El concepto de fascismo viene siendo desde hace dos o tres décadas el talismán, fetiche y comodín —todo al mismo tiempo— de esa izquierda posmoderna, que caracterizamos como woke, para estigmatizar al adversario político: ¡todos al mismo saco! Cualquiera que no suscriba los postulados identitarios, igualitarios, nacionalistas, etnicistas, de género o de minorías victimizadas, en fin, cualquier tipo de adversario, discrepante o rival, es arrojado cual inmundicia al basurero de la historia. Fascista, el epíteto más infamante. En términos banalizados, facha o fachosfera (vocablos, por cierto, que dicen mucho del nivel intelectual de determinados análisis políticos). Este es el acicate de un sugestivo libro de Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes: Ellos, los fascistas (Deusto editorial).
Bien podría decirse, pues, que el punto de partida es un cierto bochorno intelectual, del que todos somos conscientes, ante una deriva no fácil de revertir. Ahora bien, más allá de la simpleza o frivolidad con que la izquierda actual utiliza el vocablo en la controversia política, se esconde una cuestión nada trivial. Partiendo de un hecho que nadie discute, la crisis del sistema representativo clásico en el conjunto del mundo occidental, es preciso dar respuesta a los grandes interrogantes que genera esta nueva crisis de la democracia. Por lo pronto, y para usar nuestro referente histórico más inmediato, ¿puede equipararse el proceso actual con la quiebra de la libertad y el ascenso de los fascismos de la década de los treinta del siglo pasado?
Para comprender e interpretar hace falta conceptualizar. Aquí entra en liza la noción de fascismo, el recurso más elemental para dar cuenta de los nuevos movimientos autoritarios o del simple cuestionamiento del establishment, incluso en democracias asentadas. El ascenso de la extrema derecha o de grupos radicales antisistema asociados a ella, ¿puede entenderse atendiendo solo al antedicho encuadre histórico? En una palabra, ¿son fascistas, parafascistas o neofascistas? El uso por parte de estos sectores de una simbología reconocible en ese sentido —cruces gamadas, lemas, escudos, himnos y banderas— abonaría dicha tesis. Ahora bien, ¿no supone ese planteamiento una postergación injustificable de nuevos factores que otorgan un marchamo distinto al momento que vivimos?
Rodrigo y Fuentes se plantean esas cuestiones más para incitar a la reflexión que para proporcionar respuestas complacientes. Los autores son acreditados historiadores con un largo itinerario de investigación y publicaciones en el ámbito de la historia social y política del mundo contemporáneo. Acorde con esa trayectoria, resulta patente su esfuerzo por elaborar una obra divulgativa pero sobre todo didáctica, en el mejor sentido de la palabra, huyendo de simplificaciones apresuradas y polémicas vacuas. Lo subraya también Sergio del Molino en el prólogo: «Cuidado, de este libro se sale con más preguntas que respuestas». Y añadiré incluso que se sale con no pocas discrepancias. Sé que esto resulta disuasorio para cierto público, que solo lee aquello que confirma sus ideas preconcebidas. Otros preferimos que nos despierten dudas o pongan a prueba nuestras convicciones.
Empezaré por los aplausos. Hay tres cosas que me parecen acertadas, y las tres están insertas en cierto modo ya en la misma portada. La primera es el propio título, por todo lo que conlleva. Ya lo mencioné, pero conviene fijarse: Ellos, los fascistas. En efecto, el término está impregnado de tantas connotaciones negativas que, por lo general, nadie se reconoce seriamente como tal o, todo lo más, lo reivindica como revulsivo o provocación. En el debate convencional los fascistas son siempre ellos, los del otro lado, los de enfrente, los que no piensan como nosotros. El enemigo, por decirlo con una sola palabra. Es significativo constatar de este modo que el sedicente antifascismo calca el molde doctrinal de aquello que dice combatir: la polarización y la absoluta deslegitimación del contrincante.
Banalización
Segunda cuestión, el subtítulo. Desde Hannah Arendt, el concepto de banalización o banalidad aplicado a los más diversos estragos de nuestro tiempo ha devenido en tópico equiparable a la caracterización de este como mundo líquido (Zygmunt Bauman). Concedamos no obstante que no estaría mal apurar la analogía hasta reconocer que, en efecto, la liquidez citada aboca, si no necesariamente, sí con frecuencia indeseada a banalizar el mal. No solo el mal en sí sino la concepción intelectual del mismo. De ahí que la banalización del fascismo y la crisis de la democracia resulte una amalgama tan precisa como sugestiva. En los dos sentidos posibles: como proceso involutivo que tenemos que afrontar y como realidad que tenemos que pensar.
La tercera y última es el corolario de lo anterior: Por qué el abuso del pasado impide entender el presente. Reconozcamos que, en esta ocasión, la formulación escueta se presta a malentendidos. Pues no se propugna aquí el olvido de la historia, sino todo lo contrario: la comprensión en sus justos términos de los sucesos del pasado. Frente a pretendidos paralelismos y supuestas analogías, establecidas de modo superficial y acrítico, el análisis del presente debe atender a la complejidad de nuestro mundo y la especificidad del momento histórico. Sin ignorar las raíces, pero sin forzar los esquemas. La historia no se repite.
En consonancia con lo antedicho, el libro se mueve en dos niveles diferentes, que en algunos pasajes —sobre todo la introducción y las conclusiones— aparecen tan imbricados que no resulta fácil su deslinde: el plano histórico y el actual, sujetos ambos a interpretaciones que al reflejarse como en un juego de espejos, terminan por solaparse. Por una parte, como historiadores, Rodrigo y Fuentes dibujan un cuadro preciso de lo que fue el fascismo —o mejor, los fascismos— del siglo XX en su teoría y su praxis, básicamente en el Viejo Continente. Se trata de una exposición que entendemos inevitablemente sintética, poco discutible en cuanto al apartado empírico. En el aspecto valorativo caben, eso sí, algunos desacuerdos puntuales, sobre todo en el caso español, pero el conjunto arroja un balance notable.
La tesis fundamental de los autores es que la utilización actual del concepto de fascista por parte de los partidos e intelectuales de izquierda, es una muestra tanto de pereza mental como de desenfoque histórico. Pero, más aún, no sirve para entender lo que está ocurriendo actualmente ni sirve tampoco para hacer frente como ciudadanos conscientes a los peligros que acechan al sistema democrático. He utilizado el término de ciudadanos, con toda la intención, porque en este punto Rodrigo y Fuentes escriben como tales, más que como historiadores profesionales. Y por ello mismo su análisis es indisociable de un aspecto ético. La banalización actual del concepto de fascismo, escriben, constituye un atentado moral, un agravio intolerable a las víctimas auténticas del auténtico fascismo, una de las mayores calamidades del mundo contemporáneo.
Amenazas antidemocráticas
Traigamos esos postulados a nuestro marco más reconocible, aquí y ahora: acusar a Vox de fascista banaliza el fascismo, nos dicen. Pero, ¡atención!, no se confundan, no tratan de absolver a ese partido político, ni siquiera desdeñar su trascendencia, sino todo lo contrario: se lo toman tan en serio que enfatizan la necesidad de entenderlo para combatirlo mejor. Pero para ello hay que situarlo en este contexto actual de descrédito de los partidos clásicos, de corrupción y deterioro del sistema, de abierta desconfianza en nuestros representantes, de bulos y proclamas populistas. No es fascismo. Es otra cosa. Y tenemos que entender de qué otra cosa se trata. Y lo que dicen del caso español, lo dicen también de Trump, de Orban y tantos otros líderes del presente. Tampoco basta hablar de populismo, sin más, pues dicho concepto amenaza con convertirse en un cajón de sastre —si no lo es ya—, tan poco operativo como el fascismo de marras.
El problema es que aquí nos metemos en terreno pantanoso, es decir, el aspecto opinable del presente, que es donde menos me convence la reflexión de Rodrigo y Fuentes. Porque estos hablan implícitamente desde la óptica de una izquierda que parece arrogarse la condición de fiel de la balanza del sistema democrático. Es sintomático que conciban este no tanto como contrapeso de poderes y garantía de libertades como estado de conquistas sociales. La distinción parece de matices, pero no es baladí. Lo ideal, como es obvio, sería no tener que renunciar a nada. Pero, llegado el caso, en situaciones críticas (ahora en el presente, como antes en el pasado), el llamado progresismo antepone la implementación de políticas sociales (asistenciales, igualitarias) al mantenimiento de las libertades individuales. En este punto el juego democrático deviene mera cuestión instrumental. Por tanto, prescindible o superable.
Ello explica la hemiplejia interpretativa que solo contempla amenazas antidemocráticas en la parte derecha del espectro político. Casi todos los líderes, partidos y gobiernos que se citan como grandes peligros de nuestro tiempo pertenecen a ese sector ideológico. Que no deban ser concebidos como fascistas no les resta, desde ese punto de vista, un ápice de peligrosidad para las conquistas sociales y determinados estratos de población (desde inmigrantes a minorías étnicas y sexuales). ¡Como si la democracia solo pudiera sucumbir ante autócratas derechistas, tildados o no de fascistas! Y mientras, se mantiene una escandalosa miopía para quienes ejecutan lo mismo o algo parecido desde postulados contrapuestos. Según ello, Javier Milei sería el agujero negro de la democracia argentina que nadie detectó cuando gobernaba Cristina Kirchner. O como si el México de López Obrador y Claudia Sheinbaum no fuera una reedición, corregida y aumentada, del histórico PRI, la «dictadura perfecta».
¿Qué amenazas concretas para la democracia representan los líderes y partidos reaccionarios? Los autores nos dicen —consigno, sin ser exhaustivo— que un hiperliderazgo que conllevaría un ejercicio patrimonialista del gobierno, con una tendencia a atar corto al Legislativo y un cerco al sistema judicial que significaría en conjunto dinamitar la división de poderes. Además, un control de los principales medios de comunicación, una retórica de polarización constante (nosotros contra ellos) y, en definitiva, un vaciamiento de instituciones representativas y procedimientos democráticos, convertidos todos en meras formalidades. ¿En serio que las amenazas a la democracia solo provienen de la derecha? No hace falta irse muy lejos ni poner ejemplos pasados. Miren en nuestro entorno. No son fascistas, claro. Son antifascistas. Pero no menos peligrosos.
El concepto de fascismo viene siendo desde hace dos o tres décadas el talismán, fetiche y comodín —todo al mismo tiempo— de esa izquierda posmoderna, que
El concepto de fascismo viene siendo desde hace dos o tres décadas el talismán, fetiche y comodín —todo al mismo tiempo— de esa izquierda posmoderna, que caracterizamos como woke, para estigmatizar al adversario político: ¡todos al mismo saco! Cualquiera que no suscriba los postulados identitarios, igualitarios, nacionalistas, etnicistas, de género o de minorías victimizadas, en fin, cualquier tipo de adversario, discrepante o rival, es arrojado cual inmundicia al basurero de la historia. Fascista, el epíteto más infamante. En términos banalizados, facha o fachosfera (vocablos, por cierto, que dicen mucho del nivel intelectual de determinados análisis políticos). Este es el acicate de un sugestivo libro de Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes: Ellos, los fascistas (Deusto editorial).
Bien podría decirse, pues, que el punto de partida es un cierto bochorno intelectual, del que todos somos conscientes, ante una deriva no fácil de revertir. Ahora bien, más allá de la simpleza o frivolidad con que la izquierda actual utiliza el vocablo en la controversia política, se esconde una cuestión nada trivial. Partiendo de un hecho que nadie discute, la crisis del sistema representativo clásico en el conjunto del mundo occidental, es preciso dar respuesta a los grandes interrogantes que genera esta nueva crisis de la democracia. Por lo pronto, y para usar nuestro referente histórico más inmediato, ¿puede equipararse el proceso actual con la quiebra de la libertad y el ascenso de los fascismos de la década de los treinta del siglo pasado?
Para comprender e interpretar hace falta conceptualizar. Aquí entra en liza la noción de fascismo, el recurso más elemental para dar cuenta de los nuevos movimientos autoritarios o del simple cuestionamiento del establishment, incluso en democracias asentadas. El ascenso de la extrema derecha o de grupos radicales antisistema asociados a ella, ¿puede entenderse atendiendo solo al antedicho encuadre histórico? En una palabra, ¿son fascistas, parafascistas o neofascistas? El uso por parte de estos sectores de una simbología reconocible en ese sentido —cruces gamadas, lemas, escudos, himnos y banderas— abonaría dicha tesis. Ahora bien, ¿no supone ese planteamiento una postergación injustificable de nuevos factores que otorgan un marchamo distinto al momento que vivimos?
Rodrigo y Fuentes se plantean esas cuestiones más para incitar a la reflexión que para proporcionar respuestas complacientes. Los autores son acreditados historiadores con un largo itinerario de investigación y publicaciones en el ámbito de la historia social y política del mundo contemporáneo. Acorde con esa trayectoria, resulta patente su esfuerzo por elaborar una obra divulgativa pero sobre todo didáctica, en el mejor sentido de la palabra, huyendo de simplificaciones apresuradas y polémicas vacuas. Lo subraya también Sergio del Molino en el prólogo: «Cuidado, de este libro se sale con más preguntas que respuestas». Y añadiré incluso que se sale con no pocas discrepancias. Sé que esto resulta disuasorio para cierto público, que solo lee aquello que confirma sus ideas preconcebidas. Otros preferimos que nos despierten dudas o pongan a prueba nuestras convicciones.
Empezaré por los aplausos. Hay tres cosas que me parecen acertadas, y las tres están insertas en cierto modo ya en la misma portada. La primera es el propio título, por todo lo que conlleva. Ya lo mencioné, pero conviene fijarse: Ellos, los fascistas. En efecto, el término está impregnado de tantas connotaciones negativas que, por lo general, nadie se reconoce seriamente como tal o, todo lo más, lo reivindica como revulsivo o provocación. En el debate convencional los fascistas son siempre ellos, los del otro lado, los de enfrente, los que no piensan como nosotros. El enemigo, por decirlo con una sola palabra. Es significativo constatar de este modo que el sedicente antifascismo calca el molde doctrinal de aquello que dice combatir: la polarización y la absoluta deslegitimación del contrincante.
Segunda cuestión, el subtítulo. Desde Hannah Arendt, el concepto de banalización o banalidad aplicado a los más diversos estragos de nuestro tiempo ha devenido en tópico equiparable a la caracterización de este como mundo líquido (Zygmunt Bauman). Concedamos no obstante que no estaría mal apurar la analogía hasta reconocer que, en efecto, la liquidez citada aboca, si no necesariamente, sí con frecuencia indeseada a banalizar el mal. No solo el mal en sí sino la concepción intelectual del mismo. De ahí que la banalización del fascismo y la crisis de la democracia resulte una amalgama tan precisa como sugestiva. En los dos sentidos posibles: como proceso involutivo que tenemos que afrontar y como realidad que tenemos que pensar.
La tercera y última es el corolario de lo anterior: Por qué el abuso del pasado impide entender el presente. Reconozcamos que, en esta ocasión, la formulación escueta se presta a malentendidos. Pues no se propugna aquí el olvido de la historia, sino todo lo contrario: la comprensión en sus justos términos de los sucesos del pasado. Frente a pretendidos paralelismos y supuestas analogías, establecidas de modo superficial y acrítico, el análisis del presente debe atender a la complejidad de nuestro mundo y la especificidad del momento histórico. Sin ignorar las raíces, pero sin forzar los esquemas. La historia no se repite.
En consonancia con lo antedicho, el libro se mueve en dos niveles diferentes, que en algunos pasajes —sobre todo la introducción y las conclusiones— aparecen tan imbricados que no resulta fácil su deslinde: el plano histórico y el actual, sujetos ambos a interpretaciones que al reflejarse como en un juego de espejos, terminan por solaparse. Por una parte, como historiadores, Rodrigo y Fuentes dibujan un cuadro preciso de lo que fue el fascismo —o mejor, los fascismos— del siglo XX en su teoría y su praxis, básicamente en el Viejo Continente. Se trata de una exposición que entendemos inevitablemente sintética, poco discutible en cuanto al apartado empírico. En el aspecto valorativo caben, eso sí, algunos desacuerdos puntuales, sobre todo en el caso español, pero el conjunto arroja un balance notable.
La tesis fundamental de los autores es que la utilización actual del concepto de fascista por parte de los partidos e intelectuales de izquierda, es una muestra tanto de pereza mental como de desenfoque histórico. Pero, más aún, no sirve para entender lo que está ocurriendo actualmente ni sirve tampoco para hacer frente como ciudadanos conscientes a los peligros que acechan al sistema democrático. He utilizado el término de ciudadanos, con toda la intención, porque en este punto Rodrigo y Fuentes escriben como tales, más que como historiadores profesionales. Y por ello mismo su análisis es indisociable de un aspecto ético. La banalización actual del concepto de fascismo, escriben, constituye un atentado moral, un agravio intolerable a las víctimas auténticas del auténtico fascismo, una de las mayores calamidades del mundo contemporáneo.
Traigamos esos postulados a nuestro marco más reconocible, aquí y ahora: acusar a Vox de fascista banaliza el fascismo, nos dicen. Pero, ¡atención!, no se confundan, no tratan de absolver a ese partido político, ni siquiera desdeñar su trascendencia, sino todo lo contrario: se lo toman tan en serio que enfatizan la necesidad de entenderlo para combatirlo mejor. Pero para ello hay que situarlo en este contexto actual de descrédito de los partidos clásicos, de corrupción y deterioro del sistema, de abierta desconfianza en nuestros representantes, de bulos y proclamas populistas. No es fascismo. Es otra cosa. Y tenemos que entender de qué otra cosa se trata. Y lo que dicen del caso español, lo dicen también de Trump, de Orban y tantos otros líderes del presente. Tampoco basta hablar de populismo, sin más, pues dicho concepto amenaza con convertirse en un cajón de sastre —si no lo es ya—, tan poco operativo como el fascismo de marras.
El problema es que aquí nos metemos en terreno pantanoso, es decir, el aspecto opinable del presente, que es donde menos me convence la reflexión de Rodrigo y Fuentes. Porque estos hablan implícitamente desde la óptica de una izquierda que parece arrogarse la condición de fiel de la balanza del sistema democrático. Es sintomático que conciban este no tanto como contrapeso de poderes y garantía de libertades como estado de conquistas sociales. La distinción parece de matices, pero no es baladí. Lo ideal, como es obvio, sería no tener que renunciar a nada. Pero, llegado el caso, en situaciones críticas (ahora en el presente, como antes en el pasado), el llamado progresismo antepone la implementación de políticas sociales (asistenciales, igualitarias) al mantenimiento de las libertades individuales. En este punto el juego democrático deviene mera cuestión instrumental. Por tanto, prescindible o superable.
Ello explica la hemiplejia interpretativa que solo contempla amenazas antidemocráticas en la parte derecha del espectro político. Casi todos los líderes, partidos y gobiernos que se citan como grandes peligros de nuestro tiempo pertenecen a ese sector ideológico. Que no deban ser concebidos como fascistas no les resta, desde ese punto de vista, un ápice de peligrosidad para las conquistas sociales y determinados estratos de población (desde inmigrantes a minorías étnicas y sexuales). ¡Como si la democracia solo pudiera sucumbir ante autócratas derechistas, tildados o no de fascistas! Y mientras, se mantiene una escandalosa miopía para quienes ejecutan lo mismo o algo parecido desde postulados contrapuestos. Según ello, Javier Milei sería el agujero negro de la democracia argentina que nadie detectó cuando gobernaba Cristina Kirchner. O como si el México de López Obrador y Claudia Sheinbaum no fuera una reedición, corregida y aumentada, del histórico PRI, la «dictadura perfecta».
¿Qué amenazas concretas para la democracia representan los líderes y partidos reaccionarios? Los autores nos dicen —consigno, sin ser exhaustivo— que un hiperliderazgo que conllevaría un ejercicio patrimonialista del gobierno, con una tendencia a atar corto al Legislativo y un cerco al sistema judicial que significaría en conjunto dinamitar la división de poderes. Además, un control de los principales medios de comunicación, una retórica de polarización constante (nosotros contra ellos) y, en definitiva, un vaciamiento de instituciones representativas y procedimientos democráticos, convertidos todos en meras formalidades. ¿En serio que las amenazas a la democracia solo provienen de la derecha? No hace falta irse muy lejos ni poner ejemplos pasados. Miren en nuestro entorno. No son fascistas, claro. Son antifascistas. Pero no menos peligrosos.
Noticias de Cultura: Última hora de hoy en THE OBJECTIVE