La vida y obra de Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) la marcó de forma determinante una muerte violenta, la de su padre en la Colombia de 1987. Un par de décadas después, escribió un libro para asimilarlo: El olvido que seremos, un gran éxito de crítica y público. Años después, la tragedia apareció de nuevo, esta vez en la guerra de Ucrania. Y otro libro, Ahora y en la hora (Alfaguara) vuelve a ejercer de exorcismo entre extrañas coincidencias y detalles desgarradores.
Mediados de 2023. «Tengo la misma edad, sesenta y cinco años, que tenía mi padre cuando lo mataron», escribía el autor. La memoria le recuperaba aquel tipo entrañable y heroico, racionalista y ateo, tan distinto en eso de su mujer, profundamente religiosa. Pasados los años, la muerte de esta se añadía al imaginario del escritor; una muerte pacífica después de una larga decadencia física, en la cama y rodeada de los suyos.
Abrumado por los achaques tras una cirugía a corazón abierto, Héctor Abad Faciolince se veía cerca de esta otra muerte, más propicia a su carácter, cuando una serie de circunstancias lo llevaron al corazón de la guerra de Ucrania. Entusiasmado por la resistencia de un pueblo joven frente al imperialismo, visitó el Dombás con dos compatriotas –una corresponsal de guerra y un activista– y la joven escritora ucraniana Victoria Amélina. El último día del viaje cenaron en una pizzería. El autor decidió cambiar de sitio en la mesa justo antes de que cayera un misil ruso con 600 kilos de explosivos. Victoria resultó herida gravemente y murió días después. Él se levantó del suelo cubierto de escombros y sangre ajena, ileso físicamente, pero con el interior bullendo…
Dos años después, intenta explicar en qué consiste el resultado literario de la tragedia: «Yo diría que es una crónica testimonial y ensayística». Sin embargo, los detalles de su génesis formal muestran hasta qué punto es mucho más. «La mitad del libro era también una novela, pero se lo entregué todo a las editoras y ellas lo podaron dejando lo testimonial y solo algunas partes de la novela que les parecía que valía la pena conservar». El trabajo de edición fue más allá de lo habitual: «Hicieron un trabajo excelente, similar al de montaje en el cine. Porque yo estaba mal, exhausto».
Ahora y en la hora es puro dolor. Una espiral de remordimientos y búsqueda desesperada del sentido. Un doble viaje a los infiernos paralelos de la guerra y sus secuelas psicológicas. «A veces pensaba que este sería mi último libro. Los párrafos no me salían. Pensaba que mi mente ya no funcionaba, que me había acabado como escritor. Creo que tenía que ver, sobre todo, con los antidepresivos que estaba tomando. Me impedían conectarme con la tristeza y la angustia que necesitaba recuperar en la memoria para poder escribir bien las escenas más horribles».
Antidepresivos
El misil de la pizzería se le había clavado muy hondo en un alma especialmente sensible. «Yo había sido siempre medio melancólico, pero nunca depresivo: al final sacaba fuerzas de flaqueza. Pero esta vez todo se hundía y los antidepresivos me dejaban inactivo, hundido. Me los cambiaron por otros más suaves y por fin pude escribir». Pero al sufrimiento le quedaba un último capítulo. «Mis nietos nacieron prematuros y casi se mueren, tanto ellos como mi hija. Les dije a mis editoras que me tenía que dedicar solo a ellos, que no era capaz de escribir más este libro sobre la muerte, y les entregué abruptamente el material que tenía».
Lo que quedó finalmente es breve (poco más de 200 páginas, fotos incluidas) y terriblemente intenso, muy meritoriamente hilvanado en el inevitable caos sobre el que flotan los perfiles de los personajes principales, los hechos como fogonazos, las reflexiones de corte periodísticas y el obsesivo diálogo del autor consigo mismo, trufado de memoria, con la inevitable aparición de fantasmas familiares. Por debajo de todo ello bucea una idea que va poco a poco, casi a ritmo de thriller, dibujando sus contornos; sus orígenes se intuyen en la adolescencia del autor, cuando no se atreve a lanzarse al agua para salvar a su hermana pequeña, y su final no se termina de apreciar, escondido quizá en un prólogo aún por escribir…
El tono oscila entre el brutal realismo de la denuncia del sufrimiento del pueblo ucraniano por culpa del «abominable Putin» y una densa niebla onírica, como de escritor zombie. Abad Faciolince repite con inquietante tranquilidad: «Cuando me mataron y no me mataron en Ucrania…» La temporada en el limbo pugnaba por cambiar algo muy íntimo. «Toda la vida he sido una persona muy racional. Yo no creo en nada que no sea demostrado mediante la razón, la ciencia y los experimentos, pero tras lo de Ucrania empecé a tener la superstición repetida de que en realidad yo estaba muerto y no me daba cuenta porque me había levantado del suelo de la pizzería en un mundo que era igual al que yo había dejado… En fin, una cosa muy rara», concluye consciente de lo complicado que resulta seguirle a semejantes adentros.
Hace una pausa y, pese a aferrarse más de una vez durante la entrevista a su descreimiento materialista, cita la teoría de Swedenborg, «un místico tardío», según la cual, «cuando nos morimos, no nos damos cuenta, pero lo que vivimos desde entonces es el cielo o el infierno. Entonces yo pensaba: si mis nietos y mi hija se mueren, efectivamente estoy muerto y en el infierno; si sobreviven, estoy en el cielo». Sobrevivieron. Quizá consciente de la intensidad que está adquiriendo la conversación, matiza: «En realidad, he sufrido tanto por haberme muerto o por no haberme muerto en Ucrania, que ahora siento que estoy en el cielo».
Sentimiento de culpa
No está muy claro qué es metáfora, qué es perspectiva y qué es experiencia real en las palabras de este Héctor Abad Faciolince que murió y no murió en Ucrania. Todo a la vez, probablemente. La historia del embarazo de su hija aparece incompleta en el libro: su complicación, recordemos, lo interrumpe, y sabemos su resolución gracias a esta entrevista. Pero una casualidad, una de tantas, la conecta con su núcleo. La escritora ucraniana muerta en el ataque, Victoria, tiene la misma edad que la hija de Abad.
Un extraño sentimiento de culpa sobrevuela la escritura del libro. Victoria se va apoderando de él hasta el punto de regresar al terreno esotérico con la tradición ucraniana del dibbuk: el alma de una persona que ha muerto antes de tiempo y que regresa a la tierra para completar las acciones que dejó pendientes. «Yo sentía que por esta casa [la de la entrevista, en Madrid, la misma en la que escribió el libro], por estos corredores, salía de pronto el dibbuk de Victoria para dictarme cosas o para hacerme soñar sueños muy raros. Sueños en una lengua extraña, supongo que ucraniano, pero que alguien que era yo y que estaba dentro de mí entendía».
Más calmado, feliz con sus nietos, el discurso de Abad es tranquilo, racional, pero los recuerdos del libro abren grietas demasiado sugerentes por las que se van colando más y más «casualidades». Demasiadas, reconoce. «Por ejemplo, después de la guerra, de que me mataron y no me morí, me casé por primera vez en la vida a los 65 años, a la edad en que mataron a mi padre. Yo era muy moderno y siempre pensé que el matrimonio era una cosa ridícula, pero quería que mi mujer heredera por lo menos mi pensión. Mi mamá me había dejado de herencia el anillo de matrimonio de su padre, mi abuelo Alberto, que se mató en un accidente automovilístico cuando ella tenía tres años. Decidí usarlo para la boda y, al mirar la inscripción grabada, leí el nombre de su mujer y el año de su boda. Victoria y 1923». Victoria Amélina murió en 2023.
«No he vuelto a creer»
«Yo no he sido supersticioso y no lo soy y creo que todo esto que te cuento es coincidencia y mentiras y tonterías… Pero era raro, era raro y seguirá siendo raro. Mis hermanas son muy creyentes, como mi mamá. Yo no lo soy, como mi papá. Una de ellas leyó Ahora y en la hora hace poco y me dijo: ‘Gordo, yo sé que este libro está influido por mamá’. La verdad es que ella era muy devota de la Virgen María, que tiene mucho que ver con el título de este libro…» ¿Entonces? «No, no he vuelto a creer», se ríe.
Puestos a contar casualidades, le cuento que le pregunté lo mismo a Javier Cercas, en la entrevista por El loco del fin del mundo, a propósito del peculiar trato que hace con uno de los personajes del libro. Abad define como «un gran amigo» a Cercas, al que, de hecho, menciona en los «agradecimientos» de Ahora y en la hora.
«¿Y qué te dijo Javier?» Lo mismo. Y se reía.
La vida y obra de Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) la marcó de forma determinante una muerte violenta, la de su padre en la Colombia de
La vida y obra de Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) la marcó de forma determinante una muerte violenta, la de su padre en la Colombia de 1987. Un par de décadas después, escribió un libro para asimilarlo: El olvido que seremos, un gran éxito de crítica y público. Años después, la tragedia apareció de nuevo, esta vez en la guerra de Ucrania. Y otro libro, Ahora y en la hora(Alfaguara) vuelve a ejercer de exorcismo entre extrañas coincidencias y detalles desgarradores.
Mediados de 2023. «Tengo la misma edad, sesenta y cinco años, que tenía mi padre cuando lo mataron», escribía el autor. La memoria le recuperaba aquel tipo entrañable y heroico, racionalista y ateo, tan distinto en eso de su mujer, profundamente religiosa. Pasados los años, la muerte de esta se añadía al imaginario del escritor; una muerte pacífica después de una larga decadencia física, en la cama y rodeada de los suyos.
Abrumado por los achaques tras una cirugía a corazón abierto, Héctor Abad Faciolince se veía cerca de esta otra muerte, más propicia a su carácter, cuando una serie de circunstancias lo llevaron al corazón de la guerra de Ucrania. Entusiasmado por la resistencia de un pueblo joven frente al imperialismo, visitó el Dombás con dos compatriotas –una corresponsal de guerra y un activista– y la joven escritora ucraniana Victoria Amélina. El último día del viaje cenaron en una pizzería. El autor decidió cambiar de sitio en la mesa justo antes de que cayera un misil ruso con 600 kilos de explosivos. Victoria resultó herida gravemente y murió días después. Él se levantó del suelo cubierto de escombros y sangre ajena, ileso físicamente, pero con el interior bullendo…
Dos años después, intenta explicar en qué consiste el resultado literario de la tragedia: «Yo diría que es una crónica testimonial y ensayística». Sin embargo, los detalles de su génesis formal muestran hasta qué punto es mucho más. «La mitad del libro era también una novela, pero se lo entregué todo a las editoras y ellas lo podaron dejando lo testimonial y solo algunas partes de la novela que les parecía que valía la pena conservar». El trabajo de edición fue más allá de lo habitual: «Hicieron un trabajo excelente, similar al de montaje en el cine. Porque yo estaba mal, exhausto».
Ahora y en la hora es puro dolor. Una espiral de remordimientos y búsqueda desesperada del sentido. Un doble viaje a los infiernos paralelos de la guerra y sus secuelas psicológicas. «A veces pensaba que este sería mi último libro. Los párrafos no me salían. Pensaba que mi mente ya no funcionaba, que me había acabado como escritor. Creo que tenía que ver, sobre todo, con los antidepresivos que estaba tomando. Me impedían conectarme con la tristeza y la angustia que necesitaba recuperar en la memoria para poder escribir bien las escenas más horribles».
El misil de la pizzería se le había clavado muy hondo en un alma especialmente sensible. «Yo había sido siempre medio melancólico, pero nunca depresivo: al final sacaba fuerzas de flaqueza. Pero esta vez todo se hundía y los antidepresivos me dejaban inactivo, hundido. Me los cambiaron por otros más suaves y por fin pude escribir». Pero al sufrimiento le quedaba un último capítulo. «Mis nietos nacieron prematuros y casi se mueren, tanto ellos como mi hija. Les dije a mis editoras que me tenía que dedicar solo a ellos, que no era capaz de escribir más este libro sobre la muerte, y les entregué abruptamente el material que tenía».
Lo que quedó finalmente es breve (poco más de 200 páginas, fotos incluidas) y terriblemente intenso, muy meritoriamente hilvanado en el inevitable caos sobre el que flotan los perfiles de los personajes principales, los hechos como fogonazos, las reflexiones de corte periodísticas y el obsesivo diálogo del autor consigo mismo, trufado de memoria, con la inevitable aparición de fantasmas familiares. Por debajo de todo ello bucea una idea que va poco a poco, casi a ritmo de thriller, dibujando sus contornos; sus orígenes se intuyen en la adolescencia del autor, cuando no se atreve a lanzarse al agua para salvar a su hermana pequeña, y su final no se termina de apreciar, escondido quizá en un prólogo aún por escribir…
El tono oscila entre el brutal realismo de la denuncia del sufrimiento del pueblo ucraniano por culpa del «abominable Putin» y una densa niebla onírica, como de escritor zombie. Abad Faciolince repite con inquietante tranquilidad: «Cuando me mataron y no me mataron en Ucrania…» La temporada en el limbo pugnaba por cambiar algo muy íntimo. «Toda la vida he sido una persona muy racional. Yo no creo en nada que no sea demostrado mediante la razón, la ciencia y los experimentos, pero tras lo de Ucrania empecé a tener la superstición repetida de que en realidad yo estaba muerto y no me daba cuenta porque me había levantado del suelo de la pizzería en un mundo que era igual al que yo había dejado… En fin, una cosa muy rara», concluye consciente de lo complicado que resulta seguirle a semejantes adentros.
Hace una pausa y, pese a aferrarse más de una vez durante la entrevista a su descreimiento materialista, cita la teoría de Swedenborg, «un místico tardío», según la cual, «cuando nos morimos, no nos damos cuenta, pero lo que vivimos desde entonces es el cielo o el infierno. Entonces yo pensaba: si mis nietos y mi hija se mueren, efectivamente estoy muerto y en el infierno; si sobreviven, estoy en el cielo». Sobrevivieron. Quizá consciente de la intensidad que está adquiriendo la conversación, matiza: «En realidad, he sufrido tanto por haberme muerto o por no haberme muerto en Ucrania, que ahora siento que estoy en el cielo».
No está muy claro qué es metáfora, qué es perspectiva y qué es experiencia real en las palabras de este Héctor Abad Faciolince que murió y no murió en Ucrania. Todo a la vez, probablemente. La historia del embarazo de su hija aparece incompleta en el libro: su complicación, recordemos, lo interrumpe, y sabemos su resolución gracias a esta entrevista. Pero una casualidad, una de tantas, la conecta con su núcleo. La escritora ucraniana muerta en el ataque, Victoria, tiene la misma edad que la hija de Abad.
Un extraño sentimiento de culpa sobrevuela la escritura del libro. Victoria se va apoderando de él hasta el punto de regresar al terreno esotérico con la tradición ucraniana del dibbuk: el alma de una persona que ha muerto antes de tiempo y que regresa a la tierra para completar las acciones que dejó pendientes. «Yo sentía que por esta casa [la de la entrevista, en Madrid, la misma en la que escribió el libro], por estos corredores, salía de pronto el dibbuk de Victoria para dictarme cosas o para hacerme soñar sueños muy raros. Sueños en una lengua extraña, supongo que ucraniano, pero que alguien que era yo y que estaba dentro de mí entendía».
Más calmado, feliz con sus nietos, el discurso de Abad es tranquilo, racional, pero los recuerdos del libro abren grietas demasiado sugerentes por las que se van colando más y más «casualidades». Demasiadas, reconoce. «Por ejemplo, después de la guerra, de que me mataron y no me morí, me casé por primera vez en la vida a los 65 años, a la edad en que mataron a mi padre. Yo era muy moderno y siempre pensé que el matrimonio era una cosa ridícula, pero quería que mi mujer heredera por lo menos mi pensión. Mi mamá me había dejado de herencia el anillo de matrimonio de su padre, mi abuelo Alberto, que se mató en un accidente automovilístico cuando ella tenía tres años. Decidí usarlo para la boda y, al mirar la inscripción grabada, leí el nombre de su mujer y el año de su boda. Victoria y 1923». Victoria Amélina murió en 2023.
«Yo no he sido supersticioso y no lo soy y creo que todo esto que te cuento es coincidencia y mentiras y tonterías… Pero era raro, era raro y seguirá siendo raro. Mis hermanas son muy creyentes, como mi mamá. Yo no lo soy, como mi papá. Una de ellas leyó Ahora y en la hora hace poco y me dijo: ‘Gordo, yo sé que este libro está influido por mamá’. La verdad es que ella era muy devota de la Virgen María, que tiene mucho que ver con el título de este libro…» ¿Entonces? «No, no he vuelto a creer», se ríe.
Puestos a contar casualidades, le cuento que le pregunté lo mismo a Javier Cercas, en la entrevista por El loco del fin del mundo, a propósito del peculiar trato que hace con uno de los personajes del libro. Abad define como «un gran amigo» a Cercas, al que, de hecho, menciona en los «agradecimientos» de Ahora y en la hora.
«¿Y qué te dijo Javier?» Lo mismo. Y se reía.
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