El 29 de mayo de 1453 Mehmed II el Conquistador, comandando las tropas del ejército del Imperio otomano, entraba en Constantinopla, capital de la parte oriental del Imperio romano (o Imperio Bizantino) tras 53 días de un asedio que había comenzado el 6 de abril. Caía así un gran imperio cuyo inicio había tenido lugar 27 años a. C. y se desplomaba 1500 años después. Es importante señalar que hay dos imperios romanos: uno, el de Occidente que cayó en el 476 dando paso al fin de la Edad Antigua y comenzando la Edad Media; y otro, el de Oriente, que puso su punto final en 1453, dando paso así a la Edad Moderna.
Hay historiadores que sitúan el comienzo de la modernidad en el descubrimiento de América, pero la caída de Constantinopla, y con ella el imperio bizantino, también es una fecha aceptada en la historiografía. El fin de ambos imperios marcó tan profundamente el devenir del mundo mediterráneo que el estudio de la Historia los ha situado como punto de fin y partida de dos de las diferentes edades de la historia, la Antigua y la Medieval.
El mundo conocido de entonces, tras la toma de la ciudad hoy llamada Estambul, dio un giro geopolítico, pero también social, económico, cultural y religioso. Hablamos, por tanto, de un acontecimiento imprescindible en la historia de la humanidad y que debe ser estudiado a conciencia si se quiere conocer la idiosincrasia y herencia de las dos orillas de la parte más oriental del Mediterráneo.
La decadencia del Imperio Bizantino
En historia las cosas casi nunca suceden porque sí, muchísimo menos el fin de los imperios que nunca son de un día para otro. El Imperio Romano de Occidente tuvo siglos de decadencia antes de hundirse. El de Oriente, también. Podemos irnos a finales del siglo XII, para ver las causas que comenzaron a debilitar al primero, al margen de la expansión búlgara de las centurias anteriores, durante los preparativos de la Tercera Cruzada.
Los bizantinos prefirieron mantenerse neutrales, al estar convencidos de las nulas posibilidades de que los cruzados instalados en Tierra Santa pudieran con los principales enemigos de los europeos: el sultán de Egipto y Siria, el temido Saladino. Pero todo salió justo al revés de lo planeado y en la Cuarta Cruzada los cristianos tomaron Constantinopla estableciendo el Estado cruzado que caería años más tarde, en 1261.
Ante esta situación, el Imperio bizantino se desmembró dando lugar a varios imperios como el de Nicea, el de Trebisonda y el Despotado de Epiro.
La caída de Constantinopla
Los 53 días de asedio fueron extremadamente duros. En aquel momento ya existía la pólvora y los turcos disponían de ella, por lo que las bajas se producían de una manera mucho más rápida. Constantinopla ejerció una defensa numantina hasta que el 24 de mayo, días antes del final, tuvo lugar un eclipse lunar y esto, en la mentalidad de un hombre del medioevo, suponía una clara advertencia de que algo malo iba a suceder, por lo que los ánimos decayeron.
A eso se le unió que en una procesión que hicieron para pedirle a la Virgen protección, la estatua de esta se cayó al suelo. Y, por si fuera poco, hubo grandes lluvias con granizo que lograron inundar las calles. Así que los pobres hombres dentro de la muralla dejaron de ser tan bravos y la resistencia bajó notablemente. El 29 de mayo Constantinopla capituló.
Las consecuencias de la caída
Los historiadores marcan en esa fecha el fin de una era y el comienzo de otra. Lógicamente, los que en esa época vivían no lo vieron así. Juan Dlugosz, historiador de la época, lo definió de esta manera:
«La ruina de Constantinopla, tan funesta como previsible, constituyó una gran victoria para los turcos, pero también el final de Grecia y la deshonra de los latinos. Por ella, la fe católica fue atacada, la religión confundida, el nombre de Cristo insultado y envilecido. De los dos ojos de la cristiandad, uno quedó ciego; de sus dos manos, una fue cortada. Con las bibliotecas quemadas y los libros destruidos, la doctrina y la ciencia de los griegos, sin las que nadie se podría considerar sabio, se desvaneció».
Efectivamente, Dlugosz dejó meridiano el panorama que resultaba de aquella derrota: no solo se ponía fin a una época (que ellos no visualizaron), ni tampoco fue solo una pérdida importantísima de territorios. Lo más significativo fue que la Cristiandad perdió parte de su poder y los siglos venideros, especialmente el XVI, estuvieron marcados por las constantes luchas entre el cristianismo y el islam.
Por si todo esto fuera poco, además al primero le iba a suceder algo muy poco conveniente: el cisma que trajo consigo la aparición del protestantismo, luteranismo, calvinismo, anglicanismo… En fin, un conjunto funesto de complejas circunstancias. Una suerte de reino de Taifas que acabaría, no por destrozar Europa pero sí por debilitarla mucho. El descubrimiento de América palió sustancialmente toda esta pérdida. Aun así, nunca fue suficiente. Occidente tenía su primer aviso.
La conmoción fue inmensa. Se pensaba que era el fin del cristianismo frente al islam y Europa estaba, con todos sus reinos cristianos, agotada de guerras internas en sus propios territorios. Se había exprimido tanto a la vaca que apenas quedaban gotas de leche. Y comenzaron a cambiar las cosas y no precisamente lentamente a pesar de la época.
Las consecuencias económicas fueron las primeras como en todos los conflictos. Las rutas entre Europa y Asia quedaron abruptamente cortadas con el consiguiente empobrecimiento para el viejo continente y fue ahí, como caído del cielo, cuando se puso la mirada en las nuevas tierras descubiertas por Cristóbal Colón al servicio de los Reyes Católicos.
La caída de un imperio propiciaba el nacimiento de otro. Esto, unido a la cuidada política matrimonial de Isabel y Fernando, dio sus frutos enseguida. Para la primera mitad del siglo XVI ya podemos hablar del Imperio de la Monarquía Hispánica en manos del todopoderoso Carlos I de España y V de Alemania para quien, por cierto, uno de los principales dolores de cabeza de su vida fue siempre «el Turco». El otro fue Francisco I de Francia. Y es que, en lugar de unir fuerzas contra el islam, se pasaron todo el Quinientos guerreando entre sí. Lo que sorprende es que no se autodestruyeran.
Y así comenzó el XVI, un momento apasionante donde florecería el Renacimiento con todo lo que ello trajo consigo. Y Europa, que parecía haber sucumbido a una oscura etapa, volvió a renacer aunque, eso sí, sin dejar de guerrear internamente. Moría el Imperio Romano, el depositario de toda la sapiencia de Grecia y Roma; una situación absolutamente devastadora para el arte, para la ciencia, para la cultura en general y para la Cristiandad. Esta quedaba dividida para siempre en dos, la parte occidental, con una trayectoria a partir de entonces mucho más libre y distinta que la otra parte, la oriental.
El 29 de mayo de 1453 Mehmed II el Conquistador, comandando las tropas del ejército del Imperio otomano, entraba en Constantinopla, capital de la parte oriental
El 29 de mayo de 1453 Mehmed II el Conquistador, comandando las tropas del ejército del Imperio otomano, entraba en Constantinopla, capital de la parte oriental del Imperio romano (o Imperio Bizantino) tras 53 días de un asedio que había comenzado el 6 de abril. Caía así un gran imperio cuyo inicio había tenido lugar 27 años a. C. y se desplomaba 1500 años después. Es importante señalar que hay dos imperios romanos: uno, el de Occidente que cayó en el 476 dando paso al fin de la Edad Antigua y comenzando la Edad Media; y otro, el de Oriente, que puso su punto final en 1453, dando paso así a la Edad Moderna.
Hay historiadores que sitúan el comienzo de la modernidad en el descubrimiento de América, pero la caída de Constantinopla, y con ella el imperio bizantino, también es una fecha aceptada en la historiografía. El fin de ambos imperios marcó tan profundamente el devenir del mundo mediterráneo que el estudio de la Historia los ha situado como punto de fin y partida de dos de las diferentes edades de la historia, la Antigua y la Medieval.
El mundo conocido de entonces, tras la toma de la ciudad hoy llamada Estambul, dio un giro geopolítico, pero también social, económico, cultural y religioso. Hablamos, por tanto, de un acontecimiento imprescindible en la historia de la humanidad y que debe ser estudiado a conciencia si se quiere conocer la idiosincrasia y herencia de las dos orillas de la parte más oriental del Mediterráneo.
En historia las cosas casi nunca suceden porque sí, muchísimo menos el fin de los imperios que nunca son de un día para otro. El Imperio Romano de Occidente tuvo siglos de decadencia antes de hundirse. El de Oriente, también. Podemos irnos a finales del siglo XII, para ver las causas que comenzaron a debilitar al primero, al margen de la expansión búlgara de las centurias anteriores, durante los preparativos de la Tercera Cruzada.
Los bizantinos prefirieron mantenerse neutrales, al estar convencidos de las nulas posibilidades de que los cruzados instalados en Tierra Santa pudieran con los principales enemigos de los europeos: el sultán de Egipto y Siria, el temido Saladino. Pero todo salió justo al revés de lo planeado y en la Cuarta Cruzada los cristianos tomaron Constantinopla estableciendo el Estado cruzado que caería años más tarde, en 1261.
Ante esta situación, el Imperio bizantino se desmembró dando lugar a varios imperios como el de Nicea, el de Trebisonda y el Despotado de Epiro.
Los 53 días de asedio fueron extremadamente duros. En aquel momento ya existía la pólvora y los turcos disponían de ella, por lo que las bajas se producían de una manera mucho más rápida. Constantinopla ejerció una defensa numantina hasta que el 24 de mayo, días antes del final, tuvo lugar un eclipse lunar y esto, en la mentalidad de un hombre del medioevo, suponía una clara advertencia de que algo malo iba a suceder, por lo que los ánimos decayeron.
A eso se le unió que en una procesión que hicieron para pedirle a la Virgen protección, la estatua de esta se cayó al suelo. Y, por si fuera poco, hubo grandes lluvias con granizo que lograron inundar las calles. Así que los pobres hombres dentro de la muralla dejaron de ser tan bravos y la resistencia bajó notablemente. El 29 de mayo Constantinopla capituló.
Los historiadores marcan en esa fecha el fin de una era y el comienzo de otra. Lógicamente, los que en esa época vivían no lo vieron así. Juan Dlugosz, historiador de la época, lo definió de esta manera:
«La ruina de Constantinopla, tan funesta como previsible, constituyó una gran victoria para los turcos, pero también el final de Grecia y la deshonra de los latinos. Por ella, la fe católica fue atacada, la religión confundida, el nombre de Cristo insultado y envilecido. De los dos ojos de la cristiandad, uno quedó ciego; de sus dos manos, una fue cortada. Con las bibliotecas quemadas y los libros destruidos, la doctrina y la ciencia de los griegos, sin las que nadie se podría considerar sabio, se desvaneció».
Efectivamente, Dlugosz dejó meridiano el panorama que resultaba de aquella derrota: no solo se ponía fin a una época (que ellos no visualizaron), ni tampoco fue solo una pérdida importantísima de territorios. Lo más significativo fue que la Cristiandad perdió parte de su poder y los siglos venideros, especialmente el XVI, estuvieron marcados por las constantes luchas entre el cristianismo y el islam.
Por si todo esto fuera poco, además al primero le iba a suceder algo muy poco conveniente: el cisma que trajo consigo la aparición del protestantismo, luteranismo, calvinismo, anglicanismo… En fin, un conjunto funesto de complejas circunstancias. Una suerte de reino de Taifas que acabaría, no por destrozar Europa pero sí por debilitarla mucho. El descubrimiento de América palió sustancialmente toda esta pérdida. Aun así, nunca fue suficiente. Occidente tenía su primer aviso.
La conmoción fue inmensa. Se pensaba que era el fin del cristianismo frente al islam y Europa estaba, con todos sus reinos cristianos, agotada de guerras internas en sus propios territorios. Se había exprimido tanto a la vaca que apenas quedaban gotas de leche. Y comenzaron a cambiar las cosas y no precisamente lentamente a pesar de la época.
Las consecuencias económicas fueron las primeras como en todos los conflictos. Las rutas entre Europa y Asia quedaron abruptamente cortadas con el consiguiente empobrecimiento para el viejo continente y fue ahí, como caído del cielo, cuando se puso la mirada en las nuevas tierras descubiertas por Cristóbal Colón al servicio de los Reyes Católicos.
La caída de un imperio propiciaba el nacimiento de otro. Esto, unido a la cuidada política matrimonial de Isabel y Fernando, dio sus frutos enseguida. Para la primera mitad del siglo XVI ya podemos hablar del Imperio de la Monarquía Hispánica en manos del todopoderoso Carlos I de España y V de Alemania para quien, por cierto, uno de los principales dolores de cabeza de su vida fue siempre «el Turco». El otro fue Francisco I de Francia. Y es que, en lugar de unir fuerzas contra el islam, se pasaron todo el Quinientos guerreando entre sí. Lo que sorprende es que no se autodestruyeran.
Y así comenzó el XVI, un momento apasionante donde florecería el Renacimiento con todo lo que ello trajo consigo. Y Europa, que parecía haber sucumbido a una oscura etapa, volvió a renacer aunque, eso sí, sin dejar de guerrear internamente. Moría el Imperio Romano, el depositario de toda la sapiencia de Grecia y Roma; una situación absolutamente devastadora para el arte, para la ciencia, para la cultura en general y para la Cristiandad. Esta quedaba dividida para siempre en dos, la parte occidental, con una trayectoria a partir de entonces mucho más libre y distinta que la otra parte, la oriental.
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