Cuando los actores envejecen, les toca con más frecuencia hacer el papel de moribundos o incluso de muertos. Gajes del oficio. En El último suspiro tenemos hasta a tres actrices veteranas –Charlotte Rampling, Ángela Molina y Françoise Lebrun– interpretando a señoras que esperan la visita de La Parca. Tiene lógica que, a sus 92 años, el tema le interese al director de la cinta: Costa-Gavras. Esta es su última película hasta el momento y es probable que sea la de su despedida.
Costa-Gavras fue en los años setenta del pasado siglo el rey del cine político: con Z, de 1969, ganó el Oscar a mejor película extranjera, y después vinieron La confesión, Estado de sitio…, y la consagración americana, ya en los ochenta, con Desaparecido. Después siguió haciendo obras comprometidas, con asuntos como el nazismo y sus consecuencias –La caja de música, Amén– y los desmanes del capitalismo más asilvestrado –Arcadia, El capital–. Ahora, ya nonagenario, se compromete con una causa muy diferente: la muerte digna.
El primer mérito de El último suspiro es atreverse a abordar de frente una cuestión que a todo el mundo le incomoda. El segundo mérito es hacerlo desdramatizando, dentro de lo posible, y tratando de dar una visión positiva, también dentro de lo posible (el margen, como comprenderán, es escaso). El principal defecto es que a ratos resulta demasiado didáctica.
El proyecto parte de un libro –no traducido al castellano, que yo sepa– titulado Le dernier souffle: Acompagner la fin de la vie, que firman al alimón el filósofo Regis Debray y el médico especializado en cuidados paliativos Claude Grange. A riesgo de desviarme del tema que nos ocupa, les refresco la memoria sobre Regis Debray, ese intelectual muy de izquierdas que se fue a luchar con el Che en Bolivia, se asustó a los cuatro días, tuvieron que evacuarlo de la selva y por el camino el ejército boliviano lo detuvo. Sometido a interrogatorios, siempre le acompañó la sospecha de que cantó, y con la información que dio, a los pocos meses el Che era un cadáver.
Es un ejemplo –hay unos cuantos más– de intelectual que juega a héroe de acción y acaba haciendo el ridículo. Gracias a la movilización de figurones firmantes de manifiestos, de su potentada familia y de la diplomacia francesa, pudo evitar una larga condena en Bolivia. Acabó como asesor de François Mitterrand, aquel presidente con complejo de emperador. Su hija, Laurence Debray, salió respondona y evocó su infancia como Hija de revolucionarios (Anagrama), en un jugoso libro que retrata una época (Laurence es además biógrafa del rey emérito Juan Carlos, sobre el que ha publicado varios libros).
Costa-Gavras y Debray compartieron ideales y épica expulsión de España a manos de la policía franquista, cuando fueron a Madrid a protestar contra las últimas penas de muerte dictadas por el régimen. Lo cuenta el cineasta en sus estupendas memorias, Ve adonde sea imposible llegar, de las que les hablé en estas páginas hace unos meses.
En 2023 Debray, que ya había explorado la vejez en algunos ensayos previos, se interesó por la figura del doctor Grange, que entendía los cuidados paliativos desde una perspectiva humanística y como un modo de ayudar a los pacientes a morir de forma digna. Lo que hace Costa-Gavras es convertir un ensayo que da voz a este médico no en un documental, sino en una película de ficción.
Para ello crea un personaje principal, que hace de hilo conductor: un filósofo llamado Fabrice Toussaint (al que da vida Denis Poladydès), que se parece mucho a Debray. Lo vemos en su entorno cotidiano, en una gran casa de campo, con su esposa y sus nietos. Y lo vemos interesarse por cómo afrontar la muerte a partir de que en una prueba médica le detectan una pequeña mancha que hay que vigilar. A partir de ahí, conoce al doctor Augustin Masset (al que interpreta Kad Merad), que se parece mucho al verdadero doctor Grange.
El médico invita al filósofo a visitarlo en su unidad de cuidados paliativos para ser testigo del día a día: acompañarlo en la ronda de visitas a los pacientes y en la reunión con el equipo de enfermeros. Son las conversaciones entre los dos personajes las que permiten que el médico exponga sus puntos de vista, mientras que los diálogos del filósofo con su esposa y con un equipo de televisión que quiere organizar un debate sobre la vejez permiten a Costa-Gavras plantear reflexiones éticas sobre cómo afrontar el envejecimiento de la población europea.
Además, los temas planteados se ejemplifican a través de los sucesivos casos –inspirados en las historias que cuenta el doctor Grange en el libro– que plantean las diversas actitudes a la hora de afrontar el final de la vida: pacientes que asumen o no asumen su situación, familias que se empeñan en prolongar el sufrimiento del ser querido porque se niegan a perderlo…
La película logra abordar todas estas situaciones sin cargarlas de un dramatismo insoportable, para lo cual es evidente que amortigua y hasta edulcora algunos detalles. Algunas historias funcionan mejor que otras. Entre las más conmovedoras y convincentes están la de la anciana (interpretada por la legendaria Françoise Lebrun) que asume con estoicismo budista su final o la de la joven (Agathe Bonitzer) que tiene que enfrentarse a la muerte demasiado pronto. El episodio más endeble y hasta un pelín cursi es el que protagoniza, en la parte final, Ángela Molina como una matriarca gitana acompañada por su numerosísima familia.
El último suspiro tal vez no sea una película redonda, pero diría que es necesaria. Costa-Gavras, emblema del cine comprometido –cuyos largometrajes siempre fueron mucho más interesantes y complejos que los del panfletario Ken Loach– asume aquí un último compromiso, a modo de deber cívico: abordar una realidad de la que nadie quiere hablar en la sociedad actual, romper el tabú de la muerte.
Cuando los actores envejecen, les toca con más frecuencia hacer el papel de moribundos o incluso de muertos. Gajes del oficio. En El último suspiro tenemos
Cuando los actores envejecen, les toca con más frecuencia hacer el papel de moribundos o incluso de muertos. Gajes del oficio. En El último suspiro tenemos hasta a tres actrices veteranas –Charlotte Rampling, Ángela Molina y Françoise Lebrun– interpretando a señoras que esperan la visita de La Parca. Tiene lógica que, a sus 92 años, el tema le interese al director de la cinta: Costa-Gavras. Esta es su última película hasta el momento y es probable que sea la de su despedida.
Costa-Gavras fue en los años setenta del pasado siglo el rey del cine político: con Z, de 1969, ganó el Oscar a mejor película extranjera, y después vinieron La confesión, Estado de sitio…, y la consagración americana, ya en los ochenta, con Desaparecido. Después siguió haciendo obras comprometidas, con asuntos como el nazismo y sus consecuencias –La caja de música, Amén– y los desmanes del capitalismo más asilvestrado –Arcadia, El capital–. Ahora, ya nonagenario, se compromete con una causa muy diferente: la muerte digna.
El primer mérito de El último suspiro es atreverse a abordar de frente una cuestión que a todo el mundo le incomoda. El segundo mérito es hacerlo desdramatizando, dentro de lo posible, y tratando de dar una visión positiva, también dentro de lo posible (el margen, como comprenderán, es escaso). El principal defecto es que a ratos resulta demasiado didáctica.
El proyecto parte de un libro –no traducido al castellano, que yo sepa– titulado Le dernier souffle: Acompagner la fin de la vie, que firman al alimón el filósofo Regis Debray y el médico especializado en cuidados paliativos Claude Grange. A riesgo de desviarme del tema que nos ocupa, les refresco la memoria sobre Regis Debray, ese intelectual muy de izquierdas que se fue a luchar con el Che en Bolivia, se asustó a los cuatro días, tuvieron que evacuarlo de la selva y por el camino el ejército boliviano lo detuvo. Sometido a interrogatorios, siempre le acompañó la sospecha de que cantó, y con la información que dio, a los pocos meses el Che era un cadáver.
Es un ejemplo –hay unos cuantos más– de intelectual que juega a héroe de acción y acaba haciendo el ridículo. Gracias a la movilización de figurones firmantes de manifiestos, de su potentada familia y de la diplomacia francesa, pudo evitar una larga condena en Bolivia. Acabó como asesor de François Mitterrand, aquel presidente con complejo de emperador. Su hija, Laurence Debray, salió respondona y evocó su infancia como Hija de revolucionarios (Anagrama), en un jugoso libro que retrata una época (Laurence es además biógrafa del rey emérito Juan Carlos, sobre el que ha publicado varios libros).
Costa-Gavras y Debray compartieron ideales y épica expulsión de España a manos de la policía franquista, cuando fueron a Madrid a protestar contra las últimas penas de muerte dictadas por el régimen. Lo cuenta el cineasta en sus estupendas memorias, Ve adonde sea imposible llegar, de las que les hablé en estas páginas hace unos meses.
En 2023 Debray, que ya había explorado la vejez en algunos ensayos previos, se interesó por la figura del doctor Grange, que entendía los cuidados paliativos desde una perspectiva humanística y como un modo de ayudar a los pacientes a morir de forma digna. Lo que hace Costa-Gavras es convertir un ensayo que da voz a este médico no en un documental, sino en una película de ficción.
Para ello crea un personaje principal, que hace de hilo conductor: un filósofo llamado Fabrice Toussaint (al que da vida Denis Poladydès), que se parece mucho a Debray. Lo vemos en su entorno cotidiano, en una gran casa de campo, con su esposa y sus nietos. Y lo vemos interesarse por cómo afrontar la muerte a partir de que en una prueba médica le detectan una pequeña mancha que hay que vigilar. A partir de ahí, conoce al doctor Augustin Masset (al que interpreta Kad Merad), que se parece mucho al verdadero doctor Grange.
El médico invita al filósofo a visitarlo en su unidad de cuidados paliativos para ser testigo del día a día: acompañarlo en la ronda de visitas a los pacientes y en la reunión con el equipo de enfermeros. Son las conversaciones entre los dos personajes las que permiten que el médico exponga sus puntos de vista, mientras que los diálogos del filósofo con su esposa y con un equipo de televisión que quiere organizar un debate sobre la vejez permiten a Costa-Gavras plantear reflexiones éticas sobre cómo afrontar el envejecimiento de la población europea.
Además, los temas planteados se ejemplifican a través de los sucesivos casos –inspirados en las historias que cuenta el doctor Grange en el libro– que plantean las diversas actitudes a la hora de afrontar el final de la vida: pacientes que asumen o no asumen su situación, familias que se empeñan en prolongar el sufrimiento del ser querido porque se niegan a perderlo…
La película logra abordar todas estas situaciones sin cargarlas de un dramatismo insoportable, para lo cual es evidente que amortigua y hasta edulcora algunos detalles. Algunas historias funcionan mejor que otras. Entre las más conmovedoras y convincentes están la de la anciana (interpretada por la legendaria Françoise Lebrun) que asume con estoicismo budista su final o la de la joven (Agathe Bonitzer) que tiene que enfrentarse a la muerte demasiado pronto. El episodio más endeble y hasta un pelín cursi es el que protagoniza, en la parte final, Ángela Molina como una matriarca gitana acompañada por su numerosísima familia.
El último suspiro tal vez no sea una película redonda, pero diría que es necesaria. Costa-Gavras, emblema del cine comprometido –cuyos largometrajes siempre fueron mucho más interesantes y complejos que los del panfletario Ken Loach– asume aquí un último compromiso, a modo de deber cívico: abordar una realidad de la que nadie quiere hablar en la sociedad actual, romper el tabú de la muerte.
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