José Ángel Mañas y la gloria por condena

Su mirada limpia, tierna, bañada por un azul antillano de ramalazos ojipláticos siempre lo ha acompañado. Dan fe las fotografías que ha protagonizado José Ángel Mañas (1971) desde que, en 1994, quedara finalista del Premio Nadal con Historias del Kronen (Destino, 1994). Fisga con un extraño trajín colmado de determinación. Como si su curiosidad pudiera ser juzgada por alevosía. Quien haya tenido la chanza de cruzárselo, coincidirá. Ese pelo recio, cortado con el cabezal bajo de la maquinilla, gracias al que completa un look propio de un entusiasta profesor de literatura, o de un diputado de la izquierda abertzale en el Congreso de los Diputados.

No serán pocos quienes se estén preguntando, ¿a cuento de qué habla uno aquí del aspecto estético de un escritor? Un escritor escribe, proyecta la creatividad en palabras e historias con las que escarbar un huequecito en la imaginación del lector. Punto pelota, ¿no?. Sin embargo, la realidad comercial, el púlpito donde se coloca a quien se inmiscuye con rentable acierto en las librerías particulares, viola, muchas veces, la intimidad de quien escribe. Y lo somete a presiones y exhibiciones como costras en las rodillas de las que quiere deshacerse, aún consciente de que el escorcho hará supurar de nuevo la sangre. Una trinchera de juicios donde la inocencia, la honestidad y el compromiso humano, rara vez encuentran abrigo. También donde una apariencia sólida o cabrona, viene la mar de bien.

José Ángel Mañas lleva sufriendo la fatigosa rémora del artista de un solo éxito décadas. Años lastrando el latoso susurro de la ópera prima como magnum opus. Treinta novelas presentadas con el acople: «El autor de Historias del Kronen«. Y ha hecho falta todo este trajín para que Mañas vaya a terapia pública con su icónica obra, escribiendo Una historia del Kronen: autobiografía generacional (2025, Aguilar). Un libro vaciado de nostalgia, donde Mañas ajusta las debidas y necesarias cuentas, mapeando la década de los noventa.

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Una historia del Kronen: autobiografía generacional
José Ángel Mañas

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Para quienes vivieron aquellos años quemando álbumes de Nirvana, flirteando con una cotidianidad crepuscular en la Sala Maravillas, hinchándose el córtex con la estilizada histeria tarantinesca o con los balazos poéticos de Roger Wolfe, el libro de Mañas será un déjà vu. Para quienes llegamos tarde a ver a Eddie Vedder colgarse de lo alto de un escenario cantando Even Flow, el auge de Blur y la sacralización de Manchester con Oasis, o el aterrizaje de Irvine Welsh como forma de literatura, el libro es un repaso a ratos emocionado, a tientos bañado por la realidad menos magnífica, con el que poner las cosas en su sitio. Los noventa, efectivamente, fueron más primitivos y salvajes y adoquineros de lo que les esperaría a las generaciones a la vuelta de la esquina del cambio de milenio. Pero también fue una época donde los tíos eran más retrasados sentimentales, el machismo arsénico una arista tolerada y diversas burradas cotidianas eran pasadas por alto.

Del viaje al pasado que se marca Mañas en esta obra, también cabe reseñar todo el entramado de porculizaciones del universo editorial que sufrió. Algunas con golpetazo en la mesa, nunca mejor dicho, y largándose de los lugares de linchamiento públicos, u otros en los que fue expulsado del plató, véase esto en el sentido literal y metafórico. Tampoco fueron del todo majetes los periodistas que veían a un chaval joven y exitoso, con sus bancales claros de introspección, y se lanzaron a su yugular como hienas. La insolencia de la juventud es un capricho que se paga caro en culturosfera.

También se desgrana del relato de Mañas, de esta visita a ese éxito inesperado en condición de virgen editorial, unas cuantas lecciones vitales. La primera, que la envidia no hace distinciones. Se ensaña con los allegados, que encuentran las mejores excusas para regarla en los alardes -en ocasiones inocentes- de los que hacen gala quienes son objeto de la atención popular. En la autobiografía, Mañas relata como esta roñosa sensación se apoderó de sus camaradas de banda musical que, aunque bien protegidos en un argumentario ideológico, cuestionando la falta de punkarismo del éxito de Mañas, queda patente que se alejaron de él por ese vicioso pecado. Es fastidioso quedarse en el rellano de la popularidad, pero tampoco hay clavo que reciba más martillazos que el que asoma por encima del resto.

Otros, sin embargo, sí torean con solvencia las embestidas de los buitres y comebolsas de la cima. En la autobiografía generacional de Mañas, Ray Loriga adquiere un espacio sorprendentemente privilegiado. No en un sentido babosamente adulador. Tampoco con ánimos de lapidación. Sencillamente, Mañas reconoce en Loriga a alguien que supo bailar el vals de las bestias con exótica soltura. ¿Se acuerdan de lo que decía yo al principio de las pintas y todo eso? Pues a esto me refería. El mundillo editorial de los noventa fue -debió ser, vamos, yo no estaba pero me acuerdo- una gira de rock ‘n’ roll. Y, al igual que con las estrellas de rock, hay quien soporta bien la vida sobre ruedas, el flash perpetuo y cabalga la palabra adecuada, y, en fin, hay quien no.

Queda claro que José Ángel Mañas cató el sabor de la victoria. Un retrogusto, mejor dicho, que si no se ve regado por la continuidad del éxito acaba marchitando y amargándolo todo. Pero, puestos los puntos sobre la íes, lo cierto es que Historias del Kronen colocó a un veinteañero en el panteón de los escritores españoles. ¿Luego la cosa salió rana? Bueno, hay quien ni siquiera consigue que le den un beso.

 Su mirada limpia, tierna, bañada por un azul antillano de ramalazos ojipláticos siempre lo ha acompañado. Dan fe las fotografías que ha protagonizado José Ángel Mañas  

Su mirada limpia, tierna, bañada por un azul antillano de ramalazos ojipláticos siempre lo ha acompañado. Dan fe las fotografías que ha protagonizado José Ángel Mañas (1971) desde que, en 1994, quedara finalista del Premio Nadal con Historias del Kronen (Destino, 1994). Fisga con un extraño trajín colmado de determinación. Como si su curiosidad pudiera ser juzgada por alevosía. Quien haya tenido la chanza de cruzárselo, coincidirá. Ese pelo recio, cortado con el cabezal bajo de la maquinilla, gracias al que completa un look propio de un entusiasta profesor de literatura, o de un diputado de la izquierda abertzale en el Congreso de los Diputados.

No serán pocos quienes se estén preguntando, ¿a cuento de qué habla uno aquí del aspecto estético de un escritor? Un escritor escribe, proyecta la creatividad en palabras e historias con las que escarbar un huequecito en la imaginación del lector. Punto pelota, ¿no?. Sin embargo, la realidad comercial, el púlpito donde se coloca a quien se inmiscuye con rentable acierto en las librerías particulares, viola, muchas veces, la intimidad de quien escribe. Y lo somete a presiones y exhibiciones como costras en las rodillas de las que quiere deshacerse, aún consciente de que el escorcho hará supurar de nuevo la sangre. Una trinchera de juicios donde la inocencia, la honestidad y el compromiso humano, rara vez encuentran abrigo. También donde una apariencia sólida o cabrona, viene la mar de bien.

José Ángel Mañas lleva sufriendo la fatigosa rémora del artista de un solo éxito décadas. Años lastrando el latoso susurro de la ópera prima como magnum opus. Treinta novelas presentadas con el acople: «El autor de Historias del Kronen«. Y ha hecho falta todo este trajín para que Mañas vaya a terapia pública con su icónica obra, escribiendo Una historia del Kronen: autobiografía generacional (2025, Aguilar). Un libro vaciado de nostalgia, donde Mañas ajusta las debidas y necesarias cuentas, mapeando la década de los noventa.

Para quienes vivieron aquellos años quemando álbumes de Nirvana, flirteando con una cotidianidad crepuscular en la Sala Maravillas, hinchándose el córtex con la estilizada histeria tarantinesca o con los balazos poéticos de Roger Wolfe, el libro de Mañas será un déjà vu. Para quienes llegamos tarde a ver a Eddie Vedder colgarse de lo alto de un escenario cantando Even Flow, el auge de Blur y la sacralización de Manchester con Oasis, o el aterrizaje de Irvine Welsh como forma de literatura, el libro es un repaso a ratos emocionado, a tientos bañado por la realidad menos magnífica, con el que poner las cosas en su sitio. Los noventa, efectivamente, fueron más primitivos y salvajes y adoquineros de lo que les esperaría a las generaciones a la vuelta de la esquina del cambio de milenio. Pero también fue una época donde los tíos eran más retrasados sentimentales, el machismo arsénico una arista tolerada y diversas burradas cotidianas eran pasadas por alto.

Del viaje al pasado que se marca Mañas en esta obra, también cabe reseñar todo el entramado de porculizaciones del universo editorial que sufrió. Algunas con golpetazo en la mesa, nunca mejor dicho, y largándose de los lugares de linchamiento públicos, u otros en los que fue expulsado del plató, véase esto en el sentido literal y metafórico. Tampoco fueron del todo majetes los periodistas que veían a un chaval joven y exitoso, con sus bancales claros de introspección, y se lanzaron a su yugular como hienas. La insolencia de la juventud es un capricho que se paga caro en culturosfera.

También se desgrana del relato de Mañas, de esta visita a ese éxito inesperado en condición de virgen editorial, unas cuantas lecciones vitales. La primera, que la envidia no hace distinciones. Se ensaña con los allegados, que encuentran las mejores excusas para regarla en los alardes -en ocasiones inocentes- de los que hacen gala quienes son objeto de la atención popular. En la autobiografía, Mañas relata como esta roñosa sensación se apoderó de sus camaradas de banda musical que, aunque bien protegidos en un argumentario ideológico, cuestionando la falta de punkarismo del éxito de Mañas, queda patente que se alejaron de él por ese vicioso pecado. Es fastidioso quedarse en el rellano de la popularidad, pero tampoco hay clavo que reciba más martillazos que el que asoma por encima del resto.

Otros, sin embargo, sí torean con solvencia las embestidas de los buitres y comebolsas de la cima. En la autobiografía generacional de Mañas, Ray Loriga adquiere un espacio sorprendentemente privilegiado. No en un sentido babosamente adulador. Tampoco con ánimos de lapidación. Sencillamente, Mañas reconoce en Loriga a alguien que supo bailar el vals de las bestias con exótica soltura. ¿Se acuerdan de lo que decía yo al principio de las pintas y todo eso? Pues a esto me refería. El mundillo editorial de los noventa fue -debió ser, vamos, yo no estaba pero me acuerdo- una gira de rock ‘n’ roll. Y, al igual que con las estrellas de rock, hay quien soporta bien la vida sobre ruedas, el flash perpetuo y cabalga la palabra adecuada, y, en fin, hay quien no.

Queda claro que José Ángel Mañas cató el sabor de la victoria. Un retrogusto, mejor dicho, que si no se ve regado por la continuidad del éxito acaba marchitando y amargándolo todo. Pero, puestos los puntos sobre la íes, lo cierto es que Historias del Kronen colocó a un veinteañero en el panteón de los escritores españoles. ¿Luego la cosa salió rana? Bueno, hay quien ni siquiera consigue que le den un beso.

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