‘Herejía’: la leyenda negra del cristianismo

Un Jesús que, de niño, mataba a todo aquel que lo hiciera enojar; un Espíritu Santo que es mujer; la vagina de la Virgen María carbonizando la mano de quien comprobaba si su himen se había roto; el mundo como producto de un Dios que tiene una Madre que se horroriza de la creación de su hijo. De algo no hay duda: Herejía, el nuevo libro de Catherine Nixey, editado por Taurus, pretende crear revuelo.

No es la primera vez que esta periodista británica que supo estudiar Historia Clásica en Cambridge y actualmente es redactora en The Economist, se adentra en esta temática. Su libro anterior, el primero de su cosecha personal, La edad de la penumbra, tenía también como objeto una crítica feroz al cristianismo, al que acusaba, ya desde el subtítulo de la obra, de haber destruido el mundo clásico. Aquel libro le trajo notoriedad y premios, pero también varias críticas por ausencia de rigor histórico de parte de los eruditos de la materia y de cualquiera que mínimamente haya transitado la universidad en temáticas afines.

Seguramente advertida de esos comentarios negativos, Nixey, que en varias entrevistas se encargó de contar cómo padeció ser la hija de una monja y un fraile que decidieron casarse, pero no renunciar a un tipo de crianza estricta en la fe, introdujo algunos matices en esta segunda obra aunque es de esperar que las críticas no sean menores.

Herejía pretende ser un libro de historia y no de teología. Su hipótesis es que hasta el siglo IV, momento en el que el cristianismo se transforma en la religión oficial del Imperio romano y sanciona leyes que transformarían a la Iglesia «en la organización perseguidora más grande y más fuerte de la historia de la humanidad», existían muchos relatos alternativos entre ello que se suele conocer como «cristianismo primitivo» y que, acorde a los nuevos tiempos, la autora prefiere mencionar en plural.

«Por más que el Evangelio de Juan comience con la magnífica frase lapidaria ‘Al principio era el Verbo’, al principio no era una sola y única ‘palabra’ (…) La idea es un absurdo. Antes bien, durante los primeros siglos del cristianismo, hubo muchas palabras, muchas voces, y muchas de ellas discrepaban con vehemencia unas de otras. Porque, durante los años inmediatamente posteriores a la vida y a la muerte de Jesús, no hubo ni mucho menos consenso sobre quién había sido, lo que había hecho o la importancia que tenía; incluso sobre si efectivamente tenía alguna importancia».

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Herejía
Catherine Nixey

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Evangelios apócrifos

Nixey se basa en los llamados Evangelios apócrifos como el Evangelio de la infancia de Santiago donde aparece el relato de un Jesús asesino o el Evangelio de la infancia de Tomás, donde se puede leer el episodio de la vagina calcinante de María. Pero también incluye unos papiros griegos sobre magia y hace mención a Hechos de Tomás, un texto donde Jesús vende como esclavo a un hombre; El libro del gallo, un relato etíope donde Jesús resucita a un gallo y que se sigue leyendo hasta el día de hoy, o el Liber requiei Mariae donde José aparece consternado porque cree que María le ha sido infiel.

Por si fuera poco, hace referencia también a Hechos de Pedro, donde éste resucita una sardina para convencer a los fieles, y al Apocalipsis de Pedro y al Apocalipsis de Pablo donde se hacen espeluznantes descripciones del infierno que no están presentes en los cuatro Evangelios canónicos que todos conocemos.

Nixey defiende la utilización de estos textos como fuentes, argumentando que muchos de ellos tuvieron gran influencia, fueron traducidos a varias lenguas y son parte del imaginario cristiano, aunque no formen parte de la Biblia. De hecho, muchos de los relatos existentes en los Evangelios apócrifos son clave para entender la poesía de Milton, pasajes de Dante o pinturas como las de Giotto; incluso la representación de la natividad, con la referencia al buey y la mula, determinantes para los pesebres, son parte de estos otros Evangelios.

Buscando continuidad con la temeraria tesis de su primer libro, Nixey encuentra en la etimología de la palabra «herejía» una clave para abonar la idea de que, una vez convertido en religión oficial del imperio, el fundamentalismo cristiano quebró la supuesta panacea de pluralidad existente en el mundo antiguo, sea griego o romano. En este sentido indica que, para los griegos, la palabra «herejía» tenía una connotación positiva al provenir del verbo griego hairéo (escoger, elegir). Sin embargo, bajo la hegemonía cristiana, el término pasó a tener un sentido negativo y a devenir un sinónimo de «veneno».

Magia y leyendas antiguas

En paralelo, el libro de Nixey avanza en una serie de afirmaciones que son ciertas y que, uno supone, están allí como un intento de debilitar la legitimidad de los cuatro Evangelios. En este sentido, Nixey menciona el modo en que autores como Celso o Luciano de Samosata se burlaban con argumentos, digamos, «racionales», de los relatos de los evangelistas; o las similitudes entre los relatos de la ortodoxia cristiana y leyendas antiguas con protagonistas más o menos conocidos, lo que daría a entender que el cristianismo era, en todo caso, un relato más. Así, por ejemplo, menciona que de Apolonio o Asclepio también se decía que eran hijos de un Dios y que podían curar y resucitar, y que hay claros paralelismos con la figura de Sócrates o con Alejandro Magno de quien también, por cierto, se llegó a decir que era hijo de un dios.

En la misma línea, Nixey indica que los supuestos milagros de Jesús eran «materia corriente» en los relatos de magia que luego el cristianismo censuró. Así, caminar sobre el agua, multiplicar los panes y los peces, trocar el agua en vino, eran trucos que estos libros prohibidos enseñaban. De hecho, la autora menciona representaciones de Jesús con una varita en la mano como la usaban los magos, algo que, naturalmente, no sería aceptado por la ortodoxia cristiana.

El libro de Nixey seguramente será muy atractivo para un público general que no esté familiarizado con estas «versiones alternativas», las cuales, por cierto, no son hoy por hoy ningún secreto y se pueden encontrar en distintas ediciones desde hace ya mucho tiempo. De más difícil aceptación será entre los estudiosos porque el texto omite puntos de vista varios o plantea como novedades discusiones que están saldadas con fundamentos robustos. Por citar un ejemplo, Nixey parece poner a la misma altura los Evangelios oficiales con estos otros relatos, como si la decisión de elegir unos sobre otros fuera estrictamente arbitraria. Su argumento es que, al fin de cuentas, todos los relatos desafían las leyes de la naturaleza, pero hay razones históricas que explican por qué los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan son los aceptados mientras que los otros han quedado al margen. Hay mucha bibliografía al respecto y estudios más o menos sólidos que lo justifican, más allá de que en la determinación de cualquier canon, alguien podría indicar, también juega algo de azar, razones políticas y convenciones.

Quizás una pretensión más modesta y menos provocativa como la de mostrar, simplemente, la interesante influencia que los otros Evangelios han tenido solapadamente en la ortodoxia cristiana hubiera bastado para hacer un libro correcto, igualmente curioso y, sobre todo, bastante menos sesgado.

 Un Jesús que, de niño, mataba a todo aquel que lo hiciera enojar; un Espíritu Santo que es mujer; la vagina de la Virgen María carbonizando  

Un Jesús que, de niño, mataba a todo aquel que lo hiciera enojar; un Espíritu Santo que es mujer; la vagina de la Virgen María carbonizando la mano de quien comprobaba si su himen se había roto; el mundo como producto de un Dios que tiene una Madre que se horroriza de la creación de su hijo. De algo no hay duda: Herejía, el nuevo libro de Catherine Nixey, editado por Taurus, pretende crear revuelo.

No es la primera vez que esta periodista británica que supo estudiar Historia Clásica en Cambridge y actualmente es redactora en The Economist, se adentra en esta temática. Su libro anterior, el primero de su cosecha personal, La edad de la penumbra, tenía también como objeto una crítica feroz al cristianismo, al que acusaba, ya desde el subtítulo de la obra, de haber destruido el mundo clásico. Aquel libro le trajo notoriedad y premios, pero también varias críticas por ausencia de rigor histórico de parte de los eruditos de la materia y de cualquiera que mínimamente haya transitado la universidad en temáticas afines.

Seguramente advertida de esos comentarios negativos, Nixey, que en varias entrevistas se encargó de contar cómo padeció ser la hija de una monja y un fraile que decidieron casarse, pero no renunciar a un tipo de crianza estricta en la fe, introdujo algunos matices en esta segunda obra aunque es de esperar que las críticas no sean menores.

Herejía pretende ser un libro de historia y no de teología. Su hipótesis es que hasta el siglo IV, momento en el que el cristianismo se transforma en la religión oficial del Imperio romano y sanciona leyes que transformarían a la Iglesia «en la organización perseguidora más grande y más fuerte de la historia de la humanidad», existían muchos relatos alternativos entre ello que se suele conocer como «cristianismo primitivo» y que, acorde a los nuevos tiempos, la autora prefiere mencionar en plural.

«Por más que el Evangelio de Juan comience con la magnífica frase lapidaria ‘Al principio era el Verbo’, al principio no era una sola y única ‘palabra’ (…) La idea es un absurdo. Antes bien, durante los primeros siglos del cristianismo, hubo muchas palabras, muchas voces, y muchas de ellas discrepaban con vehemencia unas de otras. Porque, durante los años inmediatamente posteriores a la vida y a la muerte de Jesús, no hubo ni mucho menos consenso sobre quién había sido, lo que había hecho o la importancia que tenía; incluso sobre si efectivamente tenía alguna importancia».

Nixey se basa en los llamados Evangelios apócrifos como el Evangelio de la infancia de Santiago donde aparece el relato de un Jesús asesino o el Evangelio de la infancia de Tomás, donde se puede leer el episodio de la vagina calcinante de María. Pero también incluye unos papiros griegos sobre magia y hace mención a Hechos de Tomás, un texto donde Jesús vende como esclavo a un hombre; El libro del gallo, un relato etíope donde Jesús resucita a un gallo y que se sigue leyendo hasta el día de hoy, o el Liber requiei Mariae donde José aparece consternado porque cree que María le ha sido infiel.

Por si fuera poco, hace referencia también a Hechos de Pedro, donde éste resucita una sardina para convencer a los fieles, y al Apocalipsis de Pedro y al Apocalipsis de Pablo donde se hacen espeluznantes descripciones del infierno que no están presentes en los cuatro Evangelios canónicos que todos conocemos.

Nixey defiende la utilización de estos textos como fuentes, argumentando que muchos de ellos tuvieron gran influencia, fueron traducidos a varias lenguas y son parte del imaginario cristiano, aunque no formen parte de la Biblia. De hecho, muchos de los relatos existentes en los Evangelios apócrifos son clave para entender la poesía de Milton, pasajes de Dante o pinturas como las de Giotto; incluso la representación de la natividad, con la referencia al buey y la mula, determinantes para los pesebres, son parte de estos otros Evangelios.

Buscando continuidad con la temeraria tesis de su primer libro, Nixey encuentra en la etimología de la palabra «herejía» una clave para abonar la idea de que, una vez convertido en religión oficial del imperio, el fundamentalismo cristiano quebró la supuesta panacea de pluralidad existente en el mundo antiguo, sea griego o romano. En este sentido indica que, para los griegos, la palabra «herejía» tenía una connotación positiva al provenir del verbo griego hairéo (escoger, elegir). Sin embargo, bajo la hegemonía cristiana, el término pasó a tener un sentido negativo y a devenir un sinónimo de «veneno».

En paralelo, el libro de Nixey avanza en una serie de afirmaciones que son ciertas y que, uno supone, están allí como un intento de debilitar la legitimidad de los cuatro Evangelios. En este sentido, Nixey menciona el modo en que autores como Celso o Luciano de Samosata se burlaban con argumentos, digamos, «racionales», de los relatos de los evangelistas; o las similitudes entre los relatos de la ortodoxia cristiana y leyendas antiguas con protagonistas más o menos conocidos, lo que daría a entender que el cristianismo era, en todo caso, un relato más. Así, por ejemplo, menciona que de Apolonio o Asclepio también se decía que eran hijos de un Dios y que podían curar y resucitar, y que hay claros paralelismos con la figura de Sócrates o con Alejandro Magno de quien también, por cierto, se llegó a decir que era hijo de un dios.

En la misma línea, Nixey indica que los supuestos milagros de Jesús eran «materia corriente» en los relatos de magia que luego el cristianismo censuró. Así, caminar sobre el agua, multiplicar los panes y los peces, trocar el agua en vino, eran trucos que estos libros prohibidos enseñaban. De hecho, la autora menciona representaciones de Jesús con una varita en la mano como la usaban los magos, algo que, naturalmente, no sería aceptado por la ortodoxia cristiana.

El libro de Nixey seguramente será muy atractivo para un público general que no esté familiarizado con estas «versiones alternativas», las cuales, por cierto, no son hoy por hoy ningún secreto y se pueden encontrar en distintas ediciones desde hace ya mucho tiempo. De más difícil aceptación será entre los estudiosos porque el texto omite puntos de vista varios o plantea como novedades discusiones que están saldadas con fundamentos robustos. Por citar un ejemplo, Nixey parece poner a la misma altura los Evangelios oficiales con estos otros relatos, como si la decisión de elegir unos sobre otros fuera estrictamente arbitraria. Su argumento es que, al fin de cuentas, todos los relatos desafían las leyes de la naturaleza, pero hay razones históricas que explican por qué los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan son los aceptados mientras que los otros han quedado al margen. Hay mucha bibliografía al respecto y estudios más o menos sólidos que lo justifican, más allá de que en la determinación de cualquier canon, alguien podría indicar, también juega algo de azar, razones políticas y convenciones.

Quizás una pretensión más modesta y menos provocativa como la de mostrar, simplemente, la interesante influencia que los otros Evangelios han tenido solapadamente en la ortodoxia cristiana hubiera bastado para hacer un libro correcto, igualmente curioso y, sobre todo, bastante menos sesgado.

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