Tenía algo sospechoso, admitámoslo. Enrique Vila-Matas lleva tiempo, varias décadas ya, siendo el escritor raro por antonomasia. Lo de letraherido se le quedaba pequeño. Más que meta, hiperliterario. Sus libros solo hablaban de otros libros, de escritores vivos y muertos, de escritores que dejaban de escribir, de libros imposibles, de más escritores… Y así todo. Su última novela, Canon de cámara oscura (Seix Barral), desvela el secreto: no es humano.
Su presencia se antoja evidente en la sombra del protagonista, Vidal Escabia. Es, evidentemente, un escritor. Aparece en una fiesta cualquiera del grupo de exquisitos de la escena cultural barcelonesa. Una vieja y rencorosa conocida llamada Violet lo arrincona. La conversación se tensa entre copas y canapés cuando lo acusa de ser un androide Denver-7.
Continuación indisimulada de los personajes de la mítica película Blade Runner (a su vez versión de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick), los Denver-7 son más sutiles. Además de disponer de recuerdos implantados, pueden tener descendencia, por ejemplo, y se dedican a trabajos tan peculiares como el de escritor. Eso les permite camuflarse entre la gente corriente para escapar de sus creadores humanos que, asustados por la inteligencia que han desarrollado, han decidido eliminarlos: fueron programados para vivir cuatro años, pero «un grave fallo en su energía eléctrica –el Gran Apagón de Barcelona– les dio vida abierta, de duración indefinida».
Cuidado con los apagones…
Explica el narrador que algunos Denver-7 «al vivir más allá de lo que tenían programado, han ido accediendo a una conciencia empática superior». También que «ya no se habla de ellos, son discretos». Pero la fiesta le aligera la lengua a Escabia, que tortura a Violet: «Quizás crees, digo, que es un asunto de lo más moderno, de inteligencia artificial y todo eso que tanto se lleva ahora, pero en realidad tu tema es robótico y poco tiene de moderno, es más antiguo que la Biblia: la insurrección de la fuerza bruta contra la inteligencia. Ella ríe, aunque contrariada. Por no hablar, digo, del Golem, o de aquella otra novela de Karel Čapek en la que el invento de un ingeniero trastornaba la conducta humana y social cuando, al desintegrar la materia para producir energía, liberaba también el místico Divino Absoluto».
Dudas existenciales
Dardo aplicable, en realidad, a la obsesión actual con la IA. ¡Oh, hemos creado algo abominable! Sí: se llama cultura. Llevamos varios milenios con ello. ¿A nadie se le ha ocurrido rastrear la etimología de la palabra «artificial»? Viene del latín artificiālis, construido a partir de la unión del sustantivo ars (obra o trabajo que expresa mucha creatividad), el verbo facere (hacer) y el sufijo alis (relación, pertenencia).
Inteligencia también proviene del latín. En su caso, del verbo intellegere, unión de inter (entre) y legere (leer, escoger).
Escabia ha tenido una hija, de la que lleva tiempo alejado. Más aún que la posibilidad de ser capturado, lo abruman sus propios demonios interiores. Las dudas existenciales que canaliza su vocación literaria se arremolinan alrededor de una última pirueta. Escoge 71 libros y los almacena en un cuarto oscuro de su casa. El criterio se nutre de obras y autores desplazados y/o inactuales, es decir, especiales. Por la mañana, elige uno a ciegas, lo lee y lo incluye en lo que denomina «canon desplazado».
No lo hace por instinto, sino por encargo de Altobelli, un conocido escritor muerto hace años al que le sigue uniendo la antigua relación mentor-pupilo de la que surgió, fruto del aprendizaje, su propia obra.
Autores y obras
Tras la introducción a lo Ridley Scott (pasado por una especie de Woody Allen barcelonés), la acción se va diluyendo en la verdadera trama: la relación del protagonista con los libros de su canon. Podría haber derivado en un diario de lecturas más si su autor no fuera el Vila-Matas de siempre, obsesionado con insuflarle a la letra muerta la vida de un Frankenstein a veces algo amorfo, cierto, pero siempre entrañable.
Un tornillo por acá, un costurón por allá, Canon de cámara oscura avanza irremisiblemente hacia la luz. «Tengo que decirte que últimamente lo conviertes todo en literatura y ves escritura donde los demás vemos la rutina de los días, no sé, pero se te ve muy esclavizado, muy poseído por los libros», le dice Violet a Escabia, que más adelante recuerda una conferencia en la que su maestro Altobelli hablaba de «la tragedia de ser discípulos de otros», porque la literatura es «un gran palimpsesto, un mosaico de citas en el que los autores y las obras se han ido construyendo a partir de los autores y las obras precedentes».
Acumulación de letras reordenadas una y otra vez. Símbolos, gramáticas, ¿algoritmos? Al final los Denver 7 acaban trascendiendo. A Escabia le duele lo que se encuentra en ese punto: «Por haberse posesionado de mí, detesto la condición humana. La maldigo porque, además, es rasa y nada tiene de extrema». Pero le queda su hija Ryo, «con su Mal indefinido, tan próximo al mío». Le queda «un obsesivo amor por ella que apuntala la construcción definitiva de mi alma. Y una madre que nunca nació, a la que busco por los cementerios de la Tierra». Esa corporeidad mortal y rosa en la que, según Pedro Salinas, el amor inventa su infinito.
Las disquisiciones de Vila-Matas / Escabia sobre la legión de yoes (autor, narrador, protagonista, lector…) que le proporciona la literatura al alma humana alcanzan un vuelo nuevo con una genialidad que, a lo mejor, no estaba tan lejos si no estuviéramos tan obsesionados con la tecnología. Solo había que darle la vuelta y mirarnos en el espejo de nuestras creaciones. Dice Escabia: «Aunque mi ocupante particular me impida determinar dónde acaba él y comienzo yo, tengo claro que, si inicio algo, jamás estoy seguro de poder llevarlo a buen puerto, porque enseguida podría interferir el narrador refugiado». ¿Cómo convivir con nuestros sueños, con nuestros deseos, con nuestro pasado, con nuestro futuro?
Escabia habla de «una utopía: mi deseo de que un día escribir y respirar no sean ritmos diferentes». El Autor queda aún muy lejos, pero él ya está más allá de la «sarta de obtusas teorías», más propias de «un ChatGPT idiota de primera generación». Él siente «la misma ausencia que Eurídice le dejó a Orfeo y de la que muchos creen que nació la escritura».
Tenía algo sospechoso, admitámoslo. Enrique Vila-Matas lleva tiempo, varias décadas ya, siendo el escritor raro por antonomasia. Lo de letraherido se le quedaba pequeño. Más que
Tenía algo sospechoso, admitámoslo. Enrique Vila-Matas lleva tiempo, varias décadas ya, siendo el escritor raro por antonomasia. Lo de letraherido se le quedaba pequeño. Más que meta, hiperliterario. Sus libros solo hablaban de otros libros, de escritores vivos y muertos, de escritores que dejaban de escribir, de libros imposibles, de más escritores… Y así todo. Su última novela, Canon de cámara oscura (Seix Barral), desvela el secreto: no es humano.
Su presencia se antoja evidente en la sombra del protagonista, Vidal Escabia. Es, evidentemente, un escritor. Aparece en una fiesta cualquiera del grupo de exquisitos de la escena cultural barcelonesa. Una vieja y rencorosa conocida llamada Violet lo arrincona. La conversación se tensa entre copas y canapés cuando lo acusa de ser un androide Denver-7.
Continuación indisimulada de los personajes de la mítica película Blade Runner (a su vez versión de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick), los Denver-7 son más sutiles. Además de disponer de recuerdos implantados, pueden tener descendencia, por ejemplo, y se dedican a trabajos tan peculiares como el de escritor. Eso les permite camuflarse entre la gente corriente para escapar de sus creadores humanos que, asustados por la inteligencia que han desarrollado, han decidido eliminarlos: fueron programados para vivir cuatro años, pero «un grave fallo en su energía eléctrica –el Gran Apagón de Barcelona– les dio vida abierta, de duración indefinida».
Cuidado con los apagones…
Explica el narrador que algunos Denver-7 «al vivir más allá de lo que tenían programado, han ido accediendo a una conciencia empática superior». También que «ya no se habla de ellos, son discretos». Pero la fiesta le aligera la lengua a Escabia, que tortura a Violet: «Quizás crees, digo, que es un asunto de lo más moderno, de inteligencia artificial y todo eso que tanto se lleva ahora, pero en realidad tu tema es robótico y poco tiene de moderno, es más antiguo que la Biblia: la insurrección de la fuerza bruta contra la inteligencia. Ella ríe, aunque contrariada. Por no hablar, digo, del Golem, o de aquella otra novela de Karel Čapek en la que el invento de un ingeniero trastornaba la conducta humana y social cuando, al desintegrar la materia para producir energía, liberaba también el místico Divino Absoluto».
Dardo aplicable, en realidad, a la obsesión actual con la IA. ¡Oh, hemos creado algo abominable! Sí: se llama cultura. Llevamos varios milenios con ello. ¿A nadie se le ha ocurrido rastrear la etimología de la palabra «artificial»? Viene del latín artificiālis, construido a partir de la unión del sustantivo ars (obra o trabajo que expresa mucha creatividad), el verbo facere (hacer) y el sufijo alis (relación, pertenencia).
Inteligencia también proviene del latín. En su caso, del verbo intellegere, unión de inter (entre) y legere (leer, escoger).
Escabia ha tenido una hija, de la que lleva tiempo alejado. Más aún que la posibilidad de ser capturado, lo abruman sus propios demonios interiores. Las dudas existenciales que canaliza su vocación literaria se arremolinan alrededor de una última pirueta. Escoge 71 libros y los almacena en un cuarto oscuro de su casa. El criterio se nutre de obras y autores desplazados y/o inactuales, es decir, especiales. Por la mañana, elige uno a ciegas, lo lee y lo incluye en lo que denomina «canon desplazado».
No lo hace por instinto, sino por encargo de Altobelli, un conocido escritor muerto hace años al que le sigue uniendo la antigua relación mentor-pupilo de la que surgió, fruto del aprendizaje, su propia obra.
Tras la introducción a lo Ridley Scott (pasado por una especie de Woody Allen barcelonés), la acción se va diluyendo en la verdadera trama: la relación del protagonista con los libros de su canon. Podría haber derivado en un diario de lecturas más si su autor no fuera el Vila-Matas de siempre, obsesionado con insuflarle a la letra muerta la vida de un Frankenstein a veces algo amorfo, cierto, pero siempre entrañable.
Un tornillo por acá, un costurón por allá, Canon de cámara oscura avanza irremisiblemente hacia la luz. «Tengo que decirte que últimamente lo conviertes todo en literatura y ves escritura donde los demás vemos la rutina de los días, no sé, pero se te ve muy esclavizado, muy poseído por los libros», le dice Violet a Escabia, que más adelante recuerda una conferencia en la que su maestro Altobelli hablaba de «la tragedia de ser discípulos de otros», porque la literatura es «un gran palimpsesto, un mosaico de citas en el que los autores y las obras se han ido construyendo a partir de los autores y las obras precedentes».
Acumulación de letras reordenadas una y otra vez. Símbolos, gramáticas, ¿algoritmos? Al final los Denver 7 acaban trascendiendo. A Escabia le duele lo que se encuentra en ese punto: «Por haberse posesionado de mí, detesto la condición humana. La maldigo porque, además, es rasa y nada tiene de extrema». Pero le queda su hija Ryo, «con su Mal indefinido, tan próximo al mío». Le queda «un obsesivo amor por ella que apuntala la construcción definitiva de mi alma. Y una madre que nunca nació, a la que busco por los cementerios de la Tierra». Esa corporeidad mortal y rosa en la que, según Pedro Salinas, el amor inventa su infinito.
Las disquisiciones de Vila-Matas / Escabia sobre la legión de yoes (autor, narrador, protagonista, lector…) que le proporciona la literatura al alma humana alcanzan un vuelo nuevo con una genialidad que, a lo mejor, no estaba tan lejos si no estuviéramos tan obsesionados con la tecnología. Solo había que darle la vuelta y mirarnos en el espejo de nuestras creaciones. Dice Escabia: «Aunque mi ocupante particular me impida determinar dónde acaba él y comienzo yo, tengo claro que, si inicio algo, jamás estoy seguro de poder llevarlo a buen puerto, porque enseguida podría interferir el narrador refugiado». ¿Cómo convivir con nuestros sueños, con nuestros deseos, con nuestro pasado, con nuestro futuro?
Escabia habla de «una utopía: mi deseo de que un día escribir y respirar no sean ritmos diferentes». El Autor queda aún muy lejos, pero él ya está más allá de la «sarta de obtusas teorías», más propias de «un ChatGPT idiota de primera generación». Él siente «la misma ausencia que Eurídice le dejó a Orfeo y de la que muchos creen que nació la escritura».
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