Giuseppe Tomasi di Lampedusa: días felices en Santa Margherita

Escritor tardío y autor de una única y maravillosa novela, El Gatopardo, que aparecería tras su muerte y que le otorgaría inmediatamente, a finales de 1956, la fama internacional, esto solo se produjo tras el Príncipe de Lampedusa haber iniciado en vida la búsqueda infructuosa de editor. Como comentaría tiempo después Gioacchino Lanza Tomasi, su heredero, «la búsqueda había concluido con una dolorosa decepción». Había sido rechazado, nada más ni nada menos, que por las editoriales Mondadori y Einaudi, un año antes de fallecer, cercano a lo que él consideraba «la vejez», apenas cumplidos los sesenta.

Es el momento en que el Príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, nacido en Palermo 1896 y fallecido en Roma, en 1957, impenitente y voraz lector como atestiguan sus Lezioni, incluidas en sus obras completas, con la gran cantidad de autores comentados, y leídos en su lengua original, por fin se siente un escritor. Había entrado por fin en ese cielo que, humildemente, él siempre cedió a otros que consideraba superiores e inmortales.

Pero no sería el autor de una sola obra de fama internacional, El Gatopardo, que le tendría obsesionado en vida. Tras una «vida solitaria, a menudo gris y en el umbral de la depresión», Lampedusa escribiría varios textos magníficos, de una enorme maestría todos ellos y, como siempre, en su caso, dotados de una punzante ironía melancólica y de una extremada, y deslumbrante, lucidez. Se trataba de unos espléndidos relatos. Uno de ellos es los bellísimos Recuerdos de infancia, que reflejaban la vida de otros tiempos y las costumbres de la más antigua y rancia aristocracia siciliana. Se comprende que el gran escritor realista siciliano Giovanni Verga renunciara a su proyecto de escribir su obra La duchessa di Leyra, ya que, como diría, «la aristocracia no se puede representar mediante clichés» y escapaba siempre al conocimiento aproximado de cualquier burgués. Lampedusa, por su parte, elaboró sus recuerdos siguiendo los pasos de la autobiografía novelada Henry Brulard de su muy amado Stendhal. En aquellos recuerdos, destacaría una declaración de amor desgarrada, atravesada por el dolor de la pérdida, hacia la que fue su «casa» (él prefería esta palabra a palazzo, desvirtuada, como decía, por «los falansterios de quince plantas» de la época moderna). Una casa, la morada de los Lampedusa, «escondida en una de las calles más recónditas del viejo Palermo», que fue totalmente destruida por los bombardeos americanos sobre la capital durante la Segunda Guerra Mundial, como, por otra parte sucedió con gran parte del patrimonio histórico de la ciudad. Sin embargo, su otra casa más querida, que siempre llevaría en su corazón, sería la de Santa Margherita Belìce, donde pasaban largos meses («una de las casas de campo más bellas que jamás he visto», como comentaría). Se trata de la localidad donde se celebra hoy día, anualmente, el Premio Internacional Giuseppe Tomasi di Lampedusa en memoria de este gran escritor. Premio que han ganado Vargas Llosa, Amos Oz, Orhan Pamuk, Claudio Magris, Kazuo Ishiguro, Emmanuel Carrère, Fleur Jaeggy y Javier Marías, entre otros.

Cada uno de los textos están conectados a través de distintas ambientaciones sicilianas, y enlazados por un delicado y sutil rastro que en ocasiones es tan solo una luz especial que impregna todo: «Mis recuerdos remotos -dirá- son sobre todo recuerdos de luz, en ningún lugar de la tierra el cielo ha desplegado jamás un azul tan rabioso». Una intensa luz, bien aplicada a los recuerdos de un niño solitario, o bien al intenso resplandor que vuelve a deslumbrar a un viejo y reputado catedrático de griego, «exiliado» en el norte, en Turín, en el relato central del libro, La sirena. Se trata de uno de los más bellos relatos probablemente de toda la literatura italiana del pasado siglo. Un cuento fantástico, del mundo de lo «maravilloso», que habla de «la Sicilia eterna»: «Tierra hermosa, aunque poblada por asnos, que fue morada de los dioses», como dirá el huraño erudito, que no ha logrado olvidar el amor, doméstico y casi marital, que compartió un verano lejano de su juventud con una risueña y sensual sirena.

Desde sus comienzos fue un intelectual y un sabio anómalo: Lampedusa nunca fue el intelectual en su torre de marfil, sino más bien la imagen del noble atrincherado en su castillo. Su castillo era su biblioteca, como también lo era la del profesor Kien de Elias Canetti, en Viena. Rodeado de miles de libros leídos y releídos hasta la saciedad, disfrutados y aprendidos de memoria, sustituyendo una vida real siempre demasiado tosca y desilusionante, el Príncipe de Lampedusa crearía una de las más grandes obras universales: El Gatopardo. Uno de los casos literarios más llamativos y sorprendentes de todos los tiempos.

Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa y Duque de Palma, nació el 23 de diciembre de 1896 en Palermo y falleció el 23 de julio de 1957 en Roma, pocos meses antes de llegar a ver publicada su célebre obra, cumbre entre las cumbres de la novelística, no sólo italiana, sino mundial. Criado entre las diversas villas de campo de la familia y el palacio paterno de la capital, el Palazzo Lampedusa, destruido en el bombardeo americano de 1943, y hoy símbolo o espectro romántico que recuerda la decadencia y casi total extinción de muchas de aquella antiguas familias aristocráticas sicilianas que brillaron en todo su esplendor en el siglo XIX, hasta la Belle Époque, casado con la baronesa báltica Alessandra (Licy) Wolff-Stomersee, dueña de un castillo en Letonia, Lampedusa, como diría más tarde su mujer, planeó durante toda su vida una obra sobre una especie de doble o antepasado entre la ficción y la realidad, el desencantado y astrónomo príncipe de Salina. Una obra que sólo comenzó a escribir en 1955, poco antes de su muerte. Después de numerosos avatares, una copia mecanografiada acabaría en manos del editor y grandísimo escritor Giorgio Bassani, su proverbial descubridor y prologuista, más tarde igualmente editor de sus espléndidos Cuentos que también habían quedado inéditos a la muerte de Lampedusa: «Recuerdos de infancia», «La sirena y el profe sor» y «Los gatitos ciegos», comienzo de la que tendría que haber sido su siguiente novela. Una novela dedicada en esta ocasión a la irresistible y chabacana ascensión de la familia Ibba que, en el transcurso de dos generaciones, habían pasado de aparceros analfabetos a grandes terratenientes, igualmente incultos.

El manuscrito de El Gatopardo, que inmediatamente entusiasmó al  escritor Bassani, que alabaría de él «la amplitud de visión histórica unida a una agudísima percepción de la Italia contemporánea, de la Italia de hoy; el delicioso sentido del humor, la auténtica fuerza lírica y la realización expresiva siempre perfecta», le había llegado a través de su amiga Elena Croce, hija del célebre filósofo e historiador Benedetto Croce. El Gatopardo se convertiría con el tiempo en el libro más famoso de la literatura italiana de siglo XX y obtendría un éxito inmediato, nada más aparecer. Le fue concedido el Premio Strega en 1959, se tradujo a 20 idiomas y cuatro años más tarde, en 1963, Visconti realizaría la famosa película que acabaría de disparar, aún más si cabe, la tremenda popularidad de la novela. Mal recibida por los neorrealistas y los comunistas, muy dominantes en aquella época en todo el entramado cultural -personas que habían reinado de forma casi absoluta hasta entonces- la novela fue rechazada en varias ocasiones por Elio Vittorini, célebre y poderoso coetáneo de Lampedusa, estandarte visible de aquellas corrientes e ideologías dominantes de la posguerra.

Por otra parte, las críticas implacables de Lampedusa a la parálisis ancestral que asolaba a su amada tierra siciliana tampoco gustó demasiado a los orgullosos meridionalistas, enemigos de lo que consideraban un cierto ahistoricismo o irresponsabilidad aristocratizante. Algunos de los párrafos de su libro dedicados a sus compatriotas son de gran dureza: «El sueño, querido Chevalley – dirá el escéptico príncipe de Salina al enviado piamontés que quiere convencerlo para que acepte un puesto de senador en el nuevo orden impuesto tras la revolución garibaldina –, el sueño es lo que los sicilianos quieren, ellos odiarán siempre a quien los quiera despertar (…) Todas las manifestaciones sicilianas son manifestaciones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, los tiros y los navajazos, deseo de muerte; deseo de inmovilidad voluptuosa, de voluptuoso sopor, también la muerte, nuestra pereza, nuestro aspecto pensativo es el de la nada que quiere escrutar los enigmas del nirvana».

Como recordaría más tarde su hijo adoptivo, Gioacchino Lanza Tomasi –aristócrata y pariente del príncipe, que se convertiría en su heredero– el solitario y algo sombrío príncipe, veterano de dos guerras mundiales y por un tiempo alto funcionario de la Cruz Roja en la isla, al acabar la última guerra mundial, a comienzos de los años 50, «se abriría de repente al resto del mundo, o al menos a una parte selecta, culta y escogida de ese resto del mundo». Cansado de su rutina palermitana de cafés y tertulias aburridas en las que apenas abría la boca para interrumpir los coloquios sobre las trivialidades habituales, el Príncipe escogería dos vías de escape principales para poner en juego su brillante creatividad y dotes para la conversación inteligente. Una de esas vías eran las cada vez más frecuentes estancias en la casa de campo (llamada por su hijo adoptivo Gioacchino Lanza «el Wonderland de Cabo Orlando») de su primo, el poeta, lo mismo de culto que él, pero más extravagante, Lucio Piccolo. Con él, y en sus conversaciones, la aguda ironía, los refinados sarcasmos y su lejanía del mundo «de este lado del espejo», encontraba por completo su media naranja a través de interminables juegos literarios y parodias, o a través de larguísimas citas eruditas recitadas de memoria por los dos, en las más diversas lenguas y de los más diversos autores.

Por otro lado, estarían las sesiones o reuniones privadas e informales, aunque con un intenso trabajo previo, que Lampedusa había comenzado a ofrecer a dos únicos jóvenes alumnos, repasando lo principal de las dos literaturas que más conocía y admiraba: la inglesa y francesa. Uno era el  joven poeta, más tarde ensayista y profesor de la Universidad de Pisa, Francesco Orlando, que acudía acompañado de un cómplice o participante predilecto del Príncipe en aquellas sesiones: un vivaz y elegante álter ego, al que Lampedusa, «exquisito, cáustico y tan adolescente como nosotros en el entusiasmo», designaría como su heredero ideal: el joven noble siciliano, pariente suyo y nieto del conde de Mazzarino, Gioacchino Lanza.

Adoptar poco antes de su muerte a este refinado y joven intelectual, más tarde director del Teatro San Carlo de Nápoles, fue un acto casi totalmente natural, predestinado, «del hijo que hubiera podido tener». Algo que muchos verían reflejado en aquella relación, llena de orgullo y admiración, que unía en la ficción al Príncipe de Salina con su querido sobrino Tancredi, depositario de lo mejor que dejaba atrás, en la tierra y memoria de sus antepasados, lo único por lo que valía la pena vivir. «Mucho del activo procedía de Tancredi: su comprensión tanto más precisa cuanto que era irónica, el goce estético de verlo abrirse paso entre las dificultades de la vida, la afectuosidad burlona, tal como tiene que ser», dejaría escrito Lampedusa en El Gatopardo.

Como más tarde contaría su biógrafo David Gilmour en su libro El último Gatopardo. Vida de Giuseppe de Lampedusa, fue su mujer, la aristócrata báltica Licy, la que sugirió que aquellas conversaciones con los nuevos jóvenes amigos de la intelligentzia palermitana podían convertirse en «cursos informales de literatura». Gran entendido en corrientes literarias y en insólitos nexos que le gustaba hallar entre diversos escritores, Lampedusa, a excepción de gente como Sainte-Beuve, Hazlitt y pocos más, despreciaba profundamente a los críticos. La literatura, según él, y según transmitían sus apasionadas y poco convencionales relecturas de clásicos y de contemporáneos, no requería de teorías complicadas y podía ser apreciada por cualquiera capaz de leer con inteligencia y sensibilidad.

Más tarde, el que sería su hijo adoptivo, y alumno de aquellas clases, Gioacchino Lanza (nacido en Roma en 1934 y fallecido en Palermo en 2023), gran musicólogo, con la ayuda de su esposa, la filóloga y eslavista Nicoletta Polo, ordenaría y editaría sus Obras completas en la colección I Meridiani de Mondadori. En ellas, aparte de sus obras de ficción, se incluirían sus geniales e ingentes lecciones de literatura inglesa, de casi mil páginas (desde Shakespeare, una de sus grandes pasiones, pasando por Macpherson y Chatterton a los románticos, a Dickens y la época victoriana, hasta llegar a Joyce, Woolf y Graham Greene, pero incluyendo también a autores «menores» de novela negra) y casi otras tantas de literatura francesa (desde una «invitación a las letras francesas del siglo XVI» a su famoso ensayo sobre Stendhal o uno magnífico dedicado a Paul Morand).

Gioacchino Lanza, su muy cualificado y devoto legatario, más tarde prologuista de El Gatopardo y autor de un libro en inglés titulado G. T. di Lampedusa: A Biography Through Images (de 2014), condensaría ese trabajo escondido, pero tenaz e incansable, que encaminó a Lampedusa durante años a una posteridad siempre retardada, una posteridad que estallaría brillante, inesperada, cuando el final estaba ya cercano: «Desde una primera aproximación profesional a las letras», como crítico literario de diversas publicaciones en los años 20, «las circunstancias de la vida» hicieron que este contacto directo y público se interrumpiera. Quedó, en cambio, «el consuelo de la lectura, la curiosidad y el placer de desmontar, pieza a pieza, casi como un juguete maravilloso, los escritos de otros; sobre todo, la búsqueda, autor por autor y obra por obra, de una precisa ubicación biográfica y ambiental». Y así lo hizo más tarde él, u ordenó que lo hiciera a su lúcido personaje, el Príncipe de Salina, «envanecido de advertir él solo esta fuga continua» de la vida, de los instantes, de los innumerables «granitos de arena que desaparecían y se acumulaban quién sabe dónde», que era Don Fabrizio. «Cada familia noble descansa en sus tradiciones, en sus recuerdos vitales; y él era el último que tenía recuerdos insólitos, diferentes a los de otras familias», diría en El Gatopardo.

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 Escritor tardío y autor de una única y maravillosa novela, El Gatopardo, que aparecería tras su muerte y que le otorgaría inmediatamente, a finales de 1956,  

Escritor tardío y autor de una única y maravillosa novela, El Gatopardo, que aparecería tras su muerte y que le otorgaría inmediatamente, a finales de 1956, la fama internacional, esto solo se produjo tras el Príncipe de Lampedusa haber iniciado en vida la búsqueda infructuosa de editor. Como comentaría tiempo después Gioacchino Lanza Tomasi, su heredero, «la búsqueda había concluido con una dolorosa decepción». Había sido rechazado, nada más ni nada menos, que por las editoriales Mondadori y Einaudi, un año antes de fallecer, cercano a lo que él consideraba «la vejez», apenas cumplidos los sesenta.

Es el momento en que el Príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, nacido en Palermo 1896 y fallecido en Roma, en 1957, impenitente y voraz lector como atestiguan sus Lezioni, incluidas en sus obras completas, con la gran cantidad de autores comentados, y leídos en su lengua original, por fin se siente un escritor. Había entrado por fin en ese cielo que, humildemente, él siempre cedió a otros que consideraba superiores e inmortales.

Pero no sería el autor de una sola obra de fama internacional, El Gatopardo, que le tendría obsesionado en vida. Tras una «vida solitaria, a menudo gris y en el umbral de la depresión», Lampedusa escribiría varios textos magníficos, de una enorme maestría todos ellos y, como siempre, en su caso, dotados de una punzante ironía melancólica y de una extremada, y deslumbrante, lucidez. Se trataba de unos espléndidos relatos. Uno de ellos es los bellísimos Recuerdos de infancia, que reflejaban la vida de otros tiempos y las costumbres de la más antigua y rancia aristocracia siciliana. Se comprende que el gran escritor realista siciliano Giovanni Verga renunciara a su proyecto de escribir su obra La duchessa di Leyra, ya que, como diría, «la aristocracia no se puede representar mediante clichés» y escapaba siempre al conocimiento aproximado de cualquier burgués. Lampedusa, por su parte, elaboró sus recuerdos siguiendo los pasos de la autobiografía novelada Henry Brulard de su muy amado Stendhal. En aquellos recuerdos, destacaría una declaración de amor desgarrada, atravesada por el dolor de la pérdida, hacia la que fue su «casa» (él prefería esta palabra a palazzo, desvirtuada, como decía, por «los falansterios de quince plantas» de la época moderna). Una casa, la morada de los Lampedusa, «escondida en una de las calles más recónditas del viejo Palermo», que fue totalmente destruida por los bombardeos americanos sobre la capital durante la Segunda Guerra Mundial, como, por otra parte sucedió con gran parte del patrimonio histórico de la ciudad. Sin embargo, su otra casa más querida, que siempre llevaría en su corazón, sería la de Santa Margherita Belìce, donde pasaban largos meses («una de las casas de campo más bellas que jamás he visto», como comentaría). Se trata de la localidad donde se celebra hoy día, anualmente, el Premio Internacional Giuseppe Tomasi di Lampedusa en memoria de este gran escritor. Premio que han ganado Vargas Llosa, Amos Oz, Orhan Pamuk, Claudio Magris, Kazuo Ishiguro, Emmanuel Carrère, Fleur Jaeggy y Javier Marías, entre otros.

Cada uno de los textos están conectados a través de distintas ambientaciones sicilianas, y enlazados por un delicado y sutil rastro que en ocasiones es tan solo una luz especial que impregna todo: «Mis recuerdos remotos -dirá- son sobre todo recuerdos de luz, en ningún lugar de la tierra el cielo ha desplegado jamás un azul tan rabioso». Una intensa luz, bien aplicada a los recuerdos de un niño solitario, o bien al intenso resplandor que vuelve a deslumbrar a un viejo y reputado catedrático de griego, «exiliado» en el norte, en Turín, en el relato central del libro, La sirena. Se trata de uno de los más bellos relatos probablemente de toda la literatura italiana del pasado siglo. Un cuento fantástico, del mundo de lo «maravilloso», que habla de «la Sicilia eterna»: «Tierra hermosa, aunque poblada por asnos, que fue morada de los dioses», como dirá el huraño erudito, que no ha logrado olvidar el amor, doméstico y casi marital, que compartió un verano lejano de su juventud con una risueña y sensual sirena.

Desde sus comienzos fue un intelectual y un sabio anómalo: Lampedusa nunca fue el intelectual en su torre de marfil, sino más bien la imagen del noble atrincherado en su castillo. Su castillo era su biblioteca, como también lo era la del profesor Kien de Elias Canetti, en Viena. Rodeado de miles de libros leídos y releídos hasta la saciedad, disfrutados y aprendidos de memoria, sustituyendo una vida real siempre demasiado tosca y desilusionante, el Príncipe de Lampedusa crearía una de las más grandes obras universales: El Gatopardo. Uno de los casos literarios más llamativos y sorprendentes de todos los tiempos.

Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa y Duque de Palma, nació el 23 de diciembre de 1896 en Palermo y falleció el 23 de julio de 1957 en Roma, pocos meses antes de llegar a ver publicada su célebre obra, cumbre entre las cumbres de la novelística, no sólo italiana, sino mundial. Criado entre las diversas villas de campo de la familia y el palacio paterno de la capital, el Palazzo Lampedusa, destruido en el bombardeo americano de 1943, y hoy símbolo o espectro romántico que recuerda la decadencia y casi total extinción de muchas de aquella antiguas familias aristocráticas sicilianas que brillaron en todo su esplendor en el siglo XIX, hasta la Belle Époque, casado con la baronesa báltica Alessandra (Licy) Wolff-Stomersee, dueña de un castillo en Letonia, Lampedusa, como diría más tarde su mujer, planeó durante toda su vida una obra sobre una especie de doble o antepasado entre la ficción y la realidad, el desencantado y astrónomo príncipe de Salina. Una obra que sólo comenzó a escribir en 1955, poco antes de su muerte. Después de numerosos avatares, una copia mecanografiada acabaría en manos del editor y grandísimo escritor Giorgio Bassani, su proverbial descubridor y prologuista, más tarde igualmente editor de sus espléndidos Cuentos que también habían quedado inéditos a la muerte de Lampedusa: «Recuerdos de infancia», «La sirena y el profe sor» y «Los gatitos ciegos», comienzo de la que tendría que haber sido su siguiente novela. Una novela dedicada en esta ocasión a la irresistible y chabacana ascensión de la familia Ibba que, en el transcurso de dos generaciones, habían pasado de aparceros analfabetos a grandes terratenientes, igualmente incultos.

El manuscrito de El Gatopardo, que inmediatamente entusiasmó al  escritor Bassani, que alabaría de él «la amplitud de visión histórica unida a una agudísima percepción de la Italia contemporánea, de la Italia de hoy; el delicioso sentido del humor, la auténtica fuerza lírica y la realización expresiva siempre perfecta», le había llegado a través de su amiga Elena Croce, hija del célebre filósofo e historiador Benedetto Croce. El Gatopardo se convertiría con el tiempo en el libro más famoso de la literatura italiana de siglo XX y obtendría un éxito inmediato, nada más aparecer. Le fue concedido el Premio Strega en 1959, se tradujo a 20 idiomas y cuatro años más tarde, en 1963, Visconti realizaría la famosa película que acabaría de disparar, aún más si cabe, la tremenda popularidad de la novela. Mal recibida por los neorrealistas y los comunistas, muy dominantes en aquella época en todo el entramado cultural -personas que habían reinado de forma casi absoluta hasta entonces- la novela fue rechazada en varias ocasiones por Elio Vittorini, célebre y poderoso coetáneo de Lampedusa, estandarte visible de aquellas corrientes e ideologías dominantes de la posguerra.

Por otra parte, las críticas implacables de Lampedusa a la parálisis ancestral que asolaba a su amada tierra siciliana tampoco gustó demasiado a los orgullosos meridionalistas, enemigos de lo que consideraban un cierto ahistoricismo o irresponsabilidad aristocratizante. Algunos de los párrafos de su libro dedicados a sus compatriotas son de gran dureza: «El sueño, querido Chevalley – dirá el escéptico príncipe de Salina al enviado piamontés que quiere convencerlo para que acepte un puesto de senador en el nuevo orden impuesto tras la revolución garibaldina –, el sueño es lo que los sicilianos quieren, ellos odiarán siempre a quien los quiera despertar (…) Todas las manifestaciones sicilianas son manifestaciones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, los tiros y los navajazos, deseo de muerte; deseo de inmovilidad voluptuosa, de voluptuoso sopor, también la muerte, nuestra pereza, nuestro aspecto pensativo es el de la nada que quiere escrutar los enigmas del nirvana».

Como recordaría más tarde su hijo adoptivo, Gioacchino Lanza Tomasi –aristócrata y pariente del príncipe, que se convertiría en su heredero– el solitario y algo sombrío príncipe, veterano de dos guerras mundiales y por un tiempo alto funcionario de la Cruz Roja en la isla, al acabar la última guerra mundial, a comienzos de los años 50, «se abriría de repente al resto del mundo, o al menos a una parte selecta, culta y escogida de ese resto del mundo». Cansado de su rutina palermitana de cafés y tertulias aburridas en las que apenas abría la boca para interrumpir los coloquios sobre las trivialidades habituales, el Príncipe escogería dos vías de escape principales para poner en juego su brillante creatividad y dotes para la conversación inteligente. Una de esas vías eran las cada vez más frecuentes estancias en la casa de campo (llamada por su hijo adoptivo Gioacchino Lanza «el Wonderland de Cabo Orlando») de su primo, el poeta, lo mismo de culto que él, pero más extravagante, Lucio Piccolo. Con él, y en sus conversaciones, la aguda ironía, los refinados sarcasmos y su lejanía del mundo «de este lado del espejo», encontraba por completo su media naranja a través de interminables juegos literarios y parodias, o a través de larguísimas citas eruditas recitadas de memoria por los dos, en las más diversas lenguas y de los más diversos autores.

Por otro lado, estarían las sesiones o reuniones privadas e informales, aunque con un intenso trabajo previo, que Lampedusa había comenzado a ofrecer a dos únicos jóvenes alumnos, repasando lo principal de las dos literaturas que más conocía y admiraba: la inglesa y francesa. Uno era el  joven poeta, más tarde ensayista y profesor de la Universidad de Pisa, Francesco Orlando, que acudía acompañado de un cómplice o participante predilecto del Príncipe en aquellas sesiones: un vivaz y elegante álter ego, al que Lampedusa, «exquisito, cáustico y tan adolescente como nosotros en el entusiasmo», designaría como su heredero ideal: el joven noble siciliano, pariente suyo y nieto del conde de Mazzarino, Gioacchino Lanza.

Adoptar poco antes de su muerte a este refinado y joven intelectual, más tarde director del Teatro San Carlo de Nápoles, fue un acto casi totalmente natural, predestinado, «del hijo que hubiera podido tener». Algo que muchos verían reflejado en aquella relación, llena de orgullo y admiración, que unía en la ficción al Príncipe de Salina con su querido sobrino Tancredi, depositario de lo mejor que dejaba atrás, en la tierra y memoria de sus antepasados, lo único por lo que valía la pena vivir. «Mucho del activo procedía de Tancredi: su comprensión tanto más precisa cuanto que era irónica, el goce estético de verlo abrirse paso entre las dificultades de la vida, la afectuosidad burlona, tal como tiene que ser», dejaría escrito Lampedusa en El Gatopardo.

Como más tarde contaría su biógrafo David Gilmour en su libro El último Gatopardo. Vida de Giuseppe de Lampedusa, fue su mujer, la aristócrata báltica Licy, la que sugirió que aquellas conversaciones con los nuevos jóvenes amigos de la intelligentzia palermitana podían convertirse en «cursos informales de literatura». Gran entendido en corrientes literarias y en insólitos nexos que le gustaba hallar entre diversos escritores, Lampedusa, a excepción de gente como Sainte-Beuve, Hazlitt y pocos más, despreciaba profundamente a los críticos. La literatura, según él, y según transmitían sus apasionadas y poco convencionales relecturas de clásicos y de contemporáneos, no requería de teorías complicadas y podía ser apreciada por cualquiera capaz de leer con inteligencia y sensibilidad.

Más tarde, el que sería su hijo adoptivo, y alumno de aquellas clases, Gioacchino Lanza (nacido en Roma en 1934 y fallecido en Palermo en 2023), gran musicólogo, con la ayuda de su esposa, la filóloga y eslavista Nicoletta Polo, ordenaría y editaría sus Obras completas en la colección I Meridiani de Mondadori. En ellas, aparte de sus obras de ficción, se incluirían sus geniales e ingentes lecciones de literatura inglesa, de casi mil páginas (desde Shakespeare, una de sus grandes pasiones, pasando por Macpherson y Chatterton a los románticos, a Dickens y la época victoriana, hasta llegar a Joyce, Woolf y Graham Greene, pero incluyendo también a autores «menores» de novela negra) y casi otras tantas de literatura francesa (desde una «invitación a las letras francesas del siglo XVI» a su famoso ensayo sobre Stendhal o uno magnífico dedicado a Paul Morand).

Gioacchino Lanza, su muy cualificado y devoto legatario, más tarde prologuista de El Gatopardo y autor de un libro en inglés titulado G. T. di Lampedusa: A Biography Through Images (de 2014), condensaría ese trabajo escondido, pero tenaz e incansable, que encaminó a Lampedusa durante años a una posteridad siempre retardada, una posteridad que estallaría brillante, inesperada, cuando el final estaba ya cercano: «Desde una primera aproximación profesional a las letras», como crítico literario de diversas publicaciones en los años 20, «las circunstancias de la vida» hicieron que este contacto directo y público se interrumpiera. Quedó, en cambio, «el consuelo de la lectura, la curiosidad y el placer de desmontar, pieza a pieza, casi como un juguete maravilloso, los escritos de otros; sobre todo, la búsqueda, autor por autor y obra por obra, de una precisa ubicación biográfica y ambiental». Y así lo hizo más tarde él, u ordenó que lo hiciera a su lúcido personaje, el Príncipe de Salina, «envanecido de advertir él solo esta fuga continua» de la vida, de los instantes, de los innumerables «granitos de arena que desaparecían y se acumulaban quién sabe dónde», que era Don Fabrizio. «Cada familia noble descansa en sus tradiciones, en sus recuerdos vitales; y él era el último que tenía recuerdos insólitos, diferentes a los de otras familias», diría en El Gatopardo.

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