La conmemoración de los 50 años de la muerte del dictador Francisco Franco está trayendo una considerable polémica. El motivo es que el Gobierno está construyendo un relato para hacer propaganda del PSOE que desfigura la dictadura franquista. Y lo está haciendo de forma tan chapucera que las nuevas generaciones no van a tener una idea histórica cierta sobre ese periodo. Entre otras mentiras, en el primer acto de la conmemoración, el 8 de enero de 2025, el vídeo decía que los españoles no podían leer Los Miserables, la obra de Victor Hugo, cuando la primera edición tras la guerra civil es de 1960, y luego siguieron muchas otras en Madrid y Barcelona. El vídeo decía que el público español no pudo ver Con faldas y a lo loco, la película de Billy Wilder, cuando aquí se estrenó en 1963.
La situación de la Iglesia cambió drásticamente entre la década de 1960 y la de 1970. Hubo un choque entre la generación que provenía de la Guerra Civil, y las nuevas vocaciones que estaban animadas por los aires de modernidad del Concilio Vaticano II. Los aires de cambio eran evidentes. Por un lado, aumentó la cifra de abandonos sacerdotales entre 1961 y 1971, con una media de un 2% al año. No era masivo, pero el impacto social de curas que colgaban los hábitos en una sociedad forjada en el nacionalcatolicismo aumentó la percepción de deterioro de lo antiguo y de que se estaba produciendo un cambio. Por otro lado, el número de nuevos sacerdotes disminuyó mucho. Por ejemplo, en 1960 hubo más de mil, pero en 1975 la cifra superaba con esfuerzo los doscientos.
Por otro lado, el desarrollismo de los 60, la sociedad de consumo y el turismo redujeron las prácticas religiosas. Mientras que en 1965 el 98% de los españoles se declaraba católico, en diez años el porcentaje descendía diez puntos. Lo que se mantenía eran la costumbre, las supersticiones de carácter religioso, y los ritos sociales, como el bautismo, la comunión, el matrimonio y la sepultura cristiana. Además, existía la idea de que el catolicismo había sido utilizado por el régimen franquista para la represión moral y social. Así, en cierto modo, injusto a todas luces, ser antifranquista obligaba a un repudio a la Iglesia y al catolicismo ‘oficial’.
Luego estaba la figura del ‘cura obrero’, y la presencia en el mundo sindical y en el movimiento obrero cristiano de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) y otros sacerdotes que militaban en la izquierda. A esto se sumaba el conflicto con las diócesis vascas, muy ligadas al nacionalismo, y en las que el clero tenía un papel político evidente, incluso con ETA. En suma: la secularización fue tan rápida que la Iglesia decidió su modernización, que pasaba por separarse del régimen de Franco y apostar por la reconciliación.
La ruptura de la Iglesia con la dictadura de Franco se inició en la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes, celebrada en Madrid, del 13 al 18 de septiembre de 1971. En la ponencia titulada La España de hoy se hablaba de la conveniencia de abrirse a las peticiones de libertad de expresión, asociación, reunión sindical y democracia, entre otras cosas. Esto ya era rompedor, pero lo que más impactó fue la que decía:
«Reconocemos humildemente y pedimos perdón porque nosotros no supimos ser a su tiempo verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo dividido por una guerra entre hermanos»
Lo que llegó a la opinión pública fue la palabra «perdón», que venía a ser un reconocimiento de culpa y un deseo de enmienda. La Iglesia dejaba de ser el brazo religioso de un régimen, para convertirse en una institución para todos los españoles en aras de la reconciliación.
A partir de ahí todo se puso en marcha. El cardenal Vicente Enrique y Tarancón, que había sido vicepresidente de dicha conferencia y había estado al frente de la archidiócesis de Madrid-Alcalá, fue elegido en 1972 por una amplia mayoría para dirigir la Conferencia Episcopal. Además, el obispo Elias Yanes ganó las elecciones para ser su secretario general. El panorama era descrito por el ministerio de Información y Turismo en un documento reservado en el que decía que en la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal había diez ‘progresistas’, entre ellos Tarancón y Yanes, y siete ‘conservadores’.
El Gobierno decidió hacer la guerra a la nueva Iglesia española. Carrero Blanco, presidente del Gobierno, abrió el fuego con un discurso echando en cara a la Iglesia el dinero que el Estado había gastado en ella. Esto provocó un intercambio epistolar entre Carrero y Tarancón bastante duro. El Gobierno, en suma, estaba decidido a controlar a la nueva Iglesia. De hecho, la cárcel concordataria de Zamora, solo para curas, se empezó a llenar, y las multas por homilias incómodas para el Régimen fueron castigadas con multas. Esto suponía que vigilaban y denunciaban a los párrocos en los oficios religiosos. Además, el Gobierno alentó a los críticos con Tarancón dentro de la Iglesia, como la Hermandad Sacerdotal, que se dedicó a injuriar al nuncio, al Papa, y a la Conferencia Episcopal.
El colmo fue la manifestación que se preparó para el 7 de mayo de 1973. El ambiente estaba muy caldeado por el asesinato del policía Fernández Gutiérrez por el FRAP en la concentración por el 1º de Mayo. Blas Piñar, líder de Fuerza Nueva, movilizó a los suyos, en principio contra ese grupo terrorista. El asunto se fue de las manos. Hubo pancartas pidiendo la dimisión del Gobierno, al que consideraban blando, y otras contra los obispos. Una rezaba: «Tarancón al paredón». El asunto estaba derivando ya en violencia.
Tras el asesinato de Carrero Blanco, en diciembre de 1973, los nervios se tradujeron en actitudes agresivas, también contra la Iglesia, a la que veían como traidora. En el responso por el almirante, los Guerrilleros de Cristo Rey, un grupo terrorista financiado por las cloacas del Estado, insultaron al cardenal Tarancón por considerarlo un traidor, diciendo «Tarancón, al paredón». Estuvieron a punto de agredirle. Tuvieron que ser algunos ministros los que callaran a esos tipos, y el general Díez Alegría, jefe del Alto Estado Mayor, quien saliera a apoyar a Tarancón. La tensión se reprodujo en los funerales celebrados en la madrileña iglesia de San Francisco el Grande. Allí, el ministro de Educación, Rodríguez Martínez, se negó a saludar a Tarancón. Luego, Torcuato Fernández Miranda, presidente interino del Gobierno, obligó al ministro a pedir perdón.
La ruptura estaba casi consumada. Le faltaba una demostración, y se la proporcionó el caso del obispo Añoveros, de la diócesis de Bilbao. En febrero de 1974, el prelado, que había sido capellán de los tercios de requetés navarros durante la Guerra Civil, quiso difundir una homilía en la que denunciaba la represión del pueblo vasco. Aquello era demasiado para el gobierno de Arias Navarro, que acaba de llegar al poder, y que estaba preparando un discurso sobre la apertura y las libertades, el del famoso «espíritu del 12 de febrero». El enfado fue monumental, por lo que el Gobierno decidió un plan de castigo importante. Se planeó el arresto domiciliario de Añoveros y de su vicario de pastoral, y su posterior expulsión de España. Aquello provocó un momento de tensión directa entre la Conferencia Episcopal y el propio Franco, que se negó a recibir a Tarancón. Solamente la presión del papa Pablo VI y la defensa en bloque de la Iglesia española impidieron el castigo. Finalmente, Franco indicó al presidente del Gobierno que dejara a Añoveros en Bilbao. Parece ser que el dictador dijo después que el asunto no había sido más que una «rabieta de Arias Navarro».
El episodio mostró la ruptura definitiva entre la Iglesia y la dictadura de Franco. No quería ser durante más tiempo la coartada moral de la dictadura, ni instrumento de su ideología, y se impuso la Iglesia de Tarancón. La nueva posición eclesiástica venía respaldada por el Concilio Vaticano II y el papa Pablo VI. Además, la tesis de que se estaba perdiendo el contacto con los problemas reales de la población española había cuajado mucho, sobre todo por el descenso de las vocaciones y de las prácticas religiosas. La generación que no vivió la Guerra Civil, por otro lado, había marcado el rumbo hacia la democracia, la reconciliación y la asistencia social exclusivamente, y eso no tenía marcha atrás. Así lo percibió la sociedad española en 1975, salvo los inmovilistas, que siempre consideraron la decisión del nuevo rumbo como una traición. Este cambio de la Iglesia hizo más por demostrar a los españoles que la dictadura era algo del pasado, a superar, y que había que avanzar hacia la democracia, y lo hizo mucho antes que algunos partidos como el PSOE.
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La conmemoración de los 50 años de la muerte del dictador Francisco Franco está trayendo una considerable polémica. El motivo es que el Gobierno está construyendo
La conmemoración de los 50 años de la muerte del dictador Francisco Franco está trayendo una considerable polémica. El motivo es que el Gobierno está construyendo un relato para hacer propaganda del PSOE que desfigura la dictadura franquista. Y lo está haciendo de forma tan chapucera que las nuevas generaciones no van a tener una idea histórica cierta sobre ese periodo. Entre otras mentiras, en el primer acto de la conmemoración, el 8 de enero de 2025, el vídeo decía que los españoles no podían leer Los Miserables, la obra de Victor Hugo, cuando la primera edición tras la guerra civil es de 1960, y luego siguieron muchas otras en Madrid y Barcelona. El vídeo decía que el público español no pudo ver Con faldas y a lo loco, la película de Billy Wilder, cuando aquí se estrenó en 1963.
La situación de la Iglesia cambió drásticamente entre la década de 1960 y la de 1970. Hubo un choque entre la generación que provenía de la Guerra Civil, y las nuevas vocaciones que estaban animadas por los aires de modernidad del Concilio Vaticano II. Los aires de cambio eran evidentes. Por un lado, aumentó la cifra de abandonos sacerdotales entre 1961 y 1971, con una media de un 2% al año. No era masivo, pero el impacto social de curas que colgaban los hábitos en una sociedad forjada en el nacionalcatolicismo aumentó la percepción de deterioro de lo antiguo y de que se estaba produciendo un cambio. Por otro lado, el número de nuevos sacerdotes disminuyó mucho. Por ejemplo, en 1960 hubo más de mil, pero en 1975 la cifra superaba con esfuerzo los doscientos.
Por otro lado, el desarrollismo de los 60, la sociedad de consumo y el turismo redujeron las prácticas religiosas. Mientras que en 1965 el 98% de los españoles se declaraba católico, en diez años el porcentaje descendía diez puntos. Lo que se mantenía eran la costumbre, las supersticiones de carácter religioso, y los ritos sociales, como el bautismo, la comunión, el matrimonio y la sepultura cristiana. Además, existía la idea de que el catolicismo había sido utilizado por el régimen franquista para la represión moral y social. Así, en cierto modo, injusto a todas luces, ser antifranquista obligaba a un repudio a la Iglesia y al catolicismo ‘oficial’.
Luego estaba la figura del ‘cura obrero’, y la presencia en el mundo sindical y en el movimiento obrero cristiano de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) y otros sacerdotes que militaban en la izquierda. A esto se sumaba el conflicto con las diócesis vascas, muy ligadas al nacionalismo, y en las que el clero tenía un papel político evidente, incluso con ETA. En suma: la secularización fue tan rápida que la Iglesia decidió su modernización, que pasaba por separarse del régimen de Franco y apostar por la reconciliación.
La ruptura de la Iglesia con la dictadura de Franco se inició en la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes, celebrada en Madrid, del 13 al 18 de septiembre de 1971. En la ponencia titulada La España de hoy se hablaba de la conveniencia de abrirse a las peticiones de libertad de expresión, asociación, reunión sindical y democracia, entre otras cosas. Esto ya era rompedor, pero lo que más impactó fue la que decía:
«Reconocemos humildemente y pedimos perdón porque nosotros no supimos ser a su tiempo verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo dividido por una guerra entre hermanos»
econocemos humildemente y pedimos perdón porque nosotros no supimos ser a su tiempo verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo dividido por una guerra entre hermanos”.
Lo que llegó a la opinión pública fue la palabra «perdón», que venía a ser un reconocimiento de culpa y un deseo de enmienda. La Iglesia dejaba de ser el brazo religioso de un régimen, para convertirse en una institución para todos los españoles en aras de la reconciliación.
A partir de ahí todo se puso en marcha. El cardenal Vicente Enrique y Tarancón, que había sido vicepresidente de dicha conferencia y había estado al frente de la archidiócesis de Madrid-Alcalá, fue elegido en 1972 por una amplia mayoría para dirigir la Conferencia Episcopal. Además, el obispo Elias Yanes ganó las elecciones para ser su secretario general. El panorama era descrito por el ministerio de Información y Turismo en un documento reservado en el que decía que en la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal había diez ‘progresistas’, entre ellos Tarancón y Yanes, y siete ‘conservadores’.
El Gobierno decidió hacer la guerra a la nueva Iglesia española. Carrero Blanco, presidente del Gobierno, abrió el fuego con un discurso echando en cara a la Iglesia el dinero que el Estado había gastado en ella. Esto provocó un intercambio epistolar entre Carrero y Tarancón bastante duro. El Gobierno, en suma, estaba decidido a controlar a la nueva Iglesia. De hecho, la cárcel concordataria de Zamora, solo para curas, se empezó a llenar, y las multas por homilias incómodas para el Régimen fueron castigadas con multas. Esto suponía que vigilaban y denunciaban a los párrocos en los oficios religiosos. Además, el Gobierno alentó a los críticos con Tarancón dentro de la Iglesia, como la Hermandad Sacerdotal, que se dedicó a injuriar al nuncio, al Papa, y a la Conferencia Episcopal.
El colmo fue la manifestación que se preparó para el 7 de mayo de 1973. El ambiente estaba muy caldeado por el asesinato del policía Fernández Gutiérrez por el FRAP en la concentración por el 1º de Mayo. Blas Piñar, líder de Fuerza Nueva, movilizó a los suyos, en principio contra ese grupo terrorista. El asunto se fue de las manos. Hubo pancartas pidiendo la dimisión del Gobierno, al que consideraban blando, y otras contra los obispos. Una rezaba: «Tarancón al paredón». El asunto estaba derivando ya en violencia.
Tras el asesinato de Carrero Blanco, en diciembre de 1973, los nervios se tradujeron en actitudes agresivas, también contra la Iglesia, a la que veían como traidora. En el responso por el almirante, los Guerrilleros de Cristo Rey, un grupo terrorista financiado por las cloacas del Estado, insultaron al cardenal Tarancón por considerarlo un traidor, diciendo «Tarancón, al paredón». Estuvieron a punto de agredirle. Tuvieron que ser algunos ministros los que callaran a esos tipos, y el general Díez Alegría, jefe del Alto Estado Mayor, quien saliera a apoyar a Tarancón. La tensión se reprodujo en los funerales celebrados en la madrileña iglesia de San Francisco el Grande. Allí, el ministro de Educación, Rodríguez Martínez, se negó a saludar a Tarancón. Luego, Torcuato Fernández Miranda, presidente interino del Gobierno, obligó al ministro a pedir perdón.
La ruptura estaba casi consumada. Le faltaba una demostración, y se la proporcionó el caso del obispo Añoveros, de la diócesis de Bilbao. En febrero de 1974, el prelado, que había sido capellán de los tercios de requetés navarros durante la Guerra Civil, quiso difundir una homilía en la que denunciaba la represión del pueblo vasco. Aquello era demasiado para el gobierno de Arias Navarro, que acaba de llegar al poder, y que estaba preparando un discurso sobre la apertura y las libertades, el del famoso «espíritu del 12 de febrero». El enfado fue monumental, por lo que el Gobierno decidió un plan de castigo importante. Se planeó el arresto domiciliario de Añoveros y de su vicario de pastoral, y su posterior expulsión de España. Aquello provocó un momento de tensión directa entre la Conferencia Episcopal y el propio Franco, que se negó a recibir a Tarancón. Solamente la presión del papa Pablo VI y la defensa en bloque de la Iglesia española impidieron el castigo. Finalmente, Franco indicó al presidente del Gobierno que dejara a Añoveros en Bilbao. Parece ser que el dictador dijo después que el asunto no había sido más que una «rabieta de Arias Navarro».
El episodio mostró la ruptura definitiva entre la Iglesia y la dictadura de Franco. No quería ser durante más tiempo la coartada moral de la dictadura, ni instrumento de su ideología, y se impuso la Iglesia de Tarancón. La nueva posición eclesiástica venía respaldada por el Concilio Vaticano II y el papa Pablo VI. Además, la tesis de que se estaba perdiendo el contacto con los problemas reales de la población española había cuajado mucho, sobre todo por el descenso de las vocaciones y de las prácticas religiosas. La generación que no vivió la Guerra Civil, por otro lado, había marcado el rumbo hacia la democracia, la reconciliación y la asistencia social exclusivamente, y eso no tenía marcha atrás. Así lo percibió la sociedad española en 1975, salvo los inmovilistas, que siempre consideraron la decisión del nuevo rumbo como una traición. Este cambio de la Iglesia hizo más por demostrar a los españoles que la dictadura era algo del pasado, a superar, y que había que avanzar hacia la democracia, y lo hizo mucho antes que algunos partidos como el PSOE.
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