‘Fiskadoro’: el universo posapocalíptico y profético de Denis Johnson

«Escribe como si vivieras en el exilio, como si nunca fueras a volver a casa y tuvieras que recordar cada detalle», aconsejaba Denis Johnson a sus alumnos. Eterno extranjero de la vida –como hijo de un diplomático, había crecido en Alemania, Japón y Filipinas antes de trasladarse a Washington–, él mismo escribía en una especie de extrañeza perpetua, como si la realidad de la que hablaba estuviera imbuida en un frasco de formol, inmortalizada en ámbar. Sus historias, al menos, tenían esa aureola desenfocada propia de los sueños, tal vez del delirio, como si no se distinguiera muy bien lo real de lo que no, y esa poética, difícil de alcanzar, del que ha estado del lado de los muertos y ha regresado para contárnoslo.

Johnson (Múnich, 1949–California, 2017) lo había conseguido en varias ocasiones. En 1976, con 27 años, había dejado la heroína y, dos años después, el alcohol. Su propia experiencia, se parecía mucho a lo que él mismo había imaginado de adolescente sobre el ideal de escritor maldito. «Por supuesto, de joven me había parecido romántico porque no era más que una imagen. No tenía olores. No olía a orina y a vómito», decía uno de los personajes de los relatos de su libro póstumo, El favor de la sirena.

Aquellos demonios, sin embargo, le perseguirían durante toda la vida hasta que en 2017 el destino se cobró su cuenta pendiente. Tenía 67 años cuando murió de cáncer hepático. «Lloraba con facilidad, sin vergüenza (…). Incluso cuando estuvimos en Rusia –en julio del año 2000 había impartido un seminario de escritura en San Petersburgo–, buscó una sede de Alcohólicos Anónimos. Siempre estaba nervioso», contaba el escritor Lawrence Wright en el obituario que le dedicó en The New Yorker.

De aquel mundo de tinieblas, de aquel infierno particular, surgió parte de su obra literaria. Cuando publicó Fiskadoro (1985) –editada ahora por Random House, con traducción de Gabriela Ellena Castelloti, por primera vez al castellano–, ya había escrito varios poemarios  –The Man Among the Seals e Inner Weather– y había ejercido como profesor de escritura creativa en la prisión estatal de Florence (Arizona), lo que le había dado el empuje necesario para terminar Ángeles derrotados, su primera novela, quizás la más convencional de cuantas firmó. Para entonces, Johnson, que contrajo matrimonio hasta en tres ocasiones, se había casado y divorciado fugazmente de su primera esposa, con la que tuvo también al primero de sus tres hijos.

«En el pasado había alcanzado un par de veces ese absoluto grado cero de verdad, y sin miedo ni amargura comprendía ahora que en el fondo había un paso que podía dar para cambiar su vida, para convertirse en otra persona, pero nunca sería capaz de adivinar cuál», escribía en aquel primer libro donde ya se evidenciaba la sensibilidad del escritor por los personajes descarriados y las situaciones desesperadas que tanto cultivaría en su prosa.

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Fiskadoro
Denis Johnson

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Supervivientes de un desastre nuclear

Fiskadoro era una de ellas. Escrita en 1985, en ella Johnson nos planteaba un sombrío mundo alternativo y postapocalíptico, ambientado en una comunidad de supervivientes de un desastre nuclear, protagonizado por un adolescente de 14 años que quiere aprender a tocar el clarinete y solicita ayuda al antiguo director de la Orquesta Sinfónica, mister Cheung. Ubicado en un extraño lugar llamado Twicetown –porque se había salvado dos veces–, en esta especie de fin del mundo los únicos lugares habitados de la tierra son los Cayos de Florida y Cuba.

Allí, sin memoria histórica, sin patrimonio cultural y, prácticamente, sin futuro, también sus personajes viven en ese exilio nihilista –como su escritura–, conscientes de que ninguno de ellos regresará jamás al mundo que habían conocido sus antepasados, y que solo una mujer de más de cien años, la madre de su profesor de música, parece ser capaz de evocar. En medio de veladas con música, de ofrendas, ritos vudús y tribus multiétnicas que profesan culto a Jesús, Alá o a Bob Marley, Fiskadoro tendrá que lidiar con su propio duelo y emprender un viaje a la madurez en esos confines del mundo, de los que Johnson parecía saber algo más que el resto. Algo que se nos escapaba.

Como en uno de esos sueños sin aparente orden ni sentido, a veces cuesta entrar del todo en el universo que Johnson despliega en esta novela, muy diferente a toda su producción posterior y que acaba cobrando sentido, una vez el lector se abandona a sí mismo. «En esas circunstancias –escribe–, el mar de China no se parecía a nada. He ahí la diferencia entre algo grande –visto desde un avión, de horizonte a horizonte– y algo ingente, abrumador, que te vuela la cabeza, solo visto por partes, ola tras ola, demasiado pagado de sí mismo para mostrar ninguna piedad, conocer su nombre o aceptar ninguna sugerencia».

Atravesando estas páginas, el lector tiene, desde luego, esa sensación de no encajar del todo que, de alguna manera, rigió su propia vida, de esa extrañeza constante con la que envolvió a sus personajes –«Entonces, le preguntaron, ¿por qué ya no era como el resto de los hombres? Él insistió en que era el mismo. Eran todos los demás y todas las cosas las que habían cambiado»–, y un leve matiz de esa voz tan personal, tan inconfundible, con la que años después nos deslumbraría en libros como El nombre del mundo o Los monstruos que ríen y, muy particularmente, en su insuperable conjunto de relatos Hijo de Jesús (1992). 

Vietnam

Mezcla de El guardián en el centeno y Farenheit 451, en Fiskadoro también hay alusiones a la historia –sus habitantes, incluso, llegan a intercambiar un barco por un libro que les cuente el bombardeo de Nagasaki–, y un pedacito del Vietnam –uno de los mejores pasajes de la novela es, sin duda, cuando Marie, la Abuela Wright, rememora su huida del país tras la caída de Saigón– que más tarde retratará en su aclamado Árbol de humo (2007), con el que obtuvo el National Book Award.

No en vano, Johnson, que marcaría el estilo de autores como Chuck Palahniuk y Bret Easton Ellis, tenía una de las voces más influyentes en la literatura norteamericana de los últimos años. Además de poesía y prosa, cultivó también la dramaturgia, inédita en castellano. «El problema con las obras de teatro es que me estoy arruinando», contó en una entrevista. 

Autor de otros títulos como Que nadie se mueva o Sueños de trenes, editados también en España por Random House, además de su libro de reportajes, Viaje a los confines del mundo (Contra), la publicación de sus obras en castellano no deja de ser todo un acontecimiento literario, porque en sus libros siempre hay algo, una frase, un párrafo, una descripción, una palabra que te cambia. La gran lástima, parafraseándolo, es que ya no nos pueda contar sus sueños, ni nosotros decirle a él, lo que es real. 

 «Escribe como si vivieras en el exilio, como si nunca fueras a volver a casa y tuvieras que recordar cada detalle», aconsejaba Denis Johnson a sus  

«Escribe como si vivieras en el exilio, como si nunca fueras a volver a casa y tuvieras que recordar cada detalle», aconsejaba Denis Johnson a sus alumnos. Eterno extranjero de la vida –como hijo de un diplomático, había crecido en Alemania, Japón y Filipinas antes de trasladarse a Washington–, él mismo escribía en una especie de extrañeza perpetua, como si la realidad de la que hablaba estuviera imbuida en un frasco de formol, inmortalizada en ámbar. Sus historias, al menos, tenían esa aureola desenfocada propia de los sueños, tal vez del delirio, como si no se distinguiera muy bien lo real de lo que no, y esa poética, difícil de alcanzar, del que ha estado del lado de los muertos y ha regresado para contárnoslo.

Johnson (Múnich, 1949–California, 2017) lo había conseguido en varias ocasiones. En 1976, con 27 años, había dejado la heroína y, dos años después, el alcohol. Su propia experiencia, se parecía mucho a lo que él mismo había imaginado de adolescente sobre el ideal de escritor maldito. «Por supuesto, de joven me había parecido romántico porque no era más que una imagen. No tenía olores. No olía a orina y a vómito», decía uno de los personajes de los relatos de su libro póstumo, El favor de la sirena.

Aquellos demonios, sin embargo, le perseguirían durante toda la vida hasta que en 2017 el destino se cobró su cuenta pendiente. Tenía 67 años cuando murió de cáncer hepático. «Lloraba con facilidad, sin vergüenza (…). Incluso cuando estuvimos en Rusia –en julio del año 2000 había impartido un seminario de escritura en San Petersburgo–, buscó una sede de Alcohólicos Anónimos. Siempre estaba nervioso», contaba el escritor Lawrence Wright en el obituario que le dedicó en The New Yorker.

De aquel mundo de tinieblas, de aquel infierno particular, surgió parte de su obra literaria. Cuando publicó Fiskadoro (1985) –editada ahora por Random House, con traducción de Gabriela Ellena Castelloti, por primera vez al castellano–, ya había escrito varios poemarios  –The Man Among the Seals e Inner Weather– y había ejercido como profesor de escritura creativa en la prisión estatal de Florence (Arizona), lo que le había dado el empuje necesario para terminar Ángeles derrotados, su primera novela, quizás la más convencional de cuantas firmó. Para entonces, Johnson, que contrajo matrimonio hasta en tres ocasiones, se había casado y divorciado fugazmente de su primera esposa, con la que tuvo también al primero de sus tres hijos.

«En el pasado había alcanzado un par de veces ese absoluto grado cero de verdad, y sin miedo ni amargura comprendía ahora que en el fondo había un paso que podía dar para cambiar su vida, para convertirse en otra persona, pero nunca sería capaz de adivinar cuál», escribía en aquel primer libro donde ya se evidenciaba la sensibilidad del escritor por los personajes descarriados y las situaciones desesperadas que tanto cultivaría en su prosa.

Fiskadoro era una de ellas. Escrita en 1985, en ella Johnson nos planteaba un sombrío mundo alternativo y postapocalíptico, ambientado en una comunidad de supervivientes de un desastre nuclear, protagonizado por un adolescente de 14 años que quiere aprender a tocar el clarinete y solicita ayuda al antiguo director de la Orquesta Sinfónica, mister Cheung. Ubicado en un extraño lugar llamado Twicetown –porque se había salvado dos veces–, en esta especie de fin del mundo los únicos lugares habitados de la tierra son los Cayos de Florida y Cuba.

Allí, sin memoria histórica, sin patrimonio cultural y, prácticamente, sin futuro, también sus personajes viven en ese exilio nihilista –como su escritura–, conscientes de que ninguno de ellos regresará jamás al mundo que habían conocido sus antepasados, y que solo una mujer de más de cien años, la madre de su profesor de música, parece ser capaz de evocar. En medio de veladas con música, de ofrendas, ritos vudús y tribus multiétnicas que profesan culto a Jesús, Alá o a Bob Marley, Fiskadoro tendrá que lidiar con su propio duelo y emprender un viaje a la madurez en esos confines del mundo, de los que Johnson parecía saber algo más que el resto. Algo que se nos escapaba.

Como en uno de esos sueños sin aparente orden ni sentido, a veces cuesta entrar del todo en el universo que Johnson despliega en esta novela, muy diferente a toda su producción posterior y que acaba cobrando sentido, una vez el lector se abandona a sí mismo. «En esas circunstancias –escribe–, el mar de China no se parecía a nada. He ahí la diferencia entre algo grande –visto desde un avión, de horizonte a horizonte– y algo ingente, abrumador, que te vuela la cabeza, solo visto por partes, ola tras ola, demasiado pagado de sí mismo para mostrar ninguna piedad, conocer su nombre o aceptar ninguna sugerencia».

Atravesando estas páginas, el lector tiene, desde luego, esa sensación de no encajar del todo que, de alguna manera, rigió su propia vida, de esa extrañeza constante con la que envolvió a sus personajes –«Entonces, le preguntaron, ¿por qué ya no era como el resto de los hombres? Él insistió en que era el mismo. Eran todos los demás y todas las cosas las que habían cambiado»–, y un leve matiz de esa voz tan personal, tan inconfundible, con la que años después nos deslumbraría en libros como El nombre del mundo o Los monstruos que ríen y, muy particularmente, en su insuperable conjunto de relatos Hijo de Jesús (1992). 

Mezcla de El guardián en el centeno y Farenheit 451, en Fiskadoro también hay alusiones a la historia –sus habitantes, incluso, llegan a intercambiar un barco por un libro que les cuente el bombardeo de Nagasaki–, y un pedacito del Vietnam –uno de los mejores pasajes de la novela es, sin duda, cuando Marie, la Abuela Wright, rememora su huida del país tras la caída de Saigón– que más tarde retratará en su aclamado Árbol de humo (2007), con el que obtuvo el National Book Award.

No en vano, Johnson, que marcaría el estilo de autores como Chuck Palahniuk y Bret Easton Ellis, tenía una de las voces más influyentes en la literatura norteamericana de los últimos años. Además de poesía y prosa, cultivó también la dramaturgia, inédita en castellano. «El problema con las obras de teatro es que me estoy arruinando», contó en una entrevista. 

Autor de otros títulos como Que nadie se mueva o Sueños de trenes, editados también en España por Random House, además de su libro de reportajes, Viaje a los confines del mundo (Contra), la publicación de sus obras en castellano no deja de ser todo un acontecimiento literario, porque en sus libros siempre hay algo, una frase, un párrafo, una descripción, una palabra que te cambia. La gran lástima, parafraseándolo, es que ya no nos pueda contar sus sueños, ni nosotros decirle a él, lo que es real. 

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