España y su historia: la mirada extranjera

Resulta curioso que un libro de historia empiece con un partido de fútbol. Para mayor sorpresa aún, con sus prolegómenos, el momento en que los contendientes se alinean en el centro del campo. Se trata de un partido internacional y lo que suena en esos momentos son los himnos nacionales. El partido que se evoca es la final de la Copa del Mundo que se disputó en Johannesburgo en 2010, que terminó con la victoria de España –gol de Iniesta– y con ella, la proclamación de «la Roja» como campeona mundial. Los jugadores holandeses cantaron «a pleno pulmón» su himno nacional, el Wilhelmus. Los españoles escucharon el suyo con la boca cerrada o, como mucho, tarareándolo. No pronunciaron palabra alguna porque su himno no tiene letra.

Esto, que a los españoles nos resulta familiar y nada sorprendente, porque ya lo sabemos, resulta insólito desde la óptica extranjera. ¡En un país con una historia como la española! ¡En una nación –permítase ahora la simplificación funcional– que constituyó el primer Imperio de la modernidad! El autor de esta evocación y del libro de historia en la que se inserta es buen conocedor de nuestro país como corresponsal durante muchos años. Periodista e historiador, Gilles Tremlett, eleva la anécdota a categoría: «Los españoles discrepan de manera tan profunda sobre su propia historia que no se atreven» a escribir (y asumir) algunas de esas frases rimbombantes y en el fondo vacías, banales, con las que se identifican como nacionales la casi totalidad de los ciudadanos del mundo.

Esa diferencia, reconoce Tremlett de modo inmediato, no tiene por qué ser mala. Sobre todo, diríase con sorna, si se juzga el nivel de los textos patrioteros. Es simplemente «llamativa». Lo más relevante es que delata que «España no cuenta con un relato nacional que pueda celebrarse a gusto de la gran mayoría de los españoles». El término «celebrarse» se antoja excesivo. No hay un solo símbolo nacional que no sea discutido o, peor aún, rechazado, por millones de españoles. He dicho españoles, pero incluso el propio término está en cuestión porque muchos de nuestros conciudadanos no se reconocen como tales o niegan la existencia misma de España como realidad nacional. Por todo ello, el libro de Tremlett –España. Una historia abreviada, traducción de Álvaro Marcos Lantero (Debate)– toma como punto de partida esa constatación: «El desacuerdo sobre el propio pasado es, per se, una parte fundamental» del relato nacional.

Tremlett afronta el reto que los historiadores (y más los historiadores españoles) suelen rehuir: compendiar en un breve volumen –el concepto de brevedad se destaca en el prólogo y aparece hasta en el título– una trayectoria de siglos. En ese recorrido el autor no es en absoluto complaciente con la historia española, sino bastante crítico. En algunos pasajes incluso, quizá como resultado de la concisión y el esquematismo, se deja llevar por clichés negativos derivados de una especificidad hispana que la historiografía más solvente ha superado. Pero lo que interesa destacar aquí es que, aun así, su evaluación final dista mucho del enfoque catastrofista que se ha asentado en nuestro debate intelectual y el panorama mediático: «A los españoles les gusta criticar a su propio país, pero han vivido en paz y con niveles de prosperidad antes inimaginables durante medio siglo. Persisten desacuerdos fundamentales, y sigue sin existir un relato nacional consensuado, pero nadie quiere destruir lo que se ha ganado hasta ahora».

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España. Una historia abreviada
Gilles Tremletr

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He tomado como punto de partida el volumen del corresponsal de The Guardian, porque, con todas sus matizaciones, permite establecer la diferencia, que en algunos casos llega al contraste, entre la visión extranjera del país y la mirada española sobre su propia historia. Tomemos ahora como referencia el último libro del historiador británico Henry Kamen: España y la creación de la Europa moderna (traducción de Alejandra Devoto, Espasa). Se trata de una obra muy diferente a la anterior, tanto en su fondo como en la forma (un volumen de casi 600 páginas, con un considerable aparato documental). Es decir, está dirigido a especialistas o, todo lo más, podría catalogarse como alta divulgación. Con todo, hay semejanzas llamativas y continuidades que conviene subrayar.

Contra la España negra

La primera, la relevancia histórica de España, por sí misma, por su situación y su papel en Europa y en el mundo. Dicho así puede parecer una obviedad, pero el buen conocedor de la bibliografía estrictamente hispana reconocerá que está lejos de serlo. Kamen pone a España en un lugar privilegiado de la política y la sociedad del Viejo continente durante el largo período de tiempo en el que se fragua la Modernidad (del siglo XV al XVIII). Con sus luces y sombras, claro está, pero con una influencia incuestionable. Y, en segundo lugar, frente a la interpretación casi caricaturesca de una nación oscurantista caracterizada por la violencia (conquista americana) y crueldad (Inquisición), el historiador británico sostiene que «la imagen de España como arquetipo de una sociedad persecutoria (…) no tiene justificación».

El libro contiene incluso determinadas interpretaciones que escandalizarán a los partidarios de llevar la corrección política a la evaluación de actitudes y sucesos del pasado. Por mi parte, me limito tan solo a dar cuenta de ello, por cuanto supone, como trato de argumentar aquí, un elemento más en una visión de la historia española claramente diferenciada de la que viene siendo usual en una parte importante de nuestra historiografía, sobre todo del ámbito académico y universitario. Así, por ejemplo, Kamen relativiza los episodios más abusivos como la célebre expulsión de los judíos de 1492: «Un acontecimiento cuya magnitud se ha distorsionado a menudo» por cuanto los expulsados fueron «menos de la mitad del total (…) e incluso muchos de ellos regresaron en cuanto pudieron». En resumen, para nuestro autor, «España es el país acerca del cual surgen los malentendidos históricos más habituales».

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España y la creación de la Europa moderna
Henry Kamen

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Mencionaré por último una tercera obra, completamente distinta a su vez de las dos anteriores. En este caso no estamos ante una visión global de la historia española ni un estudio clásico sobre un período concreto, sino ante una aportación que puede parecer de historia local, pero que en la práctica va más allá, al poner el centro de atención y referencia en la capital española, como quintaesencia del país en su conjunto. Algo, dicho sea de paso, que ya de por sí levanta ronchas en muchas partes. Me refiero al volumen de Luke Stegemann que se titula Madrid. Historia de una ciudad de éxito (traducción de Ana Bustelo, Espasa). Observen que ya desde el propio título me facilitan el trabajo, porque resultaría ocioso que les dijera qué visión de la realidad española y su historia aporta el libro que acabo de citar.

Madrid, historia de éxito

Stegemann, un escritor e historiador australiano, enseña sus cartas desde el principio: Madrid, dice, «ciudad dinámica y emocionante (…), una de las grandes ciudades del mundo», «sigue siendo una gran desconocida». En términos más concretos: «Con una impresionante historia social y política, una arquitectura monumental, unos paisajes magníficos, unas vistas soleadas y unos tesoros culturales que encierran tanto la ciudad como la provincia del mismo nombre, durante cientos de años los viajeros extranjeros y los propios españoles le han encontrado un sinfín de defectos a la insólita urbe: sucia, fea, estéril, caótica». No lamenta solo el «desdén despectivo» de los visitantes foráneos sino «el fuego amigo de autores nacionales como Pío Baroja, Manuel Azaña o Camilo José Cela. Para ellos, Madrid era una ciudad inhóspita, aburrida, estéril y confusa».

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Madrid: Historia de una ciudad de éxito
Luke Stegemann

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Stegemann se sitúa en la orilla opuesta. Su libro recorre la historia de Madrid desde sus orígenes a la actualidad. Pero al abarcar tantos siglos no solo aparece en estas páginas la urbe, sino también la provincia, Castilla, España entera y hasta el ámbito imperial. Madrid no es metonimia de España pero sí puede ser un atajo para comprenderla. «Uno de los innumerables placeres de vivir en Madrid es empaparse de su historia», dice Stegemann. Esta historia no es madrileña en sentido estrecho, sino parte de la historia de España y los españoles: «Como ciudadano de las antípodas de la aventura imperial europea y sin vínculo ancestral alguno con el país, Madrid ha sido la lente a través de la cual he observado el rico desconcertante e infinitamente generoso universo español». Por eso, esta «muestra de amor» a Madrid significa en el contexto que he bosquejado mucho más, porque coincide con los demás autores examinados en mirar la historia y la realidad de España con ojos más comprensivos y benevolentes de los que usamos los españoles al juzgarnos a nosotros mismos.

 Resulta curioso que un libro de historia empiece con un partido de fútbol. Para mayor sorpresa aún, con sus prolegómenos, el momento en que los contendientes  

Resulta curioso que un libro de historia empiece con un partido de fútbol. Para mayor sorpresa aún, con sus prolegómenos, el momento en que los contendientes se alinean en el centro del campo. Se trata de un partido internacional y lo que suena en esos momentos son los himnos nacionales. El partido que se evoca es la final de la Copa del Mundo que se disputó en Johannesburgo en 2010, que terminó con la victoria de España –gol de Iniesta– y con ella, la proclamación de «la Roja» como campeona mundial. Los jugadores holandeses cantaron «a pleno pulmón» su himno nacional, el Wilhelmus. Los españoles escucharon el suyo con la boca cerrada o, como mucho, tarareándolo. No pronunciaron palabra alguna porque su himno no tiene letra.

Esto, que a los españoles nos resulta familiar y nada sorprendente, porque ya lo sabemos, resulta insólito desde la óptica extranjera. ¡En un país con una historia como la española! ¡En una nación –permítase ahora la simplificación funcional– que constituyó el primer Imperio de la modernidad! El autor de esta evocación y del libro de historia en la que se inserta es buen conocedor de nuestro país como corresponsal durante muchos años. Periodista e historiador, Gilles Tremlett, eleva la anécdota a categoría: «Los españoles discrepan de manera tan profunda sobre su propia historia que no se atreven» a escribir (y asumir) algunas de esas frases rimbombantes y en el fondo vacías, banales, con las que se identifican como nacionales la casi totalidad de los ciudadanos del mundo.

Esa diferencia, reconoce Tremlett de modo inmediato, no tiene por qué ser mala. Sobre todo, diríase con sorna, si se juzga el nivel de los textos patrioteros. Es simplemente «llamativa». Lo más relevante es que delata que «España no cuenta con un relato nacional que pueda celebrarse a gusto de la gran mayoría de los españoles». El término «celebrarse» se antoja excesivo. No hay un solo símbolo nacional que no sea discutido o, peor aún, rechazado, por millones de españoles. He dicho españoles, pero incluso el propio término está en cuestión porque muchos de nuestros conciudadanos no se reconocen como tales o niegan la existencia misma de España como realidad nacional. Por todo ello, el libro de Tremlett –España. Una historia abreviada, traducción de Álvaro Marcos Lantero (Debate)– toma como punto de partida esa constatación: «El desacuerdo sobre el propio pasado es, per se, una parte fundamental» del relato nacional.

Tremlett afronta el reto que los historiadores (y más los historiadores españoles) suelen rehuir: compendiar en un breve volumen –el concepto de brevedad se destaca en el prólogo y aparece hasta en el título– una trayectoria de siglos. En ese recorrido el autor no es en absoluto complaciente con la historia española, sino bastante crítico. En algunos pasajes incluso, quizá como resultado de la concisión y el esquematismo, se deja llevar por clichés negativos derivados de una especificidad hispana que la historiografía más solvente ha superado.Perolo que interesa destacar aquí es que, aun así, su evaluación final dista mucho del enfoque catastrofista que se ha asentado en nuestro debate intelectual y el panorama mediático: «A los españoles les gusta criticar a su propio país, pero han vivido en paz y con niveles de prosperidad antes inimaginables durante medio siglo. Persisten desacuerdos fundamentales, y sigue sin existir un relato nacional consensuado, pero nadie quiere destruir lo que se ha ganado hasta ahora».

He tomado como punto de partida el volumen del corresponsal de The Guardian, porque, con todas sus matizaciones, permite establecer la diferencia, que en algunos casos llega al contraste, entre la visión extranjera del país y la mirada española sobre su propia historia. Tomemos ahora como referencia el último libro del historiador británico Henry Kamen: España y la creación de la Europa moderna (traducción de Alejandra Devoto, Espasa). Se trata de una obra muy diferente a la anterior, tanto en su fondo como en la forma (un volumen de casi 600 páginas, con un considerable aparato documental). Es decir, está dirigido a especialistas o, todo lo más, podría catalogarse como alta divulgación. Con todo, hay semejanzas llamativas y continuidades que conviene subrayar.

La primera, la relevancia histórica de España, por sí misma, por su situación y su papel en Europa y en el mundo. Dicho así puede parecer una obviedad, pero el buen conocedor de la bibliografía estrictamente hispana reconocerá que está lejos de serlo. Kamen pone a España en un lugar privilegiado de la política y la sociedad del Viejo continente durante el largo período de tiempo en el que se fragua la Modernidad (del siglo XV al XVIII). Con sus luces y sombras, claro está, pero con una influencia incuestionable. Y, en segundo lugar, frente a la interpretación casi caricaturesca de una nación oscurantista caracterizada por la violencia (conquista americana) y crueldad (Inquisición), el historiador británico sostiene que «la imagen de España como arquetipo de una sociedad persecutoria (…) no tiene justificación».

El libro contiene incluso determinadas interpretaciones que escandalizarán a los partidarios de llevar la corrección política a la evaluación de actitudes y sucesos del pasado. Por mi parte, me limito tan solo a dar cuenta de ello, por cuanto supone, como trato de argumentar aquí, un elemento más en una visión de la historia española claramente diferenciada de la que viene siendo usual en una parte importante de nuestra historiografía, sobre todo del ámbito académico y universitario. Así, por ejemplo, Kamen relativiza los episodios más abusivos como la célebre expulsión de los judíos de 1492: «Un acontecimiento cuya magnitud se ha distorsionado a menudo» por cuanto los expulsados fueron «menos de la mitad del total (…) e incluso muchos de ellos regresaron en cuanto pudieron». En resumen, para nuestro autor, «España es el país acerca del cual surgen los malentendidos históricos más habituales».

Mencionaré por último una tercera obra, completamente distinta a su vez de las dos anteriores. En este caso no estamos ante una visión global de la historia española ni un estudio clásico sobre un período concreto, sino ante una aportación que puede parecer de historia local, pero que en la práctica va más allá, al poner el centro de atención y referencia en la capital española, como quintaesencia del país en su conjunto. Algo, dicho sea de paso, que ya de por sí levanta ronchas en muchas partes. Me refiero al volumen de Luke Stegemann que se titula Madrid. Historia de una ciudad de éxito (traducción de Ana Bustelo, Espasa). Observen que ya desde el propio título me facilitan el trabajo, porque resultaría ocioso que les dijera qué visión de la realidad española y su historia aporta el libro que acabo de citar.

Stegemann, un escritor e historiador australiano, enseña sus cartas desde el principio: Madrid, dice, «ciudad dinámica y emocionante (…), una de las grandes ciudades del mundo», «sigue siendo una gran desconocida». En términos más concretos: «Con una impresionante historia social y política, una arquitectura monumental, unos paisajes magníficos, unas vistas soleadas y unos tesoros culturales que encierran tanto la ciudad como la provincia del mismo nombre, durante cientos de años los viajeros extranjeros y los propios españoles le han encontrado un sinfín de defectos a la insólita urbe: sucia, fea, estéril, caótica». No lamenta solo el «desdén despectivo» de los visitantes foráneos sino «el fuego amigo de autores nacionales como Pío Baroja, Manuel Azaña o Camilo José Cela. Para ellos, Madrid era una ciudad inhóspita, aburrida, estéril y confusa».

Stegemann se sitúa en la orilla opuesta. Su libro recorre la historia de Madrid desde sus orígenes a la actualidad. Pero al abarcar tantos siglos no solo aparece en estas páginas la urbe, sino también la provincia, Castilla, España entera y hasta el ámbito imperial. Madrid no es metonimia de España pero sí puede ser un atajo para comprenderla. «Uno de los innumerables placeres de vivir en Madrid es empaparse de su historia», dice Stegemann. Esta historia no es madrileña en sentido estrecho, sino parte de la historia de España y los españoles: «Como ciudadano de las antípodas de la aventura imperial europea y sin vínculo ancestral alguno con el país, Madrid ha sido la lente a través de la cual he observado el rico desconcertante e infinitamente generoso universo español». Por eso, esta «muestra de amor» a Madrid significa en el contexto que he bosquejado mucho más, porque coincide con los demás autores examinados en mirar la historia y la realidad de España con ojos más comprensivos y benevolentes de los que usamos los españoles al juzgarnos a nosotros mismos.

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