A priori, Cuando el río vuelva (CarpeNoctem) podría parecer otro relato de formación. No falta su adolescente protagonista desubicado, su profesor inspirador y un desfile de libros que salvan vidas. Pero basta sumergirse en sus primeras páginas para notar que Alberto Gómez Vaquero no ha venido a trazar una línea recta entre la adolescencia y la madurez, sino a explorar todos sus rodeos.
La novela, ambientada en una España rural que en los noventa aún arrastraba costumbres de lo más añejas, se mueve entre la evocación y la fisura: un chaval que se agarra a la literatura como quien abre una ventana en una habitación cerrada, un docente que es más catalizador que salvador, un deseo femenino frustrado y una galería de afectos y traumas que se despliegan sin sentimentalismos. Todo ello empujado por un pulso narrativo que, más que contar, acompaña. Como acompaña el escritor a THE OBJECTIVE, en el Hotel Fénix Gran Meliá de Madrid, para esta entrevista.
Pregunta.- ¿Cuánto tiempo te llevó escribir esta novela y cuándo comenzaste con ella?
Respuesta.- Diría que no llegó al año, fueron unos 7 u 8 meses. Fue una de las pocas que he escrito con cierta facilidad. Fui aprovechando cosas que ya tenía escritas, incluso de cuando era muy chaval. Por ejemplo, personajes como el Pastor venían de cuentos antiguos, ya tenía su biografía en la cabeza desde hacía años.
P.- Entonces fue un proceso rápido para alguien que no tiene prisa al escribir.
R.- Exactamente. Yo me dejo querer a la hora de escribir. No creo en escribir con dolor, como le decía a alguien hace poco. A mí escribir me gusta, es algo que disfruto.
P.- Irónico, teniendo en cuenta que en la novela el profesor le dice al alumno que hay que escribir con más alma. Incluso citas la teoría del duende de Lorca. ¿Tú crees que esta novela tiene más ángel o duende?
R.- Me conformaría con que tuviera ángel… y ojalá tenga duende.
P.- Te compro lo del ángel, por lo menos con el estilo. ¿Tienes un método como el de Murakami, que escribe de un tirón y luego perfila?
R.- No sabía que Murakami hacía eso. Pero sí, escribo bastante del tirón y luego voy perfilando. Me gusta ajustar mucho, quitar y poner cosas, personajes que crecen, otros que se desmadran y ya no encajan. Es orgánico, sí.
P.- ¿Tenías clara la estructura desde el principio?
R.- Tenía una intuición de cómo quería acabar, pero lo de en medio nunca lo tengo muy claro. Por ejemplo, el personaje del profesor iba a salir solo en una escena, pero fue ganando peso. Me ayudó a estructurar la novela sin yo tenerlo previsto.
P.- A nivel formal, hay una narrativa muy oxigenada. Los párrafos respiran. ¿Fue intencional?
R.- Sí, fue casi una obsesión. Porque si me dejo llevar, soy ampuloso. Así que me obligué a escribir con frases más concisas, párrafos más respirables. Y también porque el narrador es un chaval, tenía que tener una mirada más limitada, más fresca.
P.- Hay una progresión literaria clara en el personaje: Stendhal, Rilke, Goethe, Gabo… ¿Eso lo tenías planeado?
R.- No creo en jerarquías en la literatura. Que cada uno lea lo que quiera. Pero sí planifiqué un canon creíble, acorde a lo que un profesor recomendaría a un lector precoz. No fue casual. Eso sí: no responde a mis propias lecturas juveniles. Ojalá hubiera leído eso a esa edad.
P.- No me quedó clara la edad del protagonista.
R.- Es ambigua. Puede empezar con 10 u 11 años y terminar con 14 o 15. Quería jugar con eso, que a veces parezca muy maduro y otras, muy inmaduro. Incluso hay pasajes donde no se entiende bien cuánto tiempo ha pasado.
P.- ¿Cuánto hay de ti en el protagonista?
R.- Pues como decía Rajoy, todo es mentira salvo algunas cosas. Pero sí, hay algo de mí. Todos fuimos adolescentes desconcertados. En los 90 teníamos poco acceso a casi todo. Ni nuestros padres hablaban de sexo, ni de historia, ni de la guerra civil. Todo era muy tabú.
P.- ¿Y tú también querías irte del pueblo?
R.- Sí. Mientras Daniel, el Mochuelo, en El camino no quería irse, yo era justo lo contrario. Tenía la necesidad de irme.
P.- Hablas de una España rural, que en los 90 todavía arrastraba costumbres muy antiguas. ¿Eso lo viviste?
R.- Claro. Yo he visto a mujeres tener problemas por ponerse pantalones. He visto a mi padre ir a buscar a mi madre al bar porque no podía ir sola. La transición no fue igual en todo el país. En los pueblos, todo iba más lento.
P.- ¿De qué pueblo vienes?
R.- De Mucientes, a diez kilómetros de Valladolid.
P.- En la novela, Madrid aparece como una especie de Meca. ¿Era así en los 90?
R.- Sí. Escuchabas a Sabina, leías Quiero estar ahí, y todo lo que molaba pasaba en Madrid. Rock, literatura, bares, chicas… Barcelona nos quedaba lejos. Para los de la meseta, la salida natural era Madrid.
P.- El protagonista desarrolla una pasión por la literatura sin tener referentes familiares. ¿De dónde nace esa voluntad?
R.- No lo sé exactamente. Pero en los 80 y 90, el libro aún tenía cierto prestigio. A lo mejor, para alguien que quiere irse del pueblo, estudiar, destacar… los libros son una vía de escape. Leer, escribir, marcharse. Y tal vez volver.
P.- ¿Y esa idea de volver triunfante como escritor?
R.- Está muy presente, sí. Pero también tiene algo infantil. Es como esa venganza silenciosa, muy humana. La venganza de la carencia, como salía en los tebeos de Carpanta, cuando soñaba con comerse un cochinillo entero porque había pasado hambre.
P.- El profesor es clave para el protagonista. Me decías que iba a ser anecdótico. ¿En qué te inspiraste?
R.- No está basado en nadie en concreto, pero he conocido a muchos cultos cuya ética no iba de la mano con su intelecto. Quería mostrar que ser culto no te convierte necesariamente en buena persona.
P.- En tu novela abordas esa relación con los libros desde la infancia. ¿Te interesa especialmente?
R.- Mucho. Me interesa esa necesidad imperiosa de resolver los conflictos originales de la infancia. De ahí nace casi todo. La diferencia está en cómo los afronta cada cual, incluso si es consciente de que los tiene. El primer paso es ser consciente. Luego decides si afrontarlos o no.
P.- ¿Crees que hay mucha gente que arrastra esos traumas sin saberlo?
R.- Muchísima. Y para eso ayudan los libros. Leer te obliga a verte reflejado en otras vidas y personajes. Te permite identificar que algo que le pasa a otro quizás también te esté pasando a ti.
P.- Y la música? ¿Qué papel juega esa evolución del rock al jazz en la novela?
R.- La música ha sido fundamental para mí. No tenía libros, así que mi educación sentimental fue musical. El personaje va cambiando de estilo porque así somos de adolescentes: nos identificamos con una cosa, nos empapamos de ella. Con el jazz quería mostrar esa búsqueda de sofisticación.
P.- ¿Y Rebeca? ¿Encarnación del deseo?
R.- Sí. Rebeca representa el deseo, claro. Y ese «quiero y no puedo» que, para mí, es el motor de la escritura. Si el personaje hubiera triunfado en el amor desde el principio, no habría escrito nada. Lo decía Manolo García: «Si pudiera estar contigo, no estaría escribiéndote esta canción». Pasa lo mismo con los libros.
P.- ¿Qué expectativas tenías al escribir la novela y cómo ha ido avanzando el proceso?
R.- Cuando escribí la novela, pensaba sobre todo en gente de mi generación, personas que alguna vez se han sentido como la pieza que no encaja, el bicho raro. Es algo que con el tiempo he descubierto que le pasa a mucha más gente de la que pensaba. Pero con las semanas me he dado cuenta de que también puede conectar con adolescentes de 16 o 17 años, incluso hoy, aunque las circunstancias hayan cambiado. Creo que ese sentimiento de no encajar, de estar desorientado o de querer romper con todo sin saber cómo, sigue muy presente. Ojalá la novela llegue a quienes la necesiten, y si además les gusta, mejor aún.
A priori, Cuando el río vuelva (CarpeNoctem) podría parecer otro relato de formación. No falta su adolescente protagonista desubicado, su profesor inspirador y un desfile de
A priori, Cuando el río vuelva (CarpeNoctem) podría parecer otro relato de formación. No falta su adolescente protagonista desubicado, su profesor inspirador y un desfile de libros que salvan vidas. Pero basta sumergirse en sus primeras páginas para notar que Alberto Gómez Vaquero no ha venido a trazar una línea recta entre la adolescencia y la madurez, sino a explorar todos sus rodeos.
La novela, ambientada en una España rural que en los noventa aún arrastraba costumbres de lo más añejas, se mueve entre la evocación y la fisura: un chaval que se agarra a la literatura como quien abre una ventana en una habitación cerrada, un docente que es más catalizador que salvador, un deseo femenino frustrado y una galería de afectos y traumas que se despliegan sin sentimentalismos. Todo ello empujado por un pulso narrativo que, más que contar, acompaña. Como acompaña el escritor a THE OBJECTIVE, en el Hotel Fénix Gran Meliá de Madrid, para esta entrevista.
Pregunta.- ¿Cuánto tiempo te llevó escribir esta novela y cuándo comenzaste con ella?
Respuesta.- Diría que no llegó al año, fueron unos 7 u 8 meses. Fue una de las pocas que he escrito con cierta facilidad. Fui aprovechando cosas que ya tenía escritas, incluso de cuando era muy chaval. Por ejemplo, personajes como el Pastor venían de cuentos antiguos, ya tenía su biografía en la cabeza desde hacía años.
P.- Entonces fue un proceso rápido para alguien que no tiene prisa al escribir.
R.- Exactamente. Yo me dejo querer a la hora de escribir. No creo en escribir con dolor, como le decía a alguien hace poco. A mí escribir me gusta, es algo que disfruto.
P.- Irónico, teniendo en cuenta que en la novela el profesor le dice al alumno que hay que escribir con más alma. Incluso citas la teoría del duende de Lorca. ¿Tú crees que esta novela tiene más ángel o duende?
R.- Me conformaría con que tuviera ángel… y ojalá tenga duende.
P.- Te compro lo del ángel, por lo menos con el estilo. ¿Tienes un método como el de Murakami, que escribe de un tirón y luego perfila?
R.- No sabía que Murakami hacía eso. Pero sí, escribo bastante del tirón y luego voy perfilando. Me gusta ajustar mucho, quitar y poner cosas, personajes que crecen, otros que se desmadran y ya no encajan. Es orgánico, sí.
P.- ¿Tenías clara la estructura desde el principio?
R.- Tenía una intuición de cómo quería acabar, pero lo de en medio nunca lo tengo muy claro. Por ejemplo, el personaje del profesor iba a salir solo en una escena, pero fue ganando peso. Me ayudó a estructurar la novela sin yo tenerlo previsto.
P.- A nivel formal, hay una narrativa muy oxigenada. Los párrafos respiran. ¿Fue intencional?
R.- Sí, fue casi una obsesión. Porque si me dejo llevar, soy ampuloso. Así que me obligué a escribir con frases más concisas, párrafos más respirables. Y también porque el narrador es un chaval, tenía que tener una mirada más limitada, más fresca.
P.- Hay una progresión literaria clara en el personaje: Stendhal, Rilke, Goethe, Gabo… ¿Eso lo tenías planeado?
R.- No creo en jerarquías en la literatura. Que cada uno lea lo que quiera. Pero sí planifiqué un canon creíble, acorde a lo que un profesor recomendaría a un lector precoz. No fue casual. Eso sí: no responde a mis propias lecturas juveniles. Ojalá hubiera leído eso a esa edad.
P.- No me quedó clara la edad del protagonista.
R.- Es ambigua. Puede empezar con 10 u 11 años y terminar con 14 o 15. Quería jugar con eso, que a veces parezca muy maduro y otras, muy inmaduro. Incluso hay pasajes donde no se entiende bien cuánto tiempo ha pasado.
P.- ¿Cuánto hay de ti en el protagonista?
R.- Pues como decía Rajoy, todo es mentira salvo algunas cosas. Pero sí, hay algo de mí. Todos fuimos adolescentes desconcertados. En los 90 teníamos poco acceso a casi todo. Ni nuestros padres hablaban de sexo, ni de historia, ni de la guerra civil. Todo era muy tabú.
P.- ¿Y tú también querías irte del pueblo?
R.- Sí. Mientras Daniel, el Mochuelo, en El camino no quería irse, yo era justo lo contrario. Tenía la necesidad de irme.
P.- Hablas de una España rural, que en los 90 todavía arrastraba costumbres muy antiguas. ¿Eso lo viviste?
R.- Claro. Yo he visto a mujeres tener problemas por ponerse pantalones. He visto a mi padre ir a buscar a mi madre al bar porque no podía ir sola. La transición no fue igual en todo el país. En los pueblos, todo iba más lento.
P.- ¿De qué pueblo vienes?
R.- De Mucientes, a diez kilómetros de Valladolid.
P.- En la novela, Madrid aparece como una especie de Meca. ¿Era así en los 90?
R.- Sí. Escuchabas a Sabina, leías Quiero estar ahí, y todo lo que molaba pasaba en Madrid. Rock, literatura, bares, chicas… Barcelona nos quedaba lejos. Para los de la meseta, la salida natural era Madrid.
P.- El protagonista desarrolla una pasión por la literatura sin tener referentes familiares. ¿De dónde nace esa voluntad?
R.- No lo sé exactamente. Pero en los 80 y 90, el libro aún tenía cierto prestigio. A lo mejor, para alguien que quiere irse del pueblo, estudiar, destacar… los libros son una vía de escape. Leer, escribir, marcharse. Y tal vez volver.
P.- ¿Y esa idea de volver triunfante como escritor?
R.- Está muy presente, sí. Pero también tiene algo infantil. Es como esa venganza silenciosa, muy humana. La venganza de la carencia, como salía en los tebeos de Carpanta, cuando soñaba con comerse un cochinillo entero porque había pasado hambre.
P.- El profesor es clave para el protagonista. Me decías que iba a ser anecdótico. ¿En qué te inspiraste?
R.- No está basado en nadie en concreto, pero he conocido a muchos cultos cuya ética no iba de la mano con su intelecto. Quería mostrar que ser culto no te convierte necesariamente en buena persona.
P.- En tu novela abordas esa relación con los libros desde la infancia. ¿Te interesa especialmente?
R.- Mucho. Me interesa esa necesidad imperiosa de resolver los conflictos originales de la infancia. De ahí nace casi todo. La diferencia está en cómo los afronta cada cual, incluso si es consciente de que los tiene. El primer paso es ser consciente. Luego decides si afrontarlos o no.
P.- ¿Crees que hay mucha gente que arrastra esos traumas sin saberlo?
R.- Muchísima. Y para eso ayudan los libros. Leer te obliga a verte reflejado en otras vidas y personajes. Te permite identificar que algo que le pasa a otro quizás también te esté pasando a ti.
P.- Y la música? ¿Qué papel juega esa evolución del rock al jazz en la novela?
R.- La música ha sido fundamental para mí. No tenía libros, así que mi educación sentimental fue musical. El personaje va cambiando de estilo porque así somos de adolescentes: nos identificamos con una cosa, nos empapamos de ella. Con el jazz quería mostrar esa búsqueda de sofisticación.
P.- ¿Y Rebeca? ¿Encarnación del deseo?
R.- Sí. Rebeca representa el deseo, claro. Y ese «quiero y no puedo» que, para mí, es el motor de la escritura. Si el personaje hubiera triunfado en el amor desde el principio, no habría escrito nada. Lo decía Manolo García: «Si pudiera estar contigo, no estaría escribiéndote esta canción». Pasa lo mismo con los libros.
P.- ¿Qué expectativas tenías al escribir la novela y cómo ha ido avanzando el proceso?
R.- Cuando escribí la novela, pensaba sobre todo en gente de mi generación, personas que alguna vez se han sentido como la pieza que no encaja, el bicho raro. Es algo que con el tiempo he descubierto que le pasa a mucha más gente de la que pensaba. Pero con las semanas me he dado cuenta de que también puede conectar con adolescentes de 16 o 17 años, incluso hoy, aunque las circunstancias hayan cambiado. Creo que ese sentimiento de no encajar, de estar desorientado o de querer romper con todo sin saber cómo, sigue muy presente. Ojalá la novela llegue a quienes la necesiten, y si además les gusta, mejor aún.
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