Guerra civil: ningún país está a salvo

Hasta hace bien poco, un libro que llevase en su portada en gruesos caracteres el título de Cómo empieza una guerra civil hubiera sido considerado por el lector español una aportación más en la inabarcable bibliografía que ha suscitado nuestra última contienda fratricida, la de 1936-1939. Quizá el nombre de la autora, Barbara F. Walter, podría haber despertado alguna sospecha, pero a la postre se la hubiera considerado una más en la larga nómina de historiadores foráneos fascinados por el conflicto ibérico.

Bueno, pues, digámoslo desde el principio, nada más lejos de la realidad. Ni la autora es una hispanista ni se trata de la guerra civil española. El asombro se acrecentaría si al abrir el libro o, simplemente, ojear las solapas o la contracubierta, el susodicho lector descubriera que, al tratar de modo genérico las causas de una guerra intestina en cualquier lugar del mundo, la autora, que ha investigado casos tan diversos como los de Irak, España, Ucrania y Sri Lanka, confesara sin ambages que «ahora su mayor preocupación es Estados Unidos». ¡Estados Unidos, hasta hace pocos años faro y modelo de liberalismo y democracia para buena parte del mundo occidental!

Es verdad que la sorpresa sería relativa si recordásemos que el año pasado pudo verse en las pantallas de todo el mundo una producción anglo-estadounidense dirigida por Alex Garland que se titulaba precisamente Civil War. La guerra civil del título se desarrollaba con toda su crudeza en un futuro cercano… ¡en Estados Unidos! Una distopía con rasgos reconocibles ya en el presente. Por ejemplo, el presidente del país norteamericano era un dirigente autoritario que se encontraba en un inconstitucional tercer mandato… ¿Les suena?

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Cómo empieza una guerra civil: y cómo evitar que ocurra
Barbara F. Walter

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Es importante detenerse en el título completo del ensayo de Barbara Walter, por cuanto nos ilumina acerca de sus intenciones: Cómo empieza una guerra civil y cómo evitar que ocurra (traducción española de Gemma Deza, editorial Península). Y más relevante aún, retomando las consideraciones anteriores, es una confesión personal de la autora que aparece en la parte final y que no debe pasar inadvertida: en 2018, cuando empezó a escribir el libro, solo plantear la hipótesis de una guerra civil en Estados Unidos era una excentricidad. Cuatro años después (2022 es la fecha de la edición original), «mi manuscrito –dice Walter- parecía profético». ¿Qué diríamos ahora, tres años más tarde, después de la segunda venida de Trump al mundo político?

Barbara Walter escribe su libro en ese tono tan característico de los analistas anglosajones que consiste en entreverar casos particulares –incluyéndose a sí misma- con estimaciones genéricas. Dejaremos aquí las primeras para centrarnos en estas últimas. Su punto de partida es nítido y lo expresa con rotundidad en los compases iniciales. «La guerra civil del siglo XXI presenta unas características que la diferencian de las guerras civiles del pasado». No se esperen campos de batallas y enfrentamientos de ejércitos convencionales. En su lugar, los protagonistas serán paramilitares, guerrilla urbana y grupúsculos radicalizados, pertenecientes a sectores desplazados, minorías étnicas, sectas religiosas y fanáticos de distinto signo.

Exacerbar tensiones es rentable

Para que las acciones de todos ellos tengan una trascendencia política se necesitan ciertas condiciones previas. Es en este punto donde aparece el concepto de anocracia. Se entiende por tal un régimen de transición o inestable, a medio camino entre las autocracias y las democracias plenas. Este planteamiento adquiere todo su sentido en el contexto geopolítico actual. Lejos del optimismo que siguió al fin de la Guerra Fría, con la democracia convertida en modelo universal y unas olas democratizadoras que parecían no tener fin, la realidad de este nuevo milenio no solo desmiente aquellas prospecciones, sino que dibuja un panorama mucho más inquietante: cómo hasta las democracias más asentadas no son inmunes al proceso de degradación del sistema representativo.

Por supuesto, hay otros muchos rasgos que singularizan el presente. Walter señala que en el pasado la controversia política pivotaba en torno a temas socio-económicos (impuestos, educación, asistencia social…), mientras que ahora casi todo se traslada a cuestiones identitarias (más que de clases, de minorías, género o etnias). En este río revuelto menudean los pescadores (políticos o élites en general) que crean discordias o atizan las existentes en su propio provecho –por lo general, acceder al poder, mantenerlo o acrecentarlo-, desbordando límites éticos y barreras establecidas. Al contrario, exacerbar tensiones suele conllevar mayor rentabilidad, aunque el coste en términos humanos sea muy elevado. Miren el mapa del mundo: los ejemplos son tantos que no cabrían aquí.

La creencia generalizada –lejano eco de las proclamas marxistas- de que los factores económicos son determinantes en este contexto son desmentidos por los datos empíricos. La supuesta correlación –en forma casi de automatismo- entre desigualdad económica y crisis política resulta así un presupuesto falso. Sin embargo, es innegable que hay ocasiones en que esos contrastes socioeconómicos o una fuerte depresión desencadenan violentos accesos de ira y resentimiento preexistentes. Walter trata de combatir prejuicios y mostrar la complejidad de los procesos que estudia. Incluso cuando los factores que intervienen son los mismos o parecidos –inmigración, discriminaciones, rivalidades étnicas, globalización-, se conjugan de forma diferente en cada caso.

Esta heterogeneidad constituye un reto formidable para los investigadores, sobre todo a la hora de dar cumplida respuesta a las preguntas que se plantean en estas páginas y que, en el fondo, se reducen a dos: cuáles son las condiciones que propician una guerra civil y cómo hacer frente a ellas para evitar el estallido. Encuentro aquí una curiosa paradoja: la autora examina aquí muchos casos concretos (Filipinas, Sudáfrica, Irak, los Balcanes, el conflicto irlandés), pero conjeturo que lo que más le interesa al lector, aun en estos tiempos de globalización, es la situación relativa de su país en este proceso de deslegitimación generalizada del orden establecido. (Apunte marginal: según el instituto sueco V-Dem «España ha sufrido uno de los peores declives de la Europa Occidental»).

Atajos autoritarios

Por debajo de la casuística concreta –tantos casos como naciones- se dibuja una preocupante tendencia en todas partes, el creciente prestigio, no ya solo de los regímenes autoritarios, sino de las soluciones autoritarias, incluso allá donde aún pervive la democracia. La impaciencia de los sectores que se dicen damnificados por lo que sea busca atajos, también del tipo que sea, para solventar sus cuitas, muchas veces magnificadas. Esto crea unas condiciones específicas de permanente riesgo. Walter insiste en este punto: cuando aún vivimos bajos formas democráticas, no tenemos conciencia de lo vulnerables que somos. Nadie cree que en su país pueda estallar una guerra civil… ¡hasta que estalla! El mensaje se dirige en primer término a Estados Unidos, pero es obvio que nos afecta a todos.

Señalo una paradoja más para terminar. Para Walter los algoritmos y en general las redes sociales «ensanchan las divisiones étnicas, sociales, religiosas y geográficas» o, como dice en otro lugar, «actúan de acelerantes de la violencia». Si ello produce no solo polarización intensa sino, un paso más allá, un «faccionalismo depredador» que es la antesala del enfrentamiento civil, la solución pasaría por una «regulación» estricta de las redes sociales, un eufemismo para implantar un control (¿una censura?) en nombre de la protección de la democracia.

Pero así, intentando evitar el deterioro del sistema democrático y el deslizamiento hacia la autocracia o la guerra civil, se incurriría en un contradictorio recorte de las libertades. Silenciar o perseguir a los enemigos de la libertad a costa de recortar esta nos devolvería pues a la casilla de salida. Un terrible dilema.

 Hasta hace bien poco, un libro que llevase en su portada en gruesos caracteres el título de Cómo empieza una guerra civil hubiera sido considerado por  

Hasta hace bien poco, un libro que llevase en su portada en gruesos caracteres el título de Cómo empieza una guerra civil hubiera sido considerado por el lector español una aportación más en la inabarcable bibliografía que ha suscitado nuestra última contienda fratricida, la de 1936-1939. Quizá el nombre de la autora, Barbara F. Walter, podría haber despertado alguna sospecha, pero a la postre se la hubiera considerado una más en la larga nómina de historiadores foráneos fascinados por el conflicto ibérico.

Bueno, pues, digámoslo desde el principio, nada más lejos de la realidad. Ni la autora es una hispanista ni se trata de la guerra civil española. El asombro se acrecentaría si al abrir el libro o, simplemente, ojear las solapas o la contracubierta, el susodicho lector descubriera que, al tratar de modo genérico las causas de una guerra intestina en cualquier lugar del mundo, la autora, que ha investigado casos tan diversos como los de Irak, España, Ucrania y Sri Lanka, confesara sin ambages que «ahora su mayor preocupación es Estados Unidos». ¡Estados Unidos, hasta hace pocos años faro y modelo de liberalismo y democracia para buena parte del mundo occidental!

Es verdad que la sorpresa sería relativa si recordásemos que el año pasado pudo verse en las pantallas de todo el mundo una producción anglo-estadounidense dirigida por Alex Garland que se titulaba precisamente Civil War. La guerra civil del título se desarrollaba con toda su crudeza en un futuro cercano… ¡en Estados Unidos! Una distopía con rasgos reconocibles ya en el presente. Por ejemplo, el presidente del país norteamericano era un dirigente autoritario que se encontraba en un inconstitucional tercer mandato… ¿Les suena?

Es importante detenerse en el título completo del ensayo de Barbara Walter, por cuanto nos ilumina acerca de sus intenciones: Cómo empieza una guerra civil y cómo evitar que ocurra (traducción española de Gemma Deza, editorial Península). Y más relevante aún, retomando las consideraciones anteriores, es una confesión personal de la autora que aparece en la parte final y que no debe pasar inadvertida: en 2018, cuando empezó a escribir el libro, solo plantear la hipótesis de una guerra civil en Estados Unidos era una excentricidad. Cuatro años después (2022 es la fecha de la edición original), «mi manuscrito –dice Walter- parecía profético». ¿Qué diríamos ahora, tres años más tarde, después de la segunda venida de Trump al mundo político?

Barbara Walter escribe su libro en ese tono tan característico de los analistas anglosajones que consiste en entreverar casos particulares –incluyéndose a sí misma- con estimaciones genéricas. Dejaremos aquí las primeras para centrarnos en estas últimas. Su punto de partida es nítido y lo expresa con rotundidad en los compases iniciales. «La guerra civil del siglo XXI presenta unas características que la diferencian de las guerras civiles del pasado». No se esperen campos de batallas y enfrentamientos de ejércitos convencionales. En su lugar, los protagonistas serán paramilitares, guerrilla urbana y grupúsculos radicalizados, pertenecientes a sectores desplazados, minorías étnicas, sectas religiosas y fanáticos de distinto signo.

Para que las acciones de todos ellos tengan una trascendencia política se necesitan ciertas condiciones previas. Es en este punto donde aparece el concepto de anocracia. Se entiende por tal un régimen de transición o inestable, a medio camino entre las autocracias y las democracias plenas. Este planteamiento adquiere todo su sentido en el contexto geopolítico actual. Lejos del optimismo que siguió al fin de la Guerra Fría, con la democracia convertida en modelo universal y unas olas democratizadoras que parecían no tener fin, la realidad de este nuevo milenio no solo desmiente aquellas prospecciones, sino que dibuja un panorama mucho más inquietante: cómo hasta las democracias más asentadas no son inmunes al proceso de degradación del sistema representativo.

Por supuesto, hay otros muchos rasgos que singularizan el presente. Walter señala que en el pasado la controversia política pivotaba en torno a temas socio-económicos (impuestos, educación, asistencia social…), mientras que ahora casi todo se traslada a cuestiones identitarias (más que de clases, de minorías, género o etnias). En este río revuelto menudean los pescadores (políticos o élites en general) que crean discordias o atizan las existentes en su propio provecho –por lo general, acceder al poder, mantenerlo o acrecentarlo-, desbordando límites éticos y barreras establecidas. Al contrario, exacerbar tensiones suele conllevar mayor rentabilidad, aunque el coste en términos humanos sea muy elevado. Miren el mapa del mundo: los ejemplos son tantos que no cabrían aquí.

La creencia generalizada –lejano eco de las proclamas marxistas- de que los factores económicos son determinantes en este contexto son desmentidos por los datos empíricos. La supuesta correlación –en forma casi de automatismo- entre desigualdad económica y crisis política resulta así un presupuesto falso. Sin embargo, es innegable que hay ocasiones en que esos contrastes socioeconómicos o una fuerte depresión desencadenan violentos accesos de ira y resentimiento preexistentes. Walter trata de combatir prejuicios y mostrar la complejidad de los procesos que estudia. Incluso cuando los factores que intervienen son los mismos o parecidos –inmigración, discriminaciones, rivalidades étnicas, globalización-, se conjugan de forma diferente en cada caso.

Esta heterogeneidad constituye un reto formidable para los investigadores, sobre todo a la hora de dar cumplida respuesta a las preguntas que se plantean en estas páginas y que, en el fondo, se reducen a dos: cuáles son las condiciones que propician una guerra civil y cómo hacer frente a ellas para evitar el estallido. Encuentro aquí una curiosa paradoja: la autora examina aquí muchos casos concretos (Filipinas, Sudáfrica, Irak, los Balcanes, el conflicto irlandés), pero conjeturo que lo que más le interesa al lector, aun en estos tiempos de globalización, es la situación relativa de su país en este proceso de deslegitimación generalizada del orden establecido. (Apunte marginal: según el instituto sueco V-Dem «España ha sufrido uno de los peores declives de la Europa Occidental»).

Por debajo de la casuística concreta –tantos casos como naciones- se dibuja una preocupante tendencia en todas partes, el creciente prestigio, no ya solo de los regímenes autoritarios, sino de las soluciones autoritarias, incluso allá donde aún pervive la democracia. La impaciencia de los sectores que se dicen damnificados por lo que sea busca atajos, también del tipo que sea, para solventar sus cuitas, muchas veces magnificadas. Esto crea unas condiciones específicas de permanente riesgo. Walter insiste en este punto: cuando aún vivimos bajos formas democráticas, no tenemos conciencia de lo vulnerables que somos. Nadie cree que en su país pueda estallar una guerra civil… ¡hasta que estalla! El mensaje se dirige en primer término a Estados Unidos, pero es obvio que nos afecta a todos.

Señalo una paradoja más para terminar. Para Walter los algoritmos y en general las redes sociales «ensanchan las divisiones étnicas, sociales, religiosas y geográficas» o, como dice en otro lugar, «actúan de acelerantes de la violencia». Si ello produce no solo polarización intensa sino, un paso más allá, un «faccionalismo depredador» que es la antesala del enfrentamiento civil, la solución pasaría por una «regulación» estricta de las redes sociales, un eufemismo para implantar un control (¿una censura?) en nombre de la protección de la democracia.

Pero así, intentando evitar el deterioro del sistema democrático y el deslizamiento hacia la autocracia o la guerra civil, se incurriría en un contradictorio recorte de las libertades. Silenciar o perseguir a los enemigos de la libertad a costa de recortar esta nos devolvería pues a la casilla de salida. Un terrible dilema.

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