¿Qué ocurre cuando el arte toca el nervio del dolor ajeno?
Como escritora y como editora me he hecho esta pregunta cantidad de veces. Y quienes me conocen saben que siempre he dicho alto y claro que los límites de mi escritura y de mi trabajo están en el daño que pueda causar en las personas a las que quiero. Así que, con todo, o a pesar de lo que esto pueda significar para mi trabajo, en mi caso el espacio de la creación se topa con la barrera de mi propia ética, la de mi amor al prójimo.
Pero no le exijo a ningún creador este mandamiento.
¿Cuánto contamos? ¿Cuánto olvidamos? Hace años, cuando comenzó a hablarse de lo que entonces sólo era el proyecto de ley de la Memoria Histórica, una mujer llamó a una emisora de radio. Su voz temblaba, había en ella tristeza y enfado. «¿Con qué derecho me escriben para decirme que han encontrado los restos de mi abuelo? –dijo–. Yo ya había hecho mi duelo. Nadie me preguntó si quería volver a llorarlo, y ahora me obligarán a ello».
Los escenarios pueden ser distintos en la vida, pero el conflicto es siempre parecido: la colisión entre el derecho a contar y el derecho a olvidar. Y entre medias cualquier ciudadano, y el papel del creador.
Yo misma he escrito sobre el dolor ajeno. Y puede que parezca de locos decir esto, al menos lo parecerá para quien no escribe, pero siempre sentí que el tema me eligió, que no pude sustraerme. Se trataba de un tema muy delicado: el terrorismo de ETA. Durante el tiempo que duró la concepción del libro, aquella sólo era «mi» historia. No soy vasca. No tengo a nadie en mi árbol familiar asesinado por la banda. Así que no pedí permiso a nadie para escribir esa novela. Sin embargo, cuando terminé la historia, sentí la necesidad de hablar con víctimas reales, y, lo que es peor, de mirar al etarra a los ojos para sondear qué pasaba por su cabeza. Hablé con las víctimas, pero no lo hice con un etarra. Pero de haber podido, lo hubiera hecho. Es imposible negar que a veces la pulsión creativa nace de esto que a veces puede parecer poco noble: entender y narrar incluso cuando hay que ir a buscar en el horror. Cuando nadie querría hacerlo. Cuando nos coloca ante un dilema ético. Por eso escribir puede parecer a veces una ocupación desalmada.
«Somos los censores de hoy a la vez que somos los admiradores del arte del pasado»
¿Por qué retrató Jacques-Louis David a Marat muerto en su bañera? No fue plato de buen gusto para su familia, pero La muerte de Marat es una obra que no hemos dejado de admirar. ¿Por qué pintó Picasso algo tan brutal como la destrucción de Guernica cuando las bombas todavía sobrevolaban las pesadillas de los españoles? La honestidad del creador se mide por algo que no rige en el mundo profano. Pocos llegan o llegaremos a las cumbres de los genios, pero el impulso de querer serlo está ahí, pero para quien persigue crear una obra sólo vale dar lo mejor de sí mirando de frente al material que ofrece la vida, aunque queme, aunque duela, aunque nos a lance a abismos, porque, y esa es la magia, lo que sale de ahí quizás también ilumina nuestra vida. Y tan bueno como que la obra final pueda existir con todos, o a pesar de todos estos condicionantes, es que la sociedad se sienta libre para ejercer su juicio sobre ella.
Quizás haya libros, obras, piezas que sólo podamos confrontar en el futuro. Es una relación delicada: somos los censores de hoy a la vez que somos los admiradores del arte del pasado, cuando hemos decidido que no daña la materia humana herida de un ser humano que vive y siente y padece todo aquello sobre lo que esa obra se ha construido. Pero me gustaría que ciudadanos libres y maduros, en ese mañana, se pregunten por qué su sociedad no estaba preparada para enfrentarse a una obra concreta, como no lo estuvo la de Flaubert cuando sentó en el banquillo a Madame Bovary por adúltera. O como no lo estaba esa mujer en la radio para desenterrar el cuerpo de un pariente en la cuneta. Porque le duele a ella.
¿Qué ocurre cuando el arte toca el nervio del dolor ajeno? Como escritora y como editora me he hecho esta pregunta cantidad de veces. Y quienes
¿Qué ocurre cuando el arte toca el nervio del dolor ajeno?
Como escritora y como editora me he hecho esta pregunta cantidad de veces. Y quienes me conocen saben que siempre he dicho alto y claro que los límites de mi escritura y de mi trabajo están en el daño que pueda causar en las personas a las que quiero. Así que, con todo, o a pesar de lo que esto pueda significar para mi trabajo, en mi caso el espacio de la creación se topa con la barrera de mi propia ética, la de mi amor al prójimo.
Pero no le exijo a ningún creador este mandamiento.
¿Cuánto contamos? ¿Cuánto olvidamos? Hace años, cuando comenzó a hablarse de lo que entonces sólo era el proyecto de ley de la Memoria Histórica, una mujer llamó a una emisora de radio. Su voz temblaba, había en ella tristeza y enfado. «¿Con qué derecho me escriben para decirme que han encontrado los restos de mi abuelo? –dijo–. Yo ya había hecho mi duelo. Nadie me preguntó si quería volver a llorarlo, y ahora me obligarán a ello».
Los escenarios pueden ser distintos en la vida, pero el conflicto es siempre parecido: la colisión entre el derecho a contar y el derecho a olvidar. Y entre medias cualquier ciudadano, y el papel del creador.
Yo misma he escrito sobre el dolor ajeno. Y puede que parezca de locos decir esto, al menos lo parecerá para quien no escribe, pero siempre sentí que el tema me eligió, que no pude sustraerme. Se trataba de un tema muy delicado: el terrorismo de ETA. Durante el tiempo que duró la concepción del libro, aquella sólo era «mi» historia. No soy vasca. No tengo a nadie en mi árbol familiar asesinado por la banda. Así que no pedí permiso a nadie para escribir esa novela. Sin embargo, cuando terminé la historia, sentí la necesidad de hablar con víctimas reales, y, lo que es peor, de mirar al etarra a los ojos para sondear qué pasaba por su cabeza. Hablé con las víctimas, pero no lo hice con un etarra. Pero de haber podido, lo hubiera hecho. Es imposible negar que a veces la pulsión creativa nace de esto que a veces puede parecer poco noble: entender y narrar incluso cuando hay que ir a buscar en el horror. Cuando nadie querría hacerlo. Cuando nos coloca ante un dilema ético. Por eso escribir puede parecer a veces una ocupación desalmada.
«Somos los censores de hoy a la vez que somos los admiradores del arte del pasado»
¿Por qué retrató Jacques-Louis David a Marat muerto en su bañera? No fue plato de buen gusto para su familia, pero La muerte de Marat es una obra que no hemos dejado de admirar. ¿Por qué pintó Picasso algo tan brutal como la destrucción de Guernica cuando las bombas todavía sobrevolaban las pesadillas de los españoles? La honestidad del creador se mide por algo que no rige en el mundo profano. Pocos llegan o llegaremos a las cumbres de los genios, pero el impulso de querer serlo está ahí, pero para quien persigue crear una obra sólo vale dar lo mejor de sí mirando de frente al material que ofrece la vida, aunque queme, aunque duela, aunque nos a lance a abismos, porque, y esa es la magia, lo que sale de ahí quizás también ilumina nuestra vida. Y tan bueno como que la obra final pueda existir con todos, o a pesar de todos estos condicionantes, es que la sociedad se sienta libre para ejercer su juicio sobre ella.
Quizás haya libros, obras, piezas que sólo podamos confrontar en el futuro. Es una relación delicada: somos los censores de hoy a la vez que somos los admiradores del arte del pasado, cuando hemos decidido que no daña la materia humana herida de un ser humano que vive y siente y padece todo aquello sobre lo que esa obra se ha construido. Pero me gustaría que ciudadanos libres y maduros, en ese mañana, se pregunten por qué su sociedad no estaba preparada para enfrentarse a una obra concreta, como no lo estuvo la de Flaubert cuando sentó en el banquillo a Madame Bovary por adúltera. O como no lo estaba esa mujer en la radio para desenterrar el cuerpo de un pariente en la cuneta. Porque le duele a ella.
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