El regreso de Douglas Coupland a la ficción: crónica de una sociedad en ruinas

Ha regresado. El tío Douglas ha dejado que la vomitona de sus reflexiones vuelva a quedar atrapada en palabras para compartir con el mundo. Trece años nos ha tenido mirando al techo. Organizando las jornadas entre McEmpleos (así bautizó Coupland a lo que hoy llamamos minijobs) y los esquizoides retazos de las grandes encarnaciones del vacío en la cultura occidental. Pero ha vuelto. Y lo ha hecho a su manera. Con esa atinada capacidad para darle a cada momento su lugar en contenido y forma. Porque si Douglas Coupland (Rheinmünster, 1961) se pasó su primer éxito literario desmigajando los sinsentidos de la sociedad posmoderna, sacándole brillo a los huecos morales y a la emocionalidad anímica de la forma de vida tras la Guerra Fría, ahora despliega nuestra inquietud impaciente, multicultural y desordenada en 60 relatos. 60 bocados que casi coinciden con su edad, de no más de cuatro páginas cada uno y que ha titulado: Atracón (2024, Alianza).

Me quitaría el sombrero si lo llevara. Que desde Generación X (1991), Coupland ha sabido encarnar la desilusión en sus personajes, arrojando luz sobre la desesperanza de las promesas generacionales incumplidas, es un hecho. Tampoco le ha temblado la mano a la hora de hablar de pejigueras tecnológicas, como en su novela Microsiervos (1995). O de la diarrea creativa de la cultura de masas: ahí están los cuentos de La vida después de Dios (1994). Y, por supuesto, sí ha tenido que tildar de «pequeños cretinos» a la juventud de un periodo dominado por la hiperactividad, el mileurismo e internet, como en Generación A (2009), pues también se ha despachado a gusto.

Pero es que, 13 años después de su última ficción, vuelve a sobrecargar los microchips con lo que parece revelarse como una autocrítica muy funcional. Una suerte de ironía radicada en su capacidad para reprochar la impaciencia, la superficialidad y la bulimia de nuestro tiempo, dando a luz a una obra que baila perfectamente al son de esas características. Salvo que, claro, no lo hace desde la complacencia o la sumisión, sino más bien desde una concienciada atalaya. Sería como criticar la obesidad mórbida dándole a sus corpulentos afectados hamburguesas con queso… hechas de tofu. Coupland compone sus relatos de forma a hacerlos ágiles, cotidianos y, aparentemente, triviales. Pero eso no parece sino un laxante para que flojeen las tripas del lector.

La elipsis es, a veces, tan forzada como en una mala serie de Netflix. El contenido, donde se dan la mano varios relatos sobre drag queens, veganos, incels, nudistas y amas de casa, podría hacer las delicias de un congreso woke. Coupland, no obstante, y como es tradición, hace de todo ello una normalidad corrupta. No es que ninguno no merezca estar en el mundo. Ni mucho menos. Cada cual tiene su leitmotiv. Pero todos comparten menudencias, idiosincrasias sintomáticas de los tiempos presentes. Narcisismo, superficialidad o teorías del éxito que ocultan fracasos palmarios. El conjunto de las historias se convierten así en un chiste largo.

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Douglas Coupland

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Mendigos emocionales

Un retrato que, en vez de mencionar a un inglés, un francés y un español, o a un cristiano, un musulmán y un judío, habla de un joven que sufrió abusos de su profesor de gimnasia, de una madre que se olvida a su hija pequeña en el coche toda la mañana y de un abusón animalista con un hermano transexual. La gracia es que la chanza no tiene un solo nudo, un desenlace y un final. Va y vuelve como un yoyó. Inquieta, intriga y provoca una taimada risa, pronto apagada por el siguiente mazazo, del que sabes que acabarás volviendo a extraer una leve carcajada. Y así toda la obra. Pim pam. Toma Lacasitos.

Merodean por las páginas de Atracón hombres infieles que se desentienden de sus parejas moribundas de cáncer. Y mujeres que son objeto de un vídeo viral en internet. Y fogonazos sexuales nacidos en el albor de aplicaciones de citas. Un desfile de mendigos emocionales cotidianos descritos con una prosa sencilla, ágil y muy americana. Una expresión existencial y rebelde que recuerda al Bret Easton Ellis menos cargado de adoración por el lujo. En general, una cachetada a la actualidad que, con ironía, podría homologarse a unos versos de Talking Heads: «Y mientras todo se desmoronaba, nadie prestaba atención».

Como colofón, mencionaré algo que se intuye por lógica y se descubre con la lectura. Las anécdotas forman parte de una policromía coral con lugares comunes que se desvelan poco a poco. Hay que estar, por tanto, atento a los detalles (cosa muy propia de la literatura de Coupland) no ya para disfrutar —los relatos leídos de manera totalmente independiente siguen siendo adictivos— pero sí para tener una visión tridimensional de lo que quiere decir. De lo que, al final, está haciendo Douglas Coupland: ponerle un espejo enfrente a esta época tecnológicamente puntera, emocionalmente desorientada y lunáticamente estresada. Todo eso, por si fuera poco, como resultado de la digestión de un exquisito atracón.

 Ha regresado. El tío Douglas ha dejado que la vomitona de sus reflexiones vuelva a quedar atrapada en palabras para compartir con el mundo. Trece años  

Ha regresado. El tío Douglas ha dejado que la vomitona de sus reflexiones vuelva a quedar atrapada en palabras para compartir con el mundo. Trece años nos ha tenido mirando al techo. Organizando las jornadas entre McEmpleos (así bautizó Coupland a lo que hoy llamamos minijobs) y los esquizoides retazos de las grandes encarnaciones del vacío en la cultura occidental. Pero ha vuelto. Y lo ha hecho a su manera. Con esa atinada capacidad para darle a cada momento su lugar en contenido y forma. Porque si Douglas Coupland (Rheinmünster, 1961) se pasó su primer éxito literario desmigajando los sinsentidos de la sociedad posmoderna, sacándole brillo a los huecos morales y a la emocionalidad anímica de la forma de vida tras la Guerra Fría, ahora despliega nuestra inquietud impaciente, multicultural y desordenada en 60 relatos. 60 bocados que casi coinciden con su edad, de no más de cuatro páginas cada uno y que ha titulado: Atracón (2024, Alianza).

Me quitaría el sombrero si lo llevara. Que desde Generación X (1991), Coupland ha sabido encarnar la desilusión en sus personajes, arrojando luz sobre la desesperanza de las promesas generacionales incumplidas, es un hecho. Tampoco le ha temblado la mano a la hora de hablar de pejigueras tecnológicas, como en su novela Microsiervos (1995). O de la diarrea creativa de la cultura de masas: ahí están los cuentos de La vida después de Dios (1994). Y, por supuesto, sí ha tenido que tildar de «pequeños cretinos» a la juventud de un periodo dominado por la hiperactividad, el mileurismo e internet, como en Generación A (2009), pues también se ha despachado a gusto.

Pero es que, 13 años después de su última ficción, vuelve a sobrecargar los microchips con lo que parece revelarse como una autocrítica muy funcional. Una suerte de ironía radicada en su capacidad para reprochar la impaciencia, la superficialidad y la bulimia de nuestro tiempo, dando a luz a una obra que baila perfectamente al son de esas características. Salvo que, claro, no lo hace desde la complacencia o la sumisión, sino más bien desde una concienciada atalaya. Sería como criticar la obesidad mórbida dándole a sus corpulentos afectados hamburguesas con queso… hechas de tofu. Coupland compone sus relatos de forma a hacerlos ágiles, cotidianos y, aparentemente, triviales. Pero eso no parece sino un laxante para que flojeen las tripas del lector.

La elipsis es, a veces, tan forzada como en una mala serie de Netflix. El contenido, donde se dan la mano varios relatos sobre drag queens, veganos, incels, nudistas y amas de casa, podría hacer las delicias de un congreso woke. Coupland, no obstante, y como es tradición, hace de todo ello una normalidad corrupta. No es que ninguno no merezca estar en el mundo. Ni mucho menos. Cada cual tiene su leitmotiv. Pero todos comparten menudencias, idiosincrasias sintomáticas de los tiempos presentes. Narcisismo, superficialidad o teorías del éxito que ocultan fracasos palmarios. El conjunto de las historias se convierten así en un chiste largo.

Un retrato que, en vez de mencionar a un inglés, un francés y un español, o a un cristiano, un musulmán y un judío, habla de un joven que sufrió abusos de su profesor de gimnasia, de una madre que se olvida a su hija pequeña en el coche toda la mañana y de un abusón animalista con un hermano transexual. La gracia es que la chanza no tiene un solo nudo, un desenlace y un final. Va y vuelve como un yoyó. Inquieta, intriga y provoca una taimada risa, pronto apagada por el siguiente mazazo, del que sabes que acabarás volviendo a extraer una leve carcajada. Y así toda la obra. Pim pam. Toma Lacasitos.

Merodean por las páginas de Atracón hombres infieles que se desentienden de sus parejas moribundas de cáncer. Y mujeres que son objeto de un vídeo viral en internet. Y fogonazos sexuales nacidos en el albor de aplicaciones de citas. Un desfile de mendigos emocionales cotidianos descritos con una prosa sencilla, ágil y muy americana. Una expresión existencial y rebelde que recuerda al Bret Easton Ellis menos cargado de adoración por el lujo. En general, una cachetada a la actualidad que, con ironía, podría homologarse a unos versos de Talking Heads: «Y mientras todo se desmoronaba, nadie prestaba atención».

Como colofón, mencionaré algo que se intuye por lógica y se descubre con la lectura. Las anécdotas forman parte de una policromía coral con lugares comunes que se desvelan poco a poco. Hay que estar, por tanto, atento a los detalles (cosa muy propia de la literatura de Coupland) no ya para disfrutar —los relatos leídos de manera totalmente independiente siguen siendo adictivos— pero sí para tener una visión tridimensional de lo que quiere decir. De lo que, al final, está haciendo Douglas Coupland: ponerle un espejo enfrente a esta época tecnológicamente puntera, emocionalmente desorientada y lunáticamente estresada. Todo eso, por si fuera poco, como resultado de la digestión de un exquisito atracón.

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