John Gray y la muerte del liberalismo

Desde que Nietzsche, allá en los estertores del siglo XIX, matara a Dios, se han ido produciendo los más variopintos asesinatos de autor. Ya un poco antes que Nietzsche, el imponente Hegel había decretado la muerte del arte, lo que determinaría que el propio artista, si bien transubstanciado en la figura del autor, fuera liquidado un siglo más tarde por Roland Barthes. A partir de ahí a nadie debe extrañarle que la novela también muriera, aunque en este campo hemos de reconocer que el pronóstico se confirmaría inapelable, como cada año demuestran las obras que se imponen en los Premios Planeta. Pues bien, en Los nuevos leviatanes, su libro más reciente, el filósofo británico John Gray se aplica con admirable contumacia a intentar darle la puntilla a los vestigios actuales del viejo liberalismo. En realidad, según nos advierte oportunamente el propio autor, lleva haciendo tal cosa hace más de 30 años. «A cierto observador» —nos dice lanzando al lector un guiño de complicidad inteligente— «le parecía ya muy claro en 1989 que el experimento estadounidense del liberalismo basado en derechos se encaminaba hacia su ocaso».

En otras páginas se muestra mucho más explícito: «China está utilizando ideas iliberales para enterrar los restos del Occidente liberal», o «Ese presunto orden liberal ha pasado a la historia. Si alguna vez hubo un sistema así, hoy ya no existe». A Gray se le ha definido en ocasiones como un pensador oscuro y pesimista, y, ciertamente, si atendemos a estos pronósticos, lo es sin duda, aunque, al contrario de lo que les ocurre a otros muchos que comparten sus posturas, no puede decirse de él que sea un pesado. De hecho, en su libro no se priva de lanzarle alguna acertada pulla al abanderado del polo opuesto, Steven Pinker, dignatario de un optimismo presuntamente racionalista. «La creencia de Pinker —afirma Gray— en el poder liberador de la ciencia es más contraria a la razón que ninguna fe tradicional, pues ignora la evidencia confirmada de que la ciencia puede estar tan al servicio de la opresión como de la libertad». La buena noticia para nosotros es que tanto los ceñudos pesimistas (y Gray es pesimista, pero no ceñudo) como los vivarachos optimistas (y Pinker es ambas cosas) casi siempre se equivocan.

Sea como fuere, el diagnóstico de Gray es, en el mejor de los casos, arriesgado, toda vez que, si bien es innegable para cualquier analista mínimamente informado que, en efecto, atravesamos un periodo de evidentes turbulencias para las democracias liberales, no hay ni, me atrevo a afirmar, puede haber datos que nos confronten incontestablemente con el final de éstas. Por supuesto, los diversos leviatanes de los que Gray se ocupa en el libro (la Rusia de Putin, la China turbocapitalista, los zarpazos a las libertades de los diversos populismos y la cultura woke) suponen amenazas y peligros incuestionables, pero ¿estamos en condiciones de decretar que estamos asistiendo al final de estos inveterados sistemas políticos? Mucho más graves fueron, por ejemplo, los ataques implacables que sufrieron las democracias en los años treinta del siglo pasado y, sin embargo, finalmente salieron triunfantes. Por eso, no sólo resulta demasiado aventurado vender, como hace Gray, la cabeza del león liberal antes de cazarlo, sino que como suele ocurrir casi siempre con los discursos apocalípticos, pueden operar más como refuerzos de lo que denuncian que como desactivadores de sus presagios.

Como ya nos anuncia el propio título, todo el libro de Gray se pone bajo la égida del Leviatan de Thomas Hobbes, una obra tan exuberante y tan compleja que ha admitido interpretaciones virtualmente antagónicas. Para Hannah Arendt, por ejemplo, representaría una suerte de prolegómeno ideológico de los totalitarismos del siglo XX, mientras que para su coetáneo y compatriota Leo Strauss sería más bien una primera promulgación, conjuntamente con el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil de John Locke, de los principios básicos del liberalismo. Gray, cuya fascinación por los enemigos de la sociedad abierta recuerda a veces la que profesaba Isaiah Berlin, se sitúa en esta segunda línea, hasta el punto de que cada uno de los epígrafes del libro va precedido de una cita más o menos acertada del Leviatan originario.

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Los nuevos leviatanes
John Gray

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El problema, no obstante, es que no siempre el término liberal es utilizado por Gray con el deseable rigor. Tal vez sea defecto de la traducción española, pero en unas ocasiones se alude con él a la ideología clásica, mientras que en otras lo encontramos referido a lo que se entiende por tal cosa en el ámbito político anglosajón. Por eso, podemos estar de acuerdo con el autor cuando le asigna a los liberales (entendiendo aquí el término en su significado de izquierda política que tiene en los Estados Unidos) la responsabilidad en la emergencia y difusión de la llamada cultura woke, pero deberíamos considerar un verdadero contrasentido proponer que el origen de ella se encuentra ya in nuce en los propios presupuestos del liberalismo.

Izquierda ‘woke’

Y, sin embargo, tal cosa es lo que sostiene Gray: «Dentro de las sociedades occidentales la meta hiperliberal consiste en posibilitar que los seres humanos definan sus propias identidades […] Pero, visto desde otra perspectiva, a lo que lleva más bien es a un proyecto de nuevos colectivos, y al preludio de un estado de guerra crónica entre las identidades que ellos encarnan». Gray, en consecuencia, negará las conexiones del identitarismo moderno tanto con el marxismo («Ningún ideólogo woke se acerca ni de lejos a Karl Marx en su nivel de rigor») como con el posmodernismo («No hay nada en el pensamiento woke de la juguetona sutileza de Jacques Derrida o del mordaz ingenio de Michel Foucault»).

Ahora bien, tales presunciones resultan altamente discutibles. Establecer una línea de continuidad entre el ideal liberal del individuo y la identidad colectiva del wokismo nos parece a todas luces una tarea poco menos imposible (Gray, de hecho, la promulga más que nada como una suerte de postulado en el que hemos de creer), mientras que resulta mucho más sencillo y consistente encontrar el origen de dicha cultura en un colectivismo de origen marxista pasado por la batidora de la fragmentación posmoderna. Salvo en casos muy excepcionales, no es la derecha liberal (la izquierda liberal, si es que alguna vez existió, ya no existe) la que inspira las prácticas wokistas, sino una izquierda (liberales en Estados Unidos) que, como están criticando ya algunos desde dentro de ella, se ha olvidado del universalismo ilustrado del progresismo clásico para concentrarse en las ficciones victimistas de diversos colectivos a menudo enfrentados, con los resultados, por cierto, que hemos visto en las últimas elecciones americanas.

Y, sin embargo, nada de todo esto le resta atractivo al libro de Gray. Por más desordenados y aparentemente inconexos que se encuentren sus epígrafes, y por más difusos y descompensados que aparezcan los leviatanes que nos presenta, Los nuevos leviatanes es una obra llena de intuiciones originales e ideas polémicas que sí logra transmitir una impresión de inquietud y desasosiego profundos que tal vez sea el signo de nuestra época. Escrito, además, con una prosa precisa y elegante, es un libro que se lee con sumo placer y que incita a la controversia. Por supuesto, nada nos lleva a creer en los vaticinios del autor, pero tampoco deberíamos ignorarlos como si aún viviéramos en lo que Stefan Zweig llamó el mundo de ayer.

 Desde que Nietzsche, allá en los estertores del siglo XIX, matara a Dios, se han ido produciendo los más variopintos asesinatos de autor. Ya un poco  

Desde que Nietzsche, allá en los estertores del siglo XIX, matara a Dios, se han ido produciendo los más variopintos asesinatos de autor. Ya un poco antes que Nietzsche, el imponente Hegel había decretado la muerte del arte, lo que determinaría que el propio artista, si bien transubstanciado en la figura del autor, fuera liquidado un siglo más tarde por Roland Barthes. A partir de ahí a nadie debe extrañarle que la novela también muriera, aunque en este campo hemos de reconocer que el pronóstico se confirmaría inapelable, como cada año demuestran las obras que se imponen en los Premios Planeta. Pues bien, en Los nuevos leviatanes, su libro más reciente, el filósofo británico John Gray se aplica con admirable contumacia a intentar darle la puntilla a los vestigios actuales del viejo liberalismo. En realidad, según nos advierte oportunamente el propio autor, lleva haciendo tal cosa hace más de 30 años. «A cierto observador» —nos dice lanzando al lector un guiño de complicidad inteligente— «le parecía ya muy claro en 1989 que el experimento estadounidense del liberalismo basado en derechos se encaminaba hacia su ocaso».

En otras páginas se muestra mucho más explícito: «China está utilizando ideas iliberales para enterrar los restos del Occidente liberal», o «Ese presunto orden liberal ha pasado a la historia. Si alguna vez hubo un sistema así, hoy ya no existe». A Gray se le ha definido en ocasiones como un pensador oscuro y pesimista, y, ciertamente, si atendemos a estos pronósticos, lo es sin duda, aunque, al contrario de lo que les ocurre a otros muchos que comparten sus posturas, no puede decirse de él que sea un pesado. De hecho, en su libro no se priva de lanzarle alguna acertada pulla al abanderado del polo opuesto, Steven Pinker, dignatario de un optimismo presuntamente racionalista. «La creencia de Pinker —afirma Gray— en el poder liberador de la ciencia es más contraria a la razón que ninguna fe tradicional, pues ignora la evidencia confirmada de que la ciencia puede estar tan al servicio de la opresión como de la libertad». La buena noticia para nosotros es que tanto los ceñudos pesimistas (y Gray es pesimista, pero no ceñudo) como los vivarachos optimistas (y Pinker es ambas cosas) casi siempre se equivocan.

Sea como fuere, el diagnóstico de Gray es, en el mejor de los casos, arriesgado, toda vez que, si bien es innegable para cualquier analista mínimamente informado que, en efecto, atravesamos un periodo de evidentes turbulencias para las democracias liberales, no hay ni, me atrevo a afirmar, puede haber datos que nos confronten incontestablemente con el final de éstas. Por supuesto, los diversos leviatanes de los que Gray se ocupa en el libro (la Rusia de Putin, la China turbocapitalista, los zarpazos a las libertades de los diversos populismos y la cultura woke) suponen amenazas y peligros incuestionables, pero ¿estamos en condiciones de decretar que estamos asistiendo al final de estos inveterados sistemas políticos? Mucho más graves fueron, por ejemplo, los ataques implacables que sufrieron las democracias en los años treinta del siglo pasado y, sin embargo, finalmente salieron triunfantes. Por eso, no sólo resulta demasiado aventurado vender, como hace Gray, la cabeza del león liberal antes de cazarlo, sino que como suele ocurrir casi siempre con los discursos apocalípticos, pueden operar más como refuerzos de lo que denuncian que como desactivadores de sus presagios.

Como ya nos anuncia el propio título, todo el libro de Gray se pone bajo la égida del Leviatan de Thomas Hobbes, una obra tan exuberante y tan compleja que ha admitido interpretaciones virtualmente antagónicas. Para Hannah Arendt, por ejemplo, representaría una suerte de prolegómeno ideológico de los totalitarismos del siglo XX, mientras que para su coetáneo y compatriota Leo Strauss sería más bien una primera promulgación, conjuntamente con el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil de John Locke, de los principios básicos del liberalismo. Gray, cuya fascinación por los enemigos de la sociedad abierta recuerda a veces la que profesaba Isaiah Berlin, se sitúa en esta segunda línea, hasta el punto de que cada uno de los epígrafes del libro va precedido de una cita más o menos acertada del Leviatan originario.

El problema, no obstante, es que no siempre el término liberal es utilizado por Gray con el deseable rigor. Tal vez sea defecto de la traducción española, pero en unas ocasiones se alude con él a la ideología clásica, mientras que en otras lo encontramos referido a lo que se entiende por tal cosa en el ámbito político anglosajón. Por eso, podemos estar de acuerdo con el autor cuando le asigna a los liberales (entendiendo aquí el término en su significado de izquierda política que tiene en los Estados Unidos) la responsabilidad en la emergencia y difusión de la llamada cultura woke, pero deberíamos considerar un verdadero contrasentido proponer que el origen de ella se encuentra ya in nuce en los propios presupuestos del liberalismo.

Y, sin embargo, tal cosa es lo que sostiene Gray: «Dentro de las sociedades occidentales la meta hiperliberal consiste en posibilitar que los seres humanos definan sus propias identidades […] Pero, visto desde otra perspectiva, a lo que lleva más bien es a un proyecto de nuevos colectivos, y al preludio de un estado de guerra crónica entre las identidades que ellos encarnan». Gray, en consecuencia, negará las conexiones del identitarismo moderno tanto con el marxismo («Ningún ideólogo woke se acerca ni de lejos a Karl Marx en su nivel de rigor») como con el posmodernismo («No hay nada en el pensamiento woke de la juguetona sutileza de Jacques Derrida o del mordaz ingenio de Michel Foucault»).

Ahora bien, tales presunciones resultan altamente discutibles. Establecer una línea de continuidad entre el ideal liberal del individuo y la identidad colectiva del wokismo nos parece a todas luces una tarea poco menos imposible (Gray, de hecho, la promulga más que nada como una suerte de postulado en el que hemos de creer), mientras que resulta mucho más sencillo y consistente encontrar el origen de dicha cultura en un colectivismo de origen marxista pasado por la batidora de la fragmentación posmoderna. Salvo en casos muy excepcionales, no es la derecha liberal (la izquierda liberal, si es que alguna vez existió, ya no existe) la que inspira las prácticas wokistas, sino una izquierda (liberales en Estados Unidos) que, como están criticando ya algunos desde dentro de ella, se ha olvidado del universalismo ilustrado del progresismo clásico para concentrarse en las ficciones victimistas de diversos colectivos a menudo enfrentados, con los resultados, por cierto, que hemos visto en las últimas elecciones americanas.

Y, sin embargo, nada de todo esto le resta atractivo al libro de Gray. Por más desordenados y aparentemente inconexos que se encuentren sus epígrafes, y por más difusos y descompensados que aparezcan los leviatanes que nos presenta, Los nuevos leviatanes es una obra llena de intuiciones originales e ideas polémicas que sí logra transmitir una impresión de inquietud y desasosiego profundos que tal vez sea el signo de nuestra época. Escrito, además, con una prosa precisa y elegante, es un libro que se lee con sumo placer y que incita a la controversia. Por supuesto, nada nos lleva a creer en los vaticinios del autor, pero tampoco deberíamos ignorarlos como si aún viviéramos en lo que Stefan Zweig llamó el mundo de ayer.

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