Les propongo un experimento mental. Imaginemos que estamos reunidos para determinar los principios de justicia que van a estructurar las principales instituciones de la sociedad. Sí, somos nosotros los legisladores, pero hay cierta información que nos es vedada gracias a un velo de la ignorancia. Por ejemplo, no sabemos si somos mujeres o varones, negros o blancos, ricos o pobres; tampoco sabemos si poseemos alguna discapacidad, en qué país nacimos ni si la lotería natural nos ha dotado con algún privilegio, sea estético o cognitivo.
A partir de ese experimento mental, el que es considerado quizás el filósofo político más relevante de la segunda mitad del siglo XX, John Rawls, infiere que los legisladores elegiríamos dos grandes principios que beneficiarían a todos por igual dado que, justamente, no sabemos qué lugar de la pirámide social nos tocará.
El primero, al que podríamos llamar «principio de la libertad», indicaría que cada persona ha de tener acceso a un conjunto de libertades y derechos básicos, tal como los que gozamos en las democracias liberales de la actualidad; el segundo, por su parte, al que podríamos llamar «principio de la diferencia», asegura que las desigualdades sociales y económicas deben satisfacer dos condiciones: estar vinculadas a puestos y cargos abiertos a todos en condiciones de igualdad de oportunidades, y garantizar el mayor beneficio para los miembros menos favorecidos de la sociedad.
El principio de la libertad es lo que hace de Rawls, claramente, un referente del pensamiento liberal. Sin embargo, claro está, nuestro autor es un liberal igualitarista tal como se deduce de su segundo principio. Efectivamente, en la primera parte de este principio que lo que intenta es decirnos qué tipo de diferencia va a tolerar una sociedad justa, Rawls indica que las decisiones y el mérito jugarán un rol, pero, y aquí el elemento que describe su igualitarismo, agrega que esas eventuales diferencias no serán admitidas si perjudican a los menos favorecidos comparado con cualquier otra sociedad.
En el ámbito académico, no hubo autor más citado que Rawls durante décadas desde la publicación de Teoría de la Justicia, allá por el año 1971: sea para defender su liberalismo político, sea para criticarlo, nadie pudo hacer teoría política en el siglo XX sin ir con o contra Rawls.
Aunque su teoría tiene como principal rival al utilitarismo, las críticas arreciaron por distintos ángulos: desde los sectores libertarios (libertarians) embanderados detrás de Robert Nozick acusándolo de ser demasiado igualitarista y redistribucionista, hasta la izquierda más tradicional advirtiendo sobre su defensa de la propiedad privada.
Sin embargo, la crítica más potente fue realizada por un conjunto de autores que, por derecha y por izquierda, fueron denominados «comunitaristas» y que aducían que, en la teoría de Rawls, especialmente en el diseño de ese experimento mental con velo de ignorancia, quedaba expuesto un sujeto liberal, abstracto, egoísta y completamente ahistórico, típico de la metafísica universalista kantiana, desembarazado del contexto, esto es, un sujeto sin historia, sin familia, sin nación, sin lenguaje, sin tradición, sin sexo/género, sin raza, etc.
El propio Rawls recogió esas críticas y reformuló parte de sus posicionamientos tanto en Liberalismo político (1993) como en El derecho de Gentes (1999), a tal punto que hay quienes hablan de un «primer» Rawls, universalista kantiano, y un «segundo» Rawls, antimetafísico y contextualista.
Dicho esto, la pregunta es: ¿podemos construir con los principios rawlsianos una sociedad justa hoy? Según el filósofo y economista de la London School of Economics, Daniel Chandler, la respuesta es, sin duda, afirmativa, y así lo expresa en Libres e iguales, su último libro recientemente publicado por Paidós.
El libro de Chandler podría enmarcarse en una cada vez más abundante tendencia progresista a recuperar el liberalismo democrático y universalista para diferenciarse tanto de los nuevos populismos de derecha como de la agenda tribalista de la izquierda identitaria.
Tal como el propio Chandler admite, él utiliza los principios y el espíritu de la propuesta rawlsiana para ir bastante más allá de lo que el propio Rawls afirmó y, esto lo agregamos nosotros, probablemente mucho más lejos de lo que el propio Rawls aceptaría. De hecho, se trata de una defensa tan irrestricta que por momentos encontramos en Chandler a alguien más rawlsiano que el propio Rawls.
En el terreno de las libertades, Chandler va en la línea estadounidense de «menos es más», especialmente en lo que respecta a, por ejemplo, libertad de expresión: salvo casos muy puntuales de peligro de la democracia o riesgo físico inminente para alguna persona, hay que dejar expresarse. Todo el discurso regulador y cancelatorio de la línea progresista woke, ofenda a quien ofenda, no tiene lugar aquí.
En cuanto a los medios de comunicación, allí adquiere una postura mucho más intervencionista puesto que entiende que hay que avanzar con leyes antimonopólicas que impidan la posición dominante, y aumentar drásticamente la financiación pública como una forma de garantizar información fidedigna.
Pero donde es mucho más controversial todavía es en las medidas que Chandler propone como derivados del principio de diferencia. Por un lado, considera que la igualdad de oportunidades ciega a la diferencia solo puede garantizarse con un sistema educativo fuertemente centralizado (eventualmente sin educación privada, al menos, al inicio) y gratuito. Por otro lado, es proclive a admitir acciones de discriminación positiva, solo de manera temporal, para grupos desaventajados que en la carrera hacia el resultado final necesiten de un acompañamiento extra por carencia de oportunidades que ni el intento de igualación inicial pudo suplir.
En cuanto a cómo crear un modelo que sea beneficioso para los que menos tienen, Chandler considera, en la línea de Thomas Piketty y otros economistas progresistas, un salto importante en la presión tributaria para llevarla a entre 45 y 50% de la renta nacional. Ello podría, por ejemplo, crear un fondo para una Renta Básica Universal y se alcanzaría con impuestos extraordinarios a las grandes fortunas y aumentos de los gravámenes sobre la renta individual y la herencia, entre otras medidas. En esta misma línea, Chandler propone una suerte de shock «predistributivo» que supondría transferir capital de modo tal que aumente en un 50% el patrimonio de los menos aventajados, algo que podría hacerse brindando una x cantidad de dinero cuando la persona llega a edad adulta.
Chandler también avanza sobre lo que llama «democracia laboral» proponiendo el fortalecimiento de los sindicatos, la participación directa de los trabajadores en las decisiones de las compañías y el modelo cooperativista. Incluso propone que el Estado garantice trabajo pleno para todos, eventualmente, creando ofertas laborales donde no se necesitaban. Polémico, incluso siendo generosos.
Pero Chandler también se inmiscuye en el ámbito doméstico, algo que Rawls siempre intentó evitar. Allí entiende que se debe intervenir de alguna manera para evitar la brecha existente en el área de los cuidados, los cuales recaen mayoritariamente en las mujeres repercutiendo en sus ingresos. Una legislación laboral ciega al género que, por ejemplo, distribuya igualitariamente las licencias por paternidad, sumado a una eventual ayuda económica a la mujer y una ley de divorcio que divida a medias el patrimonio, es otro de los paquetes de medidas que Chandler propone.
Por último, rastreando algunas observaciones rawlsianas acerca de la justicia intergeneracional, esto es, lo que como generación presente le debemos a las generaciones futuras, Chandler se alinea a las regulaciones varias en torno a la agenda del cambio climático, desincentivos para determinadas industrias gracias a fuertes impuestos, etc.
Para finalizar, entonces, Chandler admite que se trata de una agenda ambiciosa, si bien, también con Rawls, indica que se trata de una «utopía realista» que puede llevarse a cabo, al menos de manera gradual. Tras la lectura, sin embargo, habría más razones para coincidir en su carácter utópico (o distópico, para algunos) antes que en su presunto realismo, si bien hay antecedentes de buena parte de sus propuestas. De hecho, podría decirse que Chandler peca de aquello que se le suele criticar a los tecnócratas neoliberales, esto es, pensar los números de la economía como un ejercicio de contabilidad con variables estáticas controladas en el laboratorio. En la propuesta de Chandler se habla de redistribución, pero no se habla de crecimiento; no hay inflación ni hay economía en negro ni trabajo precario. Tampoco aparece el problema de las pensiones frente al decrecimiento demográfico; menos aún hay globalización ni economías interconectadas. Solo sacar de un lado para poner en el otro. Y ya. El punto es que la realidad suele ser más compleja y ofrecer resistencias.
Aun así, Chandler entiende que el progresismo debe retomar este tipo de agendas si es que quiere desafiar a los populismos de derecha y diferenciarse de la izquierda que ofrece fragmentación y competencias entre víctimas. Es evidente que discusiones y reacciones varias no van a faltar.
Les propongo un experimento mental. Imaginemos que estamos reunidos para determinar los principios de justicia que van a estructurar las principales instituciones de la sociedad. Sí,
Les propongo un experimento mental. Imaginemos que estamos reunidos para determinar los principios de justicia que van a estructurar las principales instituciones de la sociedad. Sí, somos nosotros los legisladores, pero hay cierta información que nos es vedada gracias a un velo de la ignorancia. Por ejemplo, no sabemos si somos mujeres o varones, negros o blancos, ricos o pobres; tampoco sabemos si poseemos alguna discapacidad, en qué país nacimos ni si la lotería natural nos ha dotado con algún privilegio, sea estético o cognitivo.
A partir de ese experimento mental, el que es considerado quizás el filósofo político más relevante de la segunda mitad del siglo XX, John Rawls, infiere que los legisladores elegiríamos dos grandes principios que beneficiarían a todos por igual dado que, justamente, no sabemos qué lugar de la pirámide social nos tocará.
El primero, al que podríamos llamar «principio de la libertad», indicaría que cada persona ha de tener acceso a un conjunto de libertades y derechos básicos, tal como los que gozamos en las democracias liberales de la actualidad; el segundo, por su parte, al que podríamos llamar «principio de la diferencia», asegura que las desigualdades sociales y económicas deben satisfacer dos condiciones: estar vinculadas a puestos y cargos abiertos a todos en condiciones de igualdad de oportunidades, y garantizar el mayor beneficio para los miembros menos favorecidos de la sociedad.
El principio de la libertad es lo que hace de Rawls, claramente, un referente del pensamiento liberal. Sin embargo, claro está, nuestro autor es un liberal igualitarista tal como se deduce de su segundo principio. Efectivamente, en la primera parte de este principio que lo que intenta es decirnos qué tipo de diferencia va a tolerar una sociedad justa, Rawls indica que las decisiones y el mérito jugarán un rol, pero, y aquí el elemento que describe su igualitarismo, agrega que esas eventuales diferencias no serán admitidas si perjudican a los menos favorecidos comparado con cualquier otra sociedad.
En el ámbito académico, no hubo autor más citado que Rawls durante décadas desde la publicación de Teoría de la Justicia, allá por el año 1971: sea para defender su liberalismo político, sea para criticarlo, nadie pudo hacer teoría política en el siglo XX sin ir con o contra Rawls.
Aunque su teoría tiene como principal rival al utilitarismo, las críticas arreciaron por distintos ángulos: desde los sectores libertarios (libertarians) embanderados detrás de Robert Nozick acusándolo de ser demasiado igualitarista y redistribucionista, hasta la izquierda más tradicional advirtiendo sobre su defensa de la propiedad privada.
Sin embargo, la crítica más potente fue realizada por un conjunto de autores que, por derecha y por izquierda, fueron denominados «comunitaristas» y que aducían que, en la teoría de Rawls, especialmente en el diseño de ese experimento mental con velo de ignorancia, quedaba expuesto un sujeto liberal, abstracto, egoísta y completamente ahistórico, típico de la metafísica universalista kantiana, desembarazado del contexto, esto es, un sujeto sin historia, sin familia, sin nación, sin lenguaje, sin tradición, sin sexo/género, sin raza, etc.
El propio Rawls recogió esas críticas y reformuló parte de sus posicionamientos tanto en Liberalismo político (1993) como en El derecho de Gentes (1999), a tal punto que hay quienes hablan de un «primer» Rawls, universalista kantiano, y un «segundo» Rawls, antimetafísico y contextualista.
Dicho esto, la pregunta es: ¿podemos construir con los principios rawlsianos una sociedad justa hoy? Según el filósofo y economista de la London School of Economics, Daniel Chandler, la respuesta es, sin duda, afirmativa, y así lo expresa en Libres e iguales, su último libro recientemente publicado por Paidós.
El libro de Chandler podría enmarcarse en una cada vez más abundante tendencia progresista a recuperar el liberalismo democrático y universalista para diferenciarse tanto de los nuevos populismos de derecha como de la agenda tribalista de la izquierda identitaria.
Tal como el propio Chandler admite, él utiliza los principios y el espíritu de la propuesta rawlsiana para ir bastante más allá de lo que el propio Rawls afirmó y, esto lo agregamos nosotros, probablemente mucho más lejos de lo que el propio Rawls aceptaría. De hecho, se trata de una defensa tan irrestricta que por momentos encontramos en Chandler a alguien más rawlsiano que el propio Rawls.
En el terreno de las libertades, Chandler va en la línea estadounidense de «menos es más», especialmente en lo que respecta a, por ejemplo, libertad de expresión: salvo casos muy puntuales de peligro de la democracia o riesgo físico inminente para alguna persona, hay que dejar expresarse. Todo el discurso regulador y cancelatorio de la línea progresista woke, ofenda a quien ofenda, no tiene lugar aquí.
En cuanto a los medios de comunicación, allí adquiere una postura mucho más intervencionista puesto que entiende que hay que avanzar con leyes antimonopólicas que impidan la posición dominante, y aumentar drásticamente la financiación pública como una forma de garantizar información fidedigna.
Pero donde es mucho más controversial todavía es en las medidas que Chandler propone como derivados del principio de diferencia. Por un lado, considera que la igualdad de oportunidades ciega a la diferencia solo puede garantizarse con un sistema educativo fuertemente centralizado (eventualmente sin educación privada, al menos, al inicio) y gratuito. Por otro lado, es proclive a admitir acciones de discriminación positiva, solo de manera temporal, para grupos desaventajados que en la carrera hacia el resultado final necesiten de un acompañamiento extra por carencia de oportunidades que ni el intento de igualación inicial pudo suplir.
En cuanto a cómo crear un modelo que sea beneficioso para los que menos tienen, Chandler considera, en la línea de Thomas Piketty y otros economistas progresistas, un salto importante en la presión tributaria para llevarla a entre 45 y 50% de la renta nacional. Ello podría, por ejemplo, crear un fondo para una Renta Básica Universal y se alcanzaría con impuestos extraordinarios a las grandes fortunas y aumentos de los gravámenes sobre la renta individual y la herencia, entre otras medidas. En esta misma línea, Chandler propone una suerte de shock «predistributivo» que supondría transferir capital de modo tal que aumente en un 50% el patrimonio de los menos aventajados, algo que podría hacerse brindando una x cantidad de dinero cuando la persona llega a edad adulta.
Chandler también avanza sobre lo que llama «democracia laboral» proponiendo el fortalecimiento de los sindicatos, la participación directa de los trabajadores en las decisiones de las compañías y el modelo cooperativista. Incluso propone que el Estado garantice trabajo pleno para todos, eventualmente, creando ofertas laborales donde no se necesitaban. Polémico, incluso siendo generosos.
Pero Chandler también se inmiscuye en el ámbito doméstico, algo que Rawls siempre intentó evitar. Allí entiende que se debe intervenir de alguna manera para evitar la brecha existente en el área de los cuidados, los cuales recaen mayoritariamente en las mujeres repercutiendo en sus ingresos. Una legislación laboral ciega al género que, por ejemplo, distribuya igualitariamente las licencias por paternidad, sumado a una eventual ayuda económica a la mujer y una ley de divorcio que divida a medias el patrimonio, es otro de los paquetes de medidas que Chandler propone.
Por último, rastreando algunas observaciones rawlsianas acerca de la justicia intergeneracional, esto es, lo que como generación presente le debemos a las generaciones futuras, Chandler se alinea a las regulaciones varias en torno a la agenda del cambio climático, desincentivos para determinadas industrias gracias a fuertes impuestos, etc.
Para finalizar, entonces, Chandler admite que se trata de una agenda ambiciosa, si bien, también con Rawls, indica que se trata de una «utopía realista» que puede llevarse a cabo, al menos de manera gradual. Tras la lectura, sin embargo, habría más razones para coincidir en su carácter utópico (o distópico, para algunos) antes que en su presunto realismo, si bien hay antecedentes de buena parte de sus propuestas. De hecho, podría decirse que Chandler peca de aquello que se le suele criticar a los tecnócratas neoliberales, esto es, pensar los números de la economía como un ejercicio de contabilidad con variables estáticas controladas en el laboratorio. En la propuesta de Chandler se habla de redistribución, pero no se habla de crecimiento; no hay inflación ni hay economía en negro ni trabajo precario. Tampoco aparece el problema de las pensiones frente al decrecimiento demográfico; menos aún hay globalización ni economías interconectadas. Solo sacar de un lado para poner en el otro. Y ya. El punto es que la realidad suele ser más compleja y ofrecer resistencias.
Aun así, Chandler entiende que el progresismo debe retomar este tipo de agendas si es que quiere desafiar a los populismos de derecha y diferenciarse de la izquierda que ofrece fragmentación y competencias entre víctimas. Es evidente que discusiones y reacciones varias no van a faltar.
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