, permaneció durante 16 años en el poder, y murió de un ataque al corazón mientras todavía lo detentaba de forma incontestable. Pero Indira Nehru prefirió convertirse en Indira Gandhi, y atrajo sobre ella la maldición de los dioses. Y se la transmitió a sus hijos.
El heredero político de Indira era su hijo más pequeño, Sanjay Gandhi. A los 28 años Sanjay se convirtió en su principal colaborador cuando la primera ministra estableció la «Emergencia», una suspensión de libertades constitucionales de cinco años, en la que encarceló a sus opositores políticos e impuso medidas terribles como la esterilización forzosa para controlar el estallido demográfico. Poco después, Sanjay, a quienes muchos atribuían la principal responsabilidad de las esterilizaciones, sufrió un atentado, pero salió vivo. En todo caso, la maldición ya estaba en marcha contra él. En 1980, cuando solamente tenía 33 años, murió mientras practicaba su diversión favorita, la acrobacia aérea.
Indira llamó entonces a su hijo mayor, Rajiv Gandhi. Rajiv, que nunca había querido saber nada de política, era piloto comercial y se había casado con una italiana, pero no pudo resistirse a la voluntad materna, y se convirtió en su heredero político, en el más exacto sentido del término. Pocas horas después del asesinato de Indira Gandhi, Rajiv Gandhi fue nombrado primer ministro por el presidente de la Unión India, y posteriormente ganó las elecciones con el mayor triunfo que nunca había conseguido el Partido del Congreso, el partido que dominaba su familia desde 1937.
Permaneció en el poder durante cinco años, y luego se convirtió en jefe de la oposición. Dos años después, en mayo de 1991, estaba haciendo campaña electoral en el estado meridional de Madrás, cuando una mujer se arrodilló ante él para besarle los pies. En realidad lo que hizo fue activar un cinturón de explosivos, provocando la muerte de Rajiv Gandhi y 14 personas más. La terrorista ni siquiera era india, sino que pertenecía a una organización terrorista de Sri Lanka, los Tigres de Tamil.
La maldición del apellido Gandhi seguía funcionando.
«Todavía estoy viva. Puede que mañana no lo esté», dijo la primera ministra Indira Gandhi en un acto público el 30 de octubre de 1984. Se
«Todavía estoy viva. Puede que mañana no lo esté», dijo la primera ministra Indira Gandhi en un acto público el 30 de octubre de 1984. Se diría que tenía en su frente el Tercer Ojo del dios Shiva, el que ve más allá de lo evidente, porque al día siguiente la asesinaron.
La primera ministra había quedado aquella mañana del 31 de octubre con una celebridad, el actor y cineasta británico Peter Ustinov, que estaba rodando un documental para televisión sobre ella. A las 9’20 atravesó el jardín de su residencia oficial para acudir a la vecina “oficina del primer ministro”. Iba a salir a la calle por un portillo y reconoció a uno de los dos policías que lo custodiaban. Era el subinspector Beant Singh, uno de sus guardaespaldas favoritos, que llevaba diez años con ella. Sin embargo, recientemente lo habían apartado del entorno de la primera ministra y lo había mandado a aquel humillante puesto de simple guardia porque era de religión sij, y había problemas con los sijs.
Desde finales de los 70 existía un movimiento separatista, que pretendía nada menos que proclamar un Estado Sij independiente en el Punjab. En junio del 84, Indira Gandhi, a la que nunca le había temblado la mano a la hora de tomar medidas contundentes, ordenó la Operación Estrella Azul, el asalto a un templo sagrado sij donde se había refugiado el líder separatista. 5.000 peregrinos inocentes que llenaban el templo, muchos de ellos niños, murieron en la operación militar. El jefe de seguridad de Indira Gandhi quiso despedir a los escoltas de religión sij, por precaución, aunque ella no se lo permitió. También le recomendó que llevase un chaleco antibalas, pero la primera ministra no se lo había puesto aquella mañana porque no iba a aparecer hecha un adefesio ante Peter Ustinov.
Al llegar al portillo, Indira esperaba un saludo de su viejo guardaespaldas Beant, pero en vez de eso él sacó un revolver y le disparó tres veces. El otro guardia, un joven sij que llevaba poco tiempo en el servicio, fue más contundente. Le disparó todo el cargador de su metralleta Sterling. Los médicos encontrarían 30 impactos de bala en el cuerpo de Indira Gandhi.
Los escoltas de la primera ministra reaccionaron disparando a los asesinos, aunque demasiado tarde. Beant Singh murió allí mismo y el otro sobrevivió, fue juzgado, condenado y ahorcado. También sobrevivió de momento Indira Gandhi, pese a tener el cuerpo como un colador. A las 9’30 la llevaron al hospital universitario de Nueva Delhi, donde prominentes cirujanos intentaron salvarla durante horas, pero a las 14’20 la declararon clínicamente muerta. Hasta primera hora de la noche, cuando habían pasado más de diez horas desde el atentado, no se atrevieron a hacer pública la noticia, que finalmente comunicó al país Salma Sultan, una popular presentadora de la televisión pública.
La India quedó conmocionada, no solamente por el atentado a su primera figura política, sino por la sensación de haber vivido ya aquella tragedia. Treinta y seis años atrás, el 30 de enero de 1948, un ultranacionalista hindú había asesinado a tiros al Mahatma Gandhi, el padre de la India.
Los enemigos de Indira Gandhi, que eran muchos, murmuraban que se había casado en 1942 con Feroze Gandhi solamente para poder utilizar, ella y sus hijos, ese apellido mágico. El padre de Indira, Jawaharlal Nehru, era ya el más importante político indio, y estaba llamado a ser el estadista que dirigiría el país en sus primeros años de independencia, un nombre histórico. Pero Gandhi era más que histórico, era legendario, casi un dios para los indios de tan distintas religiones, el padre de la India. Además, tenía una proyección mundial como el apóstol de la no violencia, su determinación pacifista había logrado vencer al poderoso Imperio Británico sin disparar un solo tiro. Hasta el Vaticano se cuestionó proclamarlo santo.
Y, sin embargo, fue un indio quien asesinó a Mahatma Gandhi, un fundamentalista hindú que consideraba que Gandhi era demasiado amigo de los musulmanes. Ese auténtico parricidio -pues cientos de millones de indios se referían a Gandhi como «Bapu», padre- tuvo lugar además en un momento que debería ser feliz, seis meses después de alcanzar la anhelada independencia, cuando Gandhi había cumplido ya su misión histórica y tenía derecho a descansar en su vejez. Hay, por tanto, en ese magnicidio una especial crueldad, propia de las venganzas de los dioses de las tragedias griegas.
El caso es que frente al triste final de Gandhi, Nehru, convertido en primer ministro de la India desde el mismo momento de su independencia, permaneció durante 16 años en el poder, y murió de un ataque al corazón mientras todavía lo detentaba de forma incontestable. Pero Indira Nehru prefirió convertirse en Indira Gandhi, y atrajo sobre ella la maldición de los dioses. Y se la transmitió a sus hijos.
El heredero político de Indira era su hijo más pequeño, Sanjay Gandhi. A los 28 años Sanjay se convirtió en su principal colaborador cuando la primera ministra estableció la «Emergencia», una suspensión de libertades constitucionales de cinco años, en la que encarceló a sus opositores políticos e impuso medidas terribles como la esterilización forzosa para controlar el estallido demográfico. Poco después, Sanjay, a quienes muchos atribuían la principal responsabilidad de las esterilizaciones, sufrió un atentado, pero salió vivo. En todo caso, la maldición ya estaba en marcha contra él. En 1980, cuando solamente tenía 33 años, murió mientras practicaba su diversión favorita, la acrobacia aérea.
Indira llamó entonces a su hijo mayor, Rajiv Gandhi. Rajiv, que nunca había querido saber nada de política, era piloto comercial y se había casado con una italiana, pero no pudo resistirse a la voluntad materna, y se convirtió en su heredero político, en el más exacto sentido del término. Pocas horas después del asesinato de Indira Gandhi, Rajiv Gandhi fue nombrado primer ministro por el presidente de la Unión India, y posteriormente ganó las elecciones con el mayor triunfo que nunca había conseguido el Partido del Congreso, el partido que dominaba su familia desde 1937.
Permaneció en el poder durante cinco años, y luego se convirtió en jefe de la oposición. Dos años después, en mayo de 1991, estaba haciendo campaña electoral en el estado meridional de Madrás, cuando una mujer se arrodilló ante él para besarle los pies. En realidad lo que hizo fue activar un cinturón de explosivos, provocando la muerte de Rajiv Gandhi y 14 personas más. La terrorista ni siquiera era india, sino que pertenecía a una organización terrorista de Sri Lanka, los Tigres de Tamil.
La maldición del apellido Gandhi seguía funcionando.
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