El sexo del Papa

En otros tiempos podría pensarse que la cortina de silencio que ha caído sobre Cónclave después de la gala de los Oscar se debía a que tocaba un tema escabroso, que era la Iglesia quien no quería que se airease. Pero hoy es al revés, es la izquierda woke y el lobby LGTB quienes la han mandado al ostracismo. Los pecados de la película son que la Iglesia católica queda muy dignamente tratada, y que condena las operaciones de cambio de sexo. Pero estas páginas no hablan de política actual, por muy tentador que sea, sino de Historia. Y la película Cónclave tiene, entre otras virtudes, la de remitirnos a un tema apasionante de la Historia de Occidente, el del sexo del Papa.

Desde su nacimiento, el cristianismo no consideró que las mujeres pudiesen entrar en el sacerdocio, tanto por influencia de la religión judía, de la que procedía la cristiana, como por el propio relato de los Evangelios. Jesucristo era hombre, y también lo fueron los doce apóstoles que formaron la primitiva Iglesia. Por mucho que un best-seller como El Código Da Vinci pretendiera que María Magdalena era un apóstol y que estuvo presente en la Última Cena, eso no es más que un invento literario.

Actualmente, hay una búsqueda desesperada de pruebas de mujeres ordenadas sacerdotes por la Iglesia, animada por el feminismo extremo, pero lo cierto es que las evidencias que de vez en cuando dicen haber encontrado, son debilísimas. Y uno de los supuestos precedentes que citan los feministas es la historia de la Papisa Juana.

Obsérvese que hemos puesto “historia” con minúscula, porque lo que de la Papisa es un relato formidable, pero legendario, no es Historia, aunque vale la pena evocarlo.

Toda Roma estaba en la calle aquel 15 de diciembre del año 882 para contemplar la solemne procesión que, presidida por el Papa Juan VIII, atravesaba la ciudad, desde el Vaticano hasta la basílica de San Juan de Letrán, que es la catedral de Roma. A medio camino, el Papa comenzó a tener dolores de vientre, lo que era mala señal en una época en que la política recurría al veneno para resolver conflictos. No obstante, Juan VIII logró llegar a San Juan, donde falleció… de parto.

¡El Papa era una mujer! Para tapar el escándalo lo enterraron de prisa y corriendo allí mismo, en San Juan de Letrán, en un lugar discreto que nunca ha sido descubierto. El recién nacido, sin embargo, sobrevivió, fue debidamente cuidado y llegaría a ser obispo de Ostia, el puerto de Roma. Hay otra versión más gore, en la que el Papa parió en medio de la calle, y los fieles, indignados con el
sacrilegio que había cometido, lo lincharon.

Todo esto es una leyenda, eso que hoy llamamos, por influencia americana, fake news. Pero como las fake news, si hay medios de comunicación dispuestos a difundirlas, terminan por dar el pego y pasar por verdad. Algo así sucedió con la leyenda sobre la muerte de Juan VIII, convertido en Papisa Juana.

Atractiva leyenda

El relato era tan excitante, la invención era tan morbosa, que se mantuvo la leyenda de que había habido un Papa que era una mujer travestida. Lo cierto es que no existe ningún testimonio histórico contemporáneo, ninguna crónica de la época en que vivió la Papisa en que se recoja su existencia, ni inscripciones en piedra, ni monedas. Pero como los hechos se situaban en la llamada Edad Obscura,
esa Alta Edad Media de la que no se sabía casi nada, los autores posteriores se creyeron con licencia para recogerlos en sus obras.

Cayeron en la tentación tres sesudos cronistas dominicos del siglo XIII, Jean de Mailly, Etienne de Bourbon y Martin de Troppau, que en su Crónica de los pontífices romanos y de los emperadores, nos cuenta una auténtica novela bizantina. Según esta crónica, Juana había nacido en Maguncia, hija de un misionero inglés de los que fueron a convertir a los bárbaros sajones en el siglo IX, y se había trasladado a Atenas siguiendo a un amante y vestida de hombre, como hacen los personajes cervantinos.

Ese disfraz le permitió estudiar con los maestros griegos, alcanzó fama de erudito y terminó acudiendo a Roma para enseñar ciencias, haciéndose llamar Johanes Anglicus Maguntinus, es decir, Juan el Inglés de Maguncia. Alcanzó fama de sabio, se convirtió en secretario de la Curia, fue consagrado cardenal, y al quedar la Sante Sede vacante en 872 fue elegido Papa. Si un historiador dominico se permitía incorporar esa invención a su Crónica de los pontífices romanos y de los emperadores, también se creyó con licencia para recogerla un literato como Boccaccio, famoso por los cuentos escabrosos de su Decamerón. Un escritor se busca la vida
como puede
, y a Boccaccio se le ocurrió escribir un libro sobre mujeres estupendas, para conseguir el patrocinio de la reina de Nápoles. Así surgió De Mulieribus Claris, la primera obra sobre mujeres «empoderadas», como se dice ahora.

De Mulieribus Claris tuvo un éxito enorme y creó el género «de mujeres» que tuvo muchos seguidores posteriores. Aunque el título en latín se traduce como Sobre mujeres ilustres, según decía el propio Bocaccio alternaba «las buenas» con «las malas», esperando que la
virtud de unas compensase los vicios de las otras. La presencia de «malas» aumentó sin duda el atractivo del libro. Eran en total 106 mujeres, y ocupando el número 101, entre una reina de Palmira y una emperatriz bizantina, aparecía la Papisa Juana.

Nadie ponía en duda en esos siglos que hubiera existido una mujer-Papa, que aparece en los catálogos papales del siglo XII como «Papissa Johanna non numeratur», es decir, que existía pero no se la numeraba. Para remediar esta «injusticia», cuando el cardenal
portugués Joäo Pedro Juliäo fue elegido Papa en 1267, adoptó el nombre de Juan, pero no con el número XX que le correspondía, sino con el XXI, para tener en cuenta a la Papisa «non numeratur».

Mucho tiempo después, entre 1497 y 1502, se colocaron en la catedral de Siena los bustos de 171 papas, entre los que estaba el polémico Juan o Juana VIII. Pero ya en el siglo XVII, Clemente VIII mandó que desapareciese la Papisa. En vez de quitar su busto y dejar un hueco, el asunto se resolvió corriendo los nombres de los papas y poniendo en el puesto 171 a otro nuevo.

La decisión de Clemente VIII respondía al llamado espíritu de Trento, el concilio que elaboró la doctrina de la Contrarreforma, en reacción al cisma protestante. El espíritu de Trento estaba decidido a acabar con la fama que tenía Roma de «Babilonia», sinónimo del vicio y el pecado. Uno de los emblemas de esa corte papal pecadora era precisamente el caso de la Papisa Juana, cuya existencia es desde el XVII negada por la Iglesia.

Curiosamente, el feminismo ha vuelto a reivindicar a esa mujer-Papa que hacía las delicias de los lectores de Boccaccio, que entre otras cosas se podían recrear con la miniatura iluminada del Maestro de Rohan que ilustra este artículo, con el parto de la Papisa en plena procesión.

 En otros tiempos podría pensarse que la cortina de silencio que ha caído sobre Cónclave después de la gala de los Oscar se debía a que  

En otros tiempos podría pensarse que la cortina de silencio que ha caído sobre Cónclave después de la gala de los Oscar se debía a que tocaba un tema escabroso, que era la Iglesia quien no quería que se airease. Pero hoy es al revés, es la izquierda woke y el lobby LGTB quienes la han mandado al ostracismo. Los pecados de la película son que la Iglesia católica queda muy dignamente tratada, y que condena las operaciones de cambio de sexo. Pero estas páginas no hablan de política actual, por muy tentador que sea, sino de Historia. Y la película Cónclave tiene, entre otras virtudes, la de remitirnos a un tema apasionante de la Historia de Occidente, el del sexo del Papa.

Desde su nacimiento, el cristianismo no consideró que las mujeres pudiesen entrar en el sacerdocio, tanto por influencia de la religión judía, de la que procedía la cristiana, como por el propio relato de los Evangelios. Jesucristo era hombre, y también lo fueron los doce apóstoles que formaron la primitiva Iglesia. Por mucho que un best-seller como El Código Da Vinci pretendiera que María Magdalena era un apóstol y que estuvo presente en la Última Cena, eso no es más que un invento literario.

Actualmente, hay una búsqueda desesperada de pruebas de mujeres ordenadas sacerdotes por la Iglesia, animada por el feminismo extremo, pero lo cierto es que las evidencias que de vez en cuando dicen haber encontrado, son debilísimas. Y uno de los supuestos precedentes que citan los feministas es la historia de la Papisa Juana.

Obsérvese que hemos puesto “historia” con minúscula, porque lo que de la Papisa es un relato formidable, pero legendario, no es Historia, aunque vale la pena evocarlo.

Toda Roma estaba en la calle aquel 15 de diciembre del año 882 para contemplar la solemne procesión que, presidida por el Papa Juan VIII, atravesaba la ciudad, desde el Vaticano hasta la basílica de San Juan de Letrán, que es la catedral de Roma. A medio camino, el Papa comenzó a tener dolores de vientre, lo que era mala señal en una época en que la política recurría al veneno para resolver conflictos. No obstante, Juan VIII logró llegar a San Juan, donde falleció… de parto.

¡El Papa era una mujer! Para tapar el escándalo lo enterraron de prisa y corriendo allí mismo, en San Juan de Letrán, en un lugar discreto que nunca ha sido descubierto. El recién nacido, sin embargo, sobrevivió, fue debidamente cuidado y llegaría a ser obispo de Ostia, el puerto de Roma. Hay otra versión más gore, en la que el Papa parió en medio de la calle, y los fieles, indignados con el
sacrilegio que había cometido, lo lincharon.

Todo esto es una leyenda, eso que hoy llamamos, por influencia americana, fake news. Pero como las fake news, si hay medios de comunicación dispuestos a difundirlas, terminan por dar el pego y pasar por verdad. Algo así sucedió con la leyenda sobre la muerte de Juan VIII, convertido en Papisa Juana.

El relato era tan excitante, la invención era tan morbosa, que se mantuvo la leyenda de que había habido un Papa que era una mujer travestida. Lo cierto es que no existe ningún testimonio histórico contemporáneo, ninguna crónica de la época en que vivió la Papisa en que se recoja su existencia, ni inscripciones en piedra, ni monedas. Pero como los hechos se situaban en la llamada Edad Obscura,
esa Alta Edad Media de la que no se sabía casi nada, los autores posteriores se creyeron con licencia para recogerlos en sus obras.

Cayeron en la tentación tres sesudos cronistas dominicos del siglo XIII, Jean de Mailly, Etienne de Bourbon y Martin de Troppau, que en su Crónica de los pontífices romanos y de los emperadores, nos cuenta una auténtica novela bizantina. Según esta crónica, Juana había nacido en Maguncia, hija de un misionero inglés de los que fueron a convertir a los bárbaros sajones en el siglo IX, y se había trasladado a Atenas siguiendo a un amante y vestida de hombre, como hacen los personajes cervantinos.

Ese disfraz le permitió estudiar con los maestros griegos, alcanzó fama de erudito y terminó acudiendo a Roma para enseñar ciencias, haciéndose llamar Johanes Anglicus Maguntinus, es decir, Juan el Inglés de Maguncia. Alcanzó fama de sabio, se convirtió en secretario de la Curia, fue consagrado cardenal, y al quedar la Sante Sede vacante en 872 fue elegido Papa. Si un historiador dominico se permitía incorporar esa invención a su Crónica de los pontífices romanos y de los emperadores, también se creyó con licencia para recogerla un literato como Boccaccio, famoso por los cuentos escabrosos de su Decamerón. Un escritor se busca la vida
como puede
, y a Boccaccio se le ocurrió escribir un libro sobre mujeres estupendas, para conseguir el patrocinio de la reina de Nápoles. Así surgió De Mulieribus Claris, la primera obra sobre mujeres «empoderadas», como se dice ahora.

De Mulieribus Claris tuvo un éxito enorme y creó el género «de mujeres» que tuvo muchos seguidores posteriores. Aunque el título en latín se traduce como Sobre mujeres ilustres, según decía el propio Bocaccio alternaba «las buenas» con «las malas», esperando que la
virtud de unas compensase los vicios de las otras. La presencia de «malas» aumentó sin duda el atractivo del libro. Eran en total 106 mujeres, y ocupando el número 101, entre una reina de Palmira y una emperatriz bizantina, aparecía la Papisa Juana.

Nadie ponía en duda en esos siglos que hubiera existido una mujer-Papa, que aparece en los catálogos papales del siglo XII como «Papissa Johanna non numeratur», es decir, que existía pero no se la numeraba. Para remediar esta «injusticia», cuando el cardenal
portugués Joäo Pedro Juliäo fue elegido Papa en 1267, adoptó el nombre de Juan, pero no con el número XX que le correspondía, sino con el XXI, para tener en cuenta a la Papisa «non numeratur».

Mucho tiempo después, entre 1497 y 1502, se colocaron en la catedral de Siena los bustos de 171 papas, entre los que estaba el polémico Juan o Juana VIII. Pero ya en el siglo XVII, Clemente VIII mandó que desapareciese la Papisa. En vez de quitar su busto y dejar un hueco, el asunto se resolvió corriendo los nombres de los papas y poniendo en el puesto 171 a otro nuevo.

La decisión de Clemente VIII respondía al llamado espíritu de Trento, el concilio que elaboró la doctrina de la Contrarreforma, en reacción al cisma protestante. El espíritu de Trento estaba decidido a acabar con la fama que tenía Roma de «Babilonia», sinónimo del vicio y el pecado. Uno de los emblemas de esa corte papal pecadora era precisamente el caso de la Papisa Juana, cuya existencia es desde el XVII negada por la Iglesia.

Curiosamente, el feminismo ha vuelto a reivindicar a esa mujer-Papa que hacía las delicias de los lectores de Boccaccio, que entre otras cosas se podían recrear con la miniatura iluminada del Maestro de Rohan que ilustra este artículo, con el parto de la Papisa en plena procesión.

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