Uno de los problemas del ambiente actual de crispación y polarización política es que se traslada de inmediato a otros ámbitos, generando una tendencia de elemental maniqueísmo al que es difícil sustraerse. O blanco o negro. Se prescinde de los grises, los términos medios no existen. Las matizaciones no tienen cabida. Se lanzan dictámenes casi apocalípticos: o estás en el bando correcto o te estigmatizan: ¡al basurero de la historia! Menciono la historia con toda intención por ser una de las primeras damnificadas en este proceso. La historia, tan traída y llevada, tan zarandeada, pierde su función primigenia, conocer y analizar el pasado. O bien adopta el uniforme de historia militante, arma de combate o, de modo más insidioso aún, se convierte en memoria histórica para uso –y abuso– de tirios y troyanos.
En nuestros lares, la instrumentalización partidista del pasado adquiere caracteres de deporte nacional. No diré que constituya un fenómeno reciente, porque sería ignorancia o falseamiento, pero sí puedo sostener sin faltar a la verdad que es algo que se ha intensificado en los últimos decenios, al compás de la evolución política interna e internacional. Piensen, sin más, en las etapas históricas recientes: República, Guerra Civil, Franco, la represión franquista, la Transición… En todos estos temas basta con ver en la portada de los libros el título, el nombre del autor y la editorial para que, en buena parte de los casos, no sea necesario siquiera abrir el volumen –ni ojear el índice– para descifrar su contenido, es decir, de qué pie cojea, por decirlo de modo coloquial.
En este reparto grosero y banal de papeles, y a despecho de una realidad que se nos presenta casi siempre esquiva y problemática, los grandes protagonistas de nuestro dramático siglo XX se llevan la palma en la caracterización simplista, como si fuera una pugna entre buenos y malos. El reinado de Alfonso XIII y, aún más, la persona misma del monarca, suelen ser juzgados de modo sumario –culpable o inocente– en función no de los hechos y los datos, sino a partir de ideas preconcebidas, premisas ideológicas. Señalo todo esto para enmarcar y valorar en sus justos términos el libro del que quiero hablar, La guerra del rey, de Zorann Petrovici (La Esfera de los libros). Porque su autor ha operado en sentido opuesto, trabajando, si así puede decirse, a ras de suelo, con los datos concretos y sin anteojeras previas.
Zorann Petrovici es un joven historiador rumano radicado en Madrid, donde ejerce como profesor universitario. Sus trabajos de investigación se han focalizado básicamente en el reinado de Alfonso XIII y, en particular, en la vertiente diplomática del régimen monárquico. En este marco, como continuación de su tesis sobre las prácticas diplomáticas españolas del primer tercio del siglo XX se inserta este libro, centrado –como señala el subtítulo– en la labor humanitaria de Alfonso XIII durante la Primera Guerra Mundial.
Los historiadores del período suelen sintetizar en una frase brillante cómo vivió nuestro país la neutralidad oficial en la contienda: España no entró en la guerra pero la guerra sí entró en España. El dictamen no puede ser más exacto, por muchas razones. En síntesis, primero, porque las hostilidades salpicaron a la nación de diversas formas, desde provocaciones de los contendientes para romper la mencionada neutralidad hasta sobornos, sabotajes y otras acciones de servicios secretos; segundo, por su tremendo impacto en el comercio y en la economía en general; pero, tercero y sobre todo, por lo que aquí nos concierne, porque la opinión pública, lejos de permanecer neutral, tomó partido entusiasta por uno u otro bando (aliadófilos contra germanófilos).
«Neutrales, pero no ausentes»
Basta esa brevísima sinopsis para entender y calibrar las dificultades de la postura oficial de España. En contra de lo que a veces se cree o se dice, la neutralidad no es un don otorgado sino una actitud que se gana, a pulso y con esfuerzo continuado. Máxime cuando algunos de los contendientes –Francia, por un lado; Alemania, por otro– querían tener, cuando menos, un socio estratégico a este lado de los Pirineos. El gobierno conservador de Dato decretó la neutralidad española, doctrina que mantuvieron, aunque a veces a regañadientes (caso de Romanones) los liberales. En este contexto, la posición del monarca era particularmente complicada, tanto por razones personales (la tensión en su propia familia entre simpatías contrapuestas) como institucionales (la peculiar función moderadora de la Corona en el sistema político español).
Ahora bien, un pronunciamiento de neutralidad no tenía por qué implicar inhibición y, menos aún, indiferencia. Aquí operaban ya no solo razones políticas, sino éticas, dados los caracteres particularmente cruentos que adoptaba la conflagración, «una espantosa carnicería». Como si fuera una consigna, «neutrales pero no ausentes», España adoptó un rol activo de «potencia protectora y humanitaria». Era un modo inteligente de hacerse un hueco, modesto pero respetable, en el complicado tablero geopolítico. Aunque no en exclusiva, ese mérito había que atribuírselo al rey, no ya solo porque él era pieza decisiva e insustituible en esa dinámica, sino porque esta era inseparable de una determinada imagen de la Corona: Alfonso XIII «como rey mediador», con una proyección de reconocimiento internacional en ese difícil cometido.
De hecho, esa percepción de la función humanitaria de la Corona española caló desde el principio con una naturalidad sorprendente. El 16 de agosto de 1914, dos semanas después de la ruptura de hostilidades, se registraba en el Palacio Real una petición de ayuda particular procedente de Moscú. En las semanas y meses siguientes, en sucesión irregular, pero constante, seguían llegando más peticiones desde los puntos más diversos de Europa. Lo que en principio pudo parecer una cuestión anecdótica o, todo lo más, un ramillete de casos específicos, fue adoptando pronto unas proporciones difíciles de gestionar. Para responder al desafío sobrevenido se requería un entramado burocrático destinado al efecto: para esa misión se creó en las dependencias del Palacio Real la «Oficina de la Guerra Europea», organismo en el que llegaron a estar empleados hasta 46 personas, dato suficientemente indicativo de la magnitud de trabajo que se fue acumulando.
La atribución al rey de España de esa efectiva tarea humanitaria en la prensa francesa de la época dio carta de naturaleza a ese cometido a escala internacional y contribuyó en gran medida a que se desencadenara una auténtica oleada de peticiones. Simplifico las cifras, que son tan elocuentes como abrumadoras. En número redondos, se recibieron unas 180.000 peticiones de ayuda. La inmensa mayoría –en torno a 120.000, grosso modo– eran relativas al personal militar, destacando la localización de desaparecidos, así como la asistencia y traslado de heridos y prisioneros. De entre ellos, la inmensa mayoría eran franceses y belgas, algo muy comprensible por factores geográficos y culturales. También, en menor aunque no despreciable medida, se tramitaron las peticiones de la población civil, unas 50.000.
Escasos resultados
Dado que esto es indiscutible, la controversia valorativa e historiográfica se ha centrado en los resultados tangibles de esas buenas intenciones. Como es obvio, una cosa es tener una propensión de ayuda y otra muy distinta, que esa ayuda sirva en efecto para algo. Demos un paso más, pongamos números, en términos simplificados, nuevamente. Según Petrovici, de las antes mencionadas 180.000 peticiones se pudo dar una «respuesta solvente» a 28.600, lo cual supone casi el 16%. ¿Es poco o es mucho?
Aquí entra en juego el marco de referencia. Las valoraciones no se hacen nunca en el vacío. No descubro ningún secreto si señalo que el juicio histórico y político de Alfonso XIII ha tendido a ser negativo, tanto desde la izquierda como desde la derecha, aunque por motivos distintos y hasta contrapuestos, en los que no puedo entrar aquí. En este mismo libro, el prologuista, Antonio López Vega, señala que «la historia de este reinado es la historia de un fracaso, y de un fracaso bien conocido por la historia y la historiografía». Y el propio autor, Petrovici, se hace eco de la estimación de Javier Moreno Luzón en su celebrado ensayo –El rey patriota–: «La oficina [de la guerra europea] arrojó escasos resultados palpables». Como quien dice, un destello en la noche.
De este modo, se omiten o malversan algunos aspectos esenciales: por ejemplo, se carga en el debe del rey el capítulo de resultados, cuando estos no dependían del impulso regio, sino de la dificultad del empeño. Aunque se califique severamente de fiasco su acción humanitaria, parece injusto ponerlo en la cuenta del reinado como otro fracaso más, imputable al monarca. Espero que ahora se entiendan aún mejor las consideraciones del comienzo de este artículo, esa propensión maniquea en nuestra percepción del pasado.
Incluso en una estimación globalmente negativa de Alfonso XIII cabe poner en valor per se tanto su actitud como su labor durante la Gran Guerra. Pero es que, además, dentro de sus innegables limitaciones, no puede minusvalorarse que la iniciativa de la Corona española, sirvió en el aspecto práctico de consuelo y reparación a miles de damnificados. En sus dimensiones política y diplomática, promovió un pequeño pero significativo cambio de rumbo en el devaluado papel de España en el orden internacional. Y, en fin, en el aspecto simbólico, inyectó un referente moral y humanitario, un llamamiento nada despreciable a la paz, el entendimiento y la concordia en unos momentos críticos en que los europeos se despedazaban con saña. ¿Es poco o mucho?
Uno de los problemas del ambiente actual de crispación y polarización política es que se traslada de inmediato a otros ámbitos, generando una tendencia de elemental
Uno de los problemas del ambiente actual de crispación y polarización política es que se traslada de inmediato a otros ámbitos, generando una tendencia de elemental maniqueísmo al que es difícil sustraerse. O blanco o negro. Se prescinde de los grises, los términos medios no existen. Las matizaciones no tienen cabida. Se lanzan dictámenes casi apocalípticos: o estás en el bando correcto o te estigmatizan: ¡al basurero de la historia! Menciono la historia con toda intención por ser una de las primeras damnificadas en este proceso. La historia, tan traída y llevada, tan zarandeada, pierde su función primigenia, conocer y analizar el pasado. O bien adopta el uniforme de historia militante, arma de combate o, de modo más insidioso aún, se convierte en memoria histórica para uso –y abuso– de tirios y troyanos.
En nuestros lares, la instrumentalización partidista del pasado adquiere caracteres de deporte nacional. No diré que constituya un fenómeno reciente, porque sería ignorancia o falseamiento, pero sí puedo sostener sin faltar a la verdad que es algo que se ha intensificado en los últimos decenios, al compás de la evolución política interna e internacional. Piensen, sin más, en las etapas históricas recientes: República, Guerra Civil, Franco, la represión franquista, la Transición… En todos estos temas basta con ver en la portada de los libros el título, el nombre del autor y la editorial para que, en buena parte de los casos, no sea necesario siquiera abrir el volumen –ni ojear el índice– para descifrar su contenido, es decir, de qué pie cojea, por decirlo de modo coloquial.
En este reparto grosero y banal de papeles, y a despecho de una realidad que se nos presenta casi siempre esquiva y problemática, los grandes protagonistas de nuestro dramático siglo XX se llevan la palma en la caracterización simplista, como si fuera una pugna entre buenos y malos. El reinado de Alfonso XIII y, aún más, la persona misma del monarca, suelen ser juzgados de modo sumario –culpable o inocente– en función no de los hechos y los datos, sino a partir de ideas preconcebidas, premisas ideológicas. Señalo todo esto para enmarcar y valorar en sus justos términos el libro del que quiero hablar, La guerra del rey, de Zorann Petrovici (La Esfera de los libros). Porque su autor ha operado en sentido opuesto, trabajando, si así puede decirse, a ras de suelo, con los datos concretos y sin anteojeras previas.
Zorann Petrovici es un joven historiador rumano radicado en Madrid, donde ejerce como profesor universitario. Sus trabajos de investigación se han focalizado básicamente en el reinado de Alfonso XIII y, en particular, en la vertiente diplomática del régimen monárquico. En este marco, como continuación de su tesis sobre las prácticas diplomáticas españolas del primer tercio del siglo XX se inserta este libro, centrado –como señala el subtítulo– en la labor humanitaria de Alfonso XIII durante la Primera Guerra Mundial.
Los historiadores del período suelen sintetizar en una frase brillante cómo vivió nuestro país la neutralidad oficial en la contienda: España no entró en la guerra pero la guerra sí entró en España. El dictamen no puede ser más exacto, por muchas razones. En síntesis, primero, porque las hostilidades salpicaron a la nación de diversas formas, desde provocaciones de los contendientes para romper la mencionada neutralidad hasta sobornos, sabotajes y otras acciones de servicios secretos; segundo, por su tremendo impacto en el comercio y en la economía en general; pero, tercero y sobre todo, por lo que aquí nos concierne, porque la opinión pública, lejos de permanecer neutral, tomó partido entusiasta por uno u otro bando (aliadófilos contra germanófilos).
Basta esa brevísima sinopsis para entender y calibrar las dificultades de la postura oficial de España. En contra de lo que a veces se cree o se dice, la neutralidad no es un don otorgado sino una actitud que se gana, a pulso y con esfuerzo continuado. Máxime cuando algunos de los contendientes –Francia, por un lado; Alemania, por otro– querían tener, cuando menos, un socio estratégico a este lado de los Pirineos. El gobierno conservador de Dato decretó la neutralidad española, doctrina que mantuvieron, aunque a veces a regañadientes (caso de Romanones) los liberales. En este contexto, la posición del monarca era particularmente complicada, tanto por razones personales (la tensión en su propia familia entre simpatías contrapuestas) como institucionales (la peculiar función moderadora de la Corona en el sistema político español).
Ahora bien, un pronunciamiento de neutralidad no tenía por qué implicar inhibición y, menos aún, indiferencia. Aquí operaban ya no solo razones políticas, sino éticas, dados los caracteres particularmente cruentos que adoptaba la conflagración, «una espantosa carnicería». Como si fuera una consigna, «neutrales pero no ausentes», España adoptó un rol activo de «potencia protectora y humanitaria». Era un modo inteligente de hacerse un hueco, modesto pero respetable, en el complicado tablero geopolítico. Aunque no en exclusiva, ese mérito había que atribuírselo al rey, no ya solo porque él era pieza decisiva e insustituible en esa dinámica, sino porque esta era inseparable de una determinada imagen de la Corona: Alfonso XIII «como rey mediador», con una proyección de reconocimiento internacional en ese difícil cometido.
De hecho, esa percepción de la función humanitaria de la Corona española caló desde el principio con una naturalidad sorprendente. El 16 de agosto de 1914, dos semanas después de la ruptura de hostilidades, se registraba en el Palacio Real una petición de ayuda particular procedente de Moscú. En las semanas y meses siguientes, en sucesión irregular, pero constante, seguían llegando más peticiones desde los puntos más diversos de Europa. Lo que en principio pudo parecer una cuestión anecdótica o, todo lo más, un ramillete de casos específicos, fue adoptando pronto unas proporciones difíciles de gestionar. Para responder al desafío sobrevenido se requería un entramado burocrático destinado al efecto: para esa misión se creó en las dependencias del Palacio Real la «Oficina de la Guerra Europea», organismo en el que llegaron a estar empleados hasta 46 personas, dato suficientemente indicativo de la magnitud de trabajo que se fue acumulando.
La atribución al rey de España de esa efectiva tarea humanitaria en la prensa francesa de la época dio carta de naturaleza a ese cometido a escala internacional y contribuyó en gran medida a que se desencadenara una auténtica oleada de peticiones. Simplifico las cifras, que son tan elocuentes como abrumadoras. En número redondos, se recibieron unas 180.000 peticiones de ayuda. La inmensa mayoría –en torno a 120.000, grosso modo– eran relativas al personal militar, destacando la localización de desaparecidos, así como la asistencia y traslado de heridos y prisioneros. De entre ellos, la inmensa mayoría eran franceses y belgas, algo muy comprensible por factores geográficos y culturales. También, en menor aunque no despreciable medida, se tramitaron las peticiones de la población civil, unas 50.000.
Dado que esto es indiscutible, la controversia valorativa e historiográfica se ha centrado en los resultados tangibles de esas buenas intenciones. Como es obvio, una cosa es tener una propensión de ayuda y otra muy distinta, que esa ayuda sirva en efecto para algo. Demos un paso más, pongamos números, en términos simplificados, nuevamente. Según Petrovici, de las antes mencionadas 180.000 peticiones se pudo dar una «respuesta solvente» a 28.600, lo cual supone casi el 16%. ¿Es poco o es mucho?
Aquí entra en juego el marco de referencia. Las valoraciones no se hacen nunca en el vacío. No descubro ningún secreto si señalo que el juicio histórico y político de Alfonso XIII ha tendido a ser negativo, tanto desde la izquierda como desde la derecha, aunque por motivos distintos y hasta contrapuestos, en los que no puedo entrar aquí. En este mismo libro, el prologuista, Antonio López Vega, señala que «la historia de este reinado es la historia de un fracaso, y de un fracaso bien conocido por la historia y la historiografía». Y el propio autor, Petrovici, se hace eco de la estimación de Javier Moreno Luzón en su celebrado ensayo –El rey patriota–: «La oficina [de la guerra europea] arrojó escasos resultados palpables». Como quien dice, un destello en la noche.
De este modo, se omiten o malversan algunos aspectos esenciales: por ejemplo, se carga en el debe del rey el capítulo de resultados, cuando estos no dependían del impulso regio, sino de la dificultad del empeño. Aunque se califique severamente de fiasco su acción humanitaria, parece injusto ponerlo en la cuenta del reinado como otro fracaso más, imputable al monarca. Espero que ahora se entiendan aún mejor las consideraciones del comienzo de este artículo, esa propensión maniquea en nuestra percepción del pasado.
Incluso en una estimación globalmente negativa de Alfonso XIII cabe poner en valor per se tanto su actitud como su labor durante la Gran Guerra. Pero es que, además, dentro de sus innegables limitaciones, no puede minusvalorarse que la iniciativa de la Corona española, sirvió en el aspecto práctico de consuelo y reparación a miles de damnificados. En sus dimensiones política y diplomática, promovió un pequeño pero significativo cambio de rumbo en el devaluado papel de España en el orden internacional. Y, en fin, en el aspecto simbólico, inyectó un referente moral y humanitario, un llamamiento nada despreciable a la paz, el entendimiento y la concordia en unos momentos críticos en que los europeos se despedazaban con saña. ¿Es poco o mucho?
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