No sé muy bien qué más decir sobre la literatura de Fernando Luis Chivite (Pamplona, 1959), pero siento y sé que hay que insistir en ella. Hacerlo implica ir al corazón de 1) la propia literatura, su tejido, su pulpa, su cemento… y 2) aquellas cosas esenciales a las que la mejor literatura se consagra. ¿Tópicos? Puede ser, pero es que no tenemos otra cosa. Sabemos apenas cuatro o cinco detalles de la vida, de los cuales dos o tres no importan demasiado, y sabemos además que ignoramos cientos, pero intuimos algunos, y entrevemos que en ellos hay cosas sólo nuestras, cosas para nosotros, hechos que determinan lo que somos y lo que hacemos.
Quien llegue a la literatura de Chivite a través del libro que acaba de publicar, Ferdy el fatalista (Papeles Mínimos), podría pensar que exagero, pero es que esta novela (como la anterior, Ferdy el viejo) supone ya una especie de decantación, de precipitado, de epifonema, de nihilismo narrativo sonriente. No sé si de despedida, porque no hay amargura ni patetismo, pero sí de balance y recopilación, de reafirmación en ciertos sinsentidos, en ciertas inercias, en una actitud de curiosidad desengañada y en una melancolía guasona que ya no espera mucho de nada.
Recomiendo de un modo exaltado que se lea cuanto antes también Los seres indefensos, la primera novela de Chivite (que acaba de ser rescatada por Amarillo). Ahí empezaba lo que en el ciclo de Ferdy comienza a culminar. En medio hay un puñado de novelas filosóficas, existencialistas, líricas, extrañas, divagatorias, misteriosas, buenísimas. Pero estos dos extremos de la obra chivitiana vienen claramente marcados por el humor, juvenil pero maduro el de los inicios, experimentado y deliberadamente inmaduro el de estas postrimerías.
En Ferdy el fatalista continúan, claro, las aventuras de Ferdy, que forman una peripecia bien modesta. Viudo y mutilado (no de guerra, sino de vida), ocioso y observador, rutinario y tranquilo, el bueno de Ferdy camina mucho todos los días, toma café y gin tonics en la plaza del Castillo de Pamplona. De vez en cuando se pasa por la librería de un tal Dani, conversa con nuevos «seres indefensos» más o menos chiflados. Y, sobre todo, mantiene una excelente amistad con el fantasma de su mujer, que se le aparece con frecuencia con sus propias y lánguidas meditaciones, y con Lucy, que es su voz interior, un yo alternativo y rebelde que surge desde dentro y le anima a hacer cosas o le reprocha las que hace, las que escribe y especialmente las que deja pasar.
Si en Ferdy el viejo había un descacharrante viaje a Benidorm, en Ferdy el fatalista nuestro héroe está a punto de irse a Las Vegas, y creo que en esos topónimos hay una reivindicación del exceso que algo dice sobre el propio proyecto narrativo que andamos leyendo. Las Vegas como epítome de la demencia real, de la locura más o menos legal, del vicio organizado, de la enfermedad consentida, del pre-suicidio en cadena… y Benidorm como la variante nacional de aquello, una réplica a escala mediterránea del Gran Desierto moral, del vacío lleno de luces.
Ante esas amenazas lejanas, remotos tambores de batallas complejas, Ferdy se encoge de hombros, que es una de las cosas que mejor se le da hacer. Él se agarra a su café, escucha a sus amigos, lee a Diderot o a Louise Glück, camina y observa con atención el cementerio junto al que vive. Chivite ha anunciado que falta una última entrega para cerrar la trilogía, Ferdy el visionario, y yo sospecho que esta entrega de ahora es algo así como una transición, un reposo antes del castillo final de fuegos artificiales, un tomar impulso para el salto último.
En Ferdy el viejo había mucha más acción que aquí, donde tenemos algo así como una prolongación de los personajes, un recordatorio, un refresco, una insistencia en sus personalidades y tendencias, en sus obsesiones y conflictos. Pero incluso a los personajes más grises hay que darles un destino, se lo merecen, y supongo que ese llegará en el siguiente tomo de esta balada mansa y despierta a la vez, serena y sorprendente, estancada en las cosas diarias pero atenta y dispuesta al sobresalto.
Un ordenador que no va bien, un amigo con problemas o el inicio, allá al lado, de un romance, son asuntos en los que Ferdy, sin buscarlo, respetuosamente, puede todavía aportar algo. Pero todo lo hará, como el clásico, a su manera. Y será con unos modos inconfundibles, con unas trazas sólo suyas, elegante y descacharrado, contento y desesperado.
No sé muy bien qué más decir sobre la literatura de Fernando Luis Chivite (Pamplona, 1959), pero siento y sé que hay que insistir en ella.
No sé muy bien qué más decir sobre la literatura de Fernando Luis Chivite (Pamplona, 1959), pero siento y sé que hay que insistir en ella. Hacerlo implica ir al corazón de 1) la propia literatura, su tejido, su pulpa, su cemento… y 2) aquellas cosas esenciales a las que la mejor literatura se consagra. ¿Tópicos? Puede ser, pero es que no tenemos otra cosa. Sabemos apenas cuatro o cinco detalles de la vida, de los cuales dos o tres no importan demasiado, y sabemos además que ignoramos cientos, pero intuimos algunos, y entrevemos que en ellos hay cosas sólo nuestras, cosas para nosotros, hechos que determinan lo que somos y lo que hacemos.
Quien llegue a la literatura de Chivite a través del libro que acaba de publicar, Ferdy el fatalista (Papeles Mínimos), podría pensar que exagero, pero es que esta novela (como la anterior, Ferdy el viejo) supone ya una especie de decantación, de precipitado, de epifonema, de nihilismo narrativo sonriente. No sé si de despedida, porque no hay amargura ni patetismo, pero sí de balance y recopilación, de reafirmación en ciertos sinsentidos, en ciertas inercias, en una actitud de curiosidad desengañada y en una melancolía guasona que ya no espera mucho de nada.
Recomiendo de un modo exaltado que se lea cuanto antes también Los seres indefensos, la primera novela de Chivite (que acaba de ser rescatada por Amarillo). Ahí empezaba lo que en el ciclo de Ferdy comienza a culminar. En medio hay un puñado de novelas filosóficas, existencialistas, líricas, extrañas, divagatorias, misteriosas, buenísimas. Pero estos dos extremos de la obra chivitiana vienen claramente marcados por el humor, juvenil pero maduro el de los inicios, experimentado y deliberadamente inmaduro el de estas postrimerías.
En Ferdy el fatalista continúan, claro, las aventuras de Ferdy, que forman una peripecia bien modesta. Viudo y mutilado (no de guerra, sino de vida), ocioso y observador, rutinario y tranquilo, el bueno de Ferdy camina mucho todos los días, toma café y gin tonics en la plaza del Castillo de Pamplona. De vez en cuando se pasa por la librería de un tal Dani, conversa con nuevos «seres indefensos» más o menos chiflados. Y, sobre todo, mantiene una excelente amistad con el fantasma de su mujer, que se le aparece con frecuencia con sus propias y lánguidas meditaciones, y con Lucy, que es su voz interior, un yo alternativo y rebelde que surge desde dentro y le anima a hacer cosas o le reprocha las que hace, las que escribe y especialmente las que deja pasar.
Si en Ferdy el viejo había un descacharrante viaje a Benidorm, en Ferdy el fatalista nuestro héroe está a punto de irse a Las Vegas, y creo que en esos topónimos hay una reivindicación del exceso que algo dice sobre el propio proyecto narrativo que andamos leyendo. Las Vegas como epítome de la demencia real, de la locura más o menos legal, del vicio organizado, de la enfermedad consentida, del pre-suicidio en cadena… y Benidorm como la variante nacional de aquello, una réplica a escala mediterránea del Gran Desierto moral, del vacío lleno de luces.
Ante esas amenazas lejanas, remotos tambores de batallas complejas, Ferdy se encoge de hombros, que es una de las cosas que mejor se le da hacer. Él se agarra a su café, escucha a sus amigos, lee a Diderot o a Louise Glück, camina y observa con atención el cementerio junto al que vive. Chivite ha anunciado que falta una última entrega para cerrar la trilogía, Ferdy el visionario, y yo sospecho que esta entrega de ahora es algo así como una transición, un reposo antes del castillo final de fuegos artificiales, un tomar impulso para el salto último.
En Ferdy el viejo había mucha más acción que aquí, donde tenemos algo así como una prolongación de los personajes, un recordatorio, un refresco, una insistencia en sus personalidades y tendencias, en sus obsesiones y conflictos. Pero incluso a los personajes más grises hay que darles un destino, se lo merecen, y supongo que ese llegará en el siguiente tomo de esta balada mansa y despierta a la vez, serena y sorprendente, estancada en las cosas diarias pero atenta y dispuesta al sobresalto.
Un ordenador que no va bien, un amigo con problemas o el inicio, allá al lado, de un romance, son asuntos en los que Ferdy, sin buscarlo, respetuosamente, puede todavía aportar algo. Pero todo lo hará, como el clásico, a su manera. Y será con unos modos inconfundibles, con unas trazas sólo suyas, elegante y descacharrado, contento y desesperado.
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