Pasado el Día de la Comunidad madrileña, parece buen momento para preguntarse o repasar cuál es el estilo o modo de Madrid, capital de las Españas sólo desde 1561 (bajo Felipe II) siendo entonces sólo una villa, escasa de ornamentos, y que fue elegida –prefiriéndola a Sevilla o Valladolid, mucho más notorias entonces– quizá por su cercanía con el Real Monasterio y palacio de El Escorial, que fue el lugar favorito de aquel rey. Madrid era ya una ciudad notable en el siglo XVII, bajo el reinado de Felipe IV, que hizo de los lujos y fiestas de la Villa y Corte, una de las ciudades con más derroche suntuario de Europa, pese a un exterior todavía relativamente sobrio. Se lee aún con gusto (y enorme información) el libro de 1935 de José Deleito y Piñuela, El Rey se divierte, que analiza el Madrid del cuarto Felipe. Como ciudad que sólo era Corte -eso fue cambiando- Madrid era el lugar de los protocolos y ceremonias de la Casa de Austria española. Y ahí quizá comienza a dividirse algo que ha sido muy madrileño: Los extremos regios y aristocráticos y el popularismo de las verbenas y la gente llana. Madrid era un duque o un chispero, un majo, un chulo, o mejor aún la ciudad de los duques disfrazados de majos, según la ocasión pintara.
Madrid ha sido (no sé si lo es aún) la ciudad del prestigio popular. La pradera de San Isidro, las verbenas con churros y gallinejas, y un habla castiza –en verdad el habla de los barrios bajos o populares, Lavapiés, Vallecas, Usera– tal como se ostenta en la celebérrima zarzuela de 1894 –Tomás Bretón y Ricardo de la Vega– La verbena de la Paloma. El madrileño chulito y castizo, que culmina, no hace tanto, con el Madrid del argot cheli, que aún se luce en la famosa Movida. Me muero por privar (una canción de Ramoncín) donde «priva» es un trago de alcohol, puede continuar la línea del vaso de zarzaparrilla o de la veraniega «agua de cebá». Sí, las populares verbenas del caluroso agosto, o los bailes de recibo de máscaras en los nobles y suntuosos palacetes de Frías, Parcent, Cerralbo y tantos… Lujo y «bocata de calamares». ¿Son esas, en parte, las raíces más significadas de Madrid? Y, sin embargo, buena parte del Madrid moderno, reside en la superación de regionalismos y nacionalismos. Ciudad que, desde bien antiguo, ha recogido sin preguntar a quienes llegaban a instalarse aquí desde cualquier parte de España, cuando a principios de los 80 triunfa la Movida (frente a tantas autonomías empeñadas en buscar sus raíces, su ser más íntimo) los madrileños apuestan –apostamos– por la modernidad. No tenemos raíces –aunque existan– tenemos un presente vibrante y abierto. Y Warhol viene a inaugurar su antológica, en la galería Vijande (1982) y los modernos le rodean en una singular fiesta en el palacio del los March, en la calle Miguel Ángel.
Madrid fue así la ciudad más moderna de Europa, tras que el alcalde Tierno Galván, acaso sin saber exactamente lo que decía (aquel traductor de Wittgenstein) exclamara ante muchos jóvenes, aquello de «a colocarse y al loro». El primer Almodóvar era parte y fruto de todo aquello. Ciudad de lo popular y de lo lujoso, muchas veces entretejido, es una de las escasas ciudades de nuestro país, donde apenas se tiene en cuenta haber nacido en ella. Un poeta mediano de Ciudad Real o de Tudela (digo, es un decir) enseguida es «hijo predilecto» y la Diputación, la alcaldía o la correspondiente autonomía, ponen sus ojos en él, con ánimo de protegerlo y guardarlo como suyo. Eso en Madrid no existe –aunque algunos quisieran– y parece que nos da igual. Una vez, cenando, le comenté a Joaquín Leguina, primer presidente de la Comunidad de Madrid, que a mí (que soy madrileño) jamás me habían invitado a los actos del Dos de Mayo en Sol. Sorprendido, Leguina –que no es de Madrid– comenzó a excusarse, pero creo que se sorprendió más aún, cuando yo, muy tranquilamente, le dije que no importaba y que eso era muy madrileño, en términos muy antiguos el «gato» (madrileño de pura cepa) nunca estaba antes que el «paleto», el venido de fuera…
El estilo de Madrid es la hibridación, la mezcla, lo cercano y lejano unidos. Por eso hoy los muchos emigrantes hispanoamericanos, son ya parte de nuestro paisaje, y aunque se diga que el islamismo radical es un peligro, y lo es, el temor radica en la radicalidad que pide no integrarse y no en el islam mismo. Madrid echó la casa por la ventana, en más de un mes de fiestas para recibir a Carlos Estuardo, príncipe de Gales (Inglaterra era nuestra gran enemiga) para deslumbrar al visitante tanto o más que la hermana de Felipe IV. Ciudad de cuestas –como vio bien Corpus Barga– el encanto y chic de Madrid es la mezcla, modernidad y casticismo, historia como si no hubiera historia, y aquí todos caben. Hoy por la cantidad habremos de agregar «si se portan bonito». Isabelona II de Borbón y la reina Victoria Eugenia de Battenberg.
Pasado el Día de la Comunidad madrileña, parece buen momento para preguntarse o repasar cuál es el estilo o modo de Madrid, capital de las Españas
Pasado el Día de la Comunidad madrileña, parece buen momento para preguntarse o repasar cuál es el estilo o modo de Madrid, capital de las Españas sólo desde 1561 (bajo Felipe II) siendo entonces sólo una villa, escasa de ornamentos, y que fue elegida –prefiriéndola a Sevilla o Valladolid, mucho más notorias entonces– quizá por su cercanía con el Real Monasterio y palacio de El Escorial, que fue el lugar favorito de aquel rey. Madrid era ya una ciudad notable en el siglo XVII, bajo el reinado de Felipe IV, que hizo de los lujos y fiestas de la Villa y Corte, una de las ciudades con más derroche suntuario de Europa, pese a un exterior todavía relativamente sobrio. Se lee aún con gusto (y enorme información) el libro de 1935 de José Deleito y Piñuela, El Rey se divierte, que analiza el Madrid del cuarto Felipe. Como ciudad que sólo era Corte -eso fue cambiando- Madrid era el lugar de los protocolos y ceremonias de la Casa de Austria española. Y ahí quizá comienza a dividirse algo que ha sido muy madrileño: Los extremos regios y aristocráticos y el popularismo de las verbenas y la gente llana. Madrid era un duque o un chispero, un majo, un chulo, o mejor aún la ciudad de los duques disfrazados de majos, según la ocasión pintara.
Madrid ha sido (no sé si lo es aún) la ciudad del prestigio popular. La pradera de San Isidro, las verbenas con churros y gallinejas, y un habla castiza –en verdad el habla de los barrios bajos o populares, Lavapiés, Vallecas, Usera– tal como se ostenta en la celebérrima zarzuela de 1894 –Tomás Bretón y Ricardo de la Vega– La verbena de la Paloma. El madrileño chulito y castizo, que culmina, no hace tanto, con el Madrid del argot cheli, que aún se luce en la famosa Movida. Me muero por privar (una canción de Ramoncín) donde «priva» es un trago de alcohol, puede continuar la línea del vaso de zarzaparrilla o de la veraniega «agua de cebá». Sí, las populares verbenas del caluroso agosto, o los bailes de recibo de máscaras en los nobles y suntuosos palacetes de Frías, Parcent, Cerralbo y tantos… Lujo y «bocata de calamares». ¿Son esas, en parte, las raíces más significadas de Madrid? Y, sin embargo, buena parte del Madrid moderno, reside en la superación de regionalismos y nacionalismos. Ciudad que, desde bien antiguo, ha recogido sin preguntar a quienes llegaban a instalarse aquí desde cualquier parte de España, cuando a principios de los 80 triunfa la Movida (frente a tantas autonomías empeñadas en buscar sus raíces, su ser más íntimo) los madrileños apuestan –apostamos– por la modernidad. No tenemos raíces –aunque existan– tenemos un presente vibrante y abierto. Y Warhol viene a inaugurar su antológica, en la galería Vijande (1982) y los modernos le rodean en una singular fiesta en el palacio del los March, en la calle Miguel Ángel.
Madrid fue así la ciudad más moderna de Europa, tras que el alcalde Tierno Galván, acaso sin saber exactamente lo que decía (aquel traductor de Wittgenstein) exclamara ante muchos jóvenes, aquello de «a colocarse y al loro». El primer Almodóvar era parte y fruto de todo aquello. Ciudad de lo popular y de lo lujoso, muchas veces entretejido, es una de las escasas ciudades de nuestro país, donde apenas se tiene en cuenta haber nacido en ella. Un poeta mediano de Ciudad Real o de Tudela (digo, es un decir) enseguida es «hijo predilecto» y la Diputación, la alcaldía o la correspondiente autonomía, ponen sus ojos en él, con ánimo de protegerlo y guardarlo como suyo. Eso en Madrid no existe –aunque algunos quisieran– y parece que nos da igual. Una vez, cenando, le comenté a Joaquín Leguina, primer presidente de la Comunidad de Madrid, que a mí (que soy madrileño) jamás me habían invitado a los actos del Dos de Mayo en Sol. Sorprendido, Leguina –que no es de Madrid– comenzó a excusarse, pero creo que se sorprendió más aún, cuando yo, muy tranquilamente, le dije que no importaba y que eso era muy madrileño, en términos muy antiguos el «gato» (madrileño de pura cepa) nunca estaba antes que el «paleto», el venido de fuera…
El estilo de Madrid es la hibridación, la mezcla, lo cercano y lejano unidos. Por eso hoy los muchos emigrantes hispanoamericanos, son ya parte de nuestro paisaje, y aunque se diga que el islamismo radical es un peligro, y lo es, el temor radica en la radicalidad que pide no integrarse y no en el islam mismo. Madrid echó la casa por la ventana, en más de un mes de fiestas para recibir a Carlos Estuardo, príncipe de Gales (Inglaterra era nuestra gran enemiga) para deslumbrar al visitante tanto o más que la hermana de Felipe IV. Ciudad de cuestas –como vio bien Corpus Barga– el encanto y chic de Madrid es la mezcla, modernidad y casticismo, historia como si no hubiera historia, y aquí todos caben. Hoy por la cantidad habremos de agregar «si se portan bonito». Isabelona II de Borbón y la reina Victoria Eugenia de Battenberg.
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