Desde el bacala de narcopiso o el cañí de extrarradio, pasando por el cayetano de provincias o el dandi de cemento, hasta el lord inglés mejor avenido, todos pueden aplaudir a Guy Ritchie (Reino Unido, 1968) en su manejo de la moda. La elección de vestuario en sus obras es, por así decirlo, una metáfora visual de lo que son sus historias. Y de su forma de narrarlas. Si a mediados del siglo pasado se habló del «toque Lubitsch», en referencia al director berlinés Ernst Lubitsch y su particular aroma de sofisticación, sutileza y descaro subterráneo, el siglo XXI ha conocido el «toque Ritchie»: una paradójica mezcla entre humor negro, subversión, elegancia inglesa, gamberrismo, violencia y enmarañamiento de la trama. Ritchie tiene lo que se llamaría voz, firma, sabor, atmósfera o lo que sea. Ese je ne sais quoi nacido de una coctelera de peculiaridades, las cuales, administradas en las dosis justas y correctamente maridadas, empujan a quien las degusta a un lugar cómodo. Quizás conocido. Seguro emocionante.
El director y guionista ha logrado orquestar un sentido de la estética poliédrico y medido al dedillo. Acaba de estrenar Mobland (SkyShowtime, 2025), su última serie del oeste del hampa británico actual, con otro reparto de ensueño y conservando el toque Ritchie, aunque algo adelgazado en pro de una seriedad que muchas –y afortunadas– veces se le escapa. Pero antes de entrar en su nueva anatomía de la mafia, ¿qué es lo que ha hecho de este cincuentón original de Hatfield un director tan querido como, en ocasiones, decepcionante?
Descorchando por el principio, lo de Ritchie no fue un aterrizaje, sino una colisión. Lo mismo que les ha sucedido a muchos cineastas, escritores o músicos, el primero de sus largometrajes (antes trasteó con el corto) contiene toda la magia que se le ha ido exigiendo posteriormente. Lock, Stock and Two Smoking Barrels (1998) fue el principio de una maravillosa amistad con el cine independiente, a la manera de Tarantino con Reservoir Dogs (1992). La parroquia que logró invocar, de pronto necesitada de ese retrato desvergonzado de los bajos fondos, salpicado por intensos ramalazos de chanzas provocadoras y desgracias de lo más risibles. Y Ritchie, bien lo sabe la cinefilia internacional, le dio al pueblo lo que quería con la veneradísima Snatch. Cerdos y diamantes (2000), que lo mismo estrenó un cambio de milenio como merece estrenar un nuevo párrafo en este texto.
Si con Lock & Stock Ritchie había reunido a quienes serían tres de sus fetiches actorales –Jason Statham (antes de convertirse en un Action Man alopécico), Jason Flemyng y el exfutbolista Vinnie Jones (porque los hay que nacen con jeta de mascachapas)–, en su segunda carrera al éxito con Snatch logró sumar a promesas como Stephen Graham (el padre en Adolescencia) y auténticos gerifaltes de la industria como Benicio del Toro o Brad Pitt.
La intervención de Pitt, de hecho, es digna de explicar, pues, aunque cueste creerlo, al que ya era el lozano guaperas requetebién pagado de Entrevista con el vampiro (1994) o Leyendas de pasión (1994), se le caían los gayumbos por salir en la próxima jugarreta cinematográfica de Ritchie. Es más, fue Pitt quien acudió al británico, al que desde la productora le dijeron que contar con Brad Pitt en el elenco era una inyección de combustible de gran octanaje para el despegue inmediato del filme. Por desgracia, cuando Guy se careó con Brad para enfocar algún papel, el gua-perras de Hollywood se las veía canutas para adaptarse al acento británico. Eso suponía un problema a tenor del argumento de la película: pringados audaces del submundo callejero londinense enfrentados a psicopáticos capos de la mafia local, todo ello ligado a la pérdida de un diamante como una mandarina. En estas, el ingenio de Ritchie salió a relucir, creando para Pitt el personaje de Mickey O’Neil, un boxeador gitano-irlandés con una alpargata por lengua, incapaz de deshacerse de su ininteligibilidad, y para el que el rubiales fino de Oklahoma sólo tuvo que aprender a simular tener un dildo entre los dientes. Y, como ocurre en ocasiones, de la carencia llegó el empujón del éxito.
Ruptura con Madonna
El caso es que con Snatch, Guy Ritchie empedró la que prometía ser una carretera de incansables éxitos. Sin embargo, a Ritchie le cayó una (des)gracia más pesada que el yunque de cualquier huelga de ideas: enrollarse con Madonna. Desde que se casó con la madrina del pop, en el 2000, Ritchie se empecinó en hacer de su arte cinematográfico un altar donde alabar a su divina esposa. Y nada es más indigesto que una admiración forzada. Menos aún los salivazos de un inglés con predisposición para entretenidas historietas de gangs como sacadas de novelas pulp.
La película Swept Away (2002), protagonizada por la cantante, así como dirigida y escrita para ella, es un zurullo caótico, como de pack cinematográfico de rebajas colocado a malas en Antena 3 para la hora de la siesta, totalmente vacunado contra la genialidad a la que tenía acostumbrado Ritchie. Afortunadamente para su cine (no hablaremos de su bienestar emocional), el director rompió con Madonna y regresó a los 24 fotogramas que lo habían proyectado a la cúspide.
RocknRolla (2008) supuso la vuelta al ruedo de Guy. Lo mismo que sacar a John Ford de los vaqueros y el oeste suele acarrear decepciones, sacar a Ritchie de los gánsteres también. De nuevo en casa, con una historia sobre trapicheos inmobiliarios, rusos con venas de caviar beluga y pillastres sorteando la mala suerte, el británico recuperó el aplauso del público. La cinta –un atropello mordaz de situaciones hilarantes, cinismo intelectualizado y guiones dopados con el anabolizante de pequeñas píldoras de genialidad surrealista– trajo, casi una década más tarde, renovada gloria al avezado cazador de la tragicomedia criminal.
Después de eso, Ritchie entró en una dinámica debatible. Por alguna razón desconocida, aunque seguramente justificada en morteradas despampanantes de dinero (13,5 millones para sus cuentas en 2010, según Vanity Fair), quien había hecho del cine independiente británico un oasis para la comedia negra de mafiosos, se tiró a la superproducción. Cayeron así las dos de Sherlock Holmes (2009–2011), protagonizadas por Robert Downey Jr. y Jude Law, Operación U.N.C.L.E. (2015), su versión de El rey Arturo (2017) y hasta el live action del puñetero Aladdín (2019). Películas potables para la resaca, igual de simpáticas de ver que de olvidar.
Aproximación a Scorsese
Todo esto para llegar al año 2020. Cansado de recibir críticas populares favorables de adolescentes y fetichistas del blockbuster, Guy Ritchie debió repetir tres veces su nombre frente al espejo, a la luz de una vela, a eso de la medianoche, para invocarse de nuevo. Lo hizo con The Gentlemen (2020), en la que logró un raro híbrido entre sus habilidades de superproducción, su dramatismo socarrón y su pasión por entrelazar dos mundos que le son parte: la aristocracia y la criminalidad plebeya. Eso sí, con flow. Vulgo bandolero, populacho delictivo y todo lo que tú quieras, pero siempre con flow. Véanse los chándales que se gastan los camorristas de MMA de la cinta. Así cualquiera se deja arrastrar por las malas artes, oye.
El caso reciente es que, en estos últimos cinco años, Guy Ritchie ha seguido demostrando que le da a todo. Películas de sobremesa palomitera sin trascendencia, como Operation Fortune (2023) o El ministerio de la Guerra Sucia (2024) –una absoluta ignominia cinematográfica que pretendía emular a Malditos bastardos (2009), de Tarantino, sin éxito, ni chispa, ni nada que no sea un gesto de vergüenza ajena–, y obras que son embutido del bueno. En concreto, la serie basada en su propia película: The Gentlemen (2024), disponible en Netflix, a la genial altura del largometraje. Y ahora Mobland: tal vez la apuesta más seria del director por arrimarse a sus admirados maestros Scorsese y Danny Boyle, con violencia a gogó, personajes carismáticos (Pierce Brosnan despachando con soltura su nativo acento irlandés merece un BAFTA) y tramas entrelazadas, todo ello sin perder el ya citado toque Ritchie. Jamón Cinco Jotas, vaya.
A pesar de las críticas, lo cierto es que Guy Ritchie es uno de los mejores directores en activo de la industria. Levanta pasiones desaforadas, sólo a la altura de la bilis que le dirigen quienes esperan grandes cosas de él, y Ritchie se pliega al Hollywood más prefabricado. Curiosamente, sus particularidades no le han valido un reconocimiento demasiado galardonado, en especial si tenemos en cuenta, como se decía, la parroquia que ha creado.
Sin ir más lejos, Anora (2024) parece una cutre heredera desarmada del cine de Ritchie. Pero a la película de Sean Baker la auparon hasta el Olimpo del Oscar por su escorzo sentimental, su rollito casquivano y el claro protagonismo femenino, característica que el director británico no ha explotado casi nunca. O, al menos de momento, no lo suficiente como para semejante dorada distinción. Ahora, si algo ha demostrado Guy Ritchie es que es incombustible, e igual que quien apuesta a muchísimos números en la ruleta, alguno, por narices, antes o después, acabará siendo premiado.
Desde el bacala de narcopiso o el cañí de extrarradio, pasando por el cayetano de provincias o el dandi de cemento, hasta el lord inglés mejor
Desde el bacala de narcopiso o el cañí de extrarradio, pasando por el cayetano de provincias o el dandi de cemento, hasta el lord inglés mejor avenido, todos pueden aplaudir a Guy Ritchie (Reino Unido, 1968) en su manejo de la moda. La elección de vestuario en sus obras es, por así decirlo, una metáfora visual de lo que son sus historias. Y de su forma de narrarlas. Si a mediados del siglo pasado se habló del «toque Lubitsch», en referencia al director berlinés Ernst Lubitsch y su particular aroma de sofisticación, sutileza y descaro subterráneo, el siglo XXI ha conocido el «toque Ritchie»: una paradójica mezcla entre humor negro, subversión, elegancia inglesa, gamberrismo, violencia y enmarañamiento de la trama. Ritchie tiene lo que se llamaría voz, firma, sabor, atmósfera o lo que sea. Ese je ne sais quoi nacido de una coctelera de peculiaridades, las cuales, administradas en las dosis justas y correctamente maridadas, empujan a quien las degusta a un lugar cómodo. Quizás conocido. Seguro emocionante.
El director y guionista ha logrado orquestar un sentido de la estética poliédrico y medido al dedillo. Acaba de estrenar Mobland (SkyShowtime, 2025), su última serie del oeste del hampa británico actual, con otro reparto de ensueño y conservando el toque Ritchie, aunque algo adelgazado en pro de una seriedad que muchas –y afortunadas– veces se le escapa. Pero antes de entrar en su nueva anatomía de la mafia, ¿qué es lo que ha hecho de este cincuentón original de Hatfield un director tan querido como, en ocasiones, decepcionante?
Descorchando por el principio, lo de Ritchie no fue un aterrizaje, sino una colisión. Lo mismo que les ha sucedido a muchos cineastas, escritores o músicos, el primero de sus largometrajes (antes trasteó con el corto) contiene toda la magia que se le ha ido exigiendo posteriormente. Lock, Stock and Two Smoking Barrels (1998) fue el principio de una maravillosa amistad con el cine independiente, a la manera de Tarantino con Reservoir Dogs (1992). La parroquia que logró invocar, de pronto necesitada de ese retrato desvergonzado de los bajos fondos, salpicado por intensos ramalazos de chanzas provocadoras y desgracias de lo más risibles. Y Ritchie, bien lo sabe la cinefilia internacional, le dio al pueblo lo que quería con la veneradísima Snatch. Cerdos y diamantes (2000), que lo mismo estrenó un cambio de milenio como merece estrenar un nuevo párrafo en este texto.
Si con Lock & Stock Ritchie había reunido a quienes serían tres de sus fetiches actorales –Jason Statham (antes de convertirse en un Action Man alopécico), Jason Flemyng y el exfutbolista Vinnie Jones (porque los hay que nacen con jeta de mascachapas)–, en su segunda carrera al éxito con Snatch logró sumar a promesas como Stephen Graham (el padre en Adolescencia) y auténticos gerifaltes de la industria como Benicio del Toro o Brad Pitt.
La intervención de Pitt, de hecho, es digna de explicar, pues, aunque cueste creerlo, al que ya era el lozano guaperas requetebién pagado de Entrevista con el vampiro (1994) o Leyendas de pasión (1994), se le caían los gayumbos por salir en la próxima jugarreta cinematográfica de Ritchie. Es más, fue Pitt quien acudió al británico, al que desde la productora le dijeron que contar con Brad Pitt en el elenco era una inyección de combustible de gran octanaje para el despegue inmediato del filme. Por desgracia, cuando Guy se careó con Brad para enfocar algún papel, el gua-perras de Hollywood se las veía canutas para adaptarse al acento británico. Eso suponía un problema a tenor del argumento de la película: pringados audaces del submundo callejero londinense enfrentados a psicopáticos capos de la mafia local, todo ello ligado a la pérdida de un diamante como una mandarina. En estas, el ingenio de Ritchie salió a relucir, creando para Pitt el personaje de Mickey O’Neil, un boxeador gitano-irlandés con una alpargata por lengua, incapaz de deshacerse de su ininteligibilidad, y para el que el rubiales fino de Oklahoma sólo tuvo que aprender a simular tener un dildo entre los dientes. Y, como ocurre en ocasiones, de la carencia llegó el empujón del éxito.
El caso es que con Snatch, Guy Ritchie empedró la que prometía ser una carretera de incansables éxitos. Sin embargo, a Ritchie le cayó una (des)gracia más pesada que el yunque de cualquier huelga de ideas: enrollarse con Madonna. Desde que se casó con la madrina del pop, en el 2000, Ritchie se empecinó en hacer de su arte cinematográfico un altar donde alabar a su divina esposa. Y nada es más indigesto que una admiración forzada. Menos aún los salivazos de un inglés con predisposición para entretenidas historietas de gangs como sacadas de novelas pulp.
La película Swept Away (2002), protagonizada por la cantante, así como dirigida y escrita para ella, es un zurullo caótico, como de pack cinematográfico de rebajas colocado a malas en Antena 3 para la hora de la siesta, totalmente vacunado contra la genialidad a la que tenía acostumbrado Ritchie. Afortunadamente para su cine (no hablaremos de su bienestar emocional), el director rompió con Madonna y regresó a los 24 fotogramas que lo habían proyectado a la cúspide.
RocknRolla (2008) supuso la vuelta al ruedo de Guy. Lo mismo que sacar a John Ford de los vaqueros y el oeste suele acarrear decepciones, sacar a Ritchie de los gánsteres también. De nuevo en casa, con una historia sobre trapicheos inmobiliarios, rusos con venas de caviar beluga y pillastres sorteando la mala suerte, el británico recuperó el aplauso del público. La cinta –un atropello mordaz de situaciones hilarantes, cinismo intelectualizado y guiones dopados con el anabolizante de pequeñas píldoras de genialidad surrealista– trajo, casi una década más tarde, renovada gloria al avezado cazador de la tragicomedia criminal.
Después de eso, Ritchie entró en una dinámica debatible. Por alguna razón desconocida, aunque seguramente justificada en morteradas despampanantes de dinero (13,5 millones para sus cuentas en 2010, según Vanity Fair), quien había hecho del cine independiente británico un oasis para la comedia negra de mafiosos, se tiró a la superproducción. Cayeron así las dos de Sherlock Holmes (2009–2011), protagonizadas por Robert Downey Jr. y Jude Law, Operación U.N.C.L.E. (2015), su versión de El rey Arturo (2017) y hasta el live action del puñetero Aladdín (2019). Películas potables para la resaca, igual de simpáticas de ver que de olvidar.
Todo esto para llegar al año 2020. Cansado de recibir críticas populares favorables de adolescentes y fetichistas del blockbuster, Guy Ritchie debió repetir tres veces su nombre frente al espejo, a la luz de una vela, a eso de la medianoche, para invocarse de nuevo. Lo hizo con The Gentlemen (2020), en la que logró un raro híbrido entre sus habilidades de superproducción, su dramatismo socarrón y su pasión por entrelazar dos mundos que le son parte: la aristocracia y la criminalidad plebeya. Eso sí, con flow. Vulgo bandolero, populacho delictivo y todo lo que tú quieras, pero siempre con flow. Véanse los chándales que se gastan los camorristas de MMA de la cinta. Así cualquiera se deja arrastrar por las malas artes, oye.
El caso reciente es que, en estos últimos cinco años, Guy Ritchie ha seguido demostrando que le da a todo. Películas de sobremesa palomitera sin trascendencia, como Operation Fortune (2023) o El ministerio de la Guerra Sucia (2024) –una absoluta ignominia cinematográfica que pretendía emular a Malditos bastardos (2009), de Tarantino, sin éxito, ni chispa, ni nada que no sea un gesto de vergüenza ajena–, y obras que son embutido del bueno. En concreto, la serie basada en su propia película: The Gentlemen (2024), disponible en Netflix, a la genial altura del largometraje. Y ahora Mobland: tal vez la apuesta más seria del director por arrimarse a sus admirados maestros Scorsese y Danny Boyle, con violencia a gogó, personajes carismáticos (Pierce Brosnan despachando con soltura su nativo acento irlandés merece un BAFTA) y tramas entrelazadas, todo ello sin perder el ya citado toque Ritchie. Jamón Cinco Jotas, vaya.
A pesar de las críticas, lo cierto es que Guy Ritchie es uno de los mejores directores en activo de la industria. Levanta pasiones desaforadas, sólo a la altura de la bilis que le dirigen quienes esperan grandes cosas de él, y Ritchie se pliega al Hollywood más prefabricado. Curiosamente, sus particularidades no le han valido un reconocimiento demasiado galardonado, en especial si tenemos en cuenta, como se decía, la parroquia que ha creado.
Sin ir más lejos, Anora (2024) parece una cutre heredera desarmada del cine de Ritchie. Pero a la película de Sean Baker la auparon hasta el Olimpo del Oscar por su escorzo sentimental, su rollito casquivano y el claro protagonismo femenino, característica que el director británico no ha explotado casi nunca. O, al menos de momento, no lo suficiente como para semejante dorada distinción. Ahora, si algo ha demostrado Guy Ritchie es que es incombustible, e igual que quien apuesta a muchísimos números en la ruleta, alguno, por narices, antes o después, acabará siendo premiado.
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